Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 3 – La tentación y la caída

Este capítulo está basado en Génesis 3.

No SIÉNDOLE posible continuar con su rebelión en el cielo, Satanás halló un nuevo campo de acción para su enemistad contra Dios, al tramar la ruina de la raza humana. Vió en la felicidad y en la paz que la santa pareja gozaba en el Edén el deleite que él había perdido para siempre. Estimulado por la envidia, resolvió inducirlos a desobedecer y atraer sobre sí la culpa y el castigo del pecado. Trataría de cambiar su amor en desconfianza, y sus cantos de alabanza en oprobio para su Creador. De esta manera no sólo arrojaría a estos inocentes seres en la desgracia en que él mismo se encontraba, sino que también ocasionaría deshonra para Dios y pesar en los cielos.

A nuestros primeros padres no dejó de advertírseles el peligro que les amenazaba. Mensajeros celestiales acudieron a presentarles la historia de la caída de Satanás y sus maquinaciones para destruirlos; para lo cual les explicaron ampliamente la naturaleza del gobierno divino, que el príncipe del mal trataba de derrocar. Fué la desobediencia a los justos mandamientos de Dios lo que ocasionó la caída de Satanás y sus huestes. Cuán importante era, entonces, que Adán y Eva honrasen aquella ley, único medio por el cual es posible mantener el orden y la equidad.

La ley de Dios es tan santa como él mismo. Es la revelación de su voluntad, el reflejo de su carácter, y la expresión de su amor y sabiduría. La armonía de la creación depende del perfecto acuerdo de todos los seres y las cosas, animadas e inanimadas, con la ley del Creador. No sólo ha dispuesto Dios leyes para el gobierno de los seres vivientes, sino también para todas las operaciones de la naturaleza. Todo obedece a leyes fijas, que no pueden eludirse. Pero mientras que en la naturaleza todo está gobernado por leyes naturales, solamente el hombre, entre todos los moradores de la tierra, está sujeto a la ley moral. Al hombre, obra maestra de la creación, Dios le dio la facultad de comprender sus requerimientos, para que reconociese la justicia y la benevolencia de su ley y su sagrado derecho sobre él; y del hombre se exige una respuesta obediente. obedece a leyes fijas, que no pueden eludirse. Pero mientras que en la naturaleza todo está gobernado por leyes naturales, solamente el hombre, entre todos los moradores de la tierra, está sujeto a la ley moral. Al hombre, obra maestra de la creación, Dios le dió la facultad de comprender sus requerimientos, para que reconociese la justicia y la benevolencia de su ley y su sagrado derecho sobre él; y del hombre se exige una respuesta obediente.

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Como los ángeles, los moradores del Edén habían de ser probados. Sólo podían conservar su feliz estado si eran fieles a la ley del Creador. Podían obedecer y vivir, o desobedecer y perecer. Dios los había colmado de ricas bendiciones; pero si ellos menospreciaban su voluntad, Aquel que no perdonó a los ángeles que pecaron no los perdonaría a ellos tampoco: la transgresión los privaría de todos sus dones, y les acarrearía desgracia y ruina.

Los ángeles amonestaron a Adán y a Eva a que estuviesen en guardia contra las argucias de Satanás; porque sus esfuerzos por tenderles una celada serían infatigables. Mientras fuesen obedientes a Dios, el maligno no podría perjudicarles; pues, si fuese necesario, todos los ángeles del cielo serían enviados en su ayuda. Si ellos rechazaban firmemente sus primeras insinuaciones, estarían tan seguros como los mismos mensajeros celestiales. Pero si cedían a la tentación, su naturaleza se depravaría, y no tendrían en sí mismos poder ni disposición para resistir a Satanás.

El árbol de la sabiduría había sido puesto como una prueba de su obediencia y de su amor a Dios. El Señor había decidido imponerles una sola prohibición tocante al uso de lo que había en el huerto. Si menospreciaban su voluntad en este punto especial, se harían culpables de transgresión. Satanás no los seguiría continuamente con sus tentaciones; sólo podría acercarse a ellos junto al árbol prohibido. Si ellos trataban de investigar la naturaleza de este árbol, quedarían expuestos a sus engaños. Se les aconsejó que prestasen atención cuidadosa a la amonestación que Dios les había enviado, y que se conformasen con las instrucciones que él había tenido a bien darles.

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Para conseguir lo que quería sin ser advertido, Satanás escogió como medio a la serpiente, disfraz bien adecuado para su proyecto de engaño. La serpiente era en aquel entonces uno de los seres más inteligentes y bellos de la tierra. Tenía alas, y cuando volaba presentaba una apariencia deslumbradora, con el color y el brillo del oro bruñido. Posada en las cargadas ramas del árbol prohibido, mientras comía su delicioso fruto, cautivaba la atención y deleitaba la vista que la contemplaba. Así, en el huerto de paz, el destructor acechaba su presa.

Los ángeles habían prevenido a Eva que tuviese cuidado de no separarse de su esposo mientras éste estaba ocupado en su trabajo cotidiano en el huerto; estando con él correría menos peligro de caer en tentación que estando sola. Pero distraída en sus agradables labores, inconscientemente se alejó del lado de su esposo. Al verse sola, tuvo un presentimiento del peligro, pero desechó sus temores, diciéndose a sí misma que tenía suficiente sabiduría y poder para comprender el mal y resistirlo. Desdeñando la advertencia de los ángeles, muy pronto se encontró extasiada, mirando con curiosidad y admiración el árbol prohibido. El fruto era bello, y se preguntaba por qué Dios se lo había vedado. Esta fué la oportunidad de Satanás. Como discerniendo sus pensamientos, se dirigió a ella diciendo: “¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?” Véase Génesis 3.

Eva quedó sorprendida y espantada al oír el eco de sus pensamientos. Pero, con voz melodiosa, la serpiente siguió con sutiles alabanzas de su hermosura; y sus palabras no fueron desagradables a Eva. En lugar de huir de aquel lugar, permaneció en él, maravillada de oír hablar a la serpiente. Si se hubiese dirigido a ella un ser como los ángeles, hubiera sentido temor; pero no se imaginó que la encantadora serpiente pudiera convertirse en instrumento del enemigo caído.

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A la capciosa pregunta de Satanás, Eva contestó: “Del fruto de los árboles del huerto comemos; mas del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, porque no muráis. Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; mas sabe Dios que el día que comiereis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses sabiendo el bien y el mal.”

Le dijo que al comer del fruto de este árbol, alcanzarían una esfera de existencia más elevada y entrarían en un campo de sabiduría más amplio. Añadió que él mismo había comido de ese fruto prohibido y como resultado había adquirido el don de la palabra. Insinuó que por egoísmo el Señor no quería que comiesen del fruto, pues entonces se elevarían a la igualdad con él. Manifestó Satanás que Dios les había prohibido que gustasen del fruto de aquel árbol o que lo tocasen, debido a las maravillosas propiedades que tenía de dar sabiduría y poder. El tentador afirmó que jamás llegaría a cumplirse la divina advertencia; que les fué hecha meramente para intimidarlos. ¿Cómo sería posible que ellos muriesen? ¿No habían comido del árbol de la vida? Agregó el tentador que Dios estaba tratando de impedirles alcanzar un desarrollo superior y mayor felicidad.

Tal ha sido la labor que Satanás ha llevado adelante con gran éxito, desde los días de Adán hasta el presente. Tienta a los hombres a desconfiar del amor de Dios y a dudar de su sabiduría. Constantemente pugna por despertar en los seres humanos un espíritu de curiosidad irreverente, un inquieto e inquisitivo deseo de penetrar en los inescrutables secretos del poder y la sabiduría de Dios. En sus esfuerzos por escudriñar aquello que Dios tuvo a bien ocultarnos, muchos pasan por alto las verdades eternas que nos ha revelado y que son esenciales para nuestra salvación. Satanás induce a los hombres a la desobediencia llevándoles a creer que entran en un admirable campo de conocimiento. Pero todo esto es un engaño. Ensoberbecidos por sus ideas de progreso, pisotean los requerimientos de Dios, caminando por la ruta que los lleva a la degradación y a la muerte.

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Satanás hizo creer a la santa pareja que ellos se beneficiarían violando la ley de Dios. ¿No oímos hoy día razonamientos semejantes? Muchos hablan de la estrechez de los que obedecen los mandamientos de Dios, mientras pretenden tener ideas más amplias y gozar de mayor libertad. ¿Qué es esto sino el eco de la voz del Edén: “El día que comiereis de él,” es decir, el día que violareis el divino mandamiento, “seréis como dioses”? Satanás aseveró haber recibido grandes beneficios por haber comido del fruto prohibido, pero nunca dejó ver que por la transgresión había sido desechado del cielo. Aunque había comprobado que el pecado acarrea una pérdida infinita, ocultó su propia desgracia para atraer a otros a la misma situación. Así también el pecador trata de disfrazar su verdadero carácter; puede pretender ser santo, pero su elevada profesión sólo hace de él un embaucador tanto más peligroso. Está del lado de Satanás y al hollar la ley de Dios e inducir a otros a hacer lo mismo, los lleva hacia la ruina eterna.

Eva creyó realmente las palabras de Satanás, pero esta creencia no la salvó de la pena del pecado. No creyó en las palabras de Dios, y esto la condujo a su caída. En el juicio final, los hombres no serán condenados porque creyeron concienzudamente una mentira, sino porque no creyeron la verdad, porque descuidaron la oportunidad de aprender la verdad. No obstante los sofismas con que Satanás trata de establecer lo contrario, siempre es desastroso desobedecer a Dios. Debemos aplicar nuestros corazones a buscar la verdad. Todas las lecciones que Dios mandó registrar en su Palabra son para nuestra advertencia e instrucción. Fueron escritas para salvarnos del engaño. El descuidarlas nos traerá la ruina. Podemos estar seguros de que todo lo que contradiga la Palabra de Dios procede de Satanás.

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La serpiente tomó del fruto del árbol prohibido y lo puso en las manos vacilantes de Eva. Entonces le recordó sus propias palabras referentes a que Dios les había prohibido tocarlo, a pena de muerte. Le manifestó que no recibiría más daño de comer el fruto que de tocarlo. No experimentando ningún mal resultado por lo que había hecho, Eva se atrevió a más. Vió “que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió.” Era agradable al paladar, y a medida que comía, parecía sentir una fuerza vivificante, y se figuró que entraba en un estado más elevado de existencia. Sin temor, tomó el fruto y lo comió.

Y ahora, habiendo pecado, ella se convirtió en el agente de Satanás para labrar la ruina de su esposo. Con extraña y anormal excitación, y con las manos llenas del fruto prohibido, lo buscó y le relató todo lo que había ocurrido.

Una expresión de tristeza cubrió el rostro de Adán. Quedó atónito y alarmado. A las palabras de Eva contestó que ése debía ser el enemigo contra quien se los había prevenido; y que conforme a la sentencia divina ella debía morir. En contestación, Eva le instó a comer, repitiendo el aserto de la serpiente de que no morirían. Alegó que las palabras de la serpiente debían ser ciertas puesto que no sentía ninguna evidencia del desagrado de Dios; sino que, al contrario, experimentaba una deliciosa y alborozante influencia, que conmovía todas sus facultades con una nueva vida, que le parecía semejante a la que inspiraba a los mensajeros celestiales.

Adán comprendió que su compañera había violado el mandamiento de Dios, menospreciando la única prohibición que les había sido puesta como una prueba de su fidelidad y amor. Se desató una terrible lucha en su mente. Lamentó haber dejado a Eva separarse de su lado. Pero ahora el error estaba cometido; debía separarse de su compañía, que le había sido de tanto gozo. ¿Cómo podría hacer eso?

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Adán había gozado el compañerismo de Dios y de los santos ángeles. Había contemplado la gloria del Creador. Comprendía el elevado destino que aguardaba al linaje humano si los hombres permanecían fieles a Dios. Sin embargo, se olvidó de todas estas bendiciones ante el temor de perder el don que apreciaba más que todos los demás. El amor, la gratitud y la lealtad al Creador, todo fué sofocado por amor a Eva. Ella era parte de sí mismo, y Adán no podía soportar la idea de una separación. No alcanzó a comprender que el mismo Poder infinito que lo había creado del polvo de la tierra y hecho de él un ser viviente de hermosa forma y que, como demostración de su amor, le había dado una compañera, podía muy bien proporcionarle otra. Adán resolvió compartir la suerte de Eva; si ella debía morir, él moriría con ella. Al fin y al cabo, se dijo Adán, ¿no podrían ser verídicas las palabras de la sabia serpiente? Eva estaba ante él, tan bella y aparentemente tan inocente como antes de su desobediencia. Le expresaba mayor amor que antes. Ninguna señal de muerte se notaba en ella, y así decidió hacer frente a las consecuencias. Tomó el fruto y lo comió apresuradamente.

Después de su transgresión, Adán se imaginó al principio que entraba en un plano superior de existencia. Pero pronto la idea de su pecado le llenó de terror. El aire que hasta entonces había sido de temperatura suave y uniforme pareció enfriar los cuerpos de la culpable pareja. El amor y la paz que habían disfrutado desapareció, y en su lugar sintieron el remordimiento del pecado, el temor al futuro y la desnudez del alma. El manto de luz que los había cubierto desapareció, y para reemplazarlo hicieron delantales; porque no podían presentarse desnudos a la vista de Dios y los santos ángeles.

Ahora comenzaron a ver el verdadero carácter de su pecado. Adán increpó a su compañera por su locura de apartarse de su lado y dejarse engañar por la serpiente; pero ambos presumían que Aquel que les había dado tantas muestras de su amor perdonaría esa sola y única transgresión, o que no se verían sometidos al castigo tan terrible que habían temido.

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Satanás se regocijó de su triunfo. Había tentado a la mujer a desconfiar del amor de Dios, a dudar de su sabiduría, y a violar su ley; y por su medio, causar la caída de Adán.

Pero el gran Legislador iba a dar a conocer a Adán y a Eva las consecuencias de su pecado. La presencia divina se manifestó en el huerto. En su anterior estado de inocencia y santidad solían dar alegremente la bienvenida a la presencia de su Creador; pero ahora huyeron aterrorizados, y se escondieron en el lugar más apartado del huerto. “Y llamó Jehová Dios al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú? Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y escondíme. Y díjole: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses?”

Adán no podía negar ni disculpar su pecado; pero en vez de mostrar arrepentimiento, culpó a su esposa, y de esa manera al mismo Dios: “La mujer que me diste por compañera me dió del árbol, y yo comí.” El que por amor a Eva había escogido deliberadamente perder la aprobación de Dios, su hogar en el paraíso y una vida de eterno regocijo, ahora después de su caída culpó de su transgresión a su compañera y aun a su mismo Creador. Tan terrible es el poder del pecado.

Cuando la mujer fué interrogada: “¿Qué es lo que has hecho?” contestó: “La serpiente me engañó, y comí.” “¿Por qué creaste la serpiente? ¿Por qué la dejaste entrar en Edén?” Estas eran las preguntas implícitas en sus disculpas por su pecado. Así como Adán, ella culpó a Dios por su caída. El espíritu de autojustificación se originó en el padre de la mentira; lo manifestaron nuestros primeros padres tan pronto como se sometieron a la influencia de Satanás, y se ha visto en todos los hijos e hijas de Adán. En vez de confesar humildemente su pecado, tratan de justificarse culpando a otros, a las circunstancias, a Dios, y hasta murmuran contra las bendiciones divinas.

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El Señor sentenció entonces a la serpiente: “Por cuanto esto hiciste, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo; sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida.” Puesto que la serpiente había sido el instrumento de Satanás, compartiría con él la pena del juicio divino. Después de ser la más bella y admirada criatura del campo, iba a ser la más envilecida y detestada de todas, temida y odiada tanto por el hombre como por los animales. Las palabras dichas a la serpiente se aplican directamente al mismo Satanás y señalan su derrota y destrucción final: “Y enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar.”

A Eva se le habló de la tristeza y los dolores que sufriría. Y el Señor dijo: “A tu marido será tu deseo, y él se enseñoreará de ti.” En la creación Dios la había hecho igual a Adán. Si hubiesen permanecido obedientes a Dios, en concordancia con su gran ley de amor, siempre hubieran estado en mutua armonía; pero el pecado había traído discordia, y ahora la unión y la armonía podían mantenerse sólo mediante la sumisión del uno o del otro. Eva había sido la primera en pecar, había caído en tentación por haberse separado de su compañero, contrariando la instrucción divina. Adán pecó a sus instancias, y ahora ella fué puesta en sujeción a su marido. Si los principios prescritos por la ley de Dios hubieran sido apreciados por la humanidad caída, esta sentencia, aunque era consecuencia del pecado, hubiera resultado en bendición para ellos; pero el abuso de parte del hombre de la supremacía que se le dió, a menudo ha hecho muy amarga la suerte de la mujer y ha convertido su vida en una carga.

Junto a su esposo, Eva había sido perfectamente feliz en su hogar edénico; pero, a semejanza de las inquietas Evas modernas, se lisonjeaba con ascender a una esfera superior a la que Dios le había designado. En su afán de subir más allá de su posición original, descendió a un nivel más bajo. Resultado similar alcanzarán las mujeres que no están dispuestas a cumplir alegremente los deberes de su vida de acuerdo al plan de Dios. En su esfuerzo por alcanzar posiciones para las cuales Dios no las ha preparado, muchas están dejando vacío el lugar donde podrían ser una bendición. En su deseo de lograr una posición más elevada, muchas han sacrificado su verdadera dignidad femenina y la nobleza de su carácter, y han dejado sin hacer la obra misma que el Cielo les señaló.

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Dios manifestó a Adán: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo, No comerás de él; maldita será la tierra por amor de ti; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida; espinos y cardos te producirá, y comerás hierba del campo; en el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra; porque de ella fuiste tomado: pues polvo eres, y al polvo serás tornado.”

Era voluntad de Dios que la inmaculada pareja no conociese absolutamente nada de lo malo. Les había dado abundantemente el bien, y vedado el mal. Pero, contra su mandamiento, habían comido del fruto prohibido, y ahora continuarían comiéndolo y conocerían el mal todos los días de su vida. Desde entonces el linaje humano sufriría las asechanzas de Satanás. En lugar de las agradables labores que se les habían asignado hasta entonces, la ansiedad y el trabajo serían su suerte. Estarían sujetos a desengaños, aflicciones, dolor, y al fin, a la muerte.

Bajo la maldición del pecado, toda la naturaleza daría al hombre testimonio del carácter y las consecuencias de la rebelión contra Dios. Cuando Dios creó al hombre lo hizo señor de toda la tierra y de cuantos seres la habitaban. Mientras Adán permaneció leal a Dios, toda la naturaleza se mantuvo bajo su señorío. Pero cuando se rebeló contra la ley divina, las criaturas inferiores se rebelaron contra su dominio. Así el Señor, en su gran misericordia, quiso enseñar al hombre la santidad de su ley e inducirle a ver por su propia experiencia el peligro de hacerla a un lado, aun en lo más mínimo.

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La vida de trabajo y cuidado, que en lo sucesivo sería el destino del hombre, le fué asignada por amor a él. Era una disciplina que su pecado había hecho necesaria para frenar la tendencia a ceder a los apetitos y las pasiones y para desarrollar hábitos de dominio propio. Era parte del gran plan de Dios para rescatar al hombre de la ruina y la degradación del pecado.

La advertencia hecha a nuestros primeros padres: “Porque el día que de él comieres, morirás” (Génesis 2:17), no significaba que morirían el mismo día en que comiesen del fruto prohibido, sino que ese día sería dictada la irrevocable sentencia. La inmortalidad les había sido prometida bajo condición de que fueran obedientes; pero mediante la transgresión perderían su derecho a la vida eterna. El mismo día en que pecaran serían condenados a muerte.

Para que poseyera una existencia sin fin, el hombre debía continuar comiendo del árbol de la vida. Privado de este alimento, vería su vitalidad disminuir gradualmente hasta extinguirse la vida. Era el plan de Satanás que Adán y Eva desagradasen a Dios mediante su desobediencia; y esperaba que luego, sin obtener perdón, siguiesen comiendo del árbol de la vida, y perpetuasen así una vida de pecado y miseria. Pero después de la caída, se encomendó a los santos ángeles que custodiaran el árbol de la vida. Estos ángeles estaban rodeados de rayos luminosos semejantes a espadas resplandecientes. A ningún miembro de la familia de Adán se le permitió traspasar esa barrera para comer del fruto de la vida; de ahí que no exista pecador inmortal.

La ola de angustia que siguió a la transgresión de nuestros primeros padres es considerada por muchos como un castigo demasiado severo para un pecado tan insignificante; y ponen en tela de juicio la sabiduría y la justicia de Dios en su trato con el hombre. Pero si estudiasen más profundamente el asunto, podrían discernir su error. Dios creó al hombre a su semejanza, libre de pecado. La tierra debía ser poblada con seres algo inferiores a los ángeles; pero debía probarse su obediencia; pues Dios no había de permitir que el mundo se llenara de seres que menospreciasen su ley. No obstante, en su gran misericordia, no señaló a Adán una prueba severa. La misma levedad de la prohibición hizo al pecado sumamente grave. Si Adán no pudo resistir la prueba más ínfima, tampoco habría podido resistir una mayor, si se le hubiesen confiado responsabilidades más importantes.

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Si Adán hubiese sido sometido a una prueba mayor, entonces aquellos cuyos corazones se inclinan hacia lo malo se hubiesen disculpado diciendo: “Esto es algo insignificante, y Dios no es exigente en las cosas pequeñas.” Y así hubiera habido continuas transgresiones en las cosas aparentemente pequeñas, que pasan sin censura entre los hombres. Pero Dios indicó claramente que el pecado en cualquier grado le es ofensivo.

A Eva le pareció de poca importancia desobedecer a Dios al probar el fruto del árbol prohibido y al tentar a su esposo a que pecara también; pero su pecado inició la inundación del dolor sobre el mundo. ¿Quién puede saber, en el momento de la tentación, las terribles consecuencias de un solo mal paso?

Muchos que enseñan que la ley de Dios no es obligatoria para el hombre, alegan que es imposible obedecer sus preceptos. Pero si eso fuese cierto, ¿por qué sufrió Adán el castigo por su pecado? El pecado de nuestros primeros padres trajo sobre el mundo la culpa y la angustia, y si no se hubiesen manifestado la misericordia y la bondad de Dios, la raza humana se habría sumido en irremediable desesperación. Nadie se engañe. “La paga del pecado es muerte.” Romanos 6:23. La ley de Dios no puede violarse ahora más impunemente que cuando se pronunció la sentencia contra el padre de la humanidad.

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Después de su pecado, Adán y Eva no pudieron seguir morando en el Edén. Suplicaron fervientemente a Dios que les permitiese permanecer en el hogar de su inocencia y regocijo. Confesaron que habían perdido todo derecho a aquella feliz morada, y prometieron prestar estricta obediencia a Dios en el futuro. Pero se les dijo que su naturaleza se había depravado por el pecado, que había disminuido su poder para resistir al mal, y que habían abierto la puerta para qué Satanás tuviera más fácil acceso a ellos. Si siendo inocentes habían cedido a la tentación; ahora, en su estado de consciente culpabilidad, tendrían menos fuerza para mantener su integridad.

Con humildad e inenarrable tristeza se despidieron de su bello hogar, y fueron a morar en la tierra, sobre la cual descansaba la maldición del pecado. La atmósfera, de temperatura antes tan suave y uniforme, estaba ahora sujeta a grandes cambios, y misericordiosamente, el Señor les proveyó de vestidos de pieles para protegerlos de los extremos del calor y del frío.

Cuando vieron en la caída de las flores y las hojas los primeros signos de la decadencia, Adán y su compañera se apenaron más profundamente de lo que hoy se apenan los hombres que lloran a sus muertos. La muerte de las delicadas y frágiles flores fué en realidad un motivo de tristeza; pero cuando los bellos árboles dejaron caer sus hojas, la escena les recordó vivamente la fría realidad de que la muerte es el destino de todo lo que tiene vida.

El huerto del Edén permaneció en la tierra mucho tiempo después que el hombre fuera expulsado de sus agradables senderos. Véase Génesis 4:16. Durante mucho tiempo después, se le permitió a la raza caída contemplar de lejos el hogar de la inocencia, cuya entrada estaba vedada por los vigilantes ángeles. En la puerta del paraíso, custodiada por querubines, se revelaba la gloria divina.* Allí iban Adán y sus hijos a adorar a Dios. Allí renovaban sus votos de obediencia a aquella ley cuya transgresión los había arrojado del Edén. Cuando la ola de iniquidad cubrió al mundo, y la maldad de los hombres trajo su destrucción por medio del diluvio, la mano que había plantado el Edén lo quitó de la tierra. Pero en la final restitución, cuando haya “un cielo nuevo, y una tierra nueva” (Apocalipsis 21:1), ha de ser restaurado más gloriosamente embellecido que al principio.

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Entonces los que hayan guardado los mandamientos de Dios respirarán llenos de inmortal vigor bajo el árbol de la vida; y al través de las edades sin fin los habitantes de los mundos sin pecado contemplarán en aquel huerto de delicias un modelo de la perfecta obra de la creación de Dios, incólume de la maldición del pecado, una muestra de lo que toda la tierra hubiera llegado a ser si el hombre hubiera cumplido el glorioso plan de Dios.

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