Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 35 – La rebelión de Coré

Este capítulo está basado en Números 15 y 16.

Los castigos infligidos a los israelitas lograron por un tiempo refrenar su murmuración y su insubordinación, pero aun tenían el espíritu de rebelión en el corazón, y produjo al fin los más amargos frutos. Las rebeliones anteriores no habían pasado de ser meros tumultos populares, nacidos de los impulsos repentinos del populacho excitado; pero ahora como resultado de un propósito obstinado de derrocar la autoridad de los jefes nombrados por Dios mismo, se tramó una conspiración de hondas raíces y grandes alcances.

Coré, el instigador principal de este movimiento, era un levita de la familia de Coat y primo de Moisés. Era hombre capaz e influyente. Aunque designado para el servicio del tabernáculo, se había quedado desconforme de su cargo y aspiraba a la dignidad del sacerdocio. El otorgamiento a Aarón y a su familia del oficio sacerdotal, que había sido ejercido anteriormente por el primogénito de cada familia, había provocado celos y desafecto, y por algún tiempo Coré había estado resistiendo secretamente la autoridad de Moisés y de Aarón, aunque sin atreverse a cometer acto alguno de abierta rebelión. Por último, concibió el osado propósito de derrocar tanto la autoridad civil como la religiosa; y no dejó de encontrar simpatizantes. Cerca de las tiendas de Coré y de los coatitas, al sur del tabernáculo, acampaba la tribu de Rubén, y las tiendas de Datán y Abiram, dos príncipes de esa tribu, estaban cerca de la de Coré. Dichos príncipes concedieron fácilmente su apoyo al ambicioso proyecto. Alegaban que, siendo ellos descendientes del hijo mayor de Jacob, les correspondía la autoridad civil, y decidieron compartir con Coré los honores del sacerdocio.

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El estado de ánimo que prevalecía en el pueblo favoreció en gran manera los fines de Coré. En la amargura de su desilusión revivieron sus dudas, celos y odios antiguos, y nuevamente se elevaron sus quejas contra su paciente caudillo. Continuamente se olvidaban los israelitas de que estaban sujetos a la dirección divina. No recordaban que el Angel del pacto era su jefe invisible ni que, velada por la columna de nube, la presencia de Cristo iba delante de ellos, como tampoco que de él recibía Moisés todas sus instrucciones.

No querían someterse a la sentencia terrible de que todos ellos debían morir en el desierto, y en consecuencia estaban dispuestos a valerse de cualquier pretexto para creer que no era Dios, sino Moisés, quien los dirigía, y quien había pronunciado su condenación. Los mejores esfuerzos del hombre más manso de la tierra no lograron sofocar la insubordinación de ese pueblo; y aunque en sus filas quebrantadas y raleadas tenían a la vista las pruebas de cuánto había desagradado a Dios su perversidad anterior, no tomaron la lección a pecho. Otra vez fueron vencidos por la tentación.

La vida humilde de Moisés como pastor, había sido mucho más apacible y feliz que su puesto actual de jefe de aquella vasta asamblea de espíritus turbulentos. Sin embargo, Moisés no se atrevía a escoger. En lugar de un cayado de pastor se le había dado una vara de poder, que no podía deponer hasta que Dios le exonerase.

El que lee los secretos de todos los corazones había observado los propósitos de Coré y de sus compañeros, y había dado a su pueblo suficientes advertencias e instrucciones para permitirle eludir la seducción de estos conspiradores. Los israelitas habían visto el castigo de Dios caer sobre María por sus celos y sus quejas contra Moisés. El Señor había declarado que Moisés era más que profeta. “Boca a boca hablaré con él,” había dicho, y había agregado: “¿Por qué pues no tuvisteis temor de hablar contra mi siervo Moisés?” Números 12:8. Estas eran instrucciones que no iban dirigidas solamente a Aarón y a María, sino también a todo Israel.

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Coré y sus compañeros en la conspiración habían sido favorecidos con manifestaciones especiales del poder y de la grandeza de Dios. Pertenecían al grupo que acompañó a Moisés en el ascenso al monte y presenció la gloria divina. Pero desde entonces habían cambiado. Habían albergado una tentación, ligera al principio, pero ella se había fortalecido al ser alentada, hasta que sus mentes quedaron dominadas por Satanás, y se aventuraron a emprender su obra de desafecto. Con la excusa de interesarse mucho en la prosperidad del pueblo, comenzaron a susurrar su descontento el uno al otro, y luego a los jefes de Israel. Sus insinuaciones encontraron tan buena acogida que se aventuraron a ir más lejos, y por último, creyeron verdaderamente que los movía el celo por Dios.

Lograron conquistar a doscientos cincuenta príncipes, que eran hombres de mucho renombre en la congregación. Con estos poderosos e influyentes sostenedores se creyeron capaces de efectuar un cambio radical en el gobierno, y de mejorar en gran manera la administración de Moisés y Aarón.

Los celos habían provocado la envidia; y la envidia, la rebelión. Tanto habían discutido el derecho de Moisés a su gran autoridad y honor, que llegaron a considerarlo como ocupante de un cargo envidiable que cualquiera de ellos podría desempeñar tan bien como él. Se convencieron erróneamente, a sí mismos y mutuamente, de que Moisés y Aarón habían asumido de por sí los puestos que ocupaban. Los descontentos decían que aquellos caudillos se habían exaltado a sí mismos por sobre la congregación del Señor, al investirse del sacerdocio y el gobierno, sin que la casa de ellos mereciese distinguirse por sobre las otras casas de Israel. No eran más santos que el pueblo, y debiera bastarles el estar equiparados a sus hermanos, quienes eran igualmente favorecidos con la presencia y protección especiales de Dios.

Los conspiradores trabajaron luego con el pueblo. A los que yerran y merecen reprensión, nada les agrada más que recibir simpatía y alabanza. Y así obtuvieron Coré y sus asociados la atención y el apoyo de la congregación. Declararon errónea la acusación de que las murmuraciones del pueblo habían atraído sobre él la ira de Dios. Dijeron que la congregación no era culpable, puesto que sólo había deseado aquello a lo cual tenía derecho; pero Moisés era un gobernante intolerante que había reprendido al pueblo como pecador, cuando era un pueblo santo, entre el cual se hallaba el Señor.

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Coré reseñó la historia de su peregrinación por el desierto, donde se los había puesto en estrecheces, y muchos habían perecido a causa de su murmuración y de su desobediencia. Sus oyentes creyeron ver claramente que se habrían evitado sus dificultades si Moisés hubiera seguido una conducta distinta. Decidieron que todos sus desastres eran imputables a él, y que su exclusión de Canaán se debía por lo tanto a la mala administración y dirección de Moisés y Aarón; que si Coré fuese su adalid, y les animara, espaciándose en sus buenas acciones en vez de reprender sus pecados, realizarían un viaje apacible y próspero; en vez de errar de acá para allá en el desierto, procederían inmediatamente a la tierra prometida.

En esta obra de desafecto reinó entre los elementos discordantes de la congregación mayor unión y armonía que en cualquier momento anterior. El éxito de Coré con el pueblo aumentó su confianza, y confirmó su creencia de que si no se la reprimía, la usurpación de la autoridad por Moisés resultaría fatal para las libertades de Israel; también alegaba que Dios le había revelado el asunto, y le había autorizado para cambiar el gobierno antes de que fuese demasiado tarde. Pero muchos no estaban dispuestos a aceptar las acusaciones de Coré contra Moisés. Recordaban la paciencia y las labores abnegadas de éste último y el recuerdo perturbaba su conciencia. Fué menester, en consecuencia, atribuir a algún motivo egoísta el profundo interés de Moisés por Israel; y se reiteró la vieja imputación de que los había sacado a perecer en el desierto a fin de apoderarse de sus bienes.

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Por algún tiempo esta obra se llevó adelante secretamente. No obstante, tan pronto como el movimiento hubo adquirido suficiente fuerza como para permitir una franca ruptura, Coré se presentó a la cabeza de la facción, y públicamente acusó a Moisés y Aarón de usurpar una autoridad que Coré y sus asociados tenían derecho a compartir. Alegó, además, que el pueblo había sido privado de su libertad y de su independencia. “¡Mucho os arrogáis—dijeron los conspiradores,—ya que toda la Congregación, cada individuo de ella, es santo, y Jehová está en medio de ellos! ¿por qué pues os ensalzáis sobre la Asamblea de Jehová?” Números 16:3 (VM).

Moisés no había sospechado la existencia de tan arraigada maquinación y cuando comprendió su terrible significado, cayó postrado sobre su rostro en muda y fervorosa súplica a Dios. Se levantó entristecido, pero sereno y fuerte. Había recibido instrucciones divinas. “Mañana—dijo—mostrará Jehová quien es suyo, y al santo harálo llegar a sí; y al que él escogiere, él lo allegará a sí.” Véase Números 16. La prueba había de postergarse hasta el día siguiente, a fin de dar a todos tiempo para reflexionar. Entonces los que aspiraban al sacerdocio habían de venir cada uno con un incensario y ofrecer incienso en el tabernáculo en presencia de la congregación. La ley decía explícitamente que sólo los que habían sido ordenados para el oficio sagrado debían oficiar en el santuario. Y aun los sacerdotes, Nadab y Abiú, habían perecido por haber despreciado el mandamiento divino y ofrecido “fuego extraño.” No obstante, Moisés desafió a sus acusadores a que refirieran el asunto a Dios, si osaban hacer una apelación tan peligrosa.

Hablando directamente a Coré y a sus coasociados levitas, Moisés dijo: “¿Os es poco que el Dios de Israel os haya apartado de la congregación de Israel, haciéndoos allegar a sí para que ministraseis en el servicio del tabernáculo de Jehová, y estuvieseis delante de la congregación para ministrarles? ¿Y que te hizo acercar a ti, y a todos tus hermanos los hijos de Leví contigo; para que procuréis también el sacerdocio? Por tanto, tú y todo tu séquito sois los que os juntáis contra Jehová: pues Aarón, ¿qué es para que contra él murmuréis?”

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Datán y Abiram no habían asumido una actitud tan atrevida como la asumida por Coré; y Moisés, movido por la esperanza de que se hubieran dejado atraer por la conspiración sin haberse corrompido totalmente, los llamó a comparecer ante él, para oír las acusaciones que ellos tenían contra él. Pero no quisieron acudir, e insolentemente se negaron a reconocer su autoridad. Su contestación, pronunciada a oídos de la congregación, fué: “¿Es poco que nos hayas hecho venir de una tierra que destila leche y miel, para hacernos morir en el desierto, sino que también te enseñorees de nosotros imperiosamente? Ni tampoco nos has metido tú en tierra que fluya leche y miel, ni nos has dado heredades de tierras y viñas; ¿has de arrancar los ojos de estos hombres? No subiremos.”

Así aplicaron al escenario de su esclavitud las mismas palabras con que el Señor había descrito la herencia prometida. Acusaron a Moisés de simular estar actuando bajo la dirección divina para afianzar su autoridad; y declararon que ya no se someterían a ser dirigidos como ciegos, primero hacia Canaán, y luego hacia el desierto, como mejor convenía a sus propósitos ambiciosos. Así se le atribuyó al que había sido como un padre tierno y paciente pastor, el negrísimo carácter de tirano y usurpador. Se le imputó la exclusión de Canaán, que el pueblo sufriera como castigo de sus propios pecados.

Era evidente que el pueblo simpatizaba con el partido desafecto; pero Moisés no hizo esfuerzo alguno para justificarse. En presencia de la congregación, apeló solemnemente a Dios como testigo de la pureza de sus motivos y la rectitud de su conducta, y le imploró que lo juzgase.

Al día siguiente, los doscientos cincuenta príncipes, encabezados por Coré, se presentaron con sus incensarios. Se los hizo entrar en el atrio del tabernáculo, mientras el pueblo se reunía afuera, para esperar el resultado. No fué Moisés quien reunió la congregación para presenciar la derrota de Coré y su compañía, sino que los rebeldes, en su presunción ciega, la convocaron para que todos fuesen testigos de su victoria. Gran parte de la congregación se puso abiertamente de parte de Coré, cuyas esperanzas de realizar su propósito contra Aarón eran grandes.

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Cuando estaban todos así reunidos delante de Dios, “la gloria de Jehová apareció a toda la congregación.” Moisés y Aarón recibieron esta divina advertencia: “Apartaos de entre esta congregación, y consumirlos he en un momento.” Pero ellos se postraron de hinojos y rogaron: “Dios, Dios de los espíritus de toda carne, ¿no es un hombre el que pecó? ¿y airarte has tú contra toda la congregación?”

Coré se había retirado de la asamblea, para unirse a Datán y a Abiram, cuando Moisés, acompañado por los setenta ancianos, bajó para dar la última advertencia a los hombres que se habían negado a comparecer ante él. Como multitudes los seguían, antes de pronunciar su mensaje, Moisés ordenó al pueblo por instrucción divina: “Apartaos ahora de las tiendas de estos impíos hombres, y no toquéis ninguna cosa suya, porque no perezcáis en todos sus pecados.” La advertencia fué obedecida, porque se apoderó de todos la aprensión de que iba a caer un castigo. Los rebeldes principales se vieron abandonados por aquellos a quienes habían engañado, pero su osadía no disminuyó. Se quedaron de pie con sus familias a las puertas de sus tiendas, como desafiando la advertencia divina.

Entonces Moisés declaró, en el nombre del Dios de Israel, a oídos de la congregación: “En esto conoceréis que Jehová me ha enviado para que hiciese todas estas cosas; que no de mi corazón las hice. Si como mueren todos los hombres murieren éstos, o si fueren ellos visitados a la manera de todos los hombres, Jehová no me envió. Mas si Jehová hiciese una nueva cosa, y la tierra abriere su boca, y los tragare con todas sus cosas, y descendieren vivos al abismo, entonces conoceréis que estos hombres irritaron a Jehová.”

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De pie, llenos de terror y expectación, en espera del acontecimiento, todos los israelitas fijaron los ojos en Moisés. Cuando terminó de hablar, la tierra sólida se partió, y los rebeldes cayeron vivos al abismo, con todo lo que les pertenecía, “y perecieron de en medio de la congregación.” El pueblo huyó, sintiéndose condenado como copartícipe del pecado.

Pero el castigo no terminó en eso. Un fuego que fulguró de la nube alcanzó a los doscientos cincuenta príncipes que habían ofrecido incienso, y los consumió. Estos hombres, que no habían sido los primeros en rebelarse, no fueron destruidos con los conspiradores principales. Se les dió oportunidad de ver el fin de ellos, y de arrepentirse; pero sus simpatías estaban con los rebeldes, y compartieron su suerte.

Mientras Moisés suplicaba a Israel que huyera de la destrucción inminente, todavía podría haberse evitado el castigo divino, si Coré y sus asociados se hubiesen arrepentido y hubiesen pedido perdón. Pero su terca persistencia selló su perdición. La congregación entera compartía su culpa, pues todos, cual más, cual menos, habían simpatizado con ellos. Sin embargo, en su gran misericordia Dios distinguió entre los jefes rebeldes y aquellos a quienes habían inducido a la rebelión. Al pueblo que se había dejado engañar se le dió plazo para que se arrepintiera. Había tenido una evidencia abrumadora de que los rebeldes erraban y de que Moisés estaba en lo justo. La señalada manifestación del poder de Dios había eliminado toda incertidumbre.

Jesús, el Angel que iba delante de los hebreos, trató de salvarlos de la destrucción. Se prolongó el plazo para obtener perdón. El juicio de Dios había venido muy cerca, y los exhortó a arrepentirse. Una intervención especial e irresistible del Cielo había detenido la rebelión de ellos. Si querían responder a la intervención de la providencia de Dios, podían salvarse. Pero aunque huyeron de los juicios, por temor a la destrucción, su rebelión no fué curada. Regresaron a sus tiendas aquella noche, horrorizados, pero no arrepentidos.

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Tanto los había lisonjeado Coré y sus asociados, que se creyeron realmente muy buenos, y que habían sido perjudicados y maltratados por Moisés. Si llegaban a admitir que Coré y sus compañeros estaban equivocados, y que Moisés estaba en lo justo, entonces se verían obligados a recibir como palabra de Dios la sentencia de que debían morir en el desierto. No querían someterse a esto, y procuraron creer que Moisés los había engañado. Habían acariciado la esperanza de que se estaba por establecer un nuevo orden de cosas, en el cual la alabanza reemplazaría a la reprensión, y el ocio y el bienestar a la ansiedad y la lucha. Los hombres que acababan de perecer habían pronunciado palabras de adulación, y habían profesado gran interés y amor por ellos, de modo que el pueblo concluyó que Coré y sus compañeros debieron ser buenos hombres, cuya destrucción Moisés había ocasionado por alguno u otro medio.

Es casi imposible a los hombres infligir a Dios mayor insulto que el que consiste en menospreciar y rechazar los instrumentos que él quiere emplear para salvarlos. No sólo habían hecho esto los israelitas, sino que hasta se habían propuesto dar muerte a Moisés y a Aarón. No obstante, no se percataban de la necesidad que tenían de pedir perdón a Dios por su grave pecado. No dedicaron aquella noche de gracia al arrepentimiento y la confesión, sino a idear alguna manera de resistir a las pruebas de que eran los mayores de los pecadores. Seguían albergando odio contra los hombres designados por Dios, y se preparaban para resistir la autoridad de ellos. Satanás estaba allí para pervertir su juicio, y llevarlos con los ojos vendados a la destrucción.

Todo Israel había huído alarmado cuando oyó el clamor de los pecadores condenados que descendían al abismo, y dijo: “No nos trague también la tierra.” Pero al “día siguiente toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón, diciendo: Vosotros habéis muerto al pueblo de Jehová.” Y estaba a punto de hacer violencia a sus fieles y abnegados jefes.

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Se vió una manifestación de la gloria divina en la nube sobre el tabernáculo y salió de la nube una voz que habló a Moisés y a Aarón, diciendo: “Apartaos de en medio de esta congregación, y consumirélos en un momento.”

No había culpabilidad de pecado en Moisés. Por tanto, no temió ni se apresuró a irse para dejar que la congregación pereciera. Moisés se demoró y con ello manifestó en esta temible crisis el verdadero interés del pastor por el rebaño confiado a su cuidado. Rogó para que la ira de Dios no destruyera totalmente al pueblo por él escogido. Su intercesión impidió que el brazo de la venganza acabara completamente con el desobediente y rebelde pueblo de Israel.

Pero el ángel de la ira había salido; la plaga estaba haciendo su obra de exterminio. Atendiendo a la orden de su hermano, Aarón tomó un incensario, y con él se dirigió apresuradamente al medio de la congregación, “e hizo expiación por el pueblo.” “Y púsose entre los muertos y los vivos.” Mientras subía el humo de incienso, también se elevaban a Dios las oraciones de Moisés en el tabernáculo, y la plaga se detuvo; pero no antes que catorce mil israelitas yacieran muertos, como evidencia de la culpabilidad que entraña la murmuración y la rebelión.

Pero se dió otra prueba de que el sacerdocio se había instituído en la familia de Aarón. Por orden divina cada tribu preparó una vara, y escribió su nombre en ella. El nombre de Aarón estaba en la de Leví. Las varas fueron colocadas en el tabernáculo, “delante del testimonio.” Véase Números 17. El florecimiento de cualquier vara indicaría que Dios había escogido a esa tribu para el sacerdocio. A la mañana siguiente “aconteció que … vino Moisés al tabernáculo del testimonio; y he aquí que la vara de Aarón de la casa de Leví había brotado, y echado flores, y arrojado renuevos, y producido almendras.” Fué mostrada al pueblo, y colocada después en el tabernáculo como testimonio para las generaciones venideras. El milagro decidió definitivamente el asunto del sacerdocio.

Quedó plenamente probado que Moisés y Aarón habían hablado por autoridad divina; y el pueblo se vió obligado a creer la desagradable verdad de que había de morir en el desierto. “He aquí nosotros somos muertos—dijeron,—perdidos somos, todos nosotros somos perdidos.” Confesaron que habían pecado al rebelarse contra sus jefes, y que Coré y sus coasociados habían recibido de Dios un castigo justo.

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En la rebelión de Coré se ve en pequeña escala el desarrollo del espíritu que llevó a Satanás a rebelarse en el cielo. El orgullo y la ambición indujeron a Lucifer a quejarse contra el gobierno de Dios, y a procurar derrocar el orden que había sido establecido en el cielo. Desde su caída se ha propuesto inculcar el mismo espíritu de envidia y descontento, la misma ambición de cargos y honores en las mentes humanas. Así obró en el ánimo de Coré, Datán y Abiram, para hacerles desear ser enaltecidos, y para incitar en ellos envidia, desconfianza y rebelión. Satanás les hizo rechazar a Dios como su jefe, al inducirlos a desechar a los hombres escogidos por el Señor. No obstante, mientras que, murmurando contra Moisés y Aarón, blasfemaban contra Dios, se hallaban tan seducidos que se creían justos, y consideraban a los que habían reprendido fielmente su pecado como inspirados por Satanás.

¿No subsisten aún los mismos males básicos que ocasionaron la ruina de Coré? Abundan el orgullo y la ambición y cuando se abrigan estas tendencias, abren la puerta a la envidia y la lucha por la supremacía; el alma se aparta de Dios, e inconscientemente es arrastrada a las filas de Satanás. Como Coré y sus compañeros, muchos son hoy, aun entre quienes profesan ser seguidores de Cristo, los que piensan, hacen planes y trabajan tan anhelosamente por su propia exaltación, que para ganar la simpatía y el apoyo del pueblo, están dispuestos a tergiversar la verdad, a calumniar y hablar mal de los siervos del Señor, aun a atribuirles los motivos bajos y ambiciosos que animan su propio corazón. A fuerza de reiterar la mentira, y eso contra toda evidencia, llegan finalmente a creer que es la verdad. Mientras procuran destruir la confianza del pueblo en los hombres designados por Dios, creen estar realmente ocupados en una buena obra y prestando servicio a Dios.

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Los hebreos no querían someterse a la dirección y a las restricciones del Señor. Estas los dejaban inquietos, y no querían recibir reprensiones. Tal era el secreto de las murmuraciones de ellos contra Moisés. Si se les hubiera dejado hacer su voluntad, habría habido menos quejas contra su jefe. A través de toda la historia de la iglesia, los siervos de Dios han tenido que arrostrar el mismo espíritu.

Al ceder al pecado, los hombres dan a Satanás acceso a sus mentes, y avanzan de una etapa de la maldad a otra. Al rechazar la luz, la mente se obscurece y el corazón se endurece de tal manera que les resulta más fácil dar el siguiente paso en el pecado y rechazar una luz aun más clara, hasta que por fin sus hábitos de hacer el mal se hacen permanentes. El pecado pierde para ellos su carácter inicuo. El que predica fielmente la Palabra de Dios y así condena a los pecados de ellos, es con demasiada frecuencia el objeto directo de su odio. No queriendo soportar el dolor y el sacrificio necesarios para reformarse, se vuelven contra los siervos del Señor, y denuncian sus reprensiones como intempestivas y severas. Como Coré, declaran que el pueblo no tiene culpa; quien lo reprende es causa de toda la dificultad. Y aplacando su conciencia con este engaño, los celosos y desconformes se combinan para sembrar la discordia en la iglesia y debilitar las manos de los que quieren engrandecerla.

Todo progreso alcanzado por aquellos a quienes Dios llamó a dirigir su obra, despertó sospechas; cada una de sus acciones fué falseada por críticos celosos. Así fué en tiempo de Lutero, Wesley y otros reformadores, y así sucede hoy.

Coré no hubiera tomado el camino que siguió si hubiera sabido que todas las instrucciones y reprensiones comunicadas a Israel venían de Dios. Pero podría haberlo sabido. Dios había dado evidencias abrumadoras de que dirigía a Israel. Pero Coré y sus compañeros rechazaron la luz hasta quedar tan ciegos que las manifestaciones más señaladas de su poder no bastaban ya para convencerlos. Las atribuían todas a instrumentos humanos o satánicos. Lo mismo hicieron los que, al día siguiente después de la destrucción de Coré y sus asociados, fueron a Moisés y Aarón y les dijeron: “Vosotros habéis muerto al pueblo de Jehová.” A pesar de que en la destrucción de los hombres que los sedujeron, habían recibido las indicaciones más convincentes de cuánto desagradaba a Dios el camino que llevaban, se atrevieron a atribuir sus juicios a Satanás, declarando que por el poder de éste Moisés y Aarón habían hecho morir hombres buenos y santos.

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Este acto selló su perdición. Habían cometido el pecado contra el Espíritu Santo, pecado que endurece definitivamente el corazón del hombre contra la influencia de la gracia divina. “Cualquiera que hablare contra el Hijo del hombre, le será perdonado: mas cualquiera que hablare contra el Espíritu Santo, no le será perdonado” (Mateo 12:32), dijo nuestro Salvador cuando las obras de gracia que había realizado en virtud del poder de Dios fueron atribuídas por los judíos a Belcebú. Por medio del Espíritu Santo es cómo Dios se comunica con el hombre; y los que rechazan deliberadamente este instrumento, considerándolo satánico, han cortado el medio de comunicación entre el alma y el Cielo.

Por la manifestación de su Espíritu, Dios obra para reprender y convencer al pecador; y si se rechaza finalmente la obra del Espíritu, nada queda ya que Dios pueda hacer por el alma. Se empleó el último recurso de la misericordia divina. El transgresor se aisló totalmente de Dios; y el pecado no tiene ya cura. No hay ya reserva de poder mediante la cual Dios pueda obrar para convencer y convertir al pecador. “Déjalo” (Oseas 4:17), es la orden divina. Entonces “ya no queda sacrificio por el pecado, sino una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios.” Hebreos 10:26, 27.

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