Este capítulo está basado en Josué 10:40-43; 11; 14 a 22.
A la victoria de Beth-orón siguió pronto la conquista de la parte meridional de Canaán. “Hirió pues Josué toda la región de las montañas, y del mediodía, y de los llanos…. Todos estos reyes y sus tierras tomó Josué de una vez; porque Jehová el Dios de Israel peleaba por Israel. Y tornóse Josué, y todo Israel con él, al campo en Gilgal.” Véase Josué 10; 11.
Las tribus del norte de Palestina, atemorizadas por el éxito que acompañaba a los ejércitos de Israel, formaron entonces una alianza contra ellos. Encabezaba esa alianza Jabín, rey de Hasor, cuyo territorio se hallaba al oeste del lago Merom. “Estos salieron, y con ellos todos sus ejércitos.” Esta hueste era mucho mayor que cualquier otra que hubieran encontrado antes los israelitas en Canaán, “pueblo mucho en gran manera, como la arena que está a la orilla del mar, con gran muchedumbre de caballos y carros. Todos estos reyes se juntaron, y viniendo reunieron los campos junto a las aguas de Merom, para pelear contra Israel.” Nuevamente recibió Josué un mensaje alentador: “No tengas temor de ellos, que mañana a esta hora yo entregaré a todos éstos, muertos delante de Israel.”
Cerca del lago Merom, Josué cayó sobre el campamento de los aliados, y derrotó totalmente sus fuerzas. “Y entrególos Jehová en manos de Israel, los cuales los hirieron y siguieron … hasta que no les dejaron ninguno.” Los israelitas no debían apropiarse de los carros y caballos que habían constituído el orgullo y la vanagloria de los cananeos. Por orden divina, los carros fueron quemados, y los caballos desjarretados e inutilizados para la batalla. Los israelitas no habían de depositar su confianza en carros o caballos, sino en el nombre de Jehová su Dios.
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Una a una fueron tomadas las ciudades y Hasor, la gran fortaleza de la confederación, fué quemada. La guerra continuó durante varios años, pero cuando terminó Josué se había adueñado de Canaán. “Y la tierra reposó de guerra.”
Pero a pesar de que había sido quebrantado el poderío de los cananeos, éstos no fueron completamente despojados. Hacia el oeste los filisteos seguían poseyendo una llanura fértil a lo largo de la costa, mientras que al norte de ellos estaba el territorio de los sidonios. Estos tenían también el Líbano; y por el sur, hacia Egipto, la tierra seguía ocupada por los enemigos de Israel.
Sin embargo, Josué no había de continuar la guerra. Había otra obra que el gran jefe debía hacer antes de dejar el mando de Israel. Toda la tierra, tanto las partes ya conquistadas como las aun no subyugadas, debía repartirse entre las tribus. Y a cada tribu le tocaba subyugar completamente su propia heredad. Con tal que el pueblo fuera fiel a Dios, él expulsaría a sus enemigos de delante de ellos; y prometió darles posesiones todavía mayores si tan sólo eran fieles a su pacto. La distribución de la tierra fué encomendada a Josué, a Eleazar, sumo sacerdote, y a los jefes de las tribus, habiéndose de fijar por suertes la situación de cada tribu. Moisés mismo había fijado las fronteras del país según se lo había de dividir entre las tribus cuando entraran en posesión de Canaán, y había designado un príncipe de cada tribu para que diera atención a la distribución. Por estar la tribu de Leví dedicada al servicio del santuario, no se la tomó en cuenta en esta repartición; pero se les asignaron a los levitas cuarenta y ocho ciudades en diferentes partes del país como su herencia.
Antes que comenzara la distribución de la tierra, Caleb, acompañado de los jefes de su tribu, presentó una petición especial. Con excepción de Josué, era Caleb el hombre más anciano de Israel. Ambos habían sido entre los espías los únicos que trajeron un buen informe acerca de la tierra de promisión, y animaron al pueblo a que subiera y la poseyera en nombre del Señor. Caleb le recordó ahora a Josué la promesa que se le hizo entonces como galardón por su fidelidad: “¡Ciertamente la tierra en que ha pisado tu pie ha de ser herencia tuya y de tus hijos para siempre! por cuanto has seguido cumplidamente a Jehová mi Dios.” Josué 14:9 (VM). Por consiguiente solicitó que se le diera Hebrón como posesión. Allí habían residido muchos años Abrahán, Isaac y Jacob; allí, en la cueva de Macpela, habían sido sepultados. Hebrón era la capital de los temibles anaceos, cuyo aspecto formidable tanto había amedrentado a los espías y, por su medio, anonadado el valor de todo Israel. Este sitio, sobre todos los demás, era el que Caleb, confiado en el poder de Dios, eligió por heredad.
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“Ahora bien—dijo,—Jehová me ha hecho vivir, como él dijo, estos cuarenta y cinco años, desde el tiempo que Jehová habló estas palabras a Moisés, … y ahora, he aquí soy hoy día de ochenta y cinco años: pero aun estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió: cual era entonces mi fuerza, tal es ahora, para la guerra, y para salir y para entrar. Dame, pues, ahora este monte, del cual habló Jehová aquel día; porque tú oíste en aquel día que los Anaceos están allí, y grandes y fuertes ciudades. Quizá Jehová será conmigo, y los echaré como Jehová ha dicho.” Esta petición fué apoyada por los hombres principales de Judá. Como Caleb mismo era representante de su tribu, designado para colaborar en la repartición de la tierra, había preferido tener a estos hombres consigo al presentar su pedido, para que no hubiera apariencia siquiera de que se valía de su autoridad para satisfacer fines egoístas.
Lo que pedía le fué otorgado inmediatamente. A ningún otro podía confiarse con más seguridad la conquista de esa fortaleza de gigantes. “Josué entonces lo bendijo, y dió a Caleb hijo de Jephone a Hebrón por heredad, … porque cumplió siguiendo a Jehová Dios de Israel.” La fe de Caleb era en esa época la misma que tenía cuando su testimonio contradijo el informe desfavorable de los espías. El había creído en la promesa de Dios, de que pondría su pueblo en posesión de la tierra de Canaán, y en esto había seguido fielmente al Señor. Había sobrellevado con su pueblo la larga peregrinación por el desierto, y compartido las desilusiones y las cargas de los culpables; no obstante, no se quejó de esto, sino que ensalzó la misericordia de Dios que le había guardado en el desierto cuando sus hermanos eran eliminados. En medio de las penurias, los peligros y las plagas de las peregrinaciones en el desierto, durante los años de guerra desde que entraron en Canaán, el Señor le había guardado, y ahora que tenía más de ochenta años su vigor no había disminuido. No pidió una tierra ya conquistada, sino el sitio que por sobre todos los demás los espías habían considerado imposible de subyugar. Con la ayuda de Dios, quería arrebatar aquella fortaleza de manos de los mismos gigantes cuyo poder había hecho tambalear la fe de Israel. Al hacer su petición no fué movido Caleb por el deseo de conseguir honores o engrandecimiento. El valiente y viejo guerrero deseaba dar al pueblo un ejemplo que honrara a Dios, y alentar a las tribus para que subyugaran completamente la tierra que sus padres habían considerado inconquistable.
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Caleb obtuvo la heredad que su corazón había anhelado durante cuarenta años, y confiado en que Dios le acompañaba, “echó de allí tres hijos de Anac.” Josué 15:14. Habiendo obtenido así una posesión para sí y su casa, no por ello disminuyó su celo, ni se instaló a gozar de su heredad, sino que siguió adelante con otras conquistas para beneficio de la nación y gloria de Dios.
Los cobardes rebeldes habían perecido en el desierto; pero los espías íntegros comieron de las uvas de Escol. A cada uno se le dió de acuerdo con su fe. Los incrédulos habían visto sus temores cumplidos. No obstante la promesa de Dios, habían dicho que era imposible heredar la tierra de Canaán, y no la poseyeron. Pero los que confiaron en Dios y no consideraron tanto las dificultades que se habían de encontrar como la fuerza de su Ayudador todopoderoso, entraron en la buena tierra. Por la fe fué cómo los antiguos notables “ganaron reinos, … evitaron filo de cuchillo, convalecieron de enfermedades, fueron hechos fuertes en batallas, trastornaron campos de extraños.” “Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe.” Hebreos 11:33, 34; 1 Juan 5:4.
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Otra reclamación tocante a la repartición de la tierra reveló un espíritu muy diferente del de Caleb. La presentaron los hijos de José, la tribu de Efraín con la media tribu de Manasés. Basándose en la superioridad de su número, estas tribus exigieron una porción doble de territorio. La que les había tocado en suerte era la más rica de la tierra e incluía la fértil llanura de Sarón; pero muchas de las ciudades principales del valle estaban aún en poder de los cananeos, y las tribus, rehuyendo el trabajo y peligro que significaba conquistar sus posesiones, deseaban una porción adicional del territorio ya conquistado. La tribu de Efraín era una de las más grandes de Israel, y a ella pertenecía el mismo Josué. Por consiguiente sus miembros se creían con derecho a recibir una consideración especial. Dijeron a Josué: “¿Por qué me has dado por heredad una sola suerte y una sola parte, siendo yo un pueblo tan grande?” Josué 17:14-18. Pero no lograron que el jefe inflexible se apartara de la estricta justicia.
Su respuesta fué: “Si eres pueblo tan grande, sube tú al monte, y corta para ti allí en la tierra del Pherezeo y de los gigantes, pues que el monte de Ephraim es angosto para ti.”
La contestación de ellos demostró el verdadero motivo de su queja: les hacía falta fe y valor para desalojar a los cananeos. “No nos bastará a nosotros este monte—dijeron:—y todos los Cananeos que habitan la tierra de la campiña, tienen carros herrados.”
El poder del Dios de Israel había sido prometido a su pueblo, y si los efraimitas hubieran tenido el valor y la fe de Caleb, ningún enemigo habría podido oponérseles. Josué encaró firmemente el deseo manifiesto de ellos de evitar los trabajos y peligros. Les dijo: “Tú eres gran pueblo, y tienes gran fuerza; no tendrás una sola suerte; mas aquel monte será tuyo; que bosque es, y tú lo cortarás, y serán tuyos sus términos: porque tú echarás al Cananeo, aunque tenga carros herrados, y aunque sea fuerte.” Así sus propios argumentos fueron esgrimidos contra ellos. Siendo ellos un gran pueblo, como alegaban serlo, tenían plena capacidad para abrirse camino, como sus hermanos. Con la ayuda de Dios, no necesitaban temer los carros herrados.
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Hasta entonces, Gilgal había sido cuartel general de la nación y asiento del tabernáculo. Pero ahora el tabernáculo debía ser trasladado al sitio escogido como su lugar permanente: la pequeña ciudad de Silo, en tierra adjudicada a Efraín. Estaba situada cerca del centro del país, y era fácilmente accesible para todas las tribus. Esa parte del país había sido subyugada completamente, y por lo tanto los adoradores no serían molestados. “Y toda la congregación de los hijos de Israel se juntó en Silo, y asentaron allí el tabernáculo del testimonio.” Josué 18:1-10. Las tribus que aun estaban acampadas cuando se trasladó el tabernáculo de Gilgal a Silo, lo siguieron y acamparon cerca de esa ciudad hasta que se dispersaron para ocupar sus respectivas heredades.
El arca permaneció en Silo por espacio de trescientos años, hasta que, a causa de los pecados de la casa de Elí, cayó en manos de los filisteos y Silo fué destruida totalmente. Ya no volvió a colocarse el arca en el tabernáculo en ese lugar, pues el servicio del santuario se trasladó por último al templo de Jerusalén, y Silo se convirtió en una localidad insignificante. Sólo quedan algunas ruinas para señalar el sitio que ocupó. Mucho después, la suerte que corrió aquel pueblo sirvió para amonestar a Jerusalén. “Andad empero ahora a mi lugar que fué en Silo, donde hice que morase mi nombre al principio—declaró el Señor por el profeta Jeremías,—y ved lo que le hice por la maldad de mi pueblo Israel…. Haré también a esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, en la que vosotros confiáis, y a este lugar que di a vosotros y a vuestros padres, como hice a Silo.” Jeremías 7:12-14.
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“Y después que acabaron de repartir la tierra en heredad,” y cuando ya todas las tribus habían recibido la heredad que les tocara, Josué presentó su derecho. A él, como a Caleb, se le había prometido una herencia especial; no pidió, sin embargo, una provincia grande, sino una sola ciudad. “Le dieron la ciudad que él pidió; … y él reedificó la ciudad, y habitó en ella.” Josué 19:49, 50. El nombre que se le puso a la ciudad fué Timnath-sera, “la parte que sobra,” y atestiguó para siempre el carácter noble y espíritu desinteresado del vencedor que, en vez de ser el primero en apropiarse del botín de la victoria, postergó su derecho hasta que los más humildes de su pueblo habían recibido su parte.
Seis de las ciudades dadas a los levitas, tres a cada lado del Jordán, fueron designadas como ciudades de refugio, a las cuales pudieran huír los homicidas en busca de seguridad. La designación de estas ciudades había sido ordenada por Moisés, para que a ellas pudiera huír “el homicida que hiriere a alguno de muerte por yerro. Y os serán aquellas ciudades por acogimiento del pariente—dijo,—y no morirá el homicida hasta que esté a juicio delante de la congregación.” Números 35:11, 12. Lo que hacía necesaria esta medida misericordiosa era la antigua costumbre de vengarse particularmente, que encomendaba el castigo del homicida al pariente o heredero más cercano al muerto. En los casos en que la culpabilidad era clara y evidente, no era menester esperar que los magistrados juzgaran al homicida. El vengador podía buscarlo y perseguirlo dondequiera que lo encontrara. El Señor no tuvo a bien abolir esa costumbre en aquel entonces; pero tomó medidas para afianzar la seguridad de los que sin intención quitaran la vida a alguien.
Las ciudades de refugio estaban distribuídas de tal manera que había una a medio día de viaje de cualquier parte del país. Los caminos que conducían a ellas habían de conservarse en buen estado; y a lo largo de ellos se habían de poner postes que llevaran en caracteres claros y distintos la inscripción “Refugio” o “Acogimiento” para que el fugitivo no perdiera un solo momento. Cualquiera, ya fuera hebreo, extranjero o peregrino, podía valerse de esta medida. Pero si bien no se debía matar precipitadamente al que no fuera culpable, el que lo fuera no había de escapar al castigo. El caso del fugitivo debía ser examinado con toda equidad por las autoridades competentes, y sólo cuando se comprobaba que era inocente de toda intención homicida podía quedar bajo la protección de las ciudades de asilo. Los culpables eran entregados a los vengadores. Los que tenían derecho a gozar protección podían tenerla tan sólo mientras permanecieran dentro del asilo designado. El que saliera de los límites prescritos y fuera encontrado por el vengador de la sangre, pagaba con su vida la pena que entrañaba el despreciar las medidas del Señor. Pero a la muerte del sumo sacerdote, todos los que habían buscado asilo en las ciudades de refugio quedaban en libertad para volver a sus respectivas propiedades.
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En un juicio por homicidio, no se podía condenar al acusado por la declaración de un solo testigo, aunque hubiera graves pruebas circunstanciales contra él. La orden del Señor fué: “Cualquiera que hiriere a alguno, por dicho de testigos, morirá el homicida: mas un solo testigo no hará fe contra alguna persona que muera.” Números 35:30. Fué Cristo quien le dió a Moisés estas instrucciones para Israel; y mientras estaba personalmente con sus discípulos en la tierra, al enseñarles como debían tratar a los pecadores, el gran Maestro repitió la lección de que el testimonio de un solo hombre no basta para condenar ni absolver. Las cuestiones en disputa no han de decidirse por las opiniones de un solo hombre. En todos estos asuntos, dos o más han de reunirse y llevar juntos la responsabilidad, “para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra.” Mateo 18:16.
Si el enjuiciado por homicida era reconocido culpable, ninguna expiación ni rescate podía salvarle. “El que derramare sangre del hombre, por el hombre su sangre será derramada.” “Y no tomaréis precio por la vida del homicida; porque está condenado a muerte: mas indefectiblemente morirá;” “de mi altar lo quitarás para que muera,” éstas fueron las instrucciones de Dios juntamente con las siguientes: “La tierra no será expiada de la sangre que fué derramada en ella, sino por la sangre del que la derramó.” Génesis 9:6; Números 35:31-33; Éxodo 21:14. La seguridad y la pureza de la nación exigía que el pecado de homicidio fuese castigado severamente. La vida humana, que sólo Dios podía dar, debía considerarse sagrada.
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Las ciudades de refugio destinadas al antiguo pueblo de Dios eran un símbolo del refugio proporcionado por Cristo. El mismo Salvador misericordioso que designó esas ciudades temporales de refugio proveyó por el derramamiento de su propia sangre un asilo verdadero para los transgresores de la ley de Dios, al cual pueden huír de la segunda muerte y hallar seguridad. No hay poder que pueda arrebatar de sus manos las almas que acuden a él en busca de perdón. “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.” “¿Quien es el que condenará? Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros,” “para que … tengamos un fortísimo consuelo, los que nos acogemos a trabarnos de la esperanza propuesta.” Romanos 8:1, 34; Hebreos 6:18.
El que huía a la ciudad de refugio no podía demorarse. Abandonaba su familia y su ocupación. No tenía tiempo para despedirse de los seres amados. Su vida estaba en juego y debía sacrificar todos los intereses para lograr un solo fin: llegar al lugar seguro. Olvidaba su cansancio; y no le importaban las dificultades. No osaba aminorar el paso un solo momento hasta hallarse dentro de las murallas de la ciudad.
El pecador está expuesto a la muerte eterna hasta que encuentre un escondite en Cristo; y así como la demora y la negligencia podían privar al fugitivo de su única oportunidad de vivir, también pueden las tardanzas y la indiferencia resultar en ruina del alma. Satanás, el gran adversario, sigue los pasos de todo transgresor de la santa ley de Dios, y el que no se percata del peligro en que se halla y no busca fervorosamente abrigo en el refugio eterno, será víctima del destructor.
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El prisionero que en cualquier momento salía de la ciudad de refugio era abandonado a la voluntad del vengador de la sangre. En esa forma se le enseñaba al pueblo a seguir celosamente los métodos que la sabiduría infinita había designado para su seguridad. Asimismo no basta que el pecador crea en Cristo para el perdón de sus pecados; debe, mediante la fe y la obediencia, permanecer en él. “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por el pecado, sino una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios.” Hebreos 10:26, 27.
Dos de las tribus de Israel, Gad y Rubén, con la mitad de la tribu de Manasés, habían recibido su heredad antes de cruzar el Jordán. Para un pueblo de pastores, las anchas llanuras de las tierras altas y valiosos bosques de Galaad y de Basán, que ofrecían extensos campos de pastoreo para sus rebaños y manadas, tenían atractivos que no podían encontrarse en la propia Canaán; y las dos tribus y media, deseando establecerse en esa región, se habían comprometido a proporcionar su cuota de soldados armados para que acompañaran a sus hermanos al otro lado del Jordán y participaran en todas sus batallas hasta que todos entraran en posesión de sus respectivas heredades. Esta obligación se había cumplido fielmente. Cuando las diez tribus entraron en Canaán, cuarenta mil de “los hijos de Rubén y los hijos de Gad, y la media tribu de Manasés, … armados a punto pasaron hacia la campiña de Jericó delante de Jehová a la guerra.” Josué 4:12, 13. Durante años habían luchado valientemente al lado de sus hermanos. Ahora había llegado el momento en que habían de entrar en la tierra de su posesión. Mientras acompañaban a sus hermanos en los conflictos, también habían compartido los despojos; y regresaron “con grandes riquezas, y con grande copia de ganado, con plata, y con oro, y metal, y muchos vestidos” (véase Josué 22), todo lo cual debían compartir con los que se habían quedado al cuidado de las familias y los rebaños.
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Iban a morar ahora a cierta distancia del santuario del Señor, y Josué presenció su partida con corazón acongojado, pues sabía cuán fuertemente tentados se verían, en su vida aislada y nómada, a adoptar las costumbres de las tribus paganas que moraban en sus fronteras.
Mientras el ánimo de Josué y de otros jefes estaba aun deprimido por presentimientos angustiosos, les llegaron noticias extrañas. Al lado del Jordán, cerca del sitio donde Israel cruzó milagrosamente el río, las dos tribus y media habían erigido un gran altar, parecido al altar de los holocaustos que se había erigido en Silo. La ley de Dios prohibía, so pena de muerte, el establecimiento de otro culto que el del santuario. Si tal era el objeto de ese altar, y se le permitía subsistir, apartaría al pueblo de la verdadera fe.
Los representantes del pueblo se reunieron en Silo, y en el acaloramiento de su excitación e indignación, propusieron declarar la guerra en seguida a los transgresores. Sin embargo, gracias a la influencia de los más cautos, se resolvió mandar primeramente una delegación para que obtuviera de las dos tribus y media una explicación de su comportamiento. Se escogieron diez príncipes, uno de cada tribu. Encabezaba esta delegación Phinees, que se había distinguido por su celo en el asunto de Peor.
Las dos tribus y media habían cometido un error al llevar a cabo, sin explicación alguna, un acto susceptible de tan graves sospechas. Los embajadores, dando por sentado que sus hermanos eran culpables, les dirigieron reproches mordaces. Los acusaron de rebelarse contra Dios, y los invitaron a recordar cómo habían caído castigos sobre Israel por haberse juntado con Baal-peor. En nombre de todo Israel, Phinees manifestó a los hijos de Gad y de Rubén que si no querían vivir en aquella tierra sin altar para el sacrificio, se les daba la bienvenida para que participaran en los bienes y privilegios de sus hermanos al otro lado del río.
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En contestación, los acusados explicaron que el altar que habían erigido no era para ofrecer sacrificios, sino sencillamente para atestiguar que, a pesar de estar separados por el río, tenían la misma fe que sus hermanos de Canaán. Habían temido que en algún tiempo futuro podría suceder que sus hijos fuesen excluidos del tabernáculo, como quienes no tuviesen parte en Israel. Entonces este altar, erigido de conformidad con el modelo del altar de Jehová en Silo, atestiguaría que los fundadores y constructores de él adoraban también al Dios viviente.
Con gran regocijo los embajadores aceptaron esta explicación, y en seguida se volvieron para llevar las buenas noticias a los que los habían enviado. Toda idea de guerra fué desechada, y el pueblo unido se regocijó y alabó a Dios.
Los hijos de Gad y de Rubén grabaron entonces en su altar una inscripción que indicaba el objeto para el cual había sido erigido; y dijeron: “Porque es testimonio entre nosotros que Jehová es Dios.” Así procuraron evitar futuras interpretaciones erróneas y eliminar cuanto pudiera ser causa de tentación.
¡Cuán a menudo provienen serias dificultades de una simple interpretación errónea, hasta entre aquellos que son guiados por los móviles más dignos! Y sin el ejercicio de la cortesía y la paciencia, ¡qué resultados tan graves y aun fatales pueden sobrevenir! Las diez tribus recordaban cómo, en el caso de Acán, Dios había reprendido la falta de vigilancia para descubrir los pecados que existían entre ellas. Ahora habían decidido obrar rápida y seriamente; pero al tratar de evitar su primer error, habían llegado al extremo opuesto. En vez de hacer una investigación cortés para averiguar los hechos del caso, se habían presentado a sus hermanos con censuras y condenación. Si los hombres de Gad y de Rubén hubieran respondido animados del mismo espíritu, la guerra habría sido el resultado. Si bien es importante, por un lado, que se evite la indiferencia al tratar con el pecado, es igualmente importante, por otro lado, que se eviten los juicios duros y las sospechas infundadas.
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Muchos que son muy sensibles a la menor crítica dirigida contra su propio comportamiento, dan, sin embargo, un trato excesivamente severo a las personas a quienes consideran en el error. La censura y el oprobio no lograron jamás rescatar a nadie de una opinión falsa, sino que más bien han contribuído a alejar a muchos del camino recto, por haberlos inducido a endurecer su corazón para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un comportamiento cortés, afable y paciente pueden salvar a los descarriados y ocultar una multitud de pecados.
La prudencia manifestada por los hijos de Rubén y sus compañeros es digna de imitación. En tanto que se esforzaban sinceramente por hacer progresar la causa de la verdadera religión, fueron juzgados erróneamente y censurados con severidad; pero no manifestaron resentimiento. Escucharon con toda cortesía y paciencia los cargos que sus hermanos les hacían, antes de tratar de defenderse, y luego les explicaron ampliamente sus móviles y demostraron su inocencia. Así se arregló amigablemente la dificultad que amenazaba tener tan graves consecuencias.
Aun cuando se los acuse falsamente, los que están en lo justo pueden permitirse tener calma y ser considerados. Dios conoce todo lo que los hombres no entienden o interpretan mal, y con toda confianza podemos entregarle nuestro caso. El vindicará la causa de los que depositan su confianza en él tan seguramente como sacó a luz la culpa de Acán. Los que son movidos por el espíritu de Cristo poseerán la caridad, que todo lo soporta y es benigna.
Dios quiere que haya unión y amor fraternal entre su pueblo. En la oración que elevó Cristo precisamente antes de su crucifixión pidió que sus discípulos fueran uno como él era uno con el Padre, para que el mundo creyera que Dios le había enviado. Esta oración conmovedora y admirable llegaba a través de los siglos hasta nuestros días, pues sus palabras fueron: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos.” Juan 17:20. Aunque no hemos de sacrificar un solo principio de la verdad, debemos procurar constantemente ese estado de unidad. Es la evidencia de nuestro carácter de discípulos de Jesús, pues él dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.” Juan 13:35. El apóstol Pedro exhorta a la iglesia así: “Sed todos de un mismo corazón, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no volviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino antes por el contrario, bendiciendo; sabiendo que vosotros sois llamados para que poseáis bendición en herencia.” 1 Pedro 3:8, 9.