Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 70 – El reinado de David

Este capítulo está basado en 2 Samuel 5:6-25; 6; 7; 9 y 10.

Tan pronto como David se vió afianzado en el trono de Israel, comenzó a buscar una localidad más apropiada para la capital de su reino. A unos treinta kilómetros de Hebrón, se escogió un sitio como la futura metrópoli de la nación. Antes que Josué condujera los ejércitos de Israel a través del Jordán, ese lugar se había llamado Salem. Cerca de allí Abrahán había probado su lealtad a Dios. Ochocientos años antes de la coronación de David, había vivido allí Melquisedec, sacerdote del Altísimo. Ocupaba este sitio una posición central y elevada en el país, protegida por un cerco de colinas. Como se hallaba en el límite entre Benjamín y Judá, estaba también muy próxima a Efraín, y las otras tribus tenían fácil acceso a él.

Para conquistar esta localidad, los hebreos debían desalojar un remanente de los cananeos, que sostenía una posición fortificada en las montañas de Sión y Moria. Este fuerte se llamaba Jebus, y a sus habitantes se les conocía por el nombre de jebuseos. Durante varios siglos, se había considerado a Jebus como inexpugnable; pero fué sitiado y tomado por los hebreos bajo el mando de Joab, a quien, como premio por su valor, se le hizo comandante en jefe de los ejércitos de Israel. Jebus se convirtió en la capital nacional, y su nombre pagano fué cambiado al de Jerusalén.

Entonces Hiram, rey de la rica ciudad de Tiro, situada en la costa del Mediterráneo, procuró hacer alianza con el rey de Israel, y prestó ayuda a David en la construcción de un palacio en Jerusalén. Envió de Tiro embajadores acompañados de arquitectos y trabajadores y de un gran cargamento de maderas costosas, cedros y otros materiales valiosos.

El aumento del poderío de Israel debido a su unión bajo el gobierno de David, la adquisición de la fortaleza de Jebus, y la alianza con Hiram, rey de Tiro, provocaron la hostilidad de los filisteos, y nuevamente invadieron el país con un poderoso ejército, tomando posiciones en el valle de Rafaím, a poca distancia de la ciudad de Jerusalén. David y sus hombres de guerra se retiraron a la fortaleza de Sión, a esperar la dirección divina. “Entonces consultó David a Jehová, diciendo: ¿Iré contra los Filisteos? ¿los entregarás en mis manos? Y Jehová respondió a David: Ve, porque ciertamente entregaré los Filisteos en tus manos.” 2 Samuel 5:17-25.

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David avanzó inmediatamente contra el enemigo, lo venció y destruyó, y le quitó los dioses que había llevado al campo de batalla para asegurar su victoria. Exasperados por la humillación de su derrota, los filisteos reunieron una fuerza aún mayor, y volvieron al conflicto. Y otra vez “extendiéronse por el valle de Raphaim.” Nuevamente David buscó al Señor, y el gran YO SOY asumió la dirección de los ejércitos de Israel.

Dios le dió instrucciones a David, diciéndole: “No subas; mas rodéalos, y vendrás a ellos por delante de los morales: y cuando oyeres un estruendo que irá por las copas de los morales, entonces te moverás; porque Jehová saldrá delante de ti a herir el campo de los Filisteos.” Si David hubiera hecho como Saúl, es decir, hubiese decidido por su cuenta, el éxito no le habría acompañado. Pero hizo como el Señor le había ordenado, “e hirieron el campo de los Filisteos desde Gabaón hasta Gezer. Y la fama de David fué divulgada por todas aquellas tierras: y puso Jehová temor de David sobre todas las gentes.” 1 Crónicas 14:16, 17.

Una vez que David estuvo firmemente establecido en el trono, y libre de la invasión de enemigos extranjeros, quiso lograr un propósito que había abrigado por mucho tiempo en su corazón: el de traer el arca de Dios a Jerusalén. Durante muchos años, el arca había permanecido en Kiriath-jearim, a unos quince kilómetros de distancia; pero era propio que la capital de la nación fuera honrada con el símbolo de la presencia divina.

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David citó a treinta mil de los hombres principales de Israel, pues quería hacer de la ocasión una escena de gran regocijo e imponente ostentación. El pueblo respondió alegremente a la invitación. El sumo sacerdote, acompañado de sus hermanos en el cargo sagrado, y los príncipes y hombres principales de las tribus se congregaron en Kiriath-jearim. David estaba encendido de celo divino. Se sacó el arca de la casa de Abinadab, y se la puso sobre una carreta nueva tirada por bueyes, y acompañada por dos de los hijos de Abinadab.

Los hombres de Israel la seguían, con gritos de alabanza y de regocijo, y con cantos de júbilo, pues era una gran multitud de voces la que se unía a la melodía y el sonido de los instrumentos musicales. “Así David y toda la casa de Israel llevaban el arca de Jehová con júbilo y sonido de trompeta.” Véase 2 Samuel 6. Hacía mucho que Israel no presenciaba semejante escena de triunfo. Con regocijo solemne, la enorme procesión iba serpenteando entre las colinas y los valles, hacia la ciudad santa.

Pero “cuando llegaron a la era de Nachón, Uzza extendió la mano al arca de Dios, y túvola; porque los bueyes daban sacudidas. Y el furor de Jehová se encendió contra Uzza, e hiriólo allí Dios por aquella temeridad, y cayó allí muerto junto al arca de Dios.”

Un temor repentino se apoderó de la regocijada multitud. David se asombró y alarmó, y en su corazón puso en tela de juicio la justicia de Dios. El procuraba honrar el arca como símbolo de la presencia divina. ¿Por qué, entonces, se había mandado aquel terrible castigo para que cambiara la escena de alegría en una ocasión de dolor y luto? Creyendo que sería peligroso tener el arca cerca de sí, David resolvió dejarla donde estaba. Se encontró un lugar en las cercanías, en la casa del geteo Obed-edom.

La suerte de Uzza fué un castigo divino por la violación de un mandamiento muy explícito. Por medio de Moisés el Señor había dado instrucciones especiales acerca de cómo transportar el arca. Sólo los sacerdotes, descendientes de Aarón, podían tocarla, o aun mirarla descubierta. El mandamiento divino era el siguiente: “Vendrán … los hijos de Coath para conducir: mas no tocarán cosa santa, que morirán.” Números 4:15. Los sacerdotes habían de cubrir el arca, y luego los coatitas debían levantarla mediante los palos que pasaban por los anillos de cada lado del arca, y que nunca se quitaban. A los hijos de Gersón y de Merari, que tenían a su cargo las cortinas y las tablas y los pilares del tabernáculo, Moisés les dió carretas y bueyes para que transportaran en éstas lo que se les había encomendado a ellos. “Y a los hijos de Coath no dió; porque llevaban sobre sí en los hombros el servicio del santuario.” Números 7:9. Así al traer el arca de Kiriath-jearim se habían pasado por alto en forma directa e inexcusable las instrucciones del Señor.

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David y su pueblo se habían congregado para llevar a cabo una obra sagrada, y la habían emprendido con corazón alegre y voluntario; pero el Señor no podía aceptar el servicio, porque no se cumplía de acuerdo con sus instrucciones. Los filisteos, que no conocían la ley de Dios, habían puesto el arca sobre una carreta cuando la devolvieron a Israel, y el Señor aceptó el esfuerzo que ellos habían hecho. Pero los israelitas tenían en sus manos una declaración precisa de lo que Dios quería en estos asuntos, y al descuidar estas instrucciones deshonraban a Dios.

Uzza incurrió en la culpa mayor de presunción. Al transgredir la ley de Dios había aminorado su sentido de la santidad de ella, y con sus pecados inconfesos, a pesar de la prohibición divina, había presumido tocar el símbolo de la presencia de Dios. Dios no puede aceptar una obediencia parcial ni una conducta negligente con respecto a sus mandamientos. Mediante el castigo infligido a Uzza, quiso hacer comprender a todo Israel cuán importante es dar estricta obediencia a sus requisitos. Así la muerte de ese solo hombre, al inducir al pueblo a arrepentirse, había de evitar la necesidad de aplicar castigos a miles.

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Al ver caer a Uzza, David, reconociendo que su propio corazón no estaba del todo en armonía con Dios, tuvo temor al arca, no fuese que alguno de sus pecados le acarreara castigos. Pero Obed-edom, aunque se alegró temblando, dió la bienvenida al sagrado símbolo como garantía del favor de Dios a los obedientes. La atención de todo Israel se dirigió ahora hacia el geteo y su casa, para observar cómo les iría con el arca. “Y bendijo Jehová a Obed-edom y a toda su casa.”

La reprensión divina realizó su obra en David. Le indujo a comprender como nunca antes la santidad de la ley de Dios, y la necesidad de obedecerla estrictamente. El favor manifestado a la casa de Obed-edom infundió nuevamente en David la esperanza de que el arca pudiera reportarle bendiciones a él y a su pueblo.

Al cabo de tres meses, resolvió hacer un nuevo esfuerzo para transportar el arca, y esta vez tuvo especial cuidado de cumplir en todo detalle las instrucciones del Señor. Volvió a convocar a todos los hombres principales de la nación, y una congregación enorme se reunió alrededor de la morada del geteo. Con cuidado reverente se colocó el arca en los hombros de personas divinamente designadas; la multitud se puso en fila, y con corazones temblorosos los que participaban en la vasta procesión se pusieron en marcha. Cuando habían andado seis pasos, sonaba la trompeta mandando hacer alto. Por orden de David, se habían de ofrecer “un buey y un carnero grueso.” El regocijo reinaba en lugar del temor entre la multitud. El rey había puesto a un lado los hábitos regios, y se había vestido de un efod de lino sencillo, como el que llevaban los sacerdotes. No quería indicar por este acto que asumía las funciones sacerdotales, pues el efod era llevado a veces por otras personas además de los sacerdotes. Pero en este santo servicio tomaba su lugar, ante Dios, en igualdad de condiciones con sus súbditos. En ese día debía adorarse a Jehová. Era el único que debía recibir reverencia.

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Nuevamente el largo séquito se puso en movimiento, y flotó hacia el cielo la música de arpas y cornetas, de trompetas y címbalos, fusionada con la melodía de una multitud de voces. En su regocijo, David “saltaba con toda su fuerza delante de Jehová,” al compás de la música.

El hecho de que, en su alegría reverente, David bailó delante de Dios ha sido citado por los amantes de los placeres mundanos para justificar los bailes modernos; pero este argumento no tiene fundamento. En nuestros días, el baile va asociado con insensateces y festines de medianoche. La salud y la moral se sacrifican en aras del placer. Los que frecuentan los salones de baile no hacen de Dios el objeto de su contemplación y reverencia. La oración o los cantos de alabanza serían considerados intempestivos en esas asambleas y reuniones. Esta prueba debiera ser decisiva. Los cristianos verdaderos no han de procurar las diversiones que tienden a debilitar el amor a las cosas sagradas y a aminorar nuestro gozo en el servicio de Dios. La música y la danza de alegre alabanza a Dios mientras se transportaba el arca no se asemejaban para nada a la disipación de los bailes modernos. Las primeras tenían por objeto recordar a Dios y ensalzar su santo nombre. Los segundos son un medio que Satanás usa para hacer que los hombres se olviden de Dios y le deshonren.

En seguimiento del símbolo de su Rey invisible, la procesión triunfal se aproximó a la capital. Se produjo entonces una explosión de cánticos, para pedir a los espectadores que estaban en las murallas que las puertas de la ciudad santa se abrieran de par en par:

“Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas, Y entrará el Rey de gloria.”

Un grupo de cantantes y músicos preguntó:

“¿Quién es este Rey de gloria?”

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Y de otro grupo partió la respuesta:

“Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla.”

Entonces centenares de voces, al unísono, se unieron al coro triunfal:

“Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas, Y entrará el Rey de gloria.” Nuevamente se oyó la regocijada pregunta:

“¿Quién es este Rey de gloria?”

Y “como ruido de muchas aguas” se oyó la voz de la gran multitud en contestación arrobada:

“Jehová de los ejércitos, El es el Rey de la gloria.” Salmos 24:7-10.

Entonces las puertas se abrieron de par en par; entró la procesión, y con temor reverente se depositó el arca en la tienda que había sido preparada de antemano para recibirla. Delante del recinto sagrado, se habían erigido altares para los sacrificios; y ascendió al cielo el humo de los holocaustos y de las ofrendas de paz con las nubes de incienso y las alabanzas y las súplicas y oraciones de Israel. Terminado el servicio, el rey mismo pronunció una bendición sobre el pueblo. Luego con generosidad regia hizo distribuir regalos de alimentos y de vino para su refrigerio.

Todas las tribus habían estado representadas en este servicio, cuya celebración había sido el acontecimiento más sagrado que hasta entonces señalara el reinado de David. El Espíritu de la inspiración divina había reposado sobre el rey, y mientras los últimos rayos del sol poniente bañaban el tabernáculo con luz santificada elevó él su corazón en gratitud hacia Dios porque el símbolo bendito de su presencia estaba ahora tan cerca del trono de Israel.

Meditando así, David se volvió hacia su palacio, “para bendecir su casa.” Pero alguien había presenciado la escena de regocijo con un espíritu muy diferente del que impulsó el corazón de David. “Y como el arca de Jehová llegó a la ciudad de David, aconteció que Michal hija de Saúl, miró desde una ventana, y vió al rey David que saltaba con toda su fuerza delante de Jehová: y menosprecióle en su corazón.” En la amargura de su ira, ella no pudo aguardar el regreso de David al palacio, sino que salió a su encuentro, y cuando él la saludó bondadosamente, soltó un torrente de palabras amargas pronunciadas en tono mordaz, diciendo: “¡Cuán honrado ha sido hoy el rey de Israel, desnudándose hoy delante de las criadas de sus siervos, como se desnudara un juglar!”

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David consideró que Mical había menospreciado y deshonrado el servicio de Dios, y le contestó severamente: “Delante de Jehová, que me eligió más bien que a tu padre y a toda tu casa, mandándome que fuese príncipe sobre el pueblo de Jehová, sobre Israel, danzaré delante de Jehová. Y aún me haré más vil que esta vez, y seré bajo a mis propios ojos; y delante de las criadas que dijiste, delante de ellas seré honrado.” Al reproche de David se agregó el del Señor: A causa de su orgullo y arrogancia, Mical “nunca tuvo hijos hasta el día de su muerte.”

Las ceremonias solemnes que acompañaron el traslado del arca habían hecho una impresión duradera sobre el pueblo de Israel, pues despertaron un interés más profundo en el servicio del santuario y encendieron nuevamente su celo por Jehová. Por todos los medios que estaban a su alcance, David trató de ahondar estas impresiones. El servicio de canto fué hecho parte regular del culto religioso, y David compuso salmos, no sólo para el uso de los sacerdotes en el servicio del santuario, sino también para que los cantara el pueblo mientras iba al altar nacional para las fiestas anuales. La influencia así ejercida fué muy abarcante, y contribuyó a liberar la nación de las garras de la idolatría. Muchos de los pueblos vecinos, al ver la prosperidad de Israel, fueron inducidos a pensar favorablemente en el Dios de Israel, que había hecho tan grandes cosas para su pueblo.

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El tabernáculo construído por Moisés, con todo lo que pertenecía al servicio del santuario, a excepción del arca, estaba aún en Gabaa. David quería hacer de Jerusalén el centro religioso de la nación. Había construído un palacio para sí, y consideraba que no era apropiado que el arca de Dios reposara en una tienda. Resolvió construirle un templo de tal suntuosidad que expresara cuánto apreciaba Israel el honor otorgado a la nación con la presencia permanente de su Rey Jehová. Cuando comunicó su propósito al profeta Natán, recibió esta respuesta alentadora: “Anda, y haz todo lo que está en tu corazón, que Jehová es contigo.”

Pero esa noche llegó a Natán la palabra de Jehová y le dió un mensaje para el rey. David no había de tener el privilegio de construir una casa para Dios, pero le fué asegurado el favor divino, a él, a su posteridad y al reino de Israel: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo te tomé de la majada, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel; y he sido contigo en todo cuanto has andado, y delante de ti he talado todos tus enemigos, y te he hecho nombre grande, como el nombre de los grandes que son en la tierra. Además yo fijaré lugar a mi pueblo Israel, yo lo plantaré, para que habite en su lugar, y nunca más sea removido, ni los inicuos le aflijan más, como antes.” Véase 2 Samuel 7.

Como David había deseado construir una casa para Dios, le fué hecha esta promesa: “Jehová te hace saber, que él te quiere hacer casa…. Yo estableceré tu simiente después de ti…. El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino.”

La razón por la cual David no había de construir el templo fué declarada así: “Tú has derramado mucha sangre, y has traído grandes guerras: no edificarás casa a mi nombre, … he aquí, un hijo te nacerá, el cual será varón de reposo, porque yo le daré quietud de todos sus enemigos; … su nombre será Salomón [pacífico]; y yo daré paz y reposo sobre Israel en sus días: él edificará casa a mi nombre.” 1 Crónicas 22:8-10.

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Aunque le fué negado el permiso para ejecutar el propósito que había en su corazón, David recibió el mensaje con gratitud. “Señor Jehová—exclamó,—¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me traigas hasta aquí? Y aun te ha parecido poco esto, Señor Jehová, pues que también has hablado de la casa de tu siervo en lo por venir,” y renovó su pacto con Dios.

David sabía que sería un honor para él, y que reportaría gloria a su gobierno, el llevar a cabo la obra que se había propuesto en su corazón; pero estaba dispuesto a someterse a la voluntad de Dios.

Muy raras veces se ve aun entre los cristianos la resignación agradecida que él manifestó. ¡Cuán a menudo los que sobrepasaron los años de más vigor en la vida se aferran a la esperanza de realizar alguna gran obra a la que aspiran de todo corazón, pero para la cual no están capacitados! Es posible que la providencia de Dios les hable, tal como le habló su profeta a David y les advierta que la obra que tanto desean no les ha sido encomendada. Les toca preparar el camino para que otro realice la obra. Pero en vez de someterse con agradecimiento a la dirección divina, muchos retroceden como si fueran menospreciados y rechazados, y deciden que si no pueden hacer lo que desean, no harán nada. Muchos se aferran con energía desesperada a responsabilidades que son incapaces de llevar y en vano procuran hacer algo imposible para ellos, mientras descuidan lo que pudieran hacer. Y por falta de cooperación, la obra mayor es estorbada o se frustra.

En su pacto con Jonatán, David había prometido que cuando tuviera descanso de sus enemigos, manifestaría bondad hacia la casa de Saúl. En su prosperidad, teniendo en cuenta este pacto, el rey preguntó: “¿Ha quedado alguno en la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonathán?” Véase 2 Samuel 9, 10. Se le habló de un hijo de Jonatán, Mefi-boseth, quien había sido cojo desde la niñez.

En la fecha de la derrota de Saúl por los filisteos en la llanura de Jezreel, la nodriza de este niño, tratando de huir con él, lo había dejado caer, y como consecuencia quedó él lisiado para toda la vida. David hizo traer al joven a la corte, y le recibió con mucha bondad. Se le devolvieron las propiedades particulares de Saúl para el mantenimiento de su casa; pero el hijo de Jonatán había de ser huésped permanente del rey y sentarse diariamente a la mesa real. Los informes propalados por los enemigos de David, habían creado en Mefi-boseth fuertes prejuicios contra él y lo consideraba usurpador; pero la recepción generosa y cortés que le acordó el monarca, y sus bondades continuas ganaron el corazón del joven; se hizo muy amigo de David, y como su padre Jonatán, se convenció de que tenía el mismo interés que el rey escogido por Dios.

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Una vez que David se hubo afianzado en el trono de Israel, la nación gozó de un largo período de paz. Los pueblos vecinos, viendo la fortaleza y la unidad del reino, no tardaron en creer prudente desistir de las hostilidades abiertas; y David, ocupado con la organización y el desarrollo de su reino, evitó toda guerra agresiva. Sin embargo, hizo finalmente la guerra a los viejos enemigos de Israel, los filisteos, y a los moabitas, y logró la victoria sobre ambos pueblos y los sujetó a tributo.

Todas las naciones vecinas formaron entonces contra David una gran coalición, que dió origen a las mayores guerras y victorias de su reinado, y al mayor incremento de su poder. Esta alianza hostil, que surgió en realidad de los celos inspirados por el creciente poder de David, no había sido provocada por él, sino que nació de estas circunstancias:

Llegaron a Jerusalén noticias de la muerte de Naas, rey de los amonitas y monarca que había sido bondadoso con David cuando éste huía de la ira de Saúl. Deseando expresar su aprecio agradecido del favor que se le había hecho cuando estaba en desgracia, David envió una embajada de condolencia a Hanún, hijo y sucesor del rey amonita. “Y dijo David: Yo haré misericordia con Hanún, hijo de Naas, como su padre la hizo conmigo.”

Pero su acto de cortesía fué mal interpretado. Los amonitas aborrecían al verdadero Dios, y eran acerbos enemigos de Israel. La aparente bondad de Naas para con David había sido motivada enteramente por la hostilidad hacia Saúl, rey de Israel. Los consejeros de Hanún torcieron el significado del mensaje de David. “Dijeron a Hanún su señor: ¿Te parece que por honrar David a tu padre te ha enviado consoladores? ¿no ha enviado David sus siervos a ti por reconocer e inspeccionar la ciudad, para destruirla?”

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Medio siglo antes las instrucciones de sus consejeros indujeron a Naas a imponer sus crueles condiciones al pueblo de Jabes de Galaad, cuando la sitiaban los amonitas, y sus habitantes solicitaron un pacto de paz. Naas había exigido que se sometieran todos a que se les sacase el ojo derecho. Los amonitas aun recordaban vívidamente cómo el rey de Israel había frustrado aquel cruel propósito, y había rescatado a la gente a la que ellos querían humillar y mutilar. Los animaba todavía el mismo odio hacia Israel. No podían concebir el espíritu generoso que había inspirado el mensaje de David.

Cuando Satanás domina las mentes humanas, las incita a la envidia y las sospechas para que interpreten mal las mejores intenciones. Escuchando a sus consejeros, Hanún consideró a los mensajeros de David como espías, y los abrumó de desprecios e insultos. A los amonitas se les permitió ejecutar sin restricción los malos designios de su corazón, para que su verdadero carácter fuese revelado a David. Dios no quería que Israel se coligara con ese pueblo pagano y pérfido.

En los tiempos antiguos, como ahora, el cargo de embajador era considerado sagrado. De conformidad con el derecho universal de las naciones, aseguraba protección contra la violencia y los insultos personales. El embajador era representante de su soberano, y cualquier indignidad que se le infligiese exigía prontas represalias. Sabiendo los amonitas que el insulto hecho a Israel sería seguramente vengado, hicieron preparativos para la guerra. “Y viendo los hijos de Ammón que se habían hecho odiosos a David, Hanán y los hijos de Ammón enviaron mil talentos de plata, para tomar a sueldo carros y gente de a caballo de Siria de los ríos, y de la Siria de Maachá, y de Soba. Y tomaron a sueldo treinta y dos mil carros…. Y juntáronse también los hijos de Ammón de sus ciudades, y vinieron a la guerra.” 1 Crónicas 19:6, 7.

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Era en verdad una alianza formidable. Los habitantes de la región situada entre el río Eufrates y el Mediterráneo habían hecho una liga con los amonitas. Había al norte y al este de Canaán enemigos armados, unidos para aplastar a Israel.

Los hebreos no esperaron que fuera invadido su país. Sus fuerzas, bajo el mando de Joab, cruzaron el Jordán y avanzaron hacia la capital amonita. Mientras el capitán hebreo dirigía su ejército al campo, procuró alentarlo para el conflicto, diciéndole: “Esfuérzate, y esforcémonos por nuestro pueblo, y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere.” Vers. 13. Las fuerzas unidas de los aliados fueron vencidas en el primer encuentro. Pero aun no estaban dispuestas a renunciar a la lucha, y el año siguiente reanudaron la guerra. El rey de Siria reunió sus fuerzas, y amenazó a Israel con un ejército enorme. David, dándose cuenta de cuánto dependía del resultado de esta lucha, se encargó personalmente de la campaña, y por la bendición de Dios infligió a los aliados una derrota tan desastrosa que los sirios, desde el Líbano hasta el Eufrates, no sólo renunciaron a la guerra, sino que pagaron tributo a Israel. David prosiguió con vigor la guerra contra Ammón, hasta que cayeron sus fortalezas y toda la región quedó bajo el dominio de Israel.

Los peligros que habían amenazado a la nación con la destrucción total, resultaron, mediante la providencia de Dios, en medios de llevarla a una grandeza sin precedente. Al conmemorar sus notorios libramientos, David cantó así:

“Viva Jehová, y sea bendita mi roca; Y ensalzado sea el Dios de mi salud: El Dios que me da las venganzas, Y sujetó pueblos a mí. Mi libertador de mis enemigos: Hicísteme también superior de mis adversarios; Librásteme de varón violento. Por tanto yo te confesaré entre las gentes, oh Jehová, Y cantaré a tu nombre. El cual engrandece las saludes de su rey, Y hace misericordia a su ungido, A David y a su simiente, para siempre.” Salmos 18:46-50.

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Y mediante los cantos de David se inculcó al pueblo el pensamiento de que Jehová era su fortaleza y su libertador:

“El rey no es salvo con la multitud del ejército: No escapa el valiente por la mucha fuerza. Vanidad es el caballo para salvarse: Por la grandeza de su fuerza no librará.”

“Tú, oh Dios, eres mi Rey: Manda saludes a Jacob. Por medio de ti sacudiremos a nuestros enemigos: En tu nombre atropellaremos a nuestros adversarios. Porque no confiaré en mi arco, Ni mi espada me salvará. Pues tú nos has guardado de nuestros enemigos, Y has avergonzado a los que nos aborrecían.”

“Estos confían en carros, y aquellos en caballos: Mas nosotros del nombre de Jehová nuestro Dios tendremos memoria.” Salmos 33:16, 17; 44:4-7; 20:7.

El reino de Israel había alcanzado ahora en extensión el cumplimiento de la promesa hecha a Abrahán, y repetida después a Moisés: “A tu simiente daré esta tierra desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Eufrates.” Génesis 15:18; Deuteronomio 11:22-25. Israel se había convertido en una nación poderosa, respetada y temida de los pueblos vecinos. En su propio reino, el poder de David se había hecho muy grande. Gozaba de los afectos y de la lealtad de su pueblo como muy pocos soberanos, de cualquier época, los han podido gozar. Había honrado a Dios, y ahora Dios le honraba a él.

Pero en medio de la prosperidad acechaba el peligro. En la época de mayor triunfo exterior, David estaba en el mayor de los peligros, y sufrió la derrota más humillante de su vida.

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