Historia de los Patriarcas y Profetas: Capítulo 71 – El pecado de David y su arrepentimiento

Este capítulo está basado en 2 Samuel 11 y 12.

La biblia tiene poco que decir en alabanza de los hombres. Dedica poco espacio a relatar las virtudes hasta de los mejores hombres que jamás hayan vivido. Este silencio no deja de tener su propósito y su lección. Todas las buenas cualidades que poseen los hombres son dones de Dios; realizan sus buenas acciones por la gracia de Dios manifestada en Cristo. Como lo deben todo a Dios, la gloria de cuanto son y hacen le pertenece sólo a él; ellos no son sino instrumentos en sus manos.

Además, según todas las lecciones de la historia bíblica, es peligroso alabar o ensalzar a los hombres; pues si uno llega a perder de vista su total dependencia de Dios, y a confiar en su propia fortaleza, caerá seguramente. El hombre lucha con enemigos que son más fuertes que él. “No tenemos lucha contra sangre y carne; sino contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los aires.” Efesios 6:12. Es imposible que nosotros, con nuestra propia fortaleza, sostengamos el conflicto; y todo lo que aleje a nuestra mente de Dios, todo lo que induzca al ensalzamiento o a la dependencia de sí, prepara seguramente nuestra caída. El tenor de la Biblia está destinado a inculcarnos desconfianza en el poder humano y a fomentar nuestra confianza en el poder divino.

El espíritu de confianza y ensalzamiento de sí fué el que preparó la caída de David. La adulación y las sutiles seducciones del poder y del lujo, no dejaron de tener su efecto sobre él. También las relaciones con las naciones vecinas ejercieron en él una influencia maléfica. Según las costumbres que prevalecían entre los soberanos orientales de aquel entonces, los crímenes que no se toleraban en los súbditos quedaban impunes cuando se trataba del rey; el monarca no estaba obligado a ejercer el mismo dominio de sí que el súbdito. Todo esto tendía a aminorar en David el sentido de la perversidad excesiva del pecado. Y en vez de confiar humilde en el poder de Dios, comenzó a confiar en su propia fuerza y sabiduría.

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Tan pronto como Satanás pueda separar el alma de Dios, la única fuente de fortaleza, procurará despertar los deseos impíos de la naturaleza carnal del hombre. La obra del enemigo no es abrupta; al principio no es repentina ni sorpresiva; consiste en minar secretamente las fortalezas de los principios. Comienza en cosas aparentemente pequeñas: la negligencia en cuanto a ser fiel a Dios y a depender de él por completo, la tendencia a seguir las costumbres y prácticas del mundo.

Antes que terminara la guerra con los amonitas, David regresó a Jerusalén, dejando la dirección del ejército a Joab. Los sirios ya se habían sometido a Israel, y la completa caída de los amonitas parecía segura. David se veía rodeado de los frutos de la victoria y de los honores de su gobierno sabio y hábil. Fué entonces, mientras vivía en holgura y desprevenido, cuando el tentador aprovechó la oportunidad de ocupar su mente. El hecho de que Dios había admitido a David en una relación tan estrecha consigo, y había manifestado tanto favor hacia David, debiera haber sido para él el mayor de los incentivos para conservar inmaculado su carácter. Pero cuando él estaba cómodo, tranquilo y seguro de sí mismo, se separó de Dios, cedió a las tentaciones de Satanás, y atrajo sobre su alma la mancha de la culpabilidad. El hombre designado por el Cielo como caudillo de la nación, el escogido por Dios para ejecutar su ley, violó sus preceptos. Por sus actos el que debía castigar a los malhechores, les fortaleció las manos.

En medio de los peligros de su juventud, David, consciente de su integridad, podía confiar su caso a Dios. La mano del Señor le había guiado y hecho pasar sano y salvo por infinidad de trampas tendidas para sus pies. Pero ahora, culpable y sin arrepentimiento, no pidió ayuda ni dirección al Cielo, sino que buscó la manera de desenredarse de los peligros en que el pecado le había envuelto. Betsabé, cuya hermosura fatal había resultado ser una trampa para el rey, era la esposa de Urías el heteo, uno de los oficiales más valientes y más fieles de David. Nadie podía prever cuál sería el resultado si se llegase a descubrir el crimen. La ley de Dios declaraba al adúltero culpable de la pena de muerte, y el soldado de espíritu orgulloso, tan vergonzosamente agraviado, podría vengarse quitándole la vida al rey, o incitando a la nación a la revuelta.

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Todo esfuerzo de David para ocultar su culpabilidad resultó fútil. Se había entregado al poder de Satanás; el peligro le rodeaba; la deshonra, que es más amarga que la muerte, le esperaba. No había sino una manera de escapar, y en su desesperación se apresuró a agregar un asesinato a su adulterio. El que había logrado la destrucción de Saúl, trataba ahora de llevar a David también a la ruina. Aunque las tentaciones eran distintas, ambas se asemejaban en cuanto a conducir a la transgresión de la ley de Dios. David pensó que si Urías era muerto por la mano de los enemigos en el campo de batalla, la culpa de su muerte no podría atribuirse a las maquinaciones del rey; Betsabé quedaría libre para ser la esposa de David; las sospechas se eludirían y se mantendría el honor real.

Urías fué hecho portador de su propia sentencia de muerte. El rey envió por su medio una carta a Joab, en la cual ordenaba: “Poned a Uría delante de la fuerza de la batalla, y desamparadle, para que sea herido y muera.” Véase 2 Samuel 11, 12. Joab, ya manchado con la culpa de un asesinato protervo, no vaciló en obedecer las instrucciones del rey, y Urías cayó herido por la espada de los hijos de Ammón.

Hasta entonces la foja de servicios de David como soberano había sido tal que pocos monarcas la tuvieron jamás igual. Se nos dice que “hacía David derecho y justicia a todo su pueblo.” 2 Samuel 8:15. Su integridad le había ganado la confianza y la lealtad de toda la nación. Pero cuando se apartó de Dios, y cedió al maligno, se hizo, por el momento, agente de Satanás; sin embargo, conservaba el puesto y la autoridad que Dios le había dado, y a causa de esto exigía ser obedecido en cosas que hacían peligrar el alma del que las hiciera. Y Joab, más leal al rey que a Dios, violó la ley de Dios por orden del rey.

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El poder de David le había sido dado por Dios, pero para que lo ejercitara solamente en armonía con la ley divina. Cuando ordenó algo que era contrario a la ley de Dios, el obedecerle se hizo pecado. “Las [potestades] que son, de Dios son ordenadas” (Romanos 13:1), pero no debemos obedecerlas en contradicción a la ley de Dios. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, fija el principio que ha de guiarnos. Dice: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo.” 1 Corintios 11:1.

Una relación de cómo se había ejecutado su orden fué enviada a David, pero redactada tan cuidadosamente que no comprometió a Joab ni al rey. Joab “mandó al mensajero, diciendo: Cuando acabares de contar al rey todos los negocios de la guerra, si el rey comenzare a enojarse, … entonces tú le dirás: También tu siervo Uría Hetheo es muerto. Y fué el mensajero, y llegando, contó a David todas las cosas a que Joab le había enviado.” La contestación del rey fué: “Dirás así a Joab: No tengas pesar de esto, que de igual y semejante manera suele consumir la espada: esfuerza la batalla contra la ciudad, hasta que la rindas. Y tú aliéntale.”

Betsabé observó los acostumbrados días de luto por su marido; y cuando terminaron, “envió David y recogióla a su casa: y fué ella su mujer.” Aquel que antes tenía tan sensible la conciencia y alto el sentimiento del honor que no le permitían, ni aun cuando corría peligro de perder su propia vida, levantar la mano contra el ungido del Señor, se había rebajado tanto que podía agraviar y asesinar a uno de sus más valientes y fieles soldados, y esperar gozar tranquilamente el premio de su pecado. ¡Ay! ¡Cuánto se había envilecido el oro fino! ¡Cómo había cambiado el oro más puro!

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Desde el principio, Satanás ha venido presentando a los hombres un cuadro de las ganancias que pueden obtenerse por la transgresión. Así sedujo a los ángeles. Así tentó a Adán y a Eva a que pecaran. Y así sigue todavía apartando a las multitudes de la obediencia a Dios. Representa el camino de la transgresión como apetecible; “empero su fin son caminos de muerte.” Proverbios 14:12. ¡Felices aquellos que, habiéndose aventurado en ese camino, aprenden cuán amargos son los frutos del pecado, y se apartan de él a tiempo! En su misericordia, Dios no dejó a David abandonado para que fuese atraído a la ruina total por los premios engañosos del pecado.

También por causa de Israel era necesario que Dios interviniera. Con el transcurso del tiempo se fué conociendo el pecado de David para con Betsabé, y se despertó la sospecha de que él había planeado la muerte de Urías. Esto redundó en deshonor para el Señor. El había favorecido y ensalzado a David, y el pecado de éste representaba mal el carácter de Dios, y echaba oprobio sobre su nombre. Tendía a rebajar las normas de la piedad en Israel, a aminorar en muchas mentes el aborrecimiento del pecado, mientras que envalentonaba en la transgresión a los que no amaban ni temían a Dios.

El profeta Natán recibió órdenes de llevar un mensaje de reprensión a David. Era un mensaje terrible en su severidad. A pocos soberanos se les podría haber dirigido una reprensión sin que el mensajero perdiese la vida. Natán transmitió la sentencia divina sin vacilación, aunque con tal sabiduría celestial que despertó la simpatía y la conciencia del rey y le indujo a que con sus labios emitiera su propia sentencia de muerte. Apelando a David como al guardián divinamente designado para proteger los derechos de su pueblo, el profeta le relató una historia de agravio y opresión que exigía justicia y castigo.

“Había dos hombres en una ciudad—dijo,—el uno rico, y el otro pobre. El rico tenía numerosas ovejas y vacas; mas el pobre no tenía más que una sola cordera, que él había comprado y criado, y que había crecido con él y con sus hijos juntamente, comiendo de su bocado, y bebiendo de su vaso, y durmiendo en su seno: y teníala como a una hija. Y vino uno de camino al hombre rico; y él no quiso tomar de sus ovejas y de sus vacas, para guisar al caminante que le había venido, sino que tomó la oveja de aquel hombre pobre, y aderezóla para aquel que le había venido.”

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El rey se airó y exclamó: “Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte. Y que él debe pagar la cordera con cuatro tantos, porque hizo esta tal cosa, y no tuvo misericordia.”

Natán fijó los ojos en el rey; y luego, alzando la mano derecha, le declaró solemnemente: “Tú eres aquel hombre.” “¿Por qué pues—continuó—tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos?” Como David, los culpables pueden procurar que su crimen quede oculto para los hombres; pueden tratar de sepultar la acción perversa para siempre, a fin de que el ojo humano no la vea ni lo sepa la inteligencia humana; pero “todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta.” Hebreos 4:13. “Nada hay encubierto, que no haya de ser manifestado; ni oculto, que no haya de saberse.” Mateo 10:26.

Natán le manifestó: “Así ha dicho Jehová, Dios de Israel: Yo te ungí por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl; … ¿por qué pues tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos? A Uría Hetheo heriste a cuchillo, y tomaste por tu mujer a su mujer, y a él mataste con el cuchillo de los hijos de Ammón. Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada…. He aquí yo levantaré sobre ti el mal de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo…. Porque tú lo hiciste en secreto: mas yo haré esto delante de todo Israel, y delante del sol.”

El reproche del profeta conmovió el corazón de David; se despertó su conciencia; y su culpa le apareció en toda su enormidad. Su alma se postró en penitencia ante Dios. Con labios temblorosos exclamó: “Pequé contra Jehová.” Todo daño o agravio que se haga a otros se extiende del perjudicado a Dios. David había cometido un grave pecado contra Urías y Betsabé, y se daba cuenta perfecta de su gran transgresión. Pero mucho más grave era su pecado contra Dios.

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Aunque no se hallara a nadie en Israel que ejecutara la sentencia de muerte contra el ungido del Señor, David tembló por temor de que, culpable y sin perdón, fuese abatido por el rápido juicio de Dios. Pero se le envió por medio del profeta este mensaje: “También Jehová ha remitido tu pecado: no morirás.” No obstante, la justicia debía mantenerse. La sentencia de muerte fué transferida de David al hijo de su pecado. Así se le dió al rey oportunidad de arrepentirse; mientras que el sufrimiento y la muerte del niño, como parte de su castigo, le resultaban más amargos de lo que hubiera sido su propia muerte. El profeta dijo: “Por cuanto con este negocio hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido morirá ciertamente.”

Cuando el niño cayó enfermo, David imploró y suplicó por su vida, con ayuno y profunda humillación. Se despojó de sus prendas reales, hizo a un lado su corona, y noche tras noche yacía en el suelo, intercediendo con dolor desesperado en pro del inocente que sufría a causa de su propia culpa. “Y levantándose los ancianos de su casa fueron a él para hacerlo levantar de tierra; mas él no quiso.” A menudo cuando se habían pronunciado juicios contra personas o ciudades, la humillación y el arrepentimiento habían bastado para apartar el golpe, y el Dios que siempre tiene misericordia y es presto a perdonar, había enviado mensajeros de paz. Alentado por este pensamiento, David perseveró en su súplica mientras vivió el niño. Cuando supo que estaba muerto, con calma y resignación David se sometió al decreto de Dios. Había caído el primer golpe de aquel castigo que él mismo había declarado justo. Pero David, confiando en la misericordia de Dios, no quedó sin consuelo.

Muchos, leyendo la historia de la caída de David, han preguntado: ¿Por qué se hizo público este relato? ¿Por qué consideró Dios conveniente descubrir al mundo este pasaje obscuro de la vida de uno que fué altamente honrado por el Cielo? El profeta, en el reproche que hizo a David, había declarado tocante a su pecado: “Con este negocio hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová.” A través de las generaciones sucesivas, los incrédulos han señalado el carácter de David y la mancha negra que lleva, y han exclamado en son de triunfo y burla: “¡He aquí el hombre según el corazón de Dios!” Así se ha echado oprobio sobre la religión; Dios y su palabra han sido blasfemados; muchas almas se han endurecido en la incredulidad, y muchos, bajo un manto de piedad, se han envalentonado en el pecado.

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Pero la historia de David no suministra motivos por tolerar el pecado. David fué llamado hombre según el corazón de Dios cuando andaba de acuerdo con su consejo. Cuando pecó, dejó de serlo hasta que, por arrepentimiento, hubo vuelto al Señor. La Palabra de Dios manifiesta claramente: “Esto que David había hecho, fué desagradable a los ojos de Jehová.” Y el Señor le dijo a David por medio del profeta: “¿Por qué pues tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos? … Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada; por cuanto me menospreciaste.” Aunque David se arrepintió de su pecado, y fué perdonado y aceptado por el Señor, cosechó la funesta mies de la siembra que él mismo había sembrado. Los juicios que cayeron sobre él y sobre su casa atestiguan cuanto aborrece Dios al pecado.

Hasta entonces la providencia de Dios había protegido a David de todas las conspiraciones de sus enemigos, y se había ejercido directamente para refrenar a Saúl. Pero la transgresión de David había cambiado su relación con Dios. En ninguna forma podía el Señor sancionar la iniquidad. No podía ejercitar su poder para proteger a David de los resultados de su pecado como le había protegido de la enemistad de Saúl.

Se produjo un gran cambio en David mismo. Quebrantaba su espíritu la comprensión de su pecado y de sus abarcantes resultados. Se sentía humillado ante los ojos de sus súbditos. Su influencia sufrió menoscabo. Hasta entonces su prosperidad se había atribuído a su obediencia concienzuda a los mandamientos del Señor. Pero ahora sus súbditos, conociendo el pecado de él, podrían verse inducidos a pecar más libremente. En su propia casa, se debilitó su autoridad y su derecho a que sus hijos le respetasen y obedeciesen. Cierto sentido de su culpabilidad le hacía guardar silencio cuando debiera haber condenado el pecado; y debilitaba su brazo para ejecutar justicia en su casa. Su mal ejemplo influyó en sus hijos, y Dios no quiso intervenir para evitar los resultados. Permitió que las cosas tomaran su curso natural, y así David fué castigado severamente.

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Durante un año entero después de su caída, David vivió en seguridad aparente; no había evidencia externa del desagrado de Dios. Pero la sentencia divina pendía sobre él. Rápida y seguramente se aproximaba el día del juicio y del castigo, que ningún arrepentimiento podía evitar, es decir, la agonía y la vergüenza que ensombrecía toda su vida terrenal. Los que, señalando el ejemplo de David, tratan de aminorar la culpa de sus propios pecados, debieran aprender de las lecciones del relato bíblico que el camino de la transgresión es duro. Aunque, como David, se volvieran de sus caminos impíos, los resultados del pecado, aun en esta vida, serán amargos y difíciles de soportar.

Dios quiso que la historia de la caída de David sirviera como una advertencia de que aun aquellos a quienes él ha bendecido y favorecido grandemente no han de sentirse seguros ni tampoco descuidar el velar y orar. Así ha resultado para los que con humildad han procurado aprender lo que Dios quiso enseñar con esa lección. De generación en generación, miles han sido así inducidos a darse cuenta de su propio peligro frente al poder tentador del enemigo común. La caída de David, hombre que fué grandemente honrado por el Señor, despertó en ellos la desconfianza de sí mismos. Comprendieron que sólo Dios podía guardarlos por su poder mediante la fe. Sabiendo que en él estaba la fortaleza y la seguridad, temieron dar el primer paso en tierra de Satanás.

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Aun antes de que se hubiese dictado la sentencia divina contra David, éste ya había comenzado a cosechar el fruto de su transgresión. Su conciencia no tenía paz. En el salmo 32 presenta la agonía que su espíritu soportó entonces. Dice:

“Bienaventurado aquel cuyas iniquidades son perdonadas, Y borrados sus pecados. Bienaventurado el hombre a quien no imputa Jehová la iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay superchería. Mientras callé, envejeciéronse mis huesos En mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; Volvióse mi verdor en sequedades de estío.” Salmos 32:1-4.

Y el salmo 51 es una expresión del arrepentimiento de David, cuando le llegó el mensaje de reprensión de parte de Dios:

“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia: Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, Y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones; Y mi pecado está siempre delante de mí…. Purifícame con hisopo, y seré limpio: Lávame, y seré emblanquecido más que la nieve. Hazme oír gozo y alegría; Y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, Y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio; Y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti; Y no quites de mí tu santo espíritu. Vuélveme el gozo de tu salud; Y el espíritu libre me sustente. Enseñaré a los prevaricadores tus caminos; Y los pecadores se convertirán a ti. Líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salud: Cantará mi lengua tu justicia.” Salmos 51:1-3, 7-14.

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Así en un himno sagrado que había de cantarse en las asambleas públicas de su pueblo, en presencia de la corte, los sacerdotes y jueces, los príncipes y guerreros, y que iba a preservar hasta la última generación el conocimiento de su caída, el rey de Israel relató todo lo concerniente a su pecado, su arrepentimiento, y su esperanza de perdón por la misericordia de Dios. En vez de procurar ocultar la culpa, quiso que otros se instruyeran por el conocimiento de la triste historia de su caída.

El arrepentimiento de David fué sincero y profundo. No hizo ningún esfuerzo para aminorar su crimen. Lo que inspiró su oración no fué el deseo de escapar a los castigos con que se le amenazaba. Pero vió la enormidad de su transgresión contra Dios; vió la depravación de su alma y aborreció su pecado. No oró pidiendo perdón solamente, sino también pidiendo pureza de corazón. David no abandonó la lucha en su desesperación. Vió la evidencia de su perdón y aceptación, en la promesa hecha por Dios a los pecadores arrepentidos.

“Porque no quieres tú sacrificio, Que yo daría; No quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al corazón contrito y humillado No despreciarás tú, oh Dios.” Vers. 16, 17.

Aunque David había caído, el Señor le levantó. Estaba ahora más plenamente en armonía con Dios y en simpatía con sus semejantes que antes de su caída. En el gozo de su liberación cantó:

“Mi pecado te declaré, Y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado…. Tú eres mi refugio; Me guardarás de angustia; Con cánticos de liberación me rodearás.” Salmos 32:5-7.

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Muchos murmuran contra lo que llaman la injusticia de Dios al salvar a David, cuya culpa era tan grande, después de haber rechazado a Saúl por lo que a ellos les parece ser pecados mucho menos flagrantes. Pero David se humilló y confesó su pecado, en tanto que Saúl menospreció el reproche y endureció su corazón en la impenitencia.

Este pasaje de la historia de David rebosa de significado para el pecador arrepentido. Es una de las ilustraciones más poderosas que se nos hayan dado de las luchas y las tentaciones de la humanidad, y de un verdadero arrepentimiento hacia Dios y una fe sincera en nuestro Señor Jesucristo. A través de todos los siglos ha resultado ser una fuente de aliento para las almas que, habiendo caído en el pecado, han tenido que luchar bajo el peso agobiador de su culpa. Miles de los hijos de Dios han sido los que, después de haber sido entregados traidoramente al pecado y cuando estaban a punto de desesperar, recordaron como el arrepentimiento sincero y la confesión de David fueron aceptados por Dios, no obstante haber tenido que sufrir las consecuencias de su transgresión; y también cobraron ánimo para arrepentirse y procurar nuevamente andar por los senderos de los mandamientos de Dios.

Quienquiera que bajo la reprensión de Dios humille su alma con la confesión y el arrepentimiento, tal como lo hizo David, puede estar seguro de que hay esperanza para él. Quienquiera que acepte por la fe las promesas de Dios, hallará perdón. Jamás rechazará el Señor a un alma verdaderamente arrepentida. El ha dado esta promesa: “Echen mano … de mi fortaleza, y hagan paz conmigo. ¡Sí, que hagan paz conmigo!” “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos: y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.” Isaías 27:5 (VM); 55:7.

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