Este capítulo está basado en 2 Reyes 5.
“Naamán, general del ejército del rey de Siria, era gran varón delante de su señor, y en alta estima, porque por medio de él había dado Jehová salvamento a la Siria. Era este hombre valeroso en extremo, pero leproso.”
Ben-adad, rey de Siria, había derrotado los ejércitos de Israel en la batalla que resultó en la muerte de Acab. Desde entonces, los sirios habían sostenido con Israel una guerra constante en las fronteras; y en una de sus incursiones se habían llevado a una niña, a la cual le tocó, en la tierra de su cautiverio, servir “a la mujer de Naamán.” Aunque esclava, y muy lejos de su hogar, esa niña fué uno de los testigos de Dios, y cumplió inconscientemente el propósito para el cual Dios había escogido a Israel como su pueblo. Mientras servía en aquel hogar pagano, sintió lástima de su amo; y recordando los admirables milagros de curación realizados por intermedio de Eliseo, dijo a su señora: “Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra.” Sabía que el poder del Cielo acompañaba a Eliseo, y creía que Naamán podría ser curado por dicho poder.
La conducta de la niña cautiva en aquel hogar pagano constituye un testimonio categórico del poder que tiene la primera educación recibida en el hogar. No hay cometido mayor que el que ha sido confiado a los padres en lo que se refiere al cuidado y la educación de sus hijos. Los padres echan los fundamentos mismos de los hábitos y del carácter. Su ejemplo y enseñanza son lo que decide mayormente la vida futura de sus hijos.
Felices son los padres cuya vida constituye un reflejo tan fiel de lo divino, que las promesas y las órdenes de Dios despiertan en el niño gratitud y reverencia; los padres cuya ternura, justicia y longanimidad interpretan para el niño el amor, la justicia y la longanimidad de Dios; los padres que, al enseñar al niño a amarlos, confiar en ellos y obedecerles, le enseñan a amar a su Padre celestial, a confiar en él y a obedecerle. Los padres que imparten al niño un don tal le dotan de un tesoro más precioso que las riquezas de todos los siglos, un tesoro tan perdurable como la eternidad.
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No sabemos en qué ramo de actividad serán llamados a servir nuestros hijos. Pasarán tal vez su vida dentro del círculo familiar; se dedicarán quizá a las vocaciones comunes de la vida, o irán a enseñar el Evangelio en las tierras paganas. Pero todos por igual son llamados a ser misioneros para Dios, dispensadores de misericordia para el mundo. Han de obtener una educación que les ayudará a mantenerse de parte de Cristo para servirle con abnegación.
Mientras los padres de aquella niña hebrea le enseñaban acerca de Dios, no sabían cuál sería su destino. Pero fueron fieles a su cometido; y en la casa del capitán del ejército sirio, su hija testificó por el Dios a quien había aprendido a honrar.
Naamán supo de las palabras que había dicho la niña a su esposa; y después de obtener el permiso del rey se fué en busca de curación, “llevando consigo diez talentos de plata, y seis mil piezas de oro, y diez mudas de vestidos.” También llevó una carta que el rey de Siria había dirigido al rey de Israel, en la cual le decía: “Yo envío a ti mi siervo Naamán, para que lo sanes de su lepra.” Cuando el rey de Israel leyó la carta, “rasgó sus vestidos, y dijo: ¿Soy yo Dios, que mate y dé vida, para que éste envíe a mí a que sane un hombre de su lepra? Considerad ahora, y ved cómo busca ocasión contra mí.”
Llegaron nuevas del asunto a Eliseo, quien mandó este aviso al rey: “¿Por qué has rasgado tus vestidos? Venga ahora a mí, y sabrá que hay profeta en Israel.
“Y vino Naamán con sus caballos y con su carro, y paróse a las puertas de la casa de Eliseo.” Por un mensajero el profeta le comunicó: “Ve, y lávate siete veces en el Jordán, y tu carne se te restaurará, y serás limpio.”
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Naamán había esperado que vería alguna maravillosa manifestación de poder del cielo. Dijo: “He aquí yo decía para mí: Saldrá él luego, y estando en pie invocará el nombre de Jehová su Dios, y alzará su mano, y tocará el lugar, y sanará la lepra.” Cuando se le dijo que se lavase en el Jordán, su orgullo quedó herido, y mortificado exclamó: “Abana y Pharphar, ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Si me lavare en ellos, ¿no seré también limpio? Y volvióse, y fuése enojado.”
El espíritu orgulloso de Naamán se rebelaba contra la idea de hacer lo ordenado por Eliseo. Los ríos mencionados por el capitán sirio tenían en sus orillas hermosos vergeles, y mucha gente acudía a las orillas de esas corrientes agradables para adorar a sus ídolos. No habría representado para el alma de Naamán una gran humillación descender a uno de esos ríos; pero podía hallar sanidad tan sólo si seguía las indicaciones específicas del profeta. Únicamente la obediencia voluntaria podía darle el resultado deseado.
Los siervos de Naamán le rogaron que cumpliese las instrucciones de Eliseo. Le dijeron: “Si el profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la hicieras? ¿cuánto más, diciéndote: Lávate, y serás limpio?” Se estaba probando la fe de Naamán, mientras que su orgullo contendía para obtener la victoria. Por fin venció la fe, y el altanero sirio dejó de lado el orgullo de su corazón, y se sometió a la voluntad revelada de Jehová. Siete veces se sumergió en el Jordán, “conforme a la palabra del varón de Dios.” El Señor honró su fe; “y su carne se volvió como la carne de un niño, y fué limpio.”
Agradecido “volvió al varón de Dios, él y toda su compañía,” y reconoció: “He aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel.”
De acuerdo con la costumbre de aquellos tiempos, Naamán pidió entonces a Eliseo que aceptase un regalo costoso. Pero el profeta rehusó. No le tocaba a él recibir pago por una bendición que Dios había concedido misericordiosamente. Dijo: “Vive Jehová, delante del cual estoy, que no lo tomaré. E importunándole que tomase, él nunca quiso.
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“Entonces Naamán dijo: Ruégote pues, ¿no se dará a tu siervo una carga de un par de acémilas de aquesta tierra? porque de aquí adelante tu siervo no sacrificará holocausto ni sacrificio a otros dioses, sino a Jehová. En esto perdone Jehová a tu siervo: que cuando mi señor entrare en el templo de Rimmón, y para adorar en él se apoyare sobre mi mano, si yo también me inclinare en el templo de Rimmón, si en el templo de Rimmón me inclino, Jehová perdone en esto a tu siervo.
“Y él le dijo: Vete en paz. Partióse pues de él, y caminó como el espacio de una milla.”
Con el transcurso de los años, el siervo de Eliseo, Giezi, había tenido oportunidad de desarrollar el mismo espíritu de abnegación que caracterizaba la obra de su amo. Había tenido el privilegio de llegar a ser noble portaestandarte en el ejército del Señor. Durante mucho tiempo habían estado a su alcance los mejores dones del Cielo; y sin embargo, apartándose de ellos, había codiciado en su lugar el vil metal de las riquezas mundanales. Y ahora los anhelos ocultos de su espíritu avariento le indujeron a ceder a la tentación abrumadora. Razonó: “He aquí mi señor estorbó a este Siro Naamán, no tomando de su mano las cosas que había traído… Correré yo tras él, y tomaré de él alguna cosa.” Y así fué como en secreto “siguió Giezi a Naamán.”
“Y como le vió Naamán que venía corriendo tras él, apeóse del carro para recibirle, y dijo: ¿Va bien?” Entonces Giezi mintió deliberadamente. Dijo: “Mi señor me envía a decir: He aquí vinieron a mí en esta hora del monte de Ephraim dos mancebos de los hijos de los profetas: ruégote que les des un talento de plata, y sendas mudas de vestidos.” Gustosamente Naamán accedió a dar lo pedido, insistiendo en que Giezi recibiese dos talentos de plata en vez de uno, “y dos mudas de vestidos,” y envió a sus siervos para que transportasen ese tesoro.
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Al acercarse a la casa de Eliseo, Giezi despidió a los criados y ocultó la plata y las prendas de ropa. Hecho esto, “entró, y púsose delante de su señor;” para evitar una censura, profirió una segunda mentira. En respuesta a la pregunta del profeta: “¿De dónde vienes?” Giezi contestó: “Tu siervo no ha ido a ninguna parte.”
La denuncia severa que oyó entonces demostró que Eliseo lo sabía todo. Preguntó: “¿No fué también mi corazón, cuando el hombre volvió de su carro a recibirte? ¿es tiempo de tomar plata, y de tomar vestidos, olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas? La lepra de Naamán se te pegará a ti, y a tu simiente para siempre.” La retribución alcanzó prestamente al culpable. Salió de la presencia de Eliseo “leproso, blanco como la nieve.”
Solemnes son las lecciones que enseña lo experimentado por un hombre a quien habían sido concedidos altos y santos privilegios. La conducta de Giezi fué tal que podía resultar en piedra de tropiezo para Naamán, sobre cuyo espíritu había resplandecido una luz admirable, y se hallaba favorablemente dispuesto para servir al Dios viviente. El engaño practicado por Giezi no tenía excusa. Hasta el día de su muerte permaneció leproso, maldito de Dios y rehuído por sus semejantes.
“El testigo falso no quedará sin castigo; y el que habla mentiras no escapará.” Proverbios 19:5. Los hombres pueden pensar que ocultarán sus malas acciones a los ojos humanos; pero no pueden engañar a Dios. “Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta.” Hebreos 4:13. Giezi creyó engañar a Eliseo, pero Dios reveló al profeta las palabras que su siervo había dirigido a Naamán, así como cada detalle de la escena transcurrida entre los dos hombres.
La verdad es de Dios; el engaño en sus miles de formas proviene de Satanás; y quienquiera que se desvíe de la línea recta de la verdad, se entrega al poder del maligno. Los que han aprendido de Cristo seguirán el consejo del apóstol: “No comuniquéis con las obras infructuosas de las tinieblas.” Efesios 5:11. Tanto en sus palabras como en su vida, serán sencillos, sinceros y veraces; porque se están preparando para alternar con los santos en cuyas “bocas no ha sido hallado engaño.” Apocalipsis 14:5.
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Siglos después que Naamán regresara a su hogar en Siria, con el cuerpo curado y el espíritu convertido, su fe admirable fué mencionada y elogiada por el Salvador como lección objetiva para todos los que dicen servir a Dios. Declaró el Salvador: “Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; mas ninguno de ellos fué limpio, sino Naamán el Siro.” Lucas 4:27. Dios pasó por alto a los muchos leprosos que había en Israel, porque su incredulidad les cerraba la puerta del bien. Un noble pagano que había sido fiel a sus convicciones relativas a la justicia, y sentía su necesidad de ayuda, fué a los ojos de Dios más digno de su bendición que los afligidos de Israel, que habían despreciado los privilegios que Dios les había dado. Dios obra en pro de aquellos que aprecian sus favores y responden a la luz que les ha dado el Cielo.
En todos los países hay ahora personas sinceras de corazón, sobre las cuales brilla la luz del cielo. Si perseveran con fidelidad en lo que comprenden como deber suyo, recibirán más luz, hasta que, como Naamán antiguamente, se vean constreñidas a reconocer que “no hay Dios en toda la tierra,” excepto el Dios vivo, el Creador.
A toda alma sincera “que anda en tinieblas y carece de luz,” se da la invitación: “Confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios.” “Porque nunca jamás oyeron los hombres, ni con los oídos percibieron, ni ojo de nadie ha visto, fuera de ti, oh Dios, las cosas que hará el Señor por aquel que le espera. Sales al encuentro del que se regocija en obrar justicia, de los que en tus caminos se acuerdan de ti.” Isaías 50:10; 64:4, 5 (VM).