Durante los primeros años del reinado de Joaquim fueron dadas muchas advertencias referentes a la condenación que se acercaba. Estaba por cumplirse la palabra que expresara el Señor por los profetas. La potencia asiria que desde el norte había ejercido durante mucho tiempo la supremacía, no iba a gobernar ya las naciones. Por el sur, Egipto en cuyo poder el rey de Judá había puesto en vano su confianza, iba a ser puesto pronto decididamente en jaque. En forma completamente inesperada, una nueva potencia mundial, el Imperio Babilónico, se levantaba hacia el este, y con presteza iba sobrepujando todas las otras naciones.
Dentro de pocos y cortos años el rey de Babilonia iba a ser usado como instrumento de la ira de Dios sobre el impenitente Judá. Una y otra vez Jerusalén iba a quedar rodeada y en ella entrarían los ejércitos sitiadores de Nabucodonosor. Una compañía tras otra, compuestas al principio de poca gente, pero más tarde de millares y decenas de millares de cautivos, iban a ser llevadas a la tierra de Sinar, para morar allí en destierro forzoso. Joaquim, Joaquín* y Sedequías, esos tres reyes judíos iban a ser por turno vasallos del gobernante babilónico, y cada uno a su vez se iba a rebelar. Castigos cada vez más severos iban a ser infligidos a la nación rebelde, hasta que por fin toda la tierra quedase asolada, Jerusalén reducida a ruinas chamuscadas por el fuego, destruído el templo que Salomón había edificado, y el reino de Judá iba a caer para nunca volver a ocupar su puesto anterior entre las naciones de la tierra.
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Aquellos tiempos de cambios, tan cargados de peligros para la nación israelita, fueron señalados por muchos mensajes enviados del Cielo, por medio de Jeremías. Así fué cómo el Señor dió a los hijos de Judá amplia oportunidad de librarse de las alianzas con que se habían enredado con Egipto, y de evitar la controversia con los gobernantes de Babilonia. A medida que se acercaba el peligro amenazador, enseñó al pueblo por medio de una serie de parábolas en actos, con la esperanza de despertarlos, hacerles sentir su obligación hacia Dios y alentarlos a sostener relaciones amistosas con el gobierno babilónico.
Para ilustrar cuán importante era rendir implícita obediencia a los requerimientos de Dios, Jeremías reunió a algunos recabitas en una de las cámaras del templo, y poniendo vino delante de ellos los invitó a beber. Como era de esperar, le contestaron con reprensiones y negándose en absoluto a beber. Declararon firmemente los recabitas: “No beberemos vino; porque Jonadab hijo de Rechab nuestro padre nos mandó, diciendo: No beberéis jamás vino vosotros ni vuestros hijos.”
“Y fué palabra de Jehová a Jeremías, diciendo: Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Ve, y di a los varones de Judá, y a los moradores de Jerusalem: ¿No recibiréis instrucción para obedecer a mis palabras? … Fué firme la palabra de Jonadab hijo de Rechab, el cual mandó a sus hijos que no bebiesen vino, y no lo han bebido hasta hoy, por obedecer al mandamiento de su padre.” Jeremías 35:6, 12-14.
Con esto Dios procuraba poner en agudo contraste la obediencia de los recabitas con la desobediencia y rebelión de su pueblo. Los recabitas habían obedecido a la orden de su padre, y se negaban a transgredirla. Pero los hombres de Judá no habían escuchado las palabras de Jehová, y en consecuencia habían de sufrir sus más severos castigos.
Declaró el Señor: “Y yo os he hablado a vosotros, madrugando y hablando, y no me habéis oído. Y envié a vosotros a todos mis siervos los profetas, madrugando y enviándolos a decir: Tornaos ahora cada uno de su mal camino, y enmendad vuestras obras, y no vayáis tras dioses ajenos para servirles, y viviréis en la tierra que di a vosotros y a vuestros padres: mas no inclinasteis vuestro oído, ni me oísteis. Ciertamente los hijos de Jonadab, hijo de Rechab, tuvieron por firme el mandamiento que les dió su padre; mas este pueblo no me ha obedecido. Por tanto, así ha dicho Jehová Dios de los ejércitos, Dios de Israel: He aquí traeré yo sobre Judá y sobre todos los moradores de Jerusalem todo el mal que contra ellos he hablado: porque les hablé, y no oyeron; llamélos, y no han respondido.” Vers. 14-17.
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Cuando los corazones de los hombres estén enternecidos y subyugados por la influencia constreñidora del Espíritu Santo, escucharán los consejos; pero cuando se desvían de la amonestación al punto de endurecer su corazón, el Señor permite que los conduzcan otras influencias. Al rehusar la verdad, aceptan la mentira, que resulta en una trampa para destruirlos.
Dios había suplicado a los de Judá que no le provocasen a ira, pero no le habían escuchado. Finalmente pronunció la sentencia contra ellos. Iban a ser llevados cautivos a Babilonia. Los caldeos serían empleados como instrumento por medio del cual Dios iba a castigar a su pueblo desobediente. Los sufrimientos de los hombres de Judá iban a ser proporcionales a la luz que habían tenido, y a las amonestaciones que habían despreciado y rechazado. Durante mucho tiempo Dios había demorado sus castigos; pero ahora su desagrado iba a caer sobre ellos, como último esfuerzo para detenerlos en su carrera impía.
Sobre la casa de los recabitas fué pronunciada una bendición perdurable. El profeta declaró: “Porque obedecisteis al mandamiento de Jonadab vuestro padre, y guardasteis todos sus mandamientos, e hicisteis conforme a todas las cosas que os mandó; por tanto, así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: No faltará varón de Jonadab, hijo de Rechab, que esté en mi presencia todos los días.” Jeremías 35:18, 19. Dios enseñó así a su pueblo que la fidelidad y la obediencia reflejarían bendición sobre Judá, así como los recabitas eran bendecidos por la obediencia que rendían a la orden de su padre.
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La lección es para nosotros también. Si los requerimientos de un padre bueno y sabio, que recurrió a los medios mejores y más eficaces para proteger a su posteridad de los males de la intemperancia, eran dignos de ser obedecidos estrictamente, la autoridad de Dios debe tenerse ciertamente en reverencia tanto mayor por cuanto él es más santo que el hombre. Nuestro Creador y nuestro Comandante, infinito en poder, terrible en el juicio, procura por todos los medios inducir a los hombres a ver sus pecados y a arrepentirse de ellos. Por boca de sus siervos, predice los peligros de la desobediencia; deja oír la nota de advertencia, y reprende fielmente el pecado. Sus hijos conservan la prosperidad tan sólo por su misericordia, y gracias al cuidado vigilante de instrumentos escogidos. El no puede sostener y guardar a un pueblo que rechaza sus consejos y desprecia sus reprensiones. Demorará tal vez por un tiempo sus castigos; pero no puede detener su mano para siempre.
Los hijos de Judá se contaban entre aquellos acerca de quienes Dios había declarado: “Y vosotros seréis mi reino de sacerdotes, y gente santa.” Éxodo 19:6. Nunca, durante su ministerio, se olvidó Jeremías de la importancia vital que tiene la santidad del corazón en las variadas relaciones de la vida, y especialmente en el servicio del Dios altísimo. Previó claramente la caída del reino y la dispersión de los habitantes de Judá entre las naciones; pero con el ojo de la fe miró más allá de todo esto, hacia los tiempos de la restauración. Repercutía en sus oídos la promesa divina: “Yo mismo recogeré el resto de mi rebaño de todos los países a donde las he echado, y las haré volver a sus rediles… He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré para David un Vástago justo, el cual reinará como rey, y prosperará; y ejecutará juicio y justicia en la tierra. En sus días Judá será salvo, e Israel habitará seguro; y éste es su nombre con el cual será apellidado: JEHOVÁ, JUSTICIA NUESTRA.” Jeremías 23:3-6 (VM).
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Así las profecías de los juicios venideros llegaban mezcladas con promesas de una gloriosa liberación final. Los que decidiesen hacer su paz con Dios, y vivir en santidad en medio de la apostasía prevaleciente, recibirían fuerza para cada prueba, y serían habilitados para testificar por él con gran poder. Y en los siglos venideros la liberación obrada en su favor excedería por su fama la realizada para los hijos de Israel en tiempo del éxodo. Llegarían días, declaró el Señor por su profeta, cuando no dirían “más: Vive Jehová que hizo subir los hijos de Israel de la tierra de Egipto; sino: Vive Jehová que hizo subir y trajo la simiente de la casa de Israel de tierra del aquilón, y de todas las tierras adonde los había yo echado; y habitarán en su tierra.” Vers. 7, 8. Tales eran las admirables profecías expresadas por Jeremías durante los años finales de la historia del reino de Judá, cuando los babilonios ascendían al gobierno universal, y ya reunían sus ejércitos sitiadores contra los muros de Sión.
Como la música más dulce, estas promesas de liberación caían en oídos de aquellos que eran firmes en su adoración de Jehová. En los hogares de encumbrados y humildes, donde los consejos de un Dios observador del pacto seguían siendo objeto de reverencia, las palabras del profeta se repetían una y otra vez. Los niños mismos se conmovían hondamente y en sus mentes juveniles y receptivas se hacían impresiones duraderas.
Fué una observancia concienzuda de las órdenes de la Sagrada Escritura lo que en tiempos del ministerio de Jeremías dió a Daniel y a sus compañeros oportunidades de ensalzar al Dios verdadero ante las naciones de la tierra. La instrucción que estos niños hebreos habían recibido en el hogar de sus padres los hizo fuertes en la fe y constantes en el servicio que rendían al Dios viviente, Creador de los cielos y de la tierra. Cuando, al principio del reinado de Joaquim, Nabucodonosor sitió por primera vez a Jerusalén y la tomó, se llevó a Daniel y a sus compañeros, juntamente con otros especialmente escogidos para el servicio de la corte babilónica; y la fe de los cautivos hebreos fué probada hasta lo sumo. Pero los que habían aprendido a poner su confianza en las promesas de Dios hallaron que éstas bastaban para todo lo que eran llamados a soportar durante su estada en una tierra extraña. Las Escrituras resultaron ser su guía y apoyo.
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Como intérprete del significado de los juicios que empezaban a caer sobre Judá, Jeremías se mantuvo noblemente en defensa de la justicia de Dios y de sus designios misericordiosos aun en los castigos más severos. El profeta trabajaba incansablemente. Deseoso de alcanzar a todas las clases, extendió la esfera de su influencia más allá de Jerusalén a las regiones circundantes mediante frecuentes visitas a varias partes del reino.
En los testimonios que daba a la congregación, Jeremías se refería constantemente a las enseñanzas del libro de la ley que había sido tan honrado y exaltado durante el reinado de Josías. Recalcó nuevamente la importancia que tenía el estar en pacto con el Ser misericordioso y compasivo que desde las alturas del Sinaí había pronunciado los preceptos del Decálogo. Las palabras de amonestación y súplica que dejaba oír Jeremías llegaban a todas las partes del reino, y todos tuvieron oportunidad de conocer la voluntad de Dios concerniente a la nación.
El profeta recalcó el hecho de que nuestro Padre celestial permite que sus juicios caigan a fin de que “conozcan las gentes que son no más que hombres.” Salmos 9:20. El Señor había advertido de antemano así a su pueblo: “Y si anduviereis conmigo en oposición, y no me quisiereis oir, … os esparciré por las gentes, y desenvainaré espada en pos de vosotros: y vuestra tierra estará asolada, y yermas vuestras ciudades.” Levítico 26:21, 33.
En el tiempo mismo en que los mensajes de la condenación inminente eran comunicados con instancia a los príncipes y al pueblo, su gobernante, Joaquim, que debiera haber sido un sabio conductor espiritual, el primero en confesar su pecado y en ejecutar reformas y buenas obras, malgastaba su tiempo en placeres egoístas. Decía: “Edificaré para mí casa espaciosa, y airosas salas;” y esa casa, cubierta “de cedro” y pintada “de bermellón” (Jeremías 22:15), fué construida con dinero y trabajo obtenido por fraude y opresión.
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Se despertó la ira del profeta, y por inspiración pronunció un juicio contra el gobernante infiel. Declaró: “¡Ay del que edifica su casa y no en justicia, y sus salas y no en juicio, sirviéndose de su prójimo de balde, y no dándole el salario de su trabajo! … ¿Reinarás porque te cercas de cedro? ¿no comió y bebió tu padre, e hizo juicio y justicia, y entonces le fué bien? El juzgó la causa del afligido y del menesteroso, y entonces estuvo bien. ¿No es esto conocerme a mí? dice Jehová. Mas tus ojos y tu corazón no son sino a tu avaricia, y a derramar la sangre inocente, y a opresión, y a hacer agravio.
“Por tanto así ha dicho Jehová, de Joacim hijo de Josías, rey de Judá: No lo llorarán, diciendo: ¡Ay hermano mío! y ¡ay hermana! ni lo lamentarán, diciendo: ¡Ay señor! ¡ay su grandeza! En sepultura de asno será enterrado, arrastrándole y echándole fuera de las puertas de Jerusalem.” Vers. 13-19.
A los pocos años, este terrible castigo iba a caer sobre Joaquim; pero primero el Señor informó de su propósito resuelto a la nación impenitente. El cuarto año del reinado de Joaquim, “habló Jeremías profeta a todo el pueblo de Judá, y a todos los moradores de Jerusalem,” señalando que durante como veinte años, “desde el año trece de Josías, … hasta este día” (Jeremías 25:2, 3), había atestiguado el deseo que Dios tenía de salvarlos, pero que sus mensajes habían sido despreciados. Y ahora el Señor les advertía:
“Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Por cuanto no habéis oído mis palabras, he aquí enviaré yo, y tomaré todos los linajes del aquilón, dice Jehová, y a Nabucodonosor rey de Babilonia, mi siervo, y traerélos contra esta tierra, y contra sus moradores, y contra todas estas naciones en derredor; y los destruiré, y pondrélos por escarnio, y por silbo, y en soledades perpetuas. Y haré que perezca de entre ellos voz de gozo y voz de alegría, voz de desposado y voz de desposada, ruido de muelas, y luz de lámpara. Y toda esta tierra será puesta en soledad, en espanto; y servirán estas gentes al rey de Babilonia setenta años.” Vers. 8-11.
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Aunque la sentencia condenatoria había sido enunciada claramente, era difícil que las multitudes que la oían pudiesen comprender todo lo que significaba. A fin de que pudiesen hacerse impresiones más profundas, el Señor procuró ilustrar el significado de las palabras expresadas. Ordenó a Jeremías que comparase la suerte de la nación con el agotamiento de una copa llena del vino de la ira divina. Entre los primeros que habían de beber de esta copa de desgracia se contaban “a Jerusalem, a las ciudades de Judá, y a sus reyes.” Les tocaría también a estos otros beber la misma copa: “a Faraón rey de Egipto, y a sus siervos, y a sus príncipes, y a todo su pueblo,” y muchas otras naciones de la tierra, hasta que el propósito de Dios se hubiese cumplido. (Véase Jer. 25.)
Para ilustrar aun mejor la naturaleza de los juicios que se acercaban prestamente, se ordenó al profeta: “Lleva contigo de los ancianos del pueblo, y de los ancianos de los sacerdotes; y saldrás al valle del hijo de Hinnom.” Y allí, después de reseñar la apostasía de Judá, debía hacer añicos “una vasija de barro de alfarero” y declarar en nombre de Jehová, cuyo siervo era: “Así quebrantaré a este pueblo y a esta ciudad, como quien quiebra un vaso de barro, que no puede más restaurarse.”
El profeta hizo lo que se le había ordenado. Luego, volviendo a la ciudad, se puso de pie en el atrio del templo, y declaró a oídos de todo el pueblo: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: He aquí yo traigo sobre esta ciudad y sobre todas sus villas todo el mal que hablé contra ella: porque han endurecido su cerviz, para no oir mis palabras.” Véase Jeremías 19.
En vez de inducirlos a la confesión y al arrepentimiento, las palabras del profeta despertaron ira en los que ejercían autoridad, y en consecuencia Jeremías fué privado de la libertad. Encarcelado y puesto en el cepo, el profeta continuó sin embargo comunicando los mensajes del Cielo a los que estaban cerca de él. Su voz no podía ser acallada por la persecución. Declaró acerca de la palabra de verdad: “Fué en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos, trabajé por sufrirlo, y no pude.” Jeremías 20:9.
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Fué más o menos en aquel tiempo cuando el Señor ordenó a Jeremías que escribiera los mensajes que deseaba dar a aquellos por cuya salvación se conmovía de continuo su corazón compasivo. El Señor ordenó a su siervo: “Tómate un rollo de libro, y escribe en él todas las palabras que te he hablado contra Israel y contra Judá, y contra todas las gentes, desde el día que comencé a hablarte, desde los días de Josías hasta hoy. Quizá oirá la casa de Judá todo el mal que yo pienso hacerles, para volverse cada uno de su mal camino, y yo perdonaré su maldad y su pecado.” Jeremías 36:2, 3.
Obedeciendo a esta orden, Jeremías llamó en su auxilio a un amigo fiel, el escriba Baruc, y le dictó “todas las palabras que Jehová le había hablado.” Vers. 4. Estas palabras se escribieron cuidadosamente en un rollo de pergamino, y constituyeron una solemne reprensión del pecado, una advertencia del resultado seguro que tendría la continua apostasía, y una ferviente súplica a renunciar a todo mal.
Cuando se hubo terminado la escritura, Jeremías, que seguía preso, mandó a Baruc que leyese el rollo a las multitudes congregadas en el templo en ocasión de un día de ayuno nacional, “en el año quinto de Joacim hijo de Josías, rey de Judá, en el mes noveno.” Dijo el profeta: “Quizá caerá oración de ellos en la presencia de Jehová, y tornaráse cada uno de su mal camino; porque grande es el furor y la ira que ha expresado Jehová contra este pueblo.” Vers. 9, 7.
Baruc obedeció, y el rollo fué leído delante de todo el pueblo de Judá. Más tarde, el escriba fué llamado a comparecer ante los príncipes para leerles las palabras. Escucharon con gran interés, y prometieron informar al rey acerca de todo lo que habían oído, pero aconsejaron al escriba que se escondiera, pues temían que el rey rechazase el testimonio y procurase matar a los que habían preparado y comunicado el mensaje.
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Cuando los príncipes dijeron al rey Joaquim lo que Baruc había leído, ordenó inmediatamente que trajesen el rollo a su presencia y que se lo leyesen. Uno de los acompañantes reales, llamado Jehudí, buscó el rollo, y empezó a leer las palabras de reprensión y amonestación. Era invierno, y el rey y sus asociados en el gobierno, los príncipes de Judá, estaban reunidos en derredor de un fuego abierto. Apenas se hubo leído una pequeña porción cuando el rey, en vez de temblar por el peligro que le amenazaba a él y a su pueblo, se apoderó del rollo, y con ira frenética “rasgólo con un cuchillo de escribanía, y echólo en el fuego que había en el brasero, hasta que todo el rollo se consumió.” Vers. 23.
Ni el rey ni sus príncipes sintieron temor, “ni rasgaron sus vestidos.” A pesar de que algunos de los príncipes “rogaron al rey que no quemase aquel rollo, no los quiso oír.” Habiendo destruido la escritura, la ira del rey impío se despertó contra Jeremías y Baruc, y dió inmediatamente órdenes para que los prendiesen; “mas Jehová los escondió.” Vers. 24-26.
Al hacer conocer a los que adoraban en el templo, así como a los príncipes y al rey, las amonestaciones escritas en el rollo inspirado, Dios procuraba misericordiosamente amonestar a los hombres de Judá para su propio bien. “Quizá oirá la casa de Judá—dijo—todo el mal que yo pienso hacerles, para volverse cada uno de su mal camino, y yo perdonaré su maldad y su pecado.” Vers. 3. Dios se compadece de los hombres que luchan en la ceguera de la perversidad; procura iluminar su entendimiento entenebrecido dándoles reprensiones y amenazas destinadas a inducir a los más encumbrados a sentir su ignorancia y deplorar sus errores. Se esfuerza por ayudar a los que se complacen en sí mismos para que, sintiéndose descontentos de sus vanas realizaciones, procuren la bendición espiritual en una estrecha relación con el cielo.
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No es el plan de Dios enviar mensajeros que agraden o halaguen a los pecadores; no comunica mensajes de paz para arrullar en la seguridad carnal a los que no se santifican. Antes impone cargas pesadas a la conciencia del que hace el mal, y atraviesa su alma con agudas saetas de convicción. Los ángeles ministradores le presentan los temibles juicios de Dios, para ahondar su sentido de necesidad, y para inducirle a clamar: “¿Qué es menester que yo haga para ser salvo?” Hechos 16:30. Pero la Mano que humilla hasta el polvo, reprende el pecado y avergüenza el orgullo y la ambición, es la Mano que eleva al penitente y contrito. Con la más profunda simpatía, el que permite que caiga el castigo, pregunta: “¿Qué quieres que se te haga?”
Cuando el hombre ha pecado contra un Dios santo y misericordioso, no puede seguir una conducta más noble que la que consiste en arrepentirse sinceramente y confesar sus errores con lágrimas y amargura en el alma. Esto es lo que Dios requiere; no puede aceptar sino un corazón quebrantado y un espíritu contrito. Pero el rey Joaquim y sus señores, en su arrogancia y orgullo, rechazaron la invitación de Dios. No quisieron escuchar la amonestación ni arrepentirse. La oportunidad que se les ofreció misericordiosamente antes que quemaran el rollo sagrado, fué la última. Dios había declarado que si en ese momento se negaban a escuchar su voz, les infligiría una terrible retribución. Ellos rehusaron oír, y él pronunció sus juicios finales contra Judá; y el hombre que se había ensalzado orgullosamente contra el Altísimo iba a ser objeto de su ira especial.
“Por tanto, así ha dicho Jehová, en orden a Joacim rey de Judá: No tendrá quien se siente sobre el trono de David; y su cuerpo será echado al calor del día y al hielo de la noche. Y visitaré sobre él, y sobre su simiente, y sobre sus siervos, su maldad; y traeré sobre ellos, y sobre los moradores de Jerusalem, y sobre los varones de Judá, todo el mal que les he dicho.” Jeremías 36:30, 31.
El asunto no acabó con la entrega del rollo al fuego. Fué más fácil deshacerse de las palabras escritas que de la reprensión y amonestación que contenían y del castigo inminente que Dios había decretado contra el rebelde Israel. Pero aun el rollo escrito fué reproducido. El Señor ordenó a su siervo: “Vuelve a tomar otro rollo, y escribe en él todas las palabras primeras, que estaban en el primer rollo que quemó Joacim, rey de Judá.” El rollo de las profecías concernientes a Judá y Jerusalén había sido reducido a cenizas; pero las palabras seguían viviendo en el corazón de Jeremías “como un fuego ardiente,” y se permitió al profeta que reprodujera lo que la ira del hombre había querido destruir.
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Tomando otro rollo, Jeremías lo dió a Baruc, “y escribió en él de boca de Jeremías todas las palabras del libro que quemó en el fuego Joacim rey de Judá; y aun fueron añadidas sobre ellas muchas otras palabras semejantes.” Vers. 28, 32. La ira del hombre había procurado suprimir las labores del profeta de Dios; pero el mismo recurso por medio del cual Joaquim había intentado limitar la influencia del siervo de Jehová, le dió mayor oportunidad de presentar claramente los requerimientos divinos.
El espíritu de oposición a la reprensión, que condujo a la persecución y encarcelamiento de Jeremías, existe hoy. Muchos se niegan a escuchar las repetidas amonestaciones, y prefieren escuchar a los falsos maestros que halagan su vanidad y pasan por alto su mal proceder. En el día de aflicción, los tales no tendrán refugio seguro ni ayuda del cielo. Los siervos escogidos de Dios deben hacer frente con valor y paciencia a las pruebas y sufrimientos que les imponen el oprobio, la negligencia y la calumnia. Deben continuar fielmente la obra que Dios les dió y recordar que en la antigüedad los profetas, el Salvador de la humanidad y sus apóstoles sufrieron también insultos y persecución por causa de su Palabra.
Dios quería que Joaquim escuchase los consejos de Jeremías y que, obteniendo así favor en ojos de Nabucodonosor, se ahorrase mucha aflicción. El joven rey había jurado fidelidad al gobernante babilónico; y si hubiese permanecido fiel a su promesa, se habría granjeado el respeto de los paganos, y esto habría dado preciosas oportunidades para convertir almas.
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Despreciando los privilegios especiales que le eran concedidos, el rey de Judá siguió voluntariosamente el camino que había escogido. Violó la palabra de honor que había dado al gobernante babilónico, y se rebeló. Esto le puso a él y a su reino en grave aprieto. Fueron enviadas contra él “tropas de Caldeos, y tropas de Siros, y tropas de Moabitas, y tropas de Ammonitas” (2 Reyes 24:2), y se vió sin fuerzas para evitar que esos despojadores arrasaran la tierra. A los pocos años, llegó al fin de su reinado desastroso, abrumado de ignominia, rechazado por el Cielo, privado del amor de su pueblo y despreciado por los gobernantes de Babilonia cuya confianza había traicionado,—y todo eso como resultado del error fatal que cometiera al desviarse del propósito que Dios le había revelado mediante su mensajero designado.
Joaquín,* el hijo de Joaquim, ocupó el trono tan sólo tres meses y diez días, al fin de los cuales se entregó a los ejércitos caldeos que, a causa de la rebelión del gobernante de Judá, estaban sitiando nuevamente la desgraciada ciudad. En esa ocasión Nabucodonosor se llevó “a Joachín a Babilonia, y a la madre del rey, y a las mujeres del rey, y a sus eunucos, y a los poderosos de la tierra;” es decir varios millares de personas, juntamente con “los oficiales y herreros.” Al mismo tiempo el rey de Babilonia se llevó “todos los tesoros de la casa de Jehová, y los tesoros de la casa real.” Vers. 15, 16, 13.
Se permitió, sin embargo, que el reino de Judá, con su poder quebrantado y despojado de su fuerza, de sus hombres y de sus tesoros, subsistiese como gobierno separado. A la cabeza de éste, Nabucodonosor puso a un hijo menor de Josías, llamado Matanías, pero cambió su nombre al de Sedequías.