El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 8 – La visita de pascua

Este capítulo está basado en Lucas 2:41-51.

Entre los judíos, el año duodécimo era la línea de demarcación entre la niñez y la adolescencia. Al cumplir ese año, el niño hebreo era llamado hijo de la ley y también hijo de Dios. Se le daban oportunidades especiales para instruirse en la religión, y se esperaba que participase en sus fiestas y ritos sagrados. De acuerdo con esta costumbre, Jesús hizo en su niñez una visita de Pascua a Jerusalén. Como todos los israelitas devotos, José y María subían cada año para asistir a la Pascua; y cuando Jesús tuvo la edad requerida, le llevaron consigo.

Había tres fiestas anuales: la Pascua, Pentecostés y la fiesta de las Cabañas, en las cuales todos los hombres de Israel debían presentarse delante del Señor en Jerusalén. De estas fiestas, la Pascua era la más concurrida. Acudían muchos de todos los países donde se hallaban dispersos los judíos. De todas partes de Palestina, venían los adoradores en grandes multitudes. El viaje desde Galilea ocupaba varios días, y los viajeros se unían en grandes grupos para obtener compañía y protección. Las mujeres y los ancianos iban montados en bueyes o asnos en los lugares escabrosos del camino. Los hombres fuertes y los jóvenes viajaban a pie. El tiempo de la Pascua correspondía a fines de marzo o principios de abril, y todo el país era alegrado por las flores y el canto de los pájaros. A lo largo de todo el camino, había lugares memorables en la historia de Israel, y los padres y las madres relataban a sus hijos las maravillas que Dios había hecho en favor de su pueblo en los siglos pasados. Amenizaban su viaje con cantos y música, y cuando por fin se vislumbraban las torres de Jerusalén, todas las voces cantaban la triunfante estrofa:

“En tus atrios descansarán nuestros pies ¡oh Jerusalem! … Reine la paz dentro de tus muros, y la abundancia en … tus palacios.”1

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La observancia de la Pascua empezó con el nacimiento de la nación hebrea. La última noche de servidumbre en Egipto, cuando aun no se veían indicios de liberación, Dios le ordenó que se preparase para una liberación inmediata. El había advertido al faraón del juicio final de los egipcios, e indicó a los hebreos que reuniesen a sus familias en sus moradas. Habiendo asperjado los dinteles de sus puertas con la sangre del cordero inmolado, habían de comer el cordero asado, con pan sin levadura y hierbas amargas. “Así habéis de comerlo—dijo,—ceñidos vuestros lomos, vuestros zapatos en vuestros pies, y vuestro bordón en vuestra mano; y lo comeréis apresuradamente: es la Pascua de Jehová.”2 A la medianoche, todos los primogénitos de los egipcios perecieron. Entonces el rey envió a Israel el mensaje: “Salid de en medio de mi pueblo; … e id, servid a Jehová, como habéis dicho.”3 Los hebreos salieron de Egipto como una nación independiente. El Señor había ordenado que la Pascua fuese observada anualmente. “Y—dijo él,—cuando os dijeren vuestros hijos: ¿Qué rito es este vuestro? vosotros responderéis: Es la víctima de la Pascua de Jehová, el cual pasó las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a los Egipcios.” Y así, de generación en generación, había de repetirse la historia de esa liberación maravillosa.

La Pascua iba seguida de los siete días de panes ázimos. El segundo día de la fiesta, se presentaba una gavilla de cebada delante del Señor como primicias de la mies del año. Todas las ceremonias de la fiesta eran figuras de la obra de Cristo. La liberación de Israel del yugo egipcio era una lección objetiva de la redención, que la Pascua estaba destinada a rememorar. El cordero inmolado, el pan sin levadura, la gavilla de las primicias, representaban al Salvador.

Para la mayor parte del pueblo que vivía en los días de Cristo, la observancia de esta fiesta había degenerado en formalismo. Pero ¡cuál no era su significado para el Hijo de Dios!

Por primera vez, el niño Jesús miraba el templo. Veía a los sacerdotes de albos vestidos cumplir su solemne ministerio. Contemplaba la sangrante víctima sobre el altar del sacrificio. Juntamente con los adoradores, se inclinaba en oración mientras que la nube de incienso ascendía delante de Dios. Presenciaba los impresionantes ritos del servicio pascual. Día tras día, veía más claramente su significado. Todo acto parecía ligado con su propia vida. Se despertaban nuevos impulsos en él. Silencioso y absorto, parecía estar estudiando un gran problema. El misterio de su misión se estaba revelando al Salvador.

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Arrobado en la contemplación de estas escenas, no permaneció al lado de sus padres. Buscó la soledad. Cuando terminaron los servicios pascuales, se demoró en los atrios del templo; y cuando los adoradores salieron de Jerusalén, él fué dejado atrás.

En esta visita a Jerusalén, los padres de Jesús desearon ponerle en relación con los grandes maestros de Israel. Aunque era obediente en todo detalle a la Palabra de Dios, no se conformaba con los ritos y las costumbres de los rabinos. José y María esperaban que se le pudiese inducir a reverenciar a esos sabios y a prestar más diligente atención a sus requerimientos. Pero en el templo Jesús había sido enseñado por Dios, y empezó en seguida a impartir lo que había recibido.

En aquel tiempo, una dependencia del templo servía de local para una escuela sagrada, semejante a las escuelas de los profetas. Allí rabinos eminentes se reunían con sus alumnos, y allí se dirigió el niño Jesús. Sentándose a los pies de aquellos hombres graves y sabios, escuchaba sus enseñanzas. Como quien busca sabiduría, interrogaba a esos maestros acerca de las profecías y de los acontecimientos que entonces ocurrían y señalaban el advenimiento del Mesías.

Jesús se presentó como quien tiene sed del conocimiento de Dios. Sus preguntas sugerían verdades profundas que habían quedado obscurecidas desde hacía mucho tiempo, y que, sin embargo, eran vitales para la salvación de las almas. Al paso que cada pregunta revelaba cuán estrecha y superficial era la sabiduría de los sabios, les presentaba una lección divina, y hacía ver la verdad desde un nuevo punto de vista. Los rabinos hablaban de la admirable exaltación que la venida del Mesías proporcionaría a la nación judía; pero Jesús presentó la profecía de Isaías, y les preguntó qué significaban aquellos textos que señalaban los sufrimientos y la muerte del Cordero de Dios.

Los doctores le dirigieron preguntas, y quedaron asombrados al oír sus respuestas. Con la humildad de un niño, repitió las palabras de la Escritura, dándoles una profundidad de significado que los sabios no habían concebido. De haber seguido los trazos de la verdad que él señalaba, habrían realizado una reforma en la religión de su tiempo. Se habría despertado un profundo interés en las cosas espirituales; y al iniciar Jesús su ministerio, muchos habrían estado preparados para recibirle.

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Los rabinos sabían que Jesús no había recibido instrucción en sus escuelas; y, sin embargo, su comprensión de las profecías excedía en mucho a la suya. En este reflexivo niño galileo discernían grandes promesas. Desearon asegurárselo como alumno, a fin de que llegase a ser un maestro de Israel. Querían encargarse de su educación, convencidos de que una mente tan original debía ser educada bajo su dirección.

Las palabras de Jesús habían conmovido sus corazones como nunca lo habían sido por palabras de labios humanos. Dios estaba tratando de dar luz a aquellos dirigentes de Israel, y empleaba el único medio por el cual podían ser alcanzados. Su orgullo se habría negado a admitir que podían recibir instrucción de alguno. Si Jesús hubiese aparentado tratar de enseñarles, habrían desdeñado escucharle. Pero se lisonjeaban de que le estaban enseñando, o por lo menos examinando su conocimiento de las Escrituras. La modestia y gracia juvenil de Jesús desarmaba sus prejuicios. Inconscientemente se abrían sus mentes a la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo hablaba a sus corazones.

No podían sino ver que su expectativa concerniente al Mesías no estaba sostenida por la profecía; pero no querían renunciar a las teorías que habían halagado su ambición. No querían admitir que no habían interpretado correctamente las Escrituras que pretendían enseñar. Se preguntaban unos a otros: ¿Cómo tiene este joven conocimiento no habiendo nunca aprendido? La luz estaba resplandeciendo en las tinieblas; “mas las tinieblas no la comprendieron.”4

Mientras tanto, José y María estaban en gran perplejidad y angustia. Al salir de Jerusalén habían perdido de vista a Jesús, y no sabían que se había quedado atrás. El país estaba entonces densamente poblado, y las caravanas de Galilea eran muy grandes. Había mucha confusión al salir de la ciudad. Mientras viajaban, el placer de andar con amigos y conocidos absorbió su atención, y no notaron la ausencia de Jesús hasta que llegó la noche. Entonces, al detenerse para descansar, echaron de menos la mano servicial de su hijo. Suponiendo que estaría con el grupo que los acompañaba, no sintieron ansiedad. Aunque era joven, habían confiado implícitamente en él esperando que cuando le necesitasen, estaría listo para ayudarles, anticipándose a sus menesteres como siempre lo había hecho. Pero ahora sus temores se despertaron. Le buscaron por toda la compañía, pero en vano. Estremeciéndose, recordaron cómo Herodes había tratado de destruirle en su infancia. Sombríos presentimientos llenaron sus corazones; y se hizo cada uno amargos reproches.

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Volviendo a Jerusalén, prosiguieron su búsqueda. Al día siguiente, mientras andaban entre los adoradores del templo, una voz familiar les llamó la atención. No podían equivocarse; no había otra voz como la suya, tan seria y ferviente, aunque tan melodiosa.

En la escuela de los rabinos, encontraron a Jesús. Aunque llenos de regocijo, no podían olvidar su pesar y ansiedad. Cuando estuvo otra vez reunido con ellos, la madre le dijo, con palabras que implicaban un reproche: “Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con dolor.”

“¿Por qué me buscabais?—contestó Jesús.—¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me conviene estar?” Y como no parecían comprender sus palabras, él señaló hacia arriba. En su rostro había una luz que los admiraba. La divinidad fulguraba a través de la humanidad. Al hallarle en el templo, habían escuchado lo que sucedía entre él y los rabinos, y se habían asombrado de sus preguntas y respuestas. Sus palabras despertaron en ellos pensamientos que nunca habrían de olvidarse.

Y la pregunta que les dirigiera encerraba una lección. “¿No sabíais—les dijo—que en los negocios de mi Padre me conviene estar?” Jesús estaba empeñado en la obra que había venido a hacer en el mundo; pero José y María habían descuidado la suya. Dios les había conferido mucha honra al confiarles a su Hijo. Los santos ángeles habían dirigido los pasos de José a fin de conservar la vida de Jesús. Pero durante un día entero habían perdido de vista a Aquel que no debían haber olvidado un momento. Y al quedar aliviada su ansiedad, no se habían censurado a sí mismos, sino que le habían echado la culpa a él.

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Era natural que los padres de Jesús le considerasen como su propio hijo. El estaba diariamente con ellos; en muchos respectos su vida era igual a la de los otros niños, y les era difícil comprender que era el Hijo de Dios. Corrían el peligro de no apreciar la bendición que se les concedía con la presencia del Redentor del mundo. El pesar de verse separados de él, y el suave reproche que sus palabras implicaban, estaban destinados a hacerles ver el carácter sagrado de su cometido.

En la respuesta que dió a su madre, Jesús demostró por primera vez que comprendía su relación con Dios. Antes de su nacimiento, el ángel había dicho a María: “Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo: y le dará el Señor Dios el trono de David su padre: y reinará en la casa de Jacob por siempre.”5 María había ponderado estas palabras en su corazón; sin embargo, aunque creía que su hijo había de ser el Mesías de Israel, no comprendía su misión. En esta ocasión, no entendió sus palabras; pero sabía que había negado que fuera hijo de José y se había declarado Hijo de Dios.

Jesús no ignoraba su relación con sus padres terrenales. Desde Jerusalén volvió a casa con ellos, y les ayudó en su vida de trabajo. Ocultó en su corazón el misterio de su misión, esperando sumiso el momento señalado en que debía emprender su labor. Durante dieciocho años después de haber aseverado ser Hijo de Dios, reconoció el vínculo que le unía a la familia de Nazaret, y cumplió los deberes de hijo, hermano, amigo y ciudadano.

Al revelársele a Jesús su misión en el templo, rehuyó el contacto de la multitud. Deseaba volver tranquilamente de Jerusalén, con aquellos que conocían el secreto de su vida. Mediante el servicio pascual, Dios estaba tratando de apartar a sus hijos de sus congojas mundanales, y recordarles la obra admirable que él realizara al librarlos de Egipto. El deseaba que viesen en esta obra una promesa de la liberación del pecado. Así como la sangre del cordero inmolado protegió los hogares de Israel, la sangre de Cristo había de salvar sus almas; pero podían ser salvos por Cristo únicamente en la medida en que por la fe se apropiaban la vida de él. No había virtud en el servicio simbólico, sino en la medida en que dirigía a los adoradores hacia Cristo como su Salvador personal. Dios deseaba que fuesen inducidos a estudiar y meditar con oración acerca de la misión de Cristo. Pero, con demasiada frecuencia, cuando las muchedumbres abandonaban a Jerusalén, la excitación del viaje y el trato social absorbían su atención, y se olvidaban del servicio que habían presenciado. El Salvador no sentía atracción por esas compañías.

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Jesús esperaba dirigir la atención de José y María a las profecías referentes a un Salvador que había de sufrir, mientras volviese solo con ellos de Jerusalén. En el Calvario, trató de aliviar la pena de su madre. En estos momentos también pensaba en ella. María había de presenciar su última agonía, y Jesús deseaba que ella comprendiese su misión, a fin de que fuese fortalecida para soportar la prueba cuando la espada atravesara su alma. Así como Jesús había estado separado de ella y ella le había buscado con pesar tres días, cuando fuese ofrecido por los pecados del mundo, lo volvería a perder tres días. Y cuando saliese de la tumba, su pesar se volvería a tornar en gozo. ¡Pero cuánto mejor habría soportado la angustia de su muerte si hubiese comprendido las Escrituras hacia las cuales trataba ahora de dirigir sus pensamientos!

Si José y María hubiesen fortalecido su ánimo en Dios por la meditación y la oración, podrían haberse dado cuenta del carácter sagrado de su cometido, y no habrían perdido de vista a Jesús. Por la negligencia de un día, perdieron de vista al Salvador; pero el hallarle les costó tres días de ansiosa búsqueda. Por la conversación ociosa, la maledicencia o el descuido de la oración, podemos en un día perder la presencia del Salvador, y pueden requerirse muchos días de pesarosa búsqueda para hallarle, y recobrar la paz que habíamos perdido.

En nuestro trato mutuo, debemos tener cuidado de no olvidar a Jesús, ni pasar por alto el hecho de que no está con nosotros. Cuando nos dejamos absorber por las cosas mundanales de tal manera que no nos acordamos de Aquel en quien se concentra nuestra esperanza de vida eterna, nos separamos de Jesús y de los ángeles celestiales. Estos seres santos no pueden permanecer donde no se desea la presencia del Salvador ni se nota su ausencia. Esta es la razón por la cual existe con tanta frecuencia el desaliento entre los que profesan seguir a Cristo.

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Muchos asisten a los servicios religiosos, y se sienten refrigerados y consolados por la Palabra de Dios; pero por descuidar la meditación, la vigilancia y la oración, pierden la bendición, y se hallan más indigentes que antes de recibirla. Con frecuencia les parece que Dios los ha tratado duramente. No ven que ellos tienen la culpa. Al separarse de Jesús, se han privado de la luz de su presencia.

Sería bueno que cada día dedicásemos una hora de reflexión a la contemplación de la vida de Cristo. Debiéramos tomarla punto por punto, y dejar que la imaginación se posesione de cada escena, especialmente de las finales. Y mientras nos espaciemos así en su gran sacrificio por nosotros, nuestra confianza en él será más constante, se reavivará nuestro amor, y quedaremos más imbuídos de su Espíritu. Si queremos ser salvos al fin, debemos aprender la lección de penitencia y humillación al pie de la cruz.

Mientras nos asociamos unos con otros, podemos ser una bendición mutua. Si pertenecemos a Cristo, nuestros pensamientos más dulces se referirán a él. Nos deleitaremos en hablar de él; y mientras hablemos unos a otros de su amor, nuestros corazones serán enternecidos por las influencias divinas. Contemplando la belleza de su carácter, seremos “transformados de gloria en gloria en la misma semejanza.”6

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