El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 13 – La victoria

Este capítulo está basado en Mateo 4:5-11; Marcos 1:12, 13; Lucas 4:5-13.

“Entonces el diablo le pasa a la santa ciudad, y le pone sobre las almenas del templo, y le dice: Si eres Hijo de Dios, échate abajo; que escrito está: A sus ángeles mandará por ti, y te alzarán en las manos, para que nunca tropieces con tu pie en piedra.”

Satanás supone ahora que ha hecho frente a Jesús en su propio terreno. El astuto enemigo le presenta palabras procedentes de la boca de Dios. Se da todavía por un ángel de luz y evidencia conocer las Escrituras y comprender su significado. Como Jesús empleó antes la Palabra de Dios para sostener su fe, el tentador la usa ahora para apoyar su engaño. Pretende haber estado tan sólo probando la fidelidad de Jesús, y elogia su firmeza. Como el Salvador había manifestado confianza en Dios, Satanás le insta a dar otra prueba de su fe.

Pero otra vez la tentación va precedida de la insinuación de desconfianza: “Si eres Hijo de Dios.” Cristo se sintió tentado a contestar al “si;” pero se abstuvo de la menor aceptación de la duda. No podía hacer peligrar su vida a fin de dar pruebas a Satanás.

El tentador pensaba aprovechar de la humanidad de Cristo e incitarle a la presunción. Pero aunque Satanás puede instar, no puede obligar a pecar. Dijo, pues, a Jesús: “Echate abajo,” sabiendo que no podía arrojarle, porque Dios se interpondría para librarle. Ni podía Satanás obligar a Jesús a arrojarse. A menos que Cristo cediese a la tentación, no podía ser vencido. Ni aun todo el poder de la tierra o del infierno podía obligarle a apartarse en un ápice de la voluntad de su Padre.

El tentador no puede nunca obligarnos a hacer lo malo. No puede dominar nuestra mente, a menos que la entreguemos a su dirección. La voluntad debe consentir y la fe abandonar su confianza en Cristo, antes que Satanás pueda ejercer su poder sobre nosotros. Pero todo deseo pecaminoso que acariciamos le da un punto de apoyo. Todo detalle en que dejamos de alcanzar la norma divina es una puerta abierta por la cual él puede entrar para tentarnos y destruirnos. Y todo fracaso o derrota de nuestra parte le da ocasión de vituperar a Cristo.

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Cuando Satanás citó la promesa: “A sus ángeles mandará por ti,” omitió las palabras: “que te guarden en todos tus caminos;” es decir, en todos los caminos que Dios haya elegido. Jesús se negó a salir de la senda de la obediencia. Aunque manifestaba perfecta confianza en su Padre, no quería colocarse, sin que le fuera ordenado, en una posición que justificase la intervención de su Padre para salvarle de la muerte. No quería obligar a la Providencia a acudir en su auxilio, y dejar de dar al hombre un ejemplo de confianza y sumisión.

Jesús declaró a Satanás: “Escrito está además: No tentarás al Señor tu Dios.” Estas palabras fueron dirigidas por Moisés a los hijos de Israel cuando tenían sed en el desierto, y exigieron que Moisés les diese agua, exclamando: “¿Está, pues, Jehová entre nosotros, o no?”1 Dios había obrado maravillosamente en favor suyo; sin embargo, al verse en dificultades, dudaron de él, y exigieron pruebas de que estaba con ellos. En su incredulidad, trataron de probarle. Satanás instaba a Cristo a hacer lo mismo. Dios había testificado ya de que Jesús era su Hijo; y ahora pedir pruebas de que era el Hijo de Dios era dudar de la Palabra de Dios, era tentarle. Y se podía hacer lo mismo al pedir lo que Dios no había prometido. Era manifestar desconfianza; en realidad, tentarle. No debemos presentar nuestras peticiones a Dios para probar si cumplirá su palabra, sino porque él la cumplirá; no para probar que nos ama, sino porque él nos ama. “Sin fe es imposible agradar a Dios; porque es menester que el que a Dios se allega, crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.”2

Pero la fe no va en ningún sentido unida a la presunción. Sólo el que tenga verdadera fe se halla seguro contra la presunción. Porque la presunción es la falsificación satánica de la fe. La fe se aferra a las promesas de Dios, y produce la obediencia. La presunción también se aferra a las promesas, pero las usa como Satanás, para disculpar la transgresión. La fe habría inducido a nuestros primeros padres a confiar en el amor de Dios, y a obedecer sus mandamientos. La presunción los indujo a transgredir su ley, creyendo que su gran amor los salvaría de las consecuencias de su pecado. No es fe lo que reclama el favor del Cielo sin cumplir las condiciones bajo las cuales se concede una merced. La fe verdadera tiene su fundamento en las promesas y provisiones de las Escrituras.

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Muchas veces, cuando Satanás no logra excitar la desconfianza, nos induce a la presunción. Si puede hacernos entrar innecesariamente en el camino de la tentación, sabe que la victoria es suya. Dios guardará a todos los que anden en la senda de la obediencia; pero el apartarse de ella es aventurarse en terreno de Satanás. Allí, lo seguro es que caeremos. El Salvador nos ha ordenado: “Velad y orad, para que no entréis en tentación.”3 La meditación y la oración nos impedirían precipitarnos, sin orden alguna, al peligro, y así nos ahorraríamos muchas derrotas.

Sin embargo, no deberíamos desanimarnos cuando nos asalta la tentación. Muchas veces, al encontrarnos en situación penosa, dudamos de que el Espíritu de Dios nos haya estado guiando. Pero fué la dirección del Espíritu la que llevó a Jesús al desierto, para ser tentado por Satanás. Cuando Dios nos somete a una prueba, tiene un fin que lograr para nuestro bien. Jesús no confió presuntuosamente en las promesas de Dios yendo a la tentación sin recibir la orden, ni se entregó a la desesperación cuando la tentación le sobrevino. Ni debemos hacerlo nosotros. “Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis llevar; antes dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis aguantar.” El dice: “Sacrifica a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo. E invócame en el día de la angustia: te libraré, y tú me honrarás.”4

Jesús salió victorioso de la segunda tentación, y luego Satanás se le manifestó en su verdadero carácter. Pero no se le apareció como un odioso monstruo, de pezuñas hendidas y alas de murciélago. Era un poderoso ángel, aunque caído. Se declaró jefe de la rebelión y dios de este mundo.

Colocando a Jesús sobre una alta montaña, hizo desfilar delante de él, en vista panorámica, todos los reinos del mundo en toda su gloria. La luz del sol hería ciudades llenas de templos, palacios de mármol, campos feraces y viñedos cargados de frutos. Los rastros del mal estaban ocultos. Los ojos de Jesús, hasta poco tiempo antes afectados por una visión de lobreguez y desolación, contemplaban ahora una escena de insuperable belleza y prosperidad. Entonces se oyó la voz del tentador: “A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos; porque a mí es entregada, y a quien quiero la doy: pues si tú adorares delante de mí, serán todos tuyos.”

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La misión de Cristo podía cumplirse únicamente por medio de padecimientos. Le esperaba una vida de tristeza, penurias y conflicto, y una muerte ignominiosa. Debía llevar los pecados del mundo entero. Debía soportar la separación del amor de su Padre. El tentador le ofrecía la entrega del poder que había usurpado. Cristo podía librarse del espantoso porvenir reconociendo la supremacía de Satanás. Pero hacerlo hubiera sido renunciar a la victoria del gran conflicto. Tratando de ensalzarse por encima del Hijo de Dios, era como Satanás había pecado en el cielo. Si prevaleciese ahora, significaría el triunfo de la rebelión.

Cuando Satanás declaró a Cristo: El reino y la gloria del mundo me son entregados, y a quien quiero los doy, dijo algo que era verdad solamente en parte; y lo dijo con fines de engaño. El dominio que ejercía Satanás era el que había arrebatado a Adán, pero Adán era vicegerente del Creador. El suyo no era un dominio independiente. La tierra es de Dios, y él ha confiado todas las cosas a su Hijo. Adán había de reinar sujeto a Cristo. Cuando Adán entregó su soberanía en las manos de Satanás, Cristo continuó siendo aún el Rey legítimo. Por esto el Señor había dicho al rey Nabucodonosor: “El Altísimo se enseñorea del reino de los hombres, y … a quien él quiere lo da.”5 Satanás puede ejercer su usurpada autoridad únicamente en la medida en que Dios lo permite.

Cuando el tentador ofreció a Cristo el reino y la gloria del mundo, se propuso que Cristo renunciase al verdadero reino del mundo y ejerciese el dominio sujeto a Satanás. Tal era la clase de dominio en que se cifraban las esperanzas de los judíos. Deseaban el reino de este mundo. Si Cristo hubiese consentido en ofrecerles semejante reino, le habrían recibido gustosamente. Pero la maldición del pecado, con toda su desgracia, pesaba sobre él. Cristo declaró al tentador: “Vete, Satanás, que escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a él solo servirás.”

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El que se había rebelado en el cielo ofreció a Cristo los reinos de este mundo para comprar su homenaje a los principios del mal; pero Cristo no quiso venderse; había venido para establecer un reino de justicia, y no quería abandonar sus propósitos. Satanás se acerca a los hombres con la misma tentación, y tiene más éxito con ellos. Les ofrece el reino de este mundo a condición de que reconozcan su supremacía. Demanda que sacrifiquen su integridad, desprecien la conciencia, satisfagan su egoísmo. Cristo los invita a buscar primero el reino de Dios y su justicia; pero Satanás anda a su lado y les dice: Cualquiera sea la verdad acerca de la vida eterna, para tener éxito en este mundo, debéis servirme. Tengo vuestro bienestar en mis manos. Puedo daros riquezas, placeres, honores y felicidad. Oíd mi consejo. No os dejéis arrastrar por nociones caprichosas de honradez o abnegación. Yo os prepararé el camino. Y así multitudes son engañadas. Consienten en vivir para servirse a sí mismas, y Satanás queda satisfecho. Al par que las seduce con la esperanza del dominio mundanal, conquista el dominio del alma. Pero él ofrece lo que no puede otorgar, lo que pronto se le quitará. En pago, las despoja de su derecho a la herencia de los hijos de Dios.

Satanás había puesto en duda que Jesús fuese el Hijo de Dios. En su sumaria despedida tuvo una prueba que no podía contradecir. La divinidad fulguró a través de la humanidad doliente. Satanás no tuvo poder para resistir la orden. Retorciéndose de humillación e ira, se vió obligado a retirarse de la presencia del Redentor del mundo. La victoria de Cristo fué tan completa como lo había sido el fracaso de Adán.

Así podemos nosotros resistir la tentación y obligar a Satanás a alejarse. Jesús venció por la sumisión a Dios y la fe en él, y mediante el apóstol nos dice: “Someteos pues a Dios; resistid al diablo, y de vosotros huirá. Allegaos a Dios, y él se allegará a vosotros.”6 No podemos salvarnos a nosotros mismos del poder del tentador; él venció a la humanidad, y cuando nosotros tratamos de resistirle con nuestra propia fuerza caemos víctimas de sus designios; pero “torre fuerte es el nombre de Jehová: a él correrá el justo, y será levantado.”7 Satanás tiembla y huye delante del alma más débil que busca refugio en ese nombre poderoso.

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Después que el enemigo hubo huído, Jesús cayó exhausto al suelo, con la palidez de la muerte en el rostro. Los ángeles del cielo habían contemplado el conflicto, mirando a su amado General mientras pasaba por indecibles sufrimientos para preparar una vía de escape para nosotros. Había soportado la prueba, una prueba mayor que cualquiera que podamos ser llamados a soportar. Los ángeles sirvieron entonces al Hijo de Dios, mientras estaba postrado como moribundo. Fué fortalecido con alimentos y consolado por un mensaje del amor de su Padre, así como por la seguridad de que todo el cielo había triunfado en su victoria. Reanimándose, su gran corazón se hinchió de simpatía por el hombre y salió para completar la obra que había empezado, para no descansar hasta que el enemigo estuviese vencido y redimida nuestra especie caída.

Nunca podrá comprenderse el costo de nuestra redención hasta que los redimidos estén con el Redentor delante del trono de Dios. Entonces, al percibir de repente nuestros sentidos arrobados las glorias de la patria eterna, recordaremos que Jesús dejó todo esto por nosotros, que no sólo se desterró de las cortes celestiales, sino que por nosotros corrió el riesgo de fracasar y de perderse eternamente. Entonces arrojaremos nuestras coronas a sus pies, y elevaremos este canto: “¡Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de recibir el poder, y la riqueza, y la sabiduría, y la fortaleza, y la honra, y la gloria, y la bendición!”8

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