Este capítulo está basado en Mateo 15:1-20; Marcos 7:1-23.
Los escribas y fariseos, esperando ver a Jesús en la Pascua, le habían preparado una trampa. Pero Jesús, conociendo su propósito, se mantuvo ausente de esta reunión. “Entonces llegaron a Jesús ciertos escribas y fariseos.” Como él no fué a ellos, ellos acudieron a él. Por un tiempo había parecido que el pueblo de Galilea iba a recibir a Jesús, y que quedaría quebrantado el poder de la jerarquía en aquella región. La misión de los doce, indicadora de la extensión de la obra de Cristo, al poner a los discípulos en conflicto más directo con los rabinos, había excitado de nuevo los celos de los dirigentes de Jerusalén. Habían sido confundidos los espías que ellos habían mandado a Capernaúm durante la primera parte de su ministerio, cuando trataron de acusarle de que violaba el sábado; pero los rabinos estaban resueltos a llevar a cabo sus fines; enviaron ahora otra diputación para vigilar sus movimientos y encontrar alguna acusación contra él.
Como antes, la base de su queja era su desprecio de los preceptos tradicionales que recargaban la ley de Dios. Se los decía ideados para mantener la observancia de la ley, pero eran considerados como más sagrados que la ley misma. Cuando contradecían los mandamientos dados desde el Sinaí, se daba la preferencia a los preceptos rabínicos.
Entre las observancias que con más rigor se imponían, estaba la de la purificación ceremonial. El descuido de las formas que debían observarse antes de comer, era considerado como pecado aborrecible que debía ser castigado tanto en este mundo como en el venidero; y se tenía por virtud el destruir al transgresor.
Las reglas acerca de la purificación eran innumerables. Y la vida entera no habría bastado para aprenderlas todas. La vida de los que trataban de observar los requerimientos rabínicos era una larga lucha contra la contaminación ceremonial, un sin fin de lavacros y purificaciones. Mientras la gente estaba ocupada en distinciones triviales, en observar lo que Dios no había pedido, su atención era desviada de los grandes principios de la ley.
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Cristo y sus discípulos no observaban estos lavamientos ceremoniales y los espías hicieron de esta negligencia la base de su acusación. No hicieron, sin embargo, un ataque directo contra Cristo, sino que vinieron a él con una crítica referente a sus discípulos. En presencia de la muchedumbre, dijeron: “¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los ancianos? porque no se lavan las manos cuando comen pan.”
Siempre que el mensaje de la verdad llega a las almas con poder especial, Satanás excita a sus agentes para que provoquen alguna disputa referente a alguna cuestión de menor importancia. Así trata de distraer la atención de la cuestión verdadera. Siempre que se inicia una buena obra, hay maquinadores listos para entrar en disputa sobre cuestiones de forma o detalles técnicos, para apartar la mente de las realidades vivas. Cuando es evidente que Dios está por obrar de una manera especial en favor de su pueblo, no debe éste dejarse arrastrar a una controversia que ocasionará tan sólo la ruina de las almas. Las cuestiones que más nos preocupan son: ¿Creo yo con fe salvadora en el Hijo de Dios? ¿Está mi vida en armonía con la ley divina? “El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; mas el que es incrédulo al Hijo, no verá la vida.” “Y en esto sabemos que nosotros le hemos conocido, si guardamos sus mandamientos.”1
Jesús no intentó defenderse a sí mismo o a sus discípulos. No aludió a las acusaciones dirigidas contra él, sino que procedió a desenmascarar el espíritu que impulsaba a estos defensores de los ritos humanos. Les dió un ejemplo de lo que estaban haciendo constantemente, y de lo que acababan de hacer antes de venir a buscarle. “Bien invalidáis—les dijo,—el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y: El que maldijere al padre o a la madre, morirá de muerte. Y vosotros decís: Basta si dijere un hombre al padre o a la madre: Es Corbán (quiere decir, don mío a Dios) todo aquello con que pudiera valerte; y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre.” Desechaban el quinto mandamiento como si no tuviese importancia, pero eran muy meticulosos para cumplir las tradiciones de los ancianos. Enseñaban a la gente que el consagrar su propiedad al templo era un deber más sagrado aún que el sostén de sus padres; y que, por grande que fuera la necesidad de éstos, era sacrilegio dar al padre o a la madre cualquier porción de lo que había sido así consagrado. Un hijo infiel no tenía más que pronunciar la palabra “Corbán” sobre su propiedad, dedicándola así a Dios, y podía conservarla para su propio uso durante toda la vida, y después de su muerte quedaba asignada al servicio del templo. De esta manera quedaba libre tanto en su vida como en su muerte para deshonrar y defraudar a sus padres, bajo el pretexto de una presunta devoción a Dios.
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Nunca, ni por sus palabras ni por sus acciones, menoscabó Jesús la obligación del hombre de presentar dones y ofrendas a Dios. Cristo fué quien dió todas las indicaciones de la ley acerca de los diezmos y las ofrendas. Cuando estaba en la tierra, elogió a la mujer pobre que dió todo lo que tenía a la tesorería del templo. Pero el celo por Dios que aparentaban los sacerdotes y rabinos era un simulacro que cubría su deseo de ensalzamiento propio. El pueblo era engañado por ellos. Llevaba pesadas cargas que Dios no le había impuesto. Aun los discípulos de Cristo no estaban completamente libres del yugo de los prejuicios heredados y la autoridad rabínica. Ahora, revelando el verdadero espíritu de los rabinos, Jesús trató de libertar de la servidumbre de la tradición a todos los que deseaban realmente servir a Dios.
“Hipócritas—dijo, dirigiéndose a los astutos espías,—bien profetizó de vosotros Isaías, diciendo: Este pueblo de labios me honra; mas su corazón lejos está de mí. Mas en vano me honran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres.” Las palabras de Cristo eran una requisitoria contra el farisaísmo. El declaró que al poner sus requerimientos por encima de los principios divinos, los rabinos se ensalzaban más que a Dios.
Los diputados de Jerusalén se quedaron llenos de ira. No pudieron acusar a Cristo como violador de la ley dada en el Sinaí, porque hablaba como quien la defendía contra sus tradiciones. Los grandes preceptos de la ley, que él había presentado, se destacaban en sorprendente contraste frente a las mezquinas reglas que los hombres habían ideado.
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A la multitud, y más tarde con mayor plenitud a sus discípulos, Jesús explicó que la contaminación no proviene de afuera, sino de adentro. La pureza e impureza se refieren al alma. Es la mala acción, la mala palabra, el mal pensamiento, la transgresión de la ley de Dios, y no la negligencia de las ceremonias externas ordenadas por los hombres, lo que contamina a un hombre.
Los discípulos notaron la ira de los espías al ver desenmascarada su falsa enseñanza. Vieron sus miradas airadas y oyeron las palabras de descontento y venganza que murmuraban. Olvidándose de cuán a menudo Cristo había dado pruebas de que leía el corazón como un libro abierto, le hablaron del efecto de sus palabras. Esperando que él conciliaría a los enfurecidos magistrados, dijeron a Jesús: “¿Sabes que los fariseos oyendo esta palabra se ofendieron?”
El contestó: “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada.” Las costumbres y tradiciones tan altamente apreciadas por los rabinos eran de este mundo, no del cielo. Por grande que fuese su autoridad sobre la gente, no podían soportar la prueba de Dios. Cada invención humana que haya substituído los mandamientos de Dios, resultará inútil en aquel día en que “Dios traerá toda obra a juicio, el cual se hará sobre toda cosa oculta, buena o mala.”2
La substitución de los mandamientos de Dios por los preceptos de los hombres no ha cesado. Aun entre los cristianos, se encuentran instituciones y costumbres que no tienen mejor fundamento que la tradición de los padres. Tales instituciones, al descansar sobre la sola autoridad humana, han suplantado a las de creación divina. Los hombres se aferran a sus tradiciones, reverencian sus costumbres y alimentan odio contra aquellos que tratan de mostrarles su error. En esta época, cuando se nos pide que llamemos la atención a los mandamientos de Dios y la fe de Jesús, vemos la misma enemistad que se manifestó en los días de Cristo. Acerca del último pueblo de Dios, está escrito: “El dragón fué airado contra la mujer; y se fué a hacer guerra contra los otros de la simiente de ella, los cuales guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesucristo.”
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Pero “toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada.” En lugar de la autoridad de los llamados padres de la iglesia, Dios nos invita a aceptar la Palabra del Padre eterno, el Señor de los cielos y la tierra. En ella sola se encuentra la verdad sin mezcla de error. David dijo: “Más que todos mis enseñadores he entendido: porque tus testimonios son mi meditación. Más que los viejos he entendido, porque he guardado tus mandamientos.”4 Todos aquellos que aceptan la autoridad humana, las costumbres de la iglesia, o las tradiciones de los padres, presten atención a la amonestación que encierran las palabras de Cristo: “En vano me honran, enseñando doctrinas y mandamientos de hombres.”