El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 56 – “Dejad los niños venir a mí”

Este capítulo está basado en Mateo 19:13-15; Marcos 10:13-16; Lucas 18:15-17.

Jesús amó siempre a los niños. Aceptaba su simpatía infantil, y su amor franco y sin afectación. La agradecida alabanza de sus labios puros era música para sus oídos y refrigeraba su espíritu cuando estaba oprimido por el trato con hombres astutos e hipócritas. Dondequiera que fuera el Salvador, la benignidad de su rostro y sus modales amables y bondadosos le granjeaban el amor y la confianza de los niños.

Entre los judíos era costumbre llevar a los niños a algún rabino, a fin de que les impusiese las manos para bendecirlos; pero los discípulos pensaban que el trabajo del Salvador era demasiado importante para ser interrumpido de esta manera. Cuando venían las madres a él con sus pequeñuelos, los discípulos las miraban con desagrado. Pensaban que esos niños eran demasiado tiernos para recibir beneficio de una visita a Jesús, y concluían que su presencia le desagradaba. Pero los discípulos eran quienes incurrían en su desagrado. El Salvador comprendía los cuidados y la carga de las madres que estaban tratando de educar a sus hijos de acuerdo con la Palabra de Dios. Había oído sus oraciones. El mismo las había atraído a su presencia.

Una madre con su hijo había dejado su casa para hallar a Jesús. En el camino habló de su diligencia a una vecina, y ésta quiso también que Jesús bendijese a sus hijos. Así se reunieron varias madres, con sus pequeñuelos. Algunos de los niños ya habían pasado de la infancia a la niñez y a la adolescencia. Cuando las madres expresaron su deseo, Jesús oyó con simpatía la tímida petición. Pero esperó para ver cómo las tratarían los discípulos. Cuando los vió despedir a las madres pensando hacerle un favor, les mostró su error diciendo: “Dejad los niños venir a mí, y no los impidáis; porque de tales es el reino de Dios.” Tomó a los niños en sus brazos, puso las manos sobre ellos y les dió la bendición que habían venido a buscar.

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Las madres quedaron consoladas. Volvieron a sus casas fortalecidas y bendecidas por las palabras de Cristo. Quedaron animadas para reasumir sus cargas con nueva alegría, y para trabajar con esperanza por sus hijos. Las madres de hoy han de recibir sus palabras con la misma fe. Cristo es tan ciertamente un Salvador personal hoy como cuando vivió como hombre entre los hombres. Es tan ciertamente el ayudador de las madres hoy como cuando reunía a los pequeñuelos en sus brazos en Judea. Los hijos de nuestros hogares son tanto la adquisición de su sangre como lo eran los niños de entonces.

Jesús conoce la preocupación del corazón de cada madre. El que tuvo una madre que luchó con la pobreza y la privación, simpatiza con cada madre en sus trabajos. El que hizo un largo viaje para aliviar el ansioso corazón de una mujer cananea, hará otro tanto por las madres de hoy. El que devolvió a la viuda de Naín su único hijo, y en su agonía sobre la cruz se acordó de su propia madre, se conmueve hoy por la tristeza de una madre. En todo pesar y en toda necesidad, dará consuelo y ayuda.

Acudan las madres a Jesús con sus perplejidades. Hallarán gracia suficiente para ayudarles en la dirección de sus hijos. Las puertas están abiertas para toda madre que quiera poner sus cargas a los pies del Salvador. El que dijo: “Dejad los niños venir a mí, y no los impidáis,” sigue invitando a las madres a conducir a sus pequeñuelos para que sean bendecidos por él. Aun el lactante en los brazos de su madre, puede morar bajo la sombra del Todopoderoso por la fe de su madre que ora. Juan el Bautista estuvo lleno del Espíritu Santo desde su nacimiento. Si queremos vivir en comunión con Dios, nosotros también podemos esperar que el Espíritu divino amoldará a nuestros pequeñuelos, aun desde los primeros momentos.

En los niños que eran puestos en relación con él, Jesús veía a los hombres y mujeres que serían herederos de su gracia y súbditos de su reino, algunos de los cuales llegarían a ser mártires por su causa. El sabía que estos niños le escucharían y aceptarían como su Redentor con mayor facilidad que los adultos, muchos de los cuales eran sabios en las cosas del mundo y de corazón endurecido. En su enseñanza, él descendía a su nivel. El, la Majestad del cielo, no desdeñaba contestar sus preguntas y simplificar sus importantes lecciones para adaptarlas a su entendimiento infantil. Implantaba en sus mentes semillas de verdad que en años ulteriores brotarían y darían fruto para vida eterna.

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Es todavía verdad que los niños son más susceptibles a las enseñanzas del Evangelio; sus corazones están abiertos a las influencias divinas, y son fuertes para retener las lecciones recibidas. Los niñitos pueden ser cristianos y tener una experiencia de acuerdo con sus años. Necesitan ser educados en las cosas espirituales, y los padres deben darles todas las ventajas a fin de que adquieran un carácter semejante al de Cristo.

Los padres y las madres deben considerar a sus hijos como miembros más jóvenes de la familia del Señor, a ellos confiados para que los eduquen para el cielo. Las lecciones que nosotros mismos aprendemos de Cristo, debemos darlas a nuestros hijos a medida que sus mentes jóvenes puedan recibirlas, revelándoles poco a poco la belleza de los principios del cielo. Así llega a ser el hogar cristiano una escuela donde los padres sirven como monitores, mientras que Cristo es el maestro principal.

Al trabajar para la conversión de nuestros hijos, no debemos esperar que emociones violentas sean la evidencia esencial de que están convencidos de pecado. Ni tampoco es necesario saber el momento exacto en que se convierten. Debemos enseñarles a traer sus pecados a Jesús, a pedirle que los perdone, y a creer que los perdona y los recibe como recibía a los niños cuando estaba personalmente en la tierra.

Mientras la madre enseña a sus hijos a obedecerle porque la aman, les enseña las primeras lecciones de su vida cristiana. El amor de la madre representa ante el niño el amor de Cristo, y los pequeñuelos que confían y obedecen a su madre están aprendiendo a confiar y obedecer al Salvador.

Jesús era el modelo para los niños, y es también el ejemplo de los padres. El hablaba como quien tenía autoridad y su palabra tenía poder; sin embargo, en todo su trato con hombres rudos y violentos no empleó una sola expresión desprovista de bondad o cortesía. La gracia de Cristo en el corazón impartirá una dignidad proveniente del cielo y un sentido de lo que es propio. Suavizará cuanto haya de duro, y subyugará todo lo tosco y poco amable. Inducirá a los padres y las madres a tratar a sus hijos como seres inteligentes, como quisieran ellos mismos ser tratados.

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Padres, al educar a vuestros hijos, estudiad las lecciones que Dios ha dado en la naturaleza. Si queréis cultivar un clavel, o una rosa, o un lirio, ¿cómo lo hacéis? Preguntad al jardinero por medio de qué proceso logra que prosperen gloriosamente toda rama y hoja y se desarrollen con simetría y hermosura. El os dirá que no es mediante un trato rudo ni un esfuerzo violento; porque eso no haría sino romper los delicados tallos. Es por medio de pequeñas atenciones repetidas con frecuencia. Riega el suelo y protege las crecientes plantas del viento impetuoso y del sol abrasador, y Dios las hace prosperar y florecer con hermosura. Al tratar con vuestros hijos, seguid el método del jardinero. Por toques suaves, por un ministerio amante, tratad de moldear su carácter según el carácter de Cristo.

Estimulad la expresión del amor hacia Dios y de unos hacia otros. La razón por la cual hay tantos hombres y mujeres de corazón duro en el mundo es porque el verdadero afecto ha sido considerado como debilidad, y ha sido desalentado y reprimido. La mejor naturaleza de estas personas fué ahogada en la infancia; y a menos que la luz del amor divino derrita su frío egoísmo, su felicidad quedará arruinada para siempre. Si queremos que nuestros hijos posean el tierno espíritu de Jesús y la simpatía que los ángeles manifiestan por nosotros, debemos estimular los impulsos generosos y amantes de la infancia.

Enseñad a los niños a ver a Cristo en la naturaleza. Sacadlos al aire libre, bajo los nobles árboles del huerto; y en todas las cosas maravillosas de la creación enseñadles a ver una expresión de su amor. Enseñadles que él hizo las leyes que gobiernan todas las cosas vivientes, que él ha hecho leyes para nosotros, y que esas leyes son para nuestra felicidad y nuestro gozo. No los canséis con largas oraciones y tediosas exhortaciones, sino que por medio de las lecciones objetivas de la naturaleza, enseñadles a obedecer la ley de Dios.

A medida que os granjeéis su confianza en vosotros como discípulos de Cristo, os será fácil enseñarles el gran amor con que nos amó. Mientras tratéis de hacerles claras las verdades de la salvación y los conduzcáis a Cristo como Salvador personal, los ángeles estarán a vuestro lado. El Señor dará gracia a los padres y las madres para que puedan interesar a sus pequeñuelos en la preciosa historia del niño de Belén, quien es en verdad la esperanza del mundo.

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Cuando Jesús dijo a sus discípulos que no impidiesen a los niños que fueran a él, hablaba a los que le seguirían en todos los siglos, a los dirigentes de la iglesia, a los ministros y sus ayudantes y a todos los cristianos. Jesús está atrayendo a los niños y nos ordena: “Dejad los niños venir a mí.” Es como si nos dijese: Vendrán a mí si no los impedís.

No permitamos que nuestro carácter diferente del de Cristo le represente falsamente. No apartemos a los pequeñuelos de él por nuestra frialdad y dureza. No les hagamos nunca sentir que el cielo no sería un lugar agradable para ellos si nosotros estuviésemos allí. No hablemos de la religión como de algo que los niños no pueden entender, ni obremos como si no esperásemos que ellos acepten a Cristo en su infancia. No les demos la falsa impresión de que la religión de Cristo es una religión lóbrega, y que al venir al Salvador deben renunciar a todo lo que llena de gozo la vida.

A medida que el Espíritu Santo mueve los corazones de los niños, cooperemos con su obra. Enseñémosles que el Salvador los llama, que nada puede darle mayor gozo que el hecho de que ellos se entreguen a él en la flor y frescura de sus años.

El Salvador considera con infinita ternura las almas que compró con su propia sangre. Son la adquisición de su amor. Las mira con anhelo indecible. Su corazón se siente atraído, no sólo a los niños que mejor se conducen, sino a aquellos que han heredado rasgos criticables de carácter. Muchos padres no comprenden cuánta responsabilidad tienen ellos por estos rasgos de sus niños. No tienen ternura y sabiduría para tratar con los que yerran, a quienes hicieron lo que son. Jesús considera a estos niños con compasión. El puede seguir de la causa al efecto.

El que trabaja para Cristo puede ser su agente para atraer a estos niños al Salvador. Con sabiduría y tacto, puede ligarlos a su corazón, puede darles valor y esperanza, y por la gracia de Cristo puede verlos transformados en carácter de manera que se pueda decir de ellos: “Porque de tales es el reino de Dios.”

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