El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 67 – Ayes sobre los fariseos

Este capítulo está basado en Mateo 23; Marcos 12:41-44; Lucas 20:45-47; 21:1-4.

ERA el último día que Cristo enseñara en el templo. La atención de todos los que formaban las vastas muchedumbres que se habían reunido en Jerusalén había sido atraída a él; el pueblo se había congregado en los atrios del templo, y atento a la contienda que se había desarrollado, no había perdido una palabra de las que cayeron de los labios de Jesús. Nunca se había presenciado una escena tal. Allí estaba el joven galileo, sin honores terrenales ni insignias reales. En derredor de él estaban los sacerdotes con sus lujosos atavíos, los gobernantes con sus mantos e insignias que indicaban su posición exaltada, y los escribas teniendo en las manos los rollos a los cuales se referían con frecuencia. Jesús estaba serenamente delante de ellos con la dignidad de un rey. Como investido de la autoridad celestial, miraba sin vacilación a sus adversarios, que habían rechazado y despreciado sus enseñanzas, y estaban sedientos de su vida. Le habían asaltado en gran número, pero sus maquinaciones para entramparle y condenarle habían sido inútiles. Había hecho frente a un desafío tras otro, presentando la verdad pura y brillante en contraste con las tinieblas y los errores de los sacerdotes y fariseos. Había expuesto a estos dirigentes su verdadera condición, y la retribución que con seguridad se atraerían si persistían en sus malas acciones. La amonestación había sido dada fielmente. Sin embargo, Cristo tenía aún otra obra que hacer. Le quedaba todavía un propósito por cumplir.

El interés del pueblo en Cristo y su obra había aumentado constantemente. A los circunstantes les encantaba su enseñanza, pero también los dejaba muy perplejos. Habían respetado a los sacerdotes y rabinos por su inteligencia y piedad aparente. En todos los asuntos religiosos, habían prestado siempre obediencia implícita a su autoridad. Pero ahora veían que estos hombres trataban de desacreditar a Jesús, maestro cuya virtud y conocimiento se destacaban con mayor brillo a cada asalto que sufría. Miraban los semblantes agachados de los sacerdotes y ancianos, y allí veían confusión y derrota. Se maravillaban de que los sacerdotes no quisieran creer en Jesús, cuando sus enseñanzas eran tan claras y sencillas. No sabían ellos mismos qué conducta asumir. Con ávida ansiedad, se fijaban en los movimientos de aquellos cuyos consejos habían seguido siempre.

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En las parábolas que Cristo había pronunciado, era su propósito amonestar a los sacerdotes e instruir a la gente que estaba dispuesta a ser enseñada. Pero era necesario hablar aun más claramente. La gente estaba esclavizada por su actitud reverente hacia la tradición y por su fe ciega en un sacerdocio corrompido. Cristo debía romper esas cadenas. El carácter de los sacerdotes, gobernantes y fariseos debía ser expuesto plenamente.

“Sobre la cátedra de Moisés—dijo él,—se sentaron los escribas y los Fariseos: así que todo lo que os dijeren que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras: porque dicen y no hacen.” Los escribas y los fariseos aseveraban estar investidos de autoridad divina similar a la de Moisés. Aseveraban reemplazarle como expositores de la ley y jueces del pueblo. Como tales, exigían del pueblo absoluto respeto y obediencia. Jesús invitó a sus oyentes a hacer lo que los rabinos les enseñaban según la ley, pero no a seguir su ejemplo. Ellos mismos no practicaban sus propias enseñanzas.

Y, además, enseñaban muchas cosas contrarias a las Escrituras. Jesús dijo: “Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; mas ni aun con su dedo las quieren mover.” Los fariseos imponían una multitud de reglamentos fundados en la tradición, que restringían irracionalmente la libertad personal. Y explicaban ciertas porciones de la ley de tal manera que imponían al pueblo observancias que ellos mismos pasaban por alto en secreto, y de las cuales, cuando respondía a su propósito, hasta aseveraban estar exentos.

Su objeto constante consistía en hacer ostentación de su piedad. Para ellos, nada era demasiado sagrado para servir a este fin. Dios había dicho a Moisés acerca de sus leyes: “Has de atarlas por señal en tu mano, y estarán por frontales entre tus ojos.”1 Estas palabras tienen un significado profundo. A medida que se medite en la Palabra de Dios y se la practique, el ser entero quedará ennoblecido. Al obrar con justicia y misericordia, las manos revelarán, como señal, los principios de la ley de Dios. Se mantendrán libres de cohecho, y de todo lo que sea corrupto y engañoso. Serán activas en obras de amor y compasión. Los ojos, dirigidos hacia un propósito noble, serán claros y veraces. El semblante y los ojos expresivos atestiguarán el carácter inmaculado de aquel que ama y honra la Palabra de Dios. Pero los judíos del tiempo de Cristo no discernían todo eso. La orden dada a Moisés había sido torcida en el sentido de que los preceptos de la Escritura debían llevarse sobre la persona. Por consiguiente se escribían en tiras de pergamino o filacterias que se ataban en forma conspicua en derredor de la cabeza y de las muñecas. Pero esto no daba a la ley de Dios dominio más firme sobre la mente y el corazón. Se llevaban estos pergaminos simplemente como insignias para llamar la atención. Se creía que daban a quienes los llevasen un aire de devoción capaz de inspirar reverencia al pueblo. Jesús asestó un golpe a esta vana pretensión:

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“Antes, todas sus obras hacen para ser mirados de los hombres; porque ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas; y las salutaciones en las plazas, y ser llamados de los hombres Rabbí, Rabbí. Mas vosotros, no queráis ser llamados Rabbí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo; y todos vosotros sois hermanos. Y vuestro padre no llaméis a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el cual está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo.” En estas claras palabras, el Salvador reveló la ambición egoísta que constantemente procuraba obtener cargos y poder manifestando una humildad ficticia, mientras el corazón estaba lleno de avaricia y envidia. Cuando las personas eran invitadas a una fiesta, los huéspedes se sentaban de acuerdo con su jerarquía, y los que obtenían el puesto más honorable recibían la primera atención y favores especiales. Los fariseos estaban siempre maquinando para obtener estos honores. Jesús reprendió esta práctica.

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También reprendió la vanidad manifestada al codiciar el título de rabino o maestro. Declaró que este título no pertenecía a los hombres, sino a Cristo. Los sacerdotes, escribas, gobernantes, expositores y administradores de la ley, eran todos hermanos, hijos de un mismo Padre. Jesús enseñó enfáticamente a la gente que no debía dar a ningún hombre un título de honor que indicase su dominio de la conciencia y la fe.

Si Cristo estuviese en la tierra hoy rodeado por aquellos que llevan el título de “Reverendo” o “Reverendísimo,” ¿no repetiría su aserto: “Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo”? La Escritura declara acerca de Dios: “Santo y terrible [reverendo, en inglés] es su nombre.”2 ¿A qué ser humano cuadra un título tal? Cuán poco revela el hombre de la sabiduría y justicia que indica. Cuántos de los que asumen este título representan falsamente el nombre y el carácter de Dios. ¡Ay, cuántas veces la ambición y el despotismo mundanales y los pecados más viles han estado ocultos bajo las bordadas vestiduras de un cargo alto y santo! El Salvador continuó:

“El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se ensalzare, será humillado; y el que se humillare, será ensalzado.” Repetidas veces Cristo había enseñado que la verdadera grandeza se mide por el valor moral. En la estima del cielo, la grandeza de carácter consiste en vivir para el bienestar de nuestros semejantes, en hacer obras de amor y misericordia. Cristo, el Rey de gloria, fué siervo del hombre caído.

“¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas!—dijo Jesús,—porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres; que ni vosotros entráis, ni a los que están entrando dejáis entrar.” Pervirtiendo las Escrituras, los sacerdotes y doctores de la ley cegaban la mente de aquellos que de otra manera habrían recibido un conocimiento del reino de Cristo y la vida interior y divina que es esencial para la verdadera santidad.

“¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque coméis las casas de las viudas, y por pretexto hacéis larga oración: por esto llevaréis más grave juicio.” Los fariseos ejercían gran influencia sobre la gente, y la aprovechaban para servir sus propios intereses. Conquistaban la confianza de viudas piadosas, y les indicaban que era su deber dedicar su propiedad a fines religiosos. Habiendo conseguido el dominio de su dinero, los astutos maquinadores lo empleaban para su propio beneficio. Para cubrir su falta de honradez, ofrecían largas oraciones en público y hacían gran ostentación de piedad, Cristo declaró que esta hipocresía les atraería mayor condenación. La misma reprensión cae sobre muchos que en nuestro tiempo hacen alta profesión de piedad. Su vida está manchada de egoísmo y avaricia, pero arrojan sobre ella un manto de aparente pureza, y así por un tiempo engañan a sus semejantes, Pero no pueden engañar a Dios. El lee todo propósito del corazón, y juzgará a cada uno según sus obras.

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Cristo no escatimó la condenación de los abusos, pero se esmeró en no reducir las obligaciones. Reprendió el egoísmo que extorsionaba y aplicaba mal los donativos de la viuda. Al mismo tiempo, alabó a la viuda que había traído su ofrenda a la tesorería de Dios. El abuso que hacía el hombre del donativo no podía desviar la bendición que Dios concedía a la dadora.

Jesús estaba en el atrio donde se hallaban los cofres del tesoro, y miraba a los que venían para depositar sus donativos. Muchos de los ricos traían sumas elevadas, que presentaban con gran ostentación. Jesús los miraba tristemente, pero sin hacer comentario acerca de sus ingentes ofrendas. Luego su rostro se iluminó al ver a una pobre viuda acercarse con vacilación, como temerosa de ser observada. Mientras los ricos y altaneros pasaban para depositar sus ofrendas, ella vacilaba como si no se atreviese a ir más adelante. Y sin embargo, anhelaba hacer algo, por poco que fuese, en favor de la causa que amaba. Miraba el donativo que tenía en la mano. Era muy pequeño en comparación con los que traían aquellos que la rodeaban, pero era todo lo que tenía. Aprovechando su oportunidad, echó apresuradamente sus dos blancas y se dió vuelta para irse. Pero al hacerlo, notó que la mirada de Jesús se fijaba con fervor en ella.

El Salvador llamó a sí a sus discípulos, y les pidió que notasen la pobreza de la viuda. Entonces sus palabras de elogio cayeron en los oídos de ella: “De verdad os digo, que esta pobre viuda echó más que todos.” Lágrimas de gozo llenaron sus ojos al sentir que su acto era comprendido y apreciado. Muchos le habrían aconsejado que guardase su pitanza para su propio uso. Puesto en las manos de los bien alimentados sacerdotes, se perdería de vista entre los muchos y costosos donativos traídos a la tesorería. Pero Jesús comprendía el motivo de ella. Ella creía que el servicio del templo era ordenado por Dios, y anhelaba hacer cuanto pudiese para sostenerlo. Hizo lo que pudo, y su acto había de ser un monumento a su memoria para todos los tiempos, y su gozo en la eternidad. Su corazón acompañó a su donativo, cuyo valor se había de estimar, no por el de la moneda, sino por el amor hacia Dios y el interés en su obra que había impulsado la acción.

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Jesús dijo acerca de la pobre viuda: “Echó más que todos.” Los ricos habían dado de su abundancia, muchos de ellos para ser vistos y honrados de los hombres. Sus grandes donativos no los habían privado de ninguna comodidad, ni siquiera de algún lujo; no habían requerido sacrificio alguno y no podían compararse en valor con las blancas de la viuda.

Es el motivo lo que da carácter a nuestros actos, marcándolos con ignominia o con alto valor moral. No son las cosas grandes que todo ojo ve y que toda lengua alaba lo que Dios tiene por más precioso. Los pequeños deberes cumplidos alegremente, los pequeños donativos dados sin ostentación, y que a los ojos humanos pueden parecer sin valor, se destacan con frecuencia más altamente a su vista. Un corazón lleno de fe y de amor es más apreciable para Dios que el don más costoso. La pobre viuda dió lo que necesitaba para vivir al dar lo poco que dió. Se privó de alimento para entregar esas dos blancas a la causa que amaba. Y lo hizo con fe, creyendo que su Padre celestial no pasaría por alto su gran necesidad. Fué este espíritu abnegado y esta fe infantil lo que mereció el elogio del Salvador.

Entre los pobres hay muchos que desean demostrar su gratitud a Dios por su gracia y verdad. Anhelan participar con sus hermanos más prósperos en el sostenimiento de su servicio. Estas almas no deben ser repelidas. Permítaseles poner sus blancas en el banco del cielo. Si las dan con corazón lleno de amor por Dios, estas aparentes bagatelas llegan a ser donativos consagrados, ofrendas inestimables que Dios aprecia y bendice.

Cuando Jesús dijo acerca de la viuda: “Echó más que todos,” sus palabras expresaron la verdad no sólo en cuanto al motivo, sino acerca de los resultados de su don. Las “dos blancas, que son un maravedí,” han traído a la tesorería de Dios una cantidad de dinero mucho mayor que las contribuciones de aquellos judíos ricos. La influencia de ese pequeño donativo ha sido como un arroyo, pequeño en su principio, pero que se ensancha y se profundiza a medida que va fluyendo en el transcurso de los siglos. Ha contribuído de mil maneras al alivio de los pobres y a la difusión del Evangelio. El ejemplo de abnegación de esa mujer ha obrado y vuelto a obrar en miles de corazones en todo país, en toda época. Ha impresionado tanto a ricos como a pobres, y sus ofrendas han aumentado el valor de su donativo. La bendición de Dios sobre las blancas de la viuda ha hecho de ellas una fuente de grandes resultados. Así también sucede con cada don entregado y todo acto realizado con un sincero deseo de glorificar a Dios. Está vinculado con los propósitos de la Omnipotencia. Nadie puede medir sus resultados para el bien.

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El Salvador continuó denunciando a los escribas y fariseos: “¡Ay de vosotros, guías ciegos! que decís: Cualquiera que jurare por el templo es nada; mas cualquiera que jurare por el oro del templo, deudor es. ¡Insensatos y ciegos! porque ¿cuál es mayor, el oro, o el templo que santifica al oro? Y: Cualquiera que jurare por el altar, es nada; mas cualquiera que jurare por el presente que está sobre él, deudor es. ¡Necios y ciegos! porque, ¿cuál es mayor, el presente, o el altar que santifica al presente?” Los sacerdotes interpretaban los requerimientos de Dios según su propia norma falsa y estrecha. Presumían de hacer delicadas distinciones en cuanto a la culpa comparativa de diversos pecados, pasando ligeramente sobre algunos, y tratando a otros, que eran tal vez de menor consecuencia, como imperdonables. Por cierta consideración pecuniaria, dispensaban a las personas de sus votos. Y por grandes sumas de dinero, pasaban a veces por alto crímenes graves. Al mismo tiempo, estos sacerdotes y gobernantes pronunciaban en otros casos severos juicios por ofensas triviales.

“¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejasteis lo que es lo más grave de la ley, es a saber, el juicio y la misericordia y la fe: esto era menester hacer, y no dejar lo otro.” En estas palabras Cristo vuelve a condenar el abuso de la obligación sagrada. No descarta la obligación misma. El sistema del diezmo era ordenado por Dios y había sido observado desde los tiempos más remotos. Abrahán, padre de los fieles, pagó diezmo de todo lo que poseía. Los gobernantes judíos reconocían la obligación de pagar diezmo, y eso estaba bien; pero no dejaban a la gente libre para ejecutar sus propias convicciones del deber. Habían trazado reglas arbitrarias para cada caso. Los requerimientos habían llegado a ser tan complicados que era imposible cumplirlos. Nadie sabía cuándo sus obligaciones estaban satisfechas. Como Dios lo dió, el sistema era justo y razonable, pero los sacerdotes y rabinos habían hecho de él una carga pesada.

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Todo lo que Dios ordena tiene importancia. Cristo reconoció que el pago del diezmo es un deber; pero demostró que no podía disculpar la negligencia de otros deberes. Los fariseos eran muy exactos en diezmar las hierbas del jardín como la menta, el anís y el comino; esto les costaba poco, y les daba reputación de meticulosos y santos. Al mismo tiempo, sus restricciones inútiles oprimían a la gente y destruían el respeto por el sistema sagrado ideado por Dios mismo. Ocupaban la mente de los hombres con distinciones triviales y apartaban su atención de las verdades esenciales. Los asuntos más graves de la ley: la justicia, la misericordia y la verdad, eran descuidados. “Esto—dijo Cristo,—era menester hacer, y no dejar lo otro.”

Otras leyes habían sido pervertidas igualmente por los rabinos. En las instrucciones dadas por medio de Moisés, se prohibía comer cosa inmunda. El consumo de carne de cerdo y de ciertos otros animales estaba prohibido, porque podían llenar la sangre de impurezas y acortar la vida. Pero los fariseos no dejaban estas restricciones como Dios las había dado. Iban a extremos injustificados. Entre otras cosas, exigían a la gente que colase toda el agua que bebiese, por si acaso contuviese el menor insecto capaz de ser clasificado entre los animales inmundos. Jesús, contrastando estas exigencias triviales con la magnitud de sus pecados reales, dijo a los fariseos: “¡Guías ciegos, que coláis el mosquito, mas tragáis el camello!”

“¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que de fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas de dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suciedad.” Como la tumba blanqueada y hermosamente decorada ocultaba en su interior restos putrefactos, la santidad externa de los sacerdotes y gobernantes ocultaba iniquidad. Jesús continuó:

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“¡Ay de vosotros, escribas y Fariseos, hipócritas! porque edificáis los sepulcros de los profetas, y adornáis los monumentos de los justos, y decís: Si fuéramos en los días de nuestros padres, no hubiéramos sido sus compañeros en la sangre de los profetas. Así que, testimonio dais a vosotros mismos, que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas.” A fin de manifestar su estima por los profetas muertos, los judíos eran muy celosos en hermosear sus tumbas; pero no aprovechaban sus enseñanzas, ni prestaban atención a sus reprensiones.

En los días de Cristo, se manifestaba consideración supersticiosa hacia los lugares de descanso de los muertos, y se prodigaban grandes sumas de dinero para adornarlos. A la vista de Dios, esto era idolatría. En su indebida consideración por los muertos, los hombres demostraban que no amaban a Dios sobre todas las cosas ni a su prójimo como a sí mismos. La misma idolatría se lleva a grados extremos hoy. Muchos son culpables de descuidar a la viuda y a los huérfanos, a los enfermos y a los pobres, para edificar costosos monumentos en honor a los muertos. Gastan pródigamente el tiempo, el dinero y el trabajo con este fin, mientras que no cumplen sus deberes para con los vivos, deberes que Cristo ordenó claramente.

Los fariseos construían las tumbas de los profetas, adornaban sus sepulcros y se decían unos a otros: Si hubiésemos vivido en los días de nuestros padres no habríamos participado con ellos en el derramamiento de la sangre de los siervos de Dios. Al mismo tiempo, se proponían quitar la vida de su Hijo. Esto debiera ser una lección para nosotros. Debiera abrir nuestros ojos acerca del poder que tiene Satanás para engañar el intelecto que se aparta de la luz de la verdad. Muchos siguen en las huellas de los fariseos. Reverencian a aquellos que murieron por su fe. Se admiran de la ceguera de los judíos al rechazar a Cristo. Declaran: Si hubiésemos vivido en su tiempo, habríamos recibido gozosamente sus enseñanzas; nunca habríamos participado en la culpa de aquellos que rechazaron al Salvador. Pero cuando la obediencia a Dios requiere abnegación y humillación, estas mismas personas ahogan sus convicciones y se niegan a obedecer. Así manifiestan el mismo espíritu que los fariseos a quienes Cristo condenó.

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Poco comprendían los judíos la terrible responsabilidad que entrañaba el rechazar a Cristo. Desde el tiempo en que fué derramada la primera sangre inocente, cuando el justo Abel cayó a manos de Caín, se ha repetido la misma historia, con culpabilidad cada vez mayor. En cada época, los profetas levantaron su voz contra los pecados de reyes, gobernantes y pueblo, pronunciando las palabras que Dios les daba y obedeciendo su voluntad a riesgo de su vida. De generación en generación, se fué acumulando un terrible castigo para los que rechazaban la luz y la verdad. Los enemigos de Cristo estaban ahora atrayendo ese castigo sobre sus cabezas. El pecado de los sacerdotes y gobernantes era mayor que el de cualquier generación precedente. Al rechazar al Salvador se estaban haciendo responsables de la sangre de todos los justos muertos desde Abel hasta Cristo. Estaban por hacer rebosar la copa de su iniquidad. Y pronto sería derramada sobre sus cabezas en justicia retributiva. Jesús se lo advirtió:

“Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Barachías, al cual matasteis entre el templo y el altar. De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación.”

Los escribas y fariseos que escuchaban a Jesús sabían que sus palabras eran la verdad. Sabían cómo había sido muerto el profeta Zacarías. Mientras las palabras de amonestación de Dios estaban sobre sus labios, una furia satánica se apoderó del rey apóstata, y a su orden se dió muerte al profeta. Su sangre manchó las mismas piedras del atrio del templo, y no pudo ser borrada; permaneció como testimonio contra el Israel apóstata. Mientras subsistiese el templo, allí estaría la mancha de aquella sangre justa, clamando por venganza a Dios. Cuando Jesús se refirió a estos terribles pecados, una conmoción de horror sacudió a la multitud.

Mirando hacia adelante, Jesús declaró que la impenitencia de los judíos y su intolerancia para con los siervos de Dios, sería en lo futuro la misma que en lo pasado:

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“Por tanto, he aquí, yo envío a vosotros profetas, y sabios, y escribas: y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros de ellos azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad.” Profetas y sabios, llenos de fe y del Espíritu Santo—Esteban, Santiago y muchos otros,—iban a ser condenados y muertos. Con la mano alzada hacia el cielo, y mientras una luz divina rodeaba su persona, Cristo habló como juez a los que estaban delante de él. Su voz, que se había oído frecuentemente en amables tonos de súplica, se oía ahora en reprensión y condenación. Los oyentes se estremecieron. Nunca había de borrarse la impresión hecha por sus palabras y su mirada.

La indignación de Cristo iba dirigida contra la hipocresía, los groseros pecados por los cuales los hombres destruían su alma, engañaban a la gente y deshonraban a Dios. En el raciocinio especioso y seductor de los sacerdotes y gobernantes, él discernió la obra de los agentes satánicos. Aguda y escudriñadora había sido su denuncia del pecado; pero no habló palabras de represalias. Sentía una santa ira contra el príncipe de las tinieblas; pero no manifestó irritación. Así también el cristiano que vive en armonía con Dios, y posee los suaves atributos del amor y la misericordia, sentirá una justa indignación contra el pecado; pero no le incitará la pasión a vilipendiar a los que le vilipendien. Aun al hacer frente a aquellos que, movidos por un poder infernal, sostienen la mentira, conservará en Cristo la serenidad y el dominio propio.

La compasión divina se leía en el semblante del Hijo de Dios mientras dirigía una última mirada al templo y luego a sus oyentes. Con voz ahogada por la profunda angustia de su corazón y amargas lágrimas, exclamó: “¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas, y apedreas a los que son enviados a til ¡cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no quisiste!” Esta es la lucha de la separación. En el lamento de Cristo, se exhala el anhelo del corazón de Dios. Es la misteriosa despedida del amor longánime de la Divinidad.

Los fariseos y saduceos quedaron todos callados. Jesús reunió a sus discípulos y se dispuso a abandonar el templo, no como quien estuviese derrotado y obligado a huir de la presencia de sus enemigos, sino como quien ha terminado su obra. Se retiró vencedor de la contienda.

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Las gemas de verdad que cayeron de los labios de Cristo en aquel día memorable, fueron atesoradas en muchos corazones. Hicieron brotar a la vida nuevos pensamientos, despertaron nuevas aspiraciones y crearon una nueva historia. Después de la crucifixión y la resurrección de Cristo, estas personas se adelantaron y cumplieron su comisión divina con una sabiduría y un celo correspondientes a la grandeza de la obra. Dieron un mensaje que impresionaba el corazón de los hombres, debilitando las antiguas supersticiones que habían empequeñecido durante tanto tiempo la vida de millares. Ante su testimonio, las teorías y las filosofías humanas llegaron a ser como fábulas ociosas. Grandes fueron los resultados de las palabras del Salvador a esta muchedumbre llena de asombro y pavor en el templo de Jerusalén.

Pero Israel como nación se había divorciado de Dios. Las ramas naturales del olivo estaban quebradas. Mirando por última vez al interior del templo, Jesús dijo con tono patético y lastimoso: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor.” Hasta aquí había llamado al templo casa de su Padre; pero ahora, al salir el Hijo de Dios de entre sus murallas, la presencia de Dios se iba a retirar para siempre del templo construído para su gloria. Desde entonces sus ceremonias no tendrían significado, sus ritos serían una mofa.

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