La historia de Judas presenta el triste fin de una vida que podría haber sido honrada de Dios. Si Judas hubiese muerto antes de su último viaje a Jerusalén, habría sido considerado como un hombre digno de un lugar entre los doce, y su desaparición habría sido muy sentida. A no ser por los atributos revelados al final de su historia, el aborrecimiento que le ha seguido a través de los siglos no habría existido. Pero su carácter fué desenmascarado al mundo con un propósito. Había de servir de advertencia a todos los que, como él, hubiesen de traicionar cometidos sagrados.
Un poco antes de la Pascua, Judas había renovado con los sacerdotes su contrato de entregar a Jesús en sus manos. Entonces se determinó que el Salvador fuese prendido en uno de los lugares donde se retiraba a meditar y orar. Desde el banquete celebrado en casa de Simón, Judas había tenido oportunidad de reflexionar en la acción que había prometido ejecutar, pero su propósito no había cambiado. Por treinta piezas de plata—el precio de un esclavo—entregó al Señor de gloria a la ignominia y la muerte.
Judas tenía, por naturaleza, fuerte apego al dinero; pero no había sido siempre bastante corrupto para realizar una acción como ésta. Había fomentado el mal espíritu de la avaricia, hasta que éste había llegado a ser el motivo predominante de su vida. El amor al dinero superaba a su amor por Cristo. Al llegar a ser esclavo de un vicio, se entregó a Satanás para ser arrastrado a cualquier bajeza de pecado.
Judas se había unido a los discípulos cuando las multitudes seguían a Cristo. La enseñanza del Salvador conmovía sus corazones mientras pendían arrobados de las palabras que pronunciaba en la sinagoga, a orillas del mar o en el monte. Judas vió a los enfermos, los cojos y los ciegos acudir a Jesús desde los pueblos y las ciudades. Vió a los moribundos puestos a sus pies. Presenció las poderosas obras del Salvador al sanar a los enfermos, echar a los demonios y resucitar a los muertos. Sintió en su propia persona la evidencia del poder de Cristo. Reconoció la enseñanza de Cristo como superior a todo lo que hubiese oído. Amaba al gran Maestro, y deseaba estar con él. Sintió un deseo de ser transformado en su carácter y su vida, y esperó obtenerlo relacionándose con Jesús. El Salvador no rechazó a Judas. Le dió un lugar entre los doce. Le confió la obra de un evangelista. Le dotó de poder para sanar a los enfermos y echar a los demonios. Pero Judas no llegó al punto de entregarse plenamente a Cristo. No renunció a su ambición mundanal o a su amor al dinero. Aunque aceptó el puesto de ministro de Cristo, no se dejó modelar por la acción divina. Creyó que podía conservar su propio juicio y sus opiniones, y cultivó una disposición a criticar y acusar.
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Judas era tenido en alta estima por los discípulos, y ejercía gran influencia sobre ellos. Tenía alta opinión de sus propias cualidades y consideraba a sus hermanos muy inferiores a él en juicio y capacidad. Ellos no veían sus oportunidades, pensaba él, ni aprovechaban las circunstancias. La iglesia no prosperaría nunca con hombres tan cortos de vista como directores. Pedro era impetuoso; obrada sin consideración. Juan, que atesoraba las verdades que caían de los labios de Cristo, era considerado por Judas como mal financista. Mateo, cuya preparación le había enseñado a ser exacto en todas las cosas, era muy meticuloso en cuanto a la honradez, y estaba siempre contemplando las palabras de Cristo, y se absorbía tanto en ellas que, según pensaba Judas, nunca se le podría confiar la transacción de asuntos que requiriesen previsión y agudeza. Así pasaba Judas revista a todos los discípulos, y se lisonjeaba porque, de no tener él su capacidad para manejar las cosas, la iglesia se vería con frecuencia en perplejidad y embarazo. Judas se consideraba como el único capaz, aquel a quien no podía aventajársele en los negocios. En su propia estima, reportaba honra a la causa, y como tal se representaba siempre.
Judas estaba ciego en cuanto a su propia debilidad de carácter, y Cristo le colocó donde tuviese oportunidad de verla y corregirla. Como tesorero de los discípulos, estaba llamado a proveer a las necesidades del pequeño grupo y a aliviar las necesidades de los pobres. Cuando, en el aposento de la Pascua, Jesús le dijo: “Lo que haces, hazlo más presto,”1 los discípulos pensaron que le ordenaba comprar lo necesario para la fiesta o dar algo a los pobres. Mientras servía a otros, Judas podría haber desarrollado un espíritu desinteresado. Pero aunque escuchaba diariamente las lecciones de Cristo y presenciaba su vida de abnegación, Judas alimentaba su disposición avara. Las pequeñas sumas que llegaban a sus manos, eran una continua tentación. Con frecuencia, cuando hacía un pequeño servicio para Cristo, o dedicaba tiempo a propósitos religiosos, se cobraba de este escaso fondo. A sus propios ojos, estos pretextos servían para excusar su acción; pero a la vista de Dios, era ladrón.
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La declaración con frecuencia repetida por Cristo de que su reino no era de este mundo, ofendía a Judas. El había trazado una conducta de acuerdo con la cual él esperaba que Cristo obrase. Se había propuesto que Juan el Bautista fuese librado de la cárcel. Pero he aquí que Juan había sido decapitado. Y Jesús, en vez de aseverar su derecho real y vengar la muerte de Juan, se retiró con sus discípulos a un lugar del campo. Judas quería una guerra más agresiva. Pensaba que si Jesús no impidiese a los discípulos ejecutar sus planes, la obra tendría más éxito. Notaba la creciente enemistad de los dirigentes judíos, y vió su desafío quedar sin respuesta cuando exigieron de Cristo una señal del cielo. Su corazón estaba abierto a la incredulidad, y el enemigo le proporcionaba motivos de duda y rebelión. ¿Por qué se espaciaba tanto Jesús en lo que era desalentador? ¿Por qué predecía pruebas y persecución para sí y sus discípulos? La perspectiva de obtener un puesto elevado en el nuevo reino había inducido a Judas a abrazar la causa de Cristo. ¿Iban a quedar frustradas sus esperanzas? Judas no había llegado a la conclusión de que Jesús no fuera el Hijo de Dios; pero dudaba, y procuraba hallar alguna explicación de sus poderosas obras.
A pesar de la propia enseñanza del Salvador, Judas estaba de continuo sugiriendo la idea de que Cristo iba a reinar como rey en Jerusalén. Procuró obtenerlo cuando los cinco mil fueron alimentados. En esta ocasión, Judas ayudó a distribuir el alimento a la hambrienta multitud. Tuvo oportunidad de ver el beneficio que estaba a su alcance impartir a otros. Sintió la satisfacción que siempre proviene de servir a Dios. Ayudó a traer a los enfermos y dolientes de entre la multitud a Cristo. Vió qué alivio, qué gozo y alegría penetraban en los corazones humanos por el poder sanador del Restaurador. Podría haber comprendido los métodos de Cristo. Pero estaba cegado por sus propios deseos egoístas. Judas fué el primero en aprovecharse del entusiasmo despertado por el milagro de los panes El fué quien puso en pie el proyecto de tomar a Cristo por la fuerza y hacerle rey. Sus esperanzas eran grandes y su des encanto fué amargo.
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El discurso de Cristo en la sinagoga acerca del pan de vida, fué el punto decisivo en la historia de Judas. Oyó las palabras: “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.”2 Vió que Cristo ofrecía beneficio espiritual más bien que mundanal. Se consideraba como previsor, y pensó que podía vislumbrar que Cristo no tendría honores ni podría conceder altos puestos a sus seguidores. Resolvió no unirse tan íntimamente con Cristo que no pudiese apartarse. Quedaría a la expectativa, y así lo hizo.
Desde ese tiempo expresó dudas que confundían a los discípulos. Introducía controversias y sentimientos engañosos, repitiendo los argumentos presentados por los escribas y fariseos contra los asertos de Cristo. Todas las dificultades y cruces, grandes y pequeñas, las contrariedades y aparentes estorbos para el adelantamiento del Evangelio, eran interpretados por Judas como evidencias contra su veracidad. Introducía pasajes de la Escritura que no tenían relación con las verdades que Cristo presentaba. Estos pasajes, separados de su contexto, dejaban perplejos a los discípulos y aumentaban el desaliento que constantemente los apremiaba. Sin embargo, Judas hacía todo esto de una manera que parecía concienzuda. Y mientras los discípulos buscaban pruebas que confirmasen las palabras del gran Maestro, Judas los conducía casi imperceptiblemente por otro camino. Así, de una manera muy religiosa y aparentemente sabia, daba a los asuntos un cariz diferente del que Jesús les había dado y atribuía a sus palabras un significado que él no les había impartido. Sus sugestiones excitaban constantemente un deseo ambicioso de preferencia temporal, y así apartaban a los discípulos de las cosas importantes que debieran haber considerado. La disensión en cuanto a cuál de ellos era el mayor era generalmente provocada por Judas.
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Cuando Jesús presentó al joven rico la condición del discipulado, Judas sintió desagrado. Pensó que se había cometido un error. Si a hombres como este joven príncipe podía relacionárselos con los creyentes, ayudarían a sostener la causa de Cristo. Si se le hubiese recibido a él, Judas, como consejero, pensaba, podría haber sugerido muchos planes ventajosos para la pequeña iglesia. Sus principios y métodos diferirían algo de los de Cristo, pero en estas cosas se creía más sabio que Cristo.
En todo lo que Cristo decía a sus discípulos, había algo con lo cual Judas no estaba de acuerdo en su corazón. Bajo su influencia, la levadura del desamor estaba haciendo rápidamente su obra. Los discípulos no veían la verdadera influencia que obraba en todo esto; pero Jesús veía que Satanás estaba comunicando sus atributos a Judas y abriendo así un conducto por el cual podría influir en los otros discípulos. Y esto Cristo lo declaró un año antes de su entrega. “¿No he escogido yo a vosotros doce—dijo,—y uno de vosotros es diablo?”3
Sin embargo, Judas no se oponía abiertamente ni parecía poner en duda las lecciones del Salvador. No murmuró abiertamente hasta la fiesta celebrada en la casa de Simón. Cuando María ungió los pies del Salvador, Judas manifestó su disposición codiciosa. Bajo el reproche de Jesús, su espíritu se transformó en hiel. El orgullo herido y el deseo de venganza quebrantaron las barreras, y la codicia durante tanto tiempo alimentada le dominó. Así sucederá a todo aquel que persista en mantener trato con el pecado. Cuando no se resisten y vencen los elementos de la depravación, responden ellos a la tentación de Satanás y el alma es llevada cautiva a su voluntad.
Pero Judas no estaba completamente empedernido. Aun después de haberse comprometido dos veces a traicionar al Salvador, tuvo oportunidad de arrepentirse. En ocasión de la cena de Pascua, Jesús demostró su divinidad revelando el propósito del traidor. Incluyó tiernamente a Judas en el servicio hecho a los discípulos. Pero no fué oída su última súplica de amor. Entonces el caso de Judas fué decidido, y los pies que Jesús había lavado salieron para consumar la traición.
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Judas razonó que si Jesús había de ser crucificado, el hecho acontecería de todos modos. Su propio acto de entregar al Salvador no cambiaría el resultado. Si Jesús no debía morir, lo único que haría sería obligarle a librarse. En todo caso, Judas ganaría algo por su traición. Calculaba que había hecho un buen negocio traicionando a su Señor.
Sin embargo, Judas no creía que Cristo se dejaría arrestar. Al entregarle, era su propósito enseñarle una lección. Se proponía desempeñar un papel que indujera al Salvador a tener desde entonces cuidado de tratarle con el debido respeto. Pero Judas no sabía que estaba entregando a Cristo a la muerte. ¡Cuántas veces, mientras el Salvador enseñaba en parábolas, los escribas y fariseos habían sido arrebatados por sus ilustraciones sorprendentes! ¡Cuántas veces habían pronunciado juicio contra sí mismos! Con frecuencia, cuando la verdad penetraba en su corazón, se habían llenado de ira, y habían alzado piedras para arrojárselas; pero vez tras vez había escapado. Puesto que había escapado de tantas trampas, pensaba Judas, no se dejaría ciertamente prender esta vez tampoco.
Judas decidió probar el asunto. Si Jesús era realmente el Mesías, el pueblo, por el cual había hecho tanto, se reuniría en derredor suyo, y le proclamaría rey. Esto haría decidirse para siempre a muchos espíritus que estaban ahora en la incertidumbre. Judas tendría en su favor el haber puesto al rey en el trono de David. Y este acto le aseguraría el primer puesto, el siguiente a Cristo en el nuevo reino.
El falso discípulo desempeñó su parte en la entrega de Jesús. En el huerto, cuando dijo a los caudillos de la turba: “Al que yo besare, aquél es: prendedle,”4 creía plenamente que Cristo escaparía de sus manos. Entonces, si le inculpaban, diría: ¿No os había dicho que lo prendieseis?
Judas contempló a los apresadores de Cristo mientras, actuando según sus palabras, le ataban firmemente. Con asombro vió que el Salvador se dejaba llevar. Ansiosamente le siguió desde el huerto hasta el proceso delante de los gobernantes judíos. A cada movimiento, esperaba que Cristo sorprendiese a sus enemigos presentándose delante de ellos como Hijo de Dios y anulando todas sus maquinaciones y poder. Pero mientras hora tras hora transcurría, y Jesús se sometía a todos los abusos acumulados sobre él, se apoderó del traidor un terrible temor de haber entregado a su Maestro a la muerte.
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Cuando el juicio se acercaba al final, Judas no pudo ya soportar la tortura de su conciencia culpable. De repente, una voz ronca cruzó la sala, haciendo estremecer de terror todos los corazones: ¡Es inocente; perdónale, oh, Caifás!
Se vió entonces a Judas, hombre de alta estatura, abrirse paso a través de la muchedumbre asombrada. Su rostro estaba pálido y desencajado, y había en su frente gruesas gotas de sudor. Corriendo hacia el sitial del juez, arrojó delante del sumo sacerdote las piezas de plata que habían sido el precio de la entrega de su Señor. Asiéndose vivamente del manto de Caifás, le imploró que soltase a Jesús y declaró que no había hecho nada digno de muerte. Caifás se desprendió airadamente de él, pero quedó confuso y sin saber qué decir. La perfidia de los sacerdotes quedaba revelada. Era evidente que habían comprado al discípulo para que traicionase a su Maestro.
“Yo he pecado—gritó otra vez Judas—entregando la sangre inocente.” Pero el sumo sacerdote, recobrando el dominio propio, contestó con desprecio: “¿Qué se nos da a nosotros? Viéraslo tú.”5 Los sacerdotes habían estado dispuestos a hacer de Judas su instrumento; pero despreciaban su bajeza. Cuando les hizo su confesión, lo rechazaron desdeñosamente.
Judas se echó entonces a los pies de Jesús, reconociéndole como Hijo de Dios, y suplicándole que se librase. El Salvador no reprochó a su traidor. Sabía que Judas no se arrepentía; su confesión fué arrancada a su alma culpable por un terrible sentimiento de condenación en espera del juicio, pero no sentía un profundo y desgarrador pesar por haber entregado al inmaculado Hijo de Dios y negado al Santo de Israel. Sin embargo, Jesús no pronunció una sola palabra de condenación. Miró compasivamente a Judas y dijo: “Para esta hora he venido al mundo.”
Un murmullo de sorpresa corrió por toda la asamblea. Con asombro, presenciaron todos la longanimidad de Cristo hacia su traidor. Otra vez sintieron la convicción de que ese hombre era más que mortal. Pero si era el Hijo de Dios, se preguntaban, ¿por qué no se libraba de sus ataduras y triunfaba sobre sus acusadores?
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Judas vió que sus súplicas eran vanas, y salió corriendo de la sala exclamando: ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde! Sintió que no podía vivir para ver a Cristo crucificado y, desesperado, salió y se ahorcó.
Más tarde ese mismo día, en el trayecto del tribunal de Pilato al Calvario, se produjo una interrupción en los gritos y burlas de la perversa muchedumbre que conducía a Jesús al lugar de la crucifixión. Mientras pasaban por un lugar retirado, vieron al pie de un árbol seco, el cuerpo de Judas. Era un espectáculo repugnante. Su peso había roto la soga con la cual se había colgado del árbol. Al caer, su cuerpo había quedado horriblemente mutilado, y los perros lo estaban devorando. Sus restos fueron inmediatamente enterrados; pero hubo menos burlas entre la muchedumbre, y más de uno revelaba en su rostro pálido sus pensamientos íntimos. La retribución parecía estar cayendo ya sobre aquellos que eran culpables de la sangre de Jesús.