El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 81 – “El señor ha resucitado”

Este capítulo está basado en Mateo 28:2-4, 11-15.

Había transcurrido lentamente la noche del primer día de la semana. Había llegado la hora más sombría, precisamente antes del amanecer. Cristo estaba todavía preso en su estrecha tumba. La gran piedra estaba en su lugar; el sello romano no había sido roto; los guardias romanos seguían velando. Y había vigilantes invisibles. Huestes de malos ángeles se cernían sobre el lugar. Si hubiese sido posible, el príncipe de las tinieblas, con su ejército apóstata, habría mantenido para siempre sellada la tumba que guardaba al Hijo de Dios. Pero un ejército celestial rodeaba al sepulcro. Angeles excelsos en fortaleza guardaban la tumba, y esperaban para dar la bienvenida al Príncipe de la vida.

“Y he aquí que fué hecho un gran terremoto; porque un ángel del Señor descendió del cielo.”1 Revestido con la panoplia de Dios, este ángel dejó los atrios celestiales. Los resplandecientes rayos de la gloria de Dios le precedieron e iluminaron su senda. “Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve. Y de miedo de él los guardas se asombraron, y fueron vueltos como muertos.”

¿Dónde está, sacerdotes y príncipes, el poder de vuestra guardia?—Valientes soldados que nunca habían tenido miedo al poder humano son ahora como cautivos tomados sin espada ni lanza. El rostro que miran no es el rostro de un guerrero mortal; es la faz del más poderoso ángel de la hueste del Señor. Este mensajero es el que ocupa la posición de la cual cayó Satanás. Es aquel que en las colinas de Belén proclamó el nacimiento de Cristo. La tierra tiembla al acercarse, huyen las huestes de las tinieblas y, mientras hace rodar la piedra, el cielo parece haber bajado a la tierra. Los soldados le ven quitar la piedra como si fuese un canto rodado, y le oyen clamar: Hijo de Dios, sal fuera; tu Padre te llama. Ven a Jesús salir de la tumba, y le oyen proclamar sobre el sepulcro abierto: “Yo soy la resurrección y la vida.” Mientras sale con majestad y gloria, la hueste angélica se postra en adoración delante del Redentor y le da la bienvenida con cantos de alabanza.

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Un terremoto señaló la hora en que Cristo depuso su vida, y otro terremoto indicó el momento en que triunfante la volvió a tomar. El que había vencido la muerte y el sepulcro salió de la tumba con el paso de un vencedor, entre el bamboleo de la tierra, el fulgor del relámpago y el rugido del trueno. Cuando vuelva de nuevo a la tierra, sacudirá “no solamente la tierra, mas aun el cielo.”2 “Temblará la tierra vacilando como un borracho, y será removida como una choza.” “Plegarse han los cielos como un libro;” “los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella están serán quemadas.” “Mas Jehová será la esperanza de su pueblo, y la fortaleza de los hijos de Israel.”3

Al morir Jesús, los soldados habían visto la tierra envuelta en tinieblas al mediodía; pero en ocasión de la resurrección vieron el resplandor de los ángeles iluminar la noche, y oyeron a los habitantes del cielo cantar con grande gozo y triunfo: ¡Has vencido a Satanás y las potestades de las tinieblas; has absorbido la muerte por la victoria!

Cristo surgió de la tumba glorificado, y la guardia romana lo contempló. Sus ojos quedaron clavados en el rostro de Aquel de quien se habían burlado tan recientemente. En este ser glorificado, contemplaron al prisionero a quien habían visto en el tribunal, a Aquel para quien habían trenzado una corona de espinas. Era el que había estado sin ofrecer resistencia delante de Pilato y de Herodes, Aquel cuyo cuerpo había sido lacerado por el cruel látigo, Aquel a quien habían clavado en la cruz, hacia quien los sacerdotes y príncipes, llenos de satisfacción propia, habían sacudido la cabeza diciendo: “A otros salvó, a sí mismo no puede salvar.”4 Era Aquel que había sido puesto en la tumba nueva de José. El decreto del Cielo había librado al cautivo. Montañas acumuladas sobre montañas y encima de su sepulcro, no podrían haberle impedido salir.

Al ver a los ángeles y al glorificado Salvador, los guardias romanos se habían desmayado y caído como muertos. Cuando el séquito celestial quedó oculto de su vista, se levantaron y tan prestamente como los podían llevar sus temblorosos miembros se encaminaron hacia la puerta del jardín. Tambaleándose como borrachos, se dirigieron apresuradamente a la ciudad contando las nuevas maravillosas a cuantos encontraban. Iban adonde estaba Pilato, pero su informe fué llevado a las autoridades judías, y los sumos sacerdotes y príncipes ordenaron que fuesen traídos primero a su presencia. Estos soldados ofrecían una extraña apariencia. Temblorosos de miedo, con los rostros pálidos, daban testimonio de la resurrección de Cristo. Contaron todo como lo habían visto; no habían tenido tiempo para pensar ni para decir otra cosa que la verdad, Con dolorosa entonación dijeron: Fué el Hijo de Dios quien fué crucificado; hemos oído a un ángel proclamarle Majestad del cielo, Rey de gloria.

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Los rostros de los sacerdotes parecían como de muertos. Caifás procuró hablar. Sus labios se movieron, pero no expresaron sonido alguno. Los soldados estaban por abandonar la sala del concilio, cuando una voz los detuvo. Caifás había recobrado por fin el habla.—Esperad, esperad,—exclamó.—No digáis a nadie lo que habéis visto.

Un informe mentiroso fué puesto entonces en boca de los soldados. “Decid—ordenaron los sacerdotes:—Sus discípulos vinieron de noche, y le hurtaron, durmiendo nosotros.” En esto los sacerdotes se excedieron. ¿Cómo podían los soldados decir que mientras dormían los discípulos habían robado el cuerpo? Si estaban dormidos, ¿cómo podían saberlo? Y si los discípulos hubiesen sido culpables de haber robado el cuerpo de Cristo, ¿no habrían tratado primero los sacerdotes de condenarlos? O si los centinelas se hubiesen dormido al lado de la tumba, ¿no habrían sido los sacerdotes los primeros en acusarlos ante Pilato?

Los soldados se quedaron horrorizados al pensar en atraer sobre sí mismos la acusación de dormir en su puesto. Era un delito punible de muerte. ¿Debían dar falso testimonio, engañar al pueblo y hacer peligrar su propia vida? ¿Acaso no habían cumplido su penosa vela con alerta vigilancia? ¿Cómo podrían soportar el juicio, aun por el dinero, si se perjuraban?

A fin de acallar el testimonio que temían, los sacerdotes prometieron asegurar la vida de la guardia diciendo que Pilato no deseaba más que ellos que circulase un informe tal. Los soldados romanos vendieron su integridad a los judíos por dinero. Comparecieron delante de los sacerdotes cargados con muy sorprendente mensaje de verdad; salieron con una carga de dinero, y en sus lenguas un informe mentiroso fraguado para ellos por los sacerdotes.

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Mientras tanto la noticia de la resurrección de Cristo había sido llevada a Pilato. Aunque Pilato era responsable por haber entregado a Cristo a la muerte, se había quedado comparativamente despreocupado. Aunque había condenado de muy mala gana al Salvador y con un sentimiento de compasión, no había sentido hasta ahora ninguna verdadera contrición. Con terror se encerró entonces en su casa, resuelto a no ver a nadie. Pero los sacerdotes penetraron hasta su presencia, contaron la historia que habían inventado y le instaron a pasar por alto la negligencia que habían tenido los centinelas con su deber. Pero antes de consentir en esto, él interrogó en privado a los guardias. Estos, temiendo por su seguridad, no se atrevieron a ocultar nada, y Pilato obtuvo de ellos un relato de todo lo que había sucedido. No llevó el asunto más adelante, pero desde entonces no hubo más paz para él.

Cuando Jesús estuvo en el sepulcro, Satanás triunfó. Se atrevió a esperar que el Salvador no resucitase. Exigió el cuerpo del Señor, y puso su guardia en derredor de la tumba procurando retener a Cristo preso. Se airó acerbamente cuando sus ángeles huyeron al acercarse el mensajero celestial. Cuando vió a Cristo salir triunfante, supo que su reino acabaría y que él habría de morir finalmente.

Al dar muerte a Cristo, los sacerdotes se habían hecho instrumentos de Satanás. Ahora estaban enteramente en su poder. Estaban enredados en una trampa de la cual no veían otra salida que la continuación de su guerra contra Cristo. Cuando oyeron la nueva de su resurrección, temieron la ira del pueblo. Sintieron que su propia vida estaba en peligro. Su única esperanza consistía en probar que Cristo había sido un impostor y negar que hubiese resucitado. Sobornaron a los soldados y obtuvieron el silencio de Pilato. Difundieron sus informes mentirosos lejos y cerca. Pero había testigos a quienes no podían acallar. Muchos habían oído el testimonio de los soldados en cuanto a la resurrección de Cristo. Y ciertos muertos que salieron con Cristo aparecieron a muchos y declararon que había resucitado. Fueron comunicados a los sacerdotes informes de personas que habían visto a esos resucitados y oído su testimonio. Los sacerdotes y príncipes estaban en continuo temor, no fuese que mientras andaban por las calles, o en la intimidad de sus hogares, se encontrasen frente a frente con Cristo. Sentían que no había seguridad para ellos. Los cerrojos y las trancas ofrecerían muy poca protección contra el Hijo de Dios. De día y de noche, esta terrible escena del tribunal en que habían clamado: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos,”5 estaba delante de ellos. Nunca más se habría de desvanecer de su espíritu el recuerdo de esa escena. Nunca más volvería a sus almohadas el sueño apacible.

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Cuando la voz del poderoso ángel fué oída junto a la tumba de Cristo, diciendo: “Tu Padre te llama,” el Salvador salió de la tumba por la vida que había en él. Quedó probada la verdad de sus palabras: “Yo pongo mi vida, para volverla a tomar…. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar.” Entonces se cumplió la profecía que había hecho a los sacerdotes y príncipes: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.”6

Sobre la tumba abierta de José, Cristo había proclamado triunfante: “Yo soy la resurrección y la vida.” Únicamente la Divinidad podía pronunciar estas palabras. Todos los seres creados viven por la voluntad y el poder de Dios. Son receptores dependientes de la vida de Dios. Desde el más sublime serafín hasta el ser animado más humilde, todos son renovados por la Fuente de la vida. Únicamente el que es uno con Dios podía decir: Tengo poder para poner mi vida, y tengo poder para tomarla de nuevo. En su divinidad, Cristo poseía el poder de quebrar las ligaduras de la muerte.

Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de aquellos que dormían. Estaba representado por la gavilla agitada, y su resurrección se realizó en el mismo día en que esa gavilla era presentada delante del Señor. Durante más de mil años, se había realizado esa ceremonia simbólica. Se juntaban las primeras espigas de grano maduro de los campos de la mies, y cuando la gente subía a Jerusalén para la Pascua, se agitaba la gavilla de primicias como ofrenda de agradecimiento delante de Jehová. No podía ponerse la hoz a la mies para juntarla en gavillas antes que esa ofrenda fuese presentada. La gavilla dedicada a Dios representaba la mies. Así también Cristo, las primicias, representaba la gran mies espiritual que ha de ser juntada para el reino de Dios. Su resurrección es símbolo y garantía de la resurrección de todos los justos muertos. “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con él a los que durmieron en Jesús.”7

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Al resucitar Cristo, sacó de la tumba una multitud de cautivos. El terremoto ocurrido en ocasión de su muerte había abierto sus tumbas, y cuando él resucitó salieron con él. Eran aquellos que habían sido colaboradores con Dios y que, a costa de su vida, habían dado testimonio de la verdad. Ahora iban a ser testigos de Aquel que los había resucitado.

Durante su ministerio, Jesús había dado la vida a algunos muertos. Había resucitado al hijo de la viuda de Naín, a la hija del príncipe y a Lázaro. Pero éstos no fueron revestidos de inmortalidad. Después de haber sido resucitados, estaban todavía sujetos a la muerte. Pero los que salieron de la tumba en ocasión de la resurrección de Cristo fueron resucitados para vida eterna. Ascendieron con él como trofeos de su victoria sobre la muerte y el sepulcro. Estos, dijo Cristo, no son ya cautivos de Satanás; los he redimido. Los he traído de la tumba como primicias de mi poder, para que estén conmigo donde yo esté y no vean nunca más la muerte ni experimenten dolor.

Estos entraron en la ciudad y aparecieron a muchos declarando: Cristo ha resucitado de los muertos, y nosotros hemos resucitado con él. Así fué inmortalizada la sagrada verdad de la resurrección. Los santos resucitados atestiguaron la verdad de las palabras: “Tus muertos vivirán; junto con mi cuerpo muerto resucitarán.” Su resurrección ilustró el cumplimiento de la profecía: “¡Despertad y cantad, moradores del polvo! porque tu rocío, cual rocío de hortalizas; y la tierra echará los muertos.”8

Para el creyente, Cristo es la resurrección y la vida. En nuestro Salvador, la vida que se había perdido por el pecado es restaurada; porque él tiene vida en sí mismo para vivificar a quienes él quiera. Está investido con el derecho de dar la inmortalidad. La vida que él depuso en la humanidad, la vuelve a tomar y la da a la humanidad. “Yo he venido—dijo—para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.” “El que bebiere del agua que yo le daré, para siempre no tendrá sed: mas el agua que yo le daré, será en él una fuente de agua que salte para vida eterna.” “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna: y yo le resucitaré en el día postrero.”9

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Para el creyente, la muerte es asunto trivial. Cristo habla de ella como si fuera de poca importancia. “El que guardare mi palabra, no verá muerte para siempre,” “no gustará muerte para siempre,” Para el cristiano, la muerte es tan sólo un sueño, un momento de silencio y tinieblas. La vida está oculta con Cristo en Dios y “cuando Cristo, vuestra vida, se manifestare, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria.”10

La voz que clamó desde la cruz: “Consumado es,” fué oída entre los muertos. Atravesó las paredes de los sepulcros y ordenó a los que dormían que se levantasen. Así sucederá cuando la voz de Cristo sea oída desde el cielo. Esa voz penetrará en las tumbas y abrirá los sepulcros, y los muertos en Cristo resucitarán. En ocasión de la resurrección de Cristo, unas pocas tumbas fueron abiertas; pero en su segunda venida, todos los preciosos muertos oirán su voz y surgirán a una vida gloriosa e inmortal. El mismo poder que resucitó a Cristo de los muertos resucitará a su iglesia y la glorificará con él, por encima de todos los principados y potestades, por encima de todo nombre que se nombra, no solamente en este mundo, sino también en el mundo venidero.

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