El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 84 – “Paz a vosotros”

Este capítulo está basado en Lucas 24:33-48; Juan 20:19-29.

Al Llegar a Jerusalén, los dos discípulos entraron por la puerta oriental, que permanecía abierta de noche durante las fiestas. Las casas estaban obscuras y silenciosas, pero los viajeros siguieron su camino por las calles estrechas a la luz de la luna naciente. Fueron al aposento alto, donde Jesús había pasado las primeras horas de la última noche antes de su muerte. Sabían que allí habían de encontrar a sus hermanos. Aunque era tarde, sabían que los discípulos no dormirían antes de saber con seguridad qué había sido del cuerpo de su Señor. Encontraron la puerta del aposento atrancada seguramente. Llamaron para que se los admitiese, pero sin recibir respuesta. Todo estaba en silencio. Entonces dieron sus nombres. La puerta se abrió cautelosamente; ellos entraron y Otro, invisible, entró con ellos. Luego la puerta se volvió a cerrar, para impedir la entrada de espías.

Los viajeros encontraron a todos sorprendidos y excitados. Las voces de los que estaban en la pieza estallaron en agradecimiento y alabanza diciendo: “Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón.” Entonces los dos viajeros, jadeantes aún por la prisa con que habían realizado su viaje, contaron la historia maravillosa de cómo Jesús se les apareció. Apenas acabado su relato, y mientras algunos decían que no lo podían creer porque era demasiado bueno para ser la verdad, he aquí que vieron otra persona delante de sí. Todos los ojos se fijaron en el extraño. Nadie había llamado para pedir entrada. Ninguna pisada se había dejado oír. Los discípulos, sorprendidos, se preguntaron lo que esto significaba. Oyeron entonces una voz que no era otra que la de su Maestro. Claras fueron las palabras de sus labios: “Paz a vosotros.”

“Entonces ellos espantados y asombrados, pensaban que veían espíritu. Mas él les dice: ¿Por qué estáis turbados y suben pensamientos a vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy: palpad, y ved; que el espíritu ni tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y en diciendo esto, les mostró las manos y los pies.”

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Contemplaron ellos las manos y los pies heridos por los crueles clavos. Reconocieron su voz, que era como ninguna otra que hubiesen oído. “Y no creyéndolo aún ellos de gozo, y maravillados, díjoles: ¿Tenéis aquí algo de comer? Entonces ellos le presentaron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él tomó, y comió delante de ellos.” “Y los discípulos se gozaron viendo al Señor.” La fe y el gozo reemplazaron a la incredulidad, y con sentimientos que no podían expresarse en palabras, reconocieron a su resucitado Salvador.

En ocasión del nacimiento de Jesús, el ángel anunció: Paz en la tierra, y buena voluntad para con los hombres. Y ahora, en la primera aparición a sus discípulos después de su resurrección, el Salvador se dirigió a ellos con las bienaventuradas palabras: “Paz a vosotros.” Jesús está siempre listo para impartir paz a las almas que están cargadas de dudas y temores. Espera que nosotros le abramos la puerta del corazón y le digamos: Mora con nosotros. Dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.”1

La resurrección de Cristo fué una figura de la resurrección final de todos los que duermen en él. El semblante del Salvador resucitado, sus modales y su habla eran familiares para sus discípulos. Así como Jesús resucitó de los muertos, han de resucitar los que duermen en él. Conoceremos a nuestros amigos como los discípulos conocieron a Jesús. Pueden haber estado deformados, enfermos o desfigurados en esta vida mortal, y levantarse con perfecta salud y simetría; sin embargo, en el cuerpo glorificado su identidad será perfectamente conservada. Entonces conoceremos así como somos conocidos.2 En la luz radiante que resplandecerá del rostro de Jesús, reconoceremos los rasgos de aquellos a quienes amamos.

Cuando Jesús se encontró con sus discípulos les recordó lo que les había dicho antes de su muerte, a saber, que debían cumplirse todas las cosas que estaban escritas acerca de él en la ley de Moisés, en los profetas y los salmos. “Entonces les abrió el sentido, para que entendiesen las Escrituras; y dijoles: Así está escrito, y así fué necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y la remisión de pecados en todas las naciones comenzando de Jerusalem. Y vosotros sois testigos de estas cosas.”

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Los discípulos empezaron a comprender la naturaleza y extensión de su obra. Habían de proclamar al mundo las verdades admirables que Cristo les había confiado. Los acontecimientos de su vida, su muerte y resurrección, las profecías que indicaban estos sucesos, el carácter sagrado de la ley de Dios, los misterios del plan de la salvación, el poder de Jesús para remitir los pecados, de todo esto debían ser testigos y darlo a conocer al mundo. Debían proclamar el Evangelio de paz y salvación por el arrepentimiento y el poder del Salvador.

“Y como hubo dicho esto, sopló, y díjoles: Tomad el Espíritu Santo: a los que remitiereis los pecados, les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos.” El Espíritu Santo no se había manifestado todavía plenamente; porque Cristo no había sido glorificado todavía. El impartimiento más abundante del Espíritu no sucedió hasta después de la ascensión de Cristo. Mientras no lo recibiesen, no podían los discípulos cumplir la comisión de predicar el Evangelio al mundo. Pero en ese momento el Espíritu les fué dado con un propósito especial. Antes que los discípulos pudiesen cumplir sus deberes oficiales en relación con la iglesia, Cristo sopló su Espíritu sobre ellos. Les confiaba un cometido muy sagrado y quería hacerles entender que sin el Espíritu Santo esta obra no podía hacerse.

El Espíritu Santo es el aliento de la vida espiritual. El impartimiento del Espíritu es el impartimiento de la vida de Cristo. Comunica al que lo recibe los atributos de Cristo. Únicamente aquellos que han sido así enseñados de Dios, los que experimentan la operación interna del Espíritu y en cuya vida se manifiesta la vida de Cristo, han de destacarse como hombres representativos, que ministren en favor de la iglesia.

“A los que remitiereis los pecados—dijo Cristo,—les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos.” Cristo no da aquí a nadie libertad para juzgar a los demás. En el sermón del monte, lo prohibió. Es prerrogativa de Dios. Pero coloca sobre la iglesia organizada una responsabilidad por sus miembros individuales. La iglesia tiene el deber de amonestar, instruir y si es posible restaurar a aquellos que caigan en el pecado. “Redarguye, reprende, exhorta—dice el Señor,—con toda paciencia y doctrina.”3 Obrad fielmente con los que hacen mal. Amonestad a toda alma que está en peligro. No dejéis que nadie se engañe. Llamad al pecado por su nombre. Declarad lo que Dios ha dicho respecto de la mentira, la violación del sábado, el robo, la idolatría y todo otro mal: “Los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios.”4 Si persisten en el pecado, el juicio que habéis declarado por la Palabra de Dios es pronunciado sobre ellos en el cielo. Al elegir pecar, niegan a Cristo; la iglesia debe mostrar que no sanciona sus acciones, o ella misma deshonra a su Señor. Debe decir acerca del pecado lo que Dios dice de él. Debe tratar con él como Dios lo indica, y su acción queda ratificada en el cielo. El que desprecia la autoridad de la iglesia desprecia la autoridad de Cristo mismo.

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Pero el cuadro tiene un aspecto más halagüeño. “A los que remitiereis los pecados, les son remitidos.” Dad el mayor relieve a este pensamiento. Al trabajar por los que yerran, dirigid todo ojo a Cristo. Tengan los pastores tierno cuidado por el rebaño de la dehesa del Señor. Hablen a los que yerran de la misericordia perdonadora del Salvador. Alienten al pecador a arrepentirse y a creer en Aquel que puede perdonarle. Declaren, sobre la autoridad de la Palabra de Dios: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad.”5 A todos los que se arrepienten se les asegura: “El tendrá misericordia de nosotros; él sujetará nuestras iniquidades, y echará en los profundos de la mar todos nuestros pecados.”6

Sea el arrepentimiento del pecador aceptado por la iglesia con corazón agradecido. Condúzcase al arrepentido de las tinieblas de la incredulidad a la luz de la fe y de la justicia. Colóquese su mano temblorosa en la mano amante de Jesús. Una remisión tal es ratificada en el cielo.

Únicamente en este sentido tiene la iglesia poder para absolver al pecador. La remisión de los pecados puede obtenerse únicamente por los méritos de Cristo. A ningún hombre, a ningún cuerpo de hombres, es dado el poder de librar al alma de la culpabilidad. Cristo encargó a sus discípulos que predicasen la remisión de pecados en su nombre entre todas las naciones; pero ellos mismos no fueron dotados de poder para quitar una sola mancha de pecado. El nombre de Jesús es el único nombre “debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”7

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Cuando Cristo se encontró por primera vez con los discípulos en el aposento alto, Tomás no estaba con ellos. Oyó el informe de los demás y recibió abundantes pruebas de que Jesús había resucitado; pero la lobreguez y la incredulidad llenaban su alma. El oír a los discípulos hablar de las maravillosas manifestaciones del Salvador resucitado no hizo sino sumirlo en más profunda desesperación. Si Jesús hubiese resucitado realmente de los muertos no podía haber entonces otra esperanza de un reino terrenal. Y hería su vanidad el pensar que su Maestro se revelase a todos los discípulos excepto a él. Estaba resuelto a no creer, y por una semana entera reflexionó en su condición, que le parecía tanto más obscura en contraste con la esperanza y la fe de sus hermanos.

Durante ese tiempo, declaró repetidas veces: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.” No quería ver por los ojos de sus hermanos, ni ejercer fe por su testimonio. Amaba ardientemente a su Señor, pero permitía que los celos y la incredulidad dominasen su mente y corazón.

Unos cuantos de los discípulos hicieron entonces del familiar aposento alto su morada temporal, y a la noche se reunían todos excepto Tomás. Una noche, Tomás resolvió reunirse con los demás. A pesar de su incredulidad, tenía una débil esperanza de que fuese verdad la buena nueva. Mientras los discípulos estaban cenando, hablaban de las evidencias que Cristo les había dado en las profecías. Entonces “vino Jesús, las puertas cerradas, y púsose en medio, y dijo: Paz a vosotros.”

Volviéndose hacia Tomás dijo: “Mete tu dedo aquí, y ve mis manos: y alarga acá tu mano, y métela en mi costado: y no seas incrédulo, sino fiel.” Estas palabras demostraban que él conocía los pensamientos y las palabras de Tomás. El discípulo acosado por la duda sabía que ninguno de sus compañeros había visto a Jesús desde hacía una semana. No podían haber hablado de su incredulidad al Maestro. Reconoció como su Señor al que tenía delante de sí. No deseaba otra prueba. Su corazón palpitó de gozo, y se echó a los pies de Jesús clamando: “¡Señor mío, y Dios mío!”

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Jesús aceptó este reconocimiento, pero reprendió suavemente su incredulidad: “Porque me has visto, Tomás, creíste: bienaventurados los que no vieron y creyeron.” La fe de Tomás habría sido más grata a Cristo si hubiese estado dispuesto a creer por el testimonio de sus hermanos. Si el mundo siguiese ahora el ejemplo de Tomás, nadie creería en la salvación; porque todos los que reciben a Cristo deben hacerlo por el testimonio de otros.

Muchos aficionados a la duda se disculpan diciendo que si tuviesen las pruebas que Tomás recibió de sus compañeros, creerían. No comprenden que no solamente tienen esa prueba, sino mucho más. Muchos que, como Tomás, esperan que sea suprimida toda causa de duda, no realizarán nunca su deseo. Quedan gradualmente confirmados en la incredulidad. Los que se acostumbran a mirar el lado sombrío, a murmurar y quejarse, no saben lo que hacen. Están sembrando las semillas de la duda, y segarán una cosecha de duda. En un tiempo en que la fe y la confianza son muy esenciales, muchos se hallarán así incapaces de esperar y creer.

En el trato que concedió a Tomás, Jesús dió una lección para sus seguidores. Su ejemplo demuestra cómo debemos tratar a aquellos cuya fe es débil y que dan realce a sus dudas. Jesús no abrumó a Tomás con reproches ni entró en controversia con él. Se reveló al que dudaba. Tomás había sido irrazonable al dictar las condiciones de su fe, pero Jesús, por su amor y consideración generosa, quebrantó todas las barreras. La incredulidad queda rara vez vencida por la controversia. Se pone más bien en guardia y halla nuevo apoyo y excusa. Pero revélese a Jesús en su amor y misericordia como el Salvador crucificado, y de muchos labios antes indiferentes se oirá el reconocimiento de Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!”

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