Este capítulo está basado en Hechos 6:1-7.
“En aquellos días, habiéndose multiplicado el número de los discípulos, hubo murmuración de los helenistas contra los hebreos, de que sus viudas eran descuidadas en la administración diaria.” Hechos 6:1 (VM).
En la iglesia primitiva había gente de diversas clases sociales y distintas nacionalidades. Cuando vino el Espíritu Santo en Pentecostés, “moraban entonces en Jerusalem Judíos, varones religiosos, de todas las naciones debajo del cielo.” Hechos 2:5. Entre los de la fe hebrea reunidos en Jerusalén había también algunos que eran conocidos generalmente como helenistas, cuya desconfianza y aun enemistad con los judíos de Palestina databan de largo tiempo.
Los que se habían convertido por la labor de los apóstoles estaban afectuosamente unidos por el amor cristiano. A pesar de sus anteriores prejuicios, hallábanse en recíproca concordia. Sabía Satanás que mientras durase aquella unión no podría impedir el progreso de la verdad evangélica, y procuró prevalerse de los antiguos modos de pensar, con la esperanza de introducir así en la iglesia elementos de discordia.
Sucedió que habiendo crecido el número de discípulos, logró Satanás despertar las sospechas de algunos que anteriormente habían tenido la costumbre de mirar con envidia a sus correligionarios y de señalar faltas en sus jefes espirituales. Así “hubo murmuración de los helenistas contra los hebreos.” El motivo de la queja fué un supuesto descuido de las viudas griegas en el reparto diario de socorros. Toda desigualdad habría sido contraria al espíritu del Evangelio; pero Satanás había logrado provocar recelos. Por lo tanto, era indispensable tomar medidas inmediatas que quitasen todo motivo de descontento, so pena de que el enemigo triunfara en sus esfuerzos y determinase una división entre los fieles.
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Los discípulos de Jesús habían llegado a una crisis. Bajo la sabia dirección de los apóstoles, que habían trabajado unidos en el poder del Espíritu Santo, la obra encomendada a los mensajeros del Evangelio se había desarrollado rápidamente. La iglesia estaba ensanchándose de continuo, y este aumento de miembros acrecentaba las pesadas cargas de los que ocupaban puestos de responsabilidad. Ningún hombre, ni grupo de hombres, podría continuar llevando esas cargas solo, sin poner en peligro la futura prosperidad de la iglesia. Se necesitaba una distribución adicional de las responsabilidades que habían sido llevadas tan fielmente por unos pocos durante los primeros días de la iglesia. Los apóstoles debían dar ahora un paso importante en el perfeccionamiento del orden evangélico en la iglesia, colocando sobre otros algunas de las cargas llevadas hasta ahora por ellos.
Los apóstoles reunieron a los fieles en asamblea, e inspirados por el Espíritu Santo, expusieron un plan para la mejor organización de todas las fuerzas vivas de la iglesia. Dijeron los apóstoles que había llegado el tiempo en que los jefes espirituales debían ser relevados de la tarea de socorrer directamente a los pobres, y de cargas semejantes, pues debían quedar libres para proseguir con la obra de predicar el Evangelio. Así que dijeron: “Buscad pues, hermanos, siete varones de vosotros de buen testimonio, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, los cuales pongamos en esta obra. Y nosotros persistiremos en la oración, y en el ministerio de la palabra.” Siguieron los fieles este consejo, y por oración e imposición de manos fueron escogidos solemnemente siete hombres para el oficio de diáconos.
El nombramiento de los siete para tomar a su cargo determinada modalidad de trabajo fué muy beneficioso a la iglesia. Estos oficiales cuidaban especialmente de las necesidades de los miembros así como de los intereses económicos de la iglesia; y con su prudente administración y piadoso ejemplo, prestaban importante ayuda a sus colegas para armonizar en unidad de conjunto los diversos intereses de la iglesia.
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Esta medida estaba de acuerdo con el plan de Dios, como lo demostraron los inmediatos resultados que en bien de la iglesia produjo. “Y crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba mucho en Jerusalem: también una gran multitud de los sacerdotes obedecía a la fe.” Esta cosecha de almas se debió igualmente a la mayor libertad de que gozaban los apóstoles y al celo y virtud demostrados por los siete diáconos. El hecho de que estos hermanos habían sido ordenados para la obra especial de mirar por las necesidades de los pobres, no les impedía enseñar también la fe, sino que, por el contrario, tenían plena capacidad para instruir a otros en la verdad, lo cual hicieron con grandísimo fervor y éxito feliz.
A la iglesia primitiva se le había encomendado una obra de crecimiento constante: el establecer centros de luz y bendición dondequiera hubiese almas honestas dispuestas a entregarse al servicio de Cristo. La proclamación del Evangelio había de tener alcance mundial, y los mensajeros de la cruz no podían esperar cumplir su importante misión a menos que permanecieran unidos con los vínculos de la unidad cristiana, y revelaran así al mundo que eran uno con Cristo en Dios. ¿No había orado al Padre su divino Director: “Guárdalos por tu nombre, para que sean una cosa, como también nosotros”? ¿Y no había declarado él de sus discípulos: “El mundo los aborreció, porque no son del mundo”? ¿No había suplicado al Padre que ellos fueran “consumadamente una cosa,” “para que el mundo crea que tú me enviaste”? Juan 17:11, 14, 23, 21. Su vida y poder espirituales dependían de una estrecha comunión con Aquel por quien habían sido comisionados a predicar el Evangelio.
Solamente en la medida en que estuvieran unidos con Cristo, podían esperar los discípulos que los acompañara el poder del Espíritu Santo y la cooperación de los ángeles del cielo. Con la ayuda de estos agentes divinos, podrían presentar ante el mundo un frente unido, y obtener la victoria en la lucha que estaban obligados a sostener incesantemente contra las potestades de las tinieblas. Mientras continuaran trabajando unidos, los mensajeros celestiales irían delante de ellos abriendo el camino; los corazones serían preparados para la recepción de la verdad y muchos serían ganados para Cristo. Mientras permanecieran unidos, la iglesia avanzaría “hermosa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ejércitos en orden.” Cantares 6:10. Nada podría detener su progreso. Avanzando de victoria en victoria, cumpliría gloriosamente su divina misión de proclamar el Evangelio al mundo.
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La organización de la iglesia de Jerusalén debía servir de modelo para la de las iglesias que se establecieran en muchos otros puntos donde los mensajeros de la verdad trabajasen para ganar conversos al Evangelio. Los que tenían la responsabilidad del gobierno general de la iglesia, no habían de enseñorearse de la heredad de Dios, sino que, como prudentes pastores, habían de “apacentar la grey de Dios … siendo dechados de la grey” (1 Pedro 5:2, 3), y los diáconos debían ser “varones de buen testimonio, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría.” Estos hombres debían colocarse unidamente de parte de la justicia y mantenerse firmes y decididos. Así tendrían unificadora influencia en la grey entera.
Más adelante en la historia de la iglesia primitiva, una vez constituídos en iglesias muchos grupos de creyentes en diversas partes del mundo, se perfeccionó aun más la organización a fin de mantener el orden y la acción concertada. Se exhortaba a cada uno de los miembros a que desempeñase bien su cometido, empleando útilmente los talentos que se le hubiesen confiado. Algunos estaban dotados por el Espíritu Santo con dones especiales: “Primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero doctores; luego facultades; luego dones de sanidades, ayudas, gobernaciones, géneros de lenguas.” 1 Corintios 12:28. Pero todas estas clases de obreros tenían que trabajar concertadamente.
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“Hay repartimiento de dones; mas el mismo Espíritu es. Y hay repartimiento de ministerios; mas el mismo Señor es. Y hay repartimiento de operaciones; mas el mismo Dios es el que obra todas las cosas en todos. Empero a cada uno le es dada manifestación del Espíritu para provecho. Porque a la verdad, a éste es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe por el mismo Espíritu; y a otro, dones de sanidades por el mismo Espíritu; a otro, operaciones de milagros; y a otro, profecía; y a otro, discreción de espíritus; y a otro, géneros de lenguas; y a otro, interpretación de lenguas. Mas todas estas cosas obra uno y el mismo Espíritu, repartiendo particularmente a cada uno como quiere. Porque de la manera que el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, empero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un cuerpo, así también Cristo.” 1 Corintios 12:4-12.
Son solemnes las responsabilidades que descansan sobre aquellos que son llamados a actuar como dirigentes de la iglesia de Dios en la tierra. En los días de la teocracia, cuando Moisés estaba empeñado en llevar solo cargas tan gravosas que pronto lo agotarían bajo su peso, Jetro le aconsejó que planeara una sabia distribución de las responsabilidades. “Está tú por el pueblo delante de Dios—le aconsejó Jetro,—y somete tú los negocios a Dios. Y enseña a ellos las ordenanzas y las leyes, y muéstrales el camino por donde anden, y lo que han de hacer.” Jetro aconsejó además que se escogieran hombres para que actuaran como “caporales sobre mil, sobre ciento, sobre cincuenta y sobre diez.” Estos habían de ser “varones de virtud, temerosos de Dios, varones de verdad, que aborrezcan la avaricia.” Ellos habían de juzgar “al pueblo en todo tiempo,” aliviando así a Moisés de la agotadora responsabilidad de prestar atención a muchos asuntos menores que podían ser tratados con sabiduría por ayudantes consagrados.
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El tiempo y la fuerza de aquellos que en la Providencia de Dios han sido colocados en los principales puestos de responsabilidad en la iglesia deben dedicarse a tratar los asuntos más graves que demandan especial sabiduría y grandeza de ánimo. No es plan de Dios que a tales hombres se les pida que resuelvan los asuntos menores que otros están bien capacitados para tratar. “Todo negocio grave lo traerán a ti—le propuso Jetro a Moisés,—y ellos juzgarán todo negocio pequeño: alivia así la carga de sobre ti, y llevarla han ellos contigo. Si esto hicieres, y Dios te lo mandare, tú podrás persistir, y todo este pueblo se irá también en paz a su lugar.”
De acuerdo con este plan, “escogió Moisés varones de virtud del pueblo de Israel, y púsolos por cabezas sobre el pueblo, caporales sobre mil, sobre ciento, sobre cincuenta, y sobre diez, Y juzgaban al pueblo en todo tiempo: el negocio arduo traíanlo a Moisés, y ellos juzgaban todo negocio pequeño.” Éxodo 18:19-26.
Más tarde, al escoger setenta ancianos para que compartieran con él las responsabilidades de la dirección, Moisés tuvo cuidado de escoger como ayudantes suyos hombres de dignidad, de sano juicio y de experiencia. En su encargo a estos ancianos en ocasión de su ordenación, expuso algunas de las cualidades que capacitan a un hombre para ser un sabio director de la iglesia. “Oíd entre vuestros hermanos—dijo Moisés,—y juzgad justamente entre el hombre y su hermano, y el que le es extranjero. No tengáis respeto de personas en el juicio: así al pequeño como al grande oiréis: no tendréis temor de ninguno, porque el juicio es de Dios.” Deuteronomio 1:16, 17.
El rey David, hacia el fin de su reinado, hizo un solemne encargo a aquellos que dirigían la obra de Dios en su tiempo. Convocando en Jerusalén “a todos los principales de Israel, los príncipes de las tribus, y los jefes de las divisiones que servían al rey, los tribunos y centuriones, con los superintendentes de toda la hacienda y posesión del rey, y sus hijos, con los eunucos, los poderosos, y todos sus hombres valientes,” el anciano rey les ordenó solemnemente, “delante de los ojos de todo Israel, congregación de Jehová, y en oídos de nuestro Dios”: “Guardad e inquirid todos los preceptos de Jehová vuestro Dios.” 1 Crónicas 28:1, 8.
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A Salomón, como uno que estaba llamado a ocupar un puesto de la mayor responsabilidad, David le hizo un encargo especial: “Y tú, Salomón, hijo mío, conoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto, y con ánimo voluntario; porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende toda imaginación de los pensamientos. Si tú le buscares, lo hallarás; mas si lo dejares, él te desechará para siempre. Mira, pues, ahora que Jehová te ha elegido…. Esfuérzate.” 1 Crónicas 28:9, 10.
Los mismos principios de piedad y justicia que debían guiar a los gobernantes del pueblo de Dios en el tiempo de Moisés y de David, habían de seguir también aquellos a quienes se les encomendó la vigilancia de la recién organizada iglesia de Dios en la dispensación evangélica. En la obra de poner en orden las cosas en todas las iglesias, y de consagrar hombres capaces para que actuaran como oficiales, los apóstoles mantenían las altas normas de dirección bosquejadas en los escritos del Antiguo Testamento. Sostenían que aquel que es llamado a ocupar un puesto de gran responsabilidad en la iglesia, debe ser “sin crimen, como dispensador de Dios; no soberbio, no iracundo, no amador del vino, no heridor, no codicioso de torpes ganancias; sino hospedador, amador de lo bueno, templado, justo, santo, continente; retenedor de la fiel palabra que es conforme a la doctrina: para que también pueda exhortar con sana doctrina, y convencer a los que contradijeren.” Tito 1:7-9.
El orden mantenido en la primitiva iglesia cristiana, la habilitó para seguir firmemente adelante como disciplinado ejército revestido de la armadura de Dios. Aunque las compañías o grupos de fieles estaban esparcidos en un dilatado territorio, eran todos miembros de un solo cuerpo y actuaban de concierto y en mutua armonía. Cuando se suscitaban disensiones en alguna iglesia local, como ocurrió después en Antioquía y otras partes, y los fieles no lograban avenirse, no se consentía en que la cuestión dividiese a la iglesia, sino que se la sometía a un concilio general de todos los fieles, constituído por delegados de las diversas iglesias locales con los apóstoles y ancianos en funciones de gran responsabilidad. Así por la concertada acción de todos se desbarataban los esfuerzos que Satanás hacía para atacar a las iglesias aisladas, y quedaban deshechos los planes de quebranto y destrucción que forjaba el enemigo.
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“Dios no es Dios de disensión, sino de paz; como en todas las iglesias de los santos” (1 Corintios 14:33), y quiere que hoy día se observe orden y sistema en la conducta de la iglesia, lo mismo que en tiempos antiguos. Desea que su obra se lleve adelante con perfección y exactitud, a fin de sellarla con su aprobación. Los cristianos han de estar unidos con los cristianos y las iglesias con las iglesias, de suerte que los instrumentos humanos cooperen con los divinos, subordinándose todo agente al Espíritu Santo y combinándose todos en dar al mundo las buenas nuevas de la gracia de Dios.