Este capítulo está basado en Hechos 15:1-35.
Al llegar a Antioquía de Siria, desde donde habían sido enviados para emprender su misión, Pablo y Bernabé aprovecharon pronto una oportunidad para reunir a los creyentes, y “relataron cuán grandes cosas había Dios hecho con ellos, y cómo había abierto a los Gentiles la puerta de la fe.” Hechos 14:27. La iglesia de Antioquía era grande y seguía creciendo. Por ser un centro de actividad misionera, era uno de los más importantes grupos de creyentes cristianos. Entre sus miembros había muchas clases de gente, tanto judíos como gentiles.
Mientras los apóstoles participaban con los ministros y miembros laicos de Antioquía en un ferviente esfuerzo por ganar muchas almas para Cristo, ciertos creyentes judíos de Judea, “de la secta de los Fariseos,” lograron introducir una cuestión que pronto produjo una amplia controversia en la iglesia e infundió consternación a los creyentes gentiles. Con gran aplomo, estos maestros judaizantes aseveraban que a fin de ser salvo, uno debía ser circuncidado y guardar toda la ley ceremonial.
Pablo y Bernabé hicieron frente a esta falsa doctrina con prontitud, y se opusieron a que se presentara el asunto a los gentiles. Por otra parte, muchos de los judíos creyentes de Antioquía favorecían la tesis de los hermanos recién venidos de Judea.
Los conversos judíos no estaban generalmente inclinados a avanzar tan rápidamente como la providencia de Dios les abría el camino. Por el resultado de las labores de los apóstoles entre los gentiles, era evidente que los conversos entre éstos serían muchos más que los conversos judíos. Los judíos temían que si no se imponían las restricciones y ceremonias de su ley a los gentiles como condición de entrada en la iglesia, las peculiaridades nacionales de los judíos, que hasta entonces los habían distinguido de todos los demás pueblos, desaparecerían finalmente de entre aquellos que recibían el mensaje evangélico.
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Los judíos se habían enorgullecido siempre de sus cultos divinamente señalados; y muchos de aquellos que se habían convertido a la fe de Cristo, sentían todavía que, puesto que Dios había bosquejado una vez claramente la forma hebrea del culto, era improbable que autorizara alguna vez un cambio en cualquiera de sus detalles. Insistían en que las leyes y ceremonias judías debían incorporarse en los ritos de la religión cristiana. Eran lentos en discernir que todas las ofrendas de los sacrificios no habían sino prefigurado la muerte del Hijo de Dios, en la cual el símbolo se había cumplido, y después de la cual los ritos y ceremonias de la dispensación mosaica no estaban más en vigor.
Antes de su conversión, Pablo se había considerado, “cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible.” Filipenses 3:6. Pero desde que cambiara de corazón, había adquirido un claro concepto de la misión del Salvador como Redentor de toda la especie, gentiles tanto como judíos, y había aprendido la diferencia entre una fe viva y un muerto formalismo. A la luz del Evangelio, los antiguos ritos y ceremonias confiados a Israel habían adquirido un nuevo y más profundo significado. Las cosas prefiguradas por ellos se habían producido, y los que vivían bajo la dispensación evangélica habían sido relevados de su observancia. Sin embargo, Pablo todavía guardaba tanto en el espíritu como en la letra, la inalterable ley divina de los diez mandamientos.
En la iglesia de Antioquía, la consideración del asunto de la circuncisión provocó mucha discusión y contienda. Finalmente, los miembros de la iglesia, temiendo que si la discusión continuaba se provocaría una división entre ellos, decidieron enviar a Pablo y Bernabé, con algunos hombres responsables de la iglesia, hasta Jerusalén, a fin de presentar el asunto a los apóstoles y ancianos. Habían de encontrarse allí con delegados de las diferentes iglesias, y con aquellos que habían venido a Jerusalén para asistir a las próximas fiestas. Mientras tanto, había de cesar toda controversia hasta que fuese dada una decisión final en el concilio general. Esta decisión sería entonces aceptada universalmente por las diversas iglesias en todo el país.
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En camino a Jerusalén, los apóstoles visitaron a los creyentes de las ciudades por las cuales pasaron, y los animaron relatándoles lo que les había sucedido en la obra de Dios y la conversión de los gentiles.
En Jerusalén, los delegados de Antioquía se encontraron con los hermanos de las diversas iglesias, que se habían reunido para asistir a un concilio general; y les relataron el éxito que había tenido su ministerio entre los gentiles. Expusieron entonces la confusión provocada por el hecho de que ciertos conversos fariseos habían ido a Antioquía y declarado que para salvarse, los conversos gentiles debían circuncidarse y guardar la ley de Moisés.
Esta cuestión se discutió calurosamente en la asamblea. Intimamente relacionados con el asunto de la circuncisión, había varios otros que demandaban cuidadoso estudio. Uno era el problema de la actitud que debía adoptarse hacia el uso de alimentos ofrecidos a los ídolos. Muchos de los conversos gentiles vivían entre gentes ignorantes y supersticiosas, que hacían frecuentes sacrificios y ofrendas a los ídolos. Los sacerdotes de este culto pagano realizaban un extenso comercio con las ofrendas que se les llevaban; y los judíos temían que los conversos gentiles deshonraran el cristianismo comprando lo que había sido ofrecido a los ídolos, y sancionaran así, en cierta medida, las costumbres idólatras.
Además, los gentiles estaban acostumbrados a comer la carne de animales estrangulados, mientras que a los judíos se les había enseñado divinamente que cuando se mataban bestias para el consumo, se debía ejercer un cuidado particular de que se desangrara bien el cuerpo; de otra manera, la carne no se consideraría saludable. Dios había ordenado esto a los judíos para la conservación de su salud. Los judíos consideraban pecaminoso usar sangre como alimento. Sostenían que la sangre era la vida, y que el derramamiento de la sangre era consecuencia del pecado.
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Los gentiles, por el contrario, acostumbraban recoger la sangre de las víctimas de los sacrificios, y usarla en la preparación de alimentos. Los judíos no creían que debieran cambiar las costumbres que habían adoptado bajo la dirección especial de Dios. Por lo tanto, como estaban entonces las cosas, si un judío y un gentil intentaran comer a la misma mesa, el primero sería ofendido y escandalizado por el último.
Los gentiles, y especialmente los griegos, eran extremadamente licenciosos, y había peligro de que algunos, de corazón inconverso, profesaran la fe sin renunciar a sus malas prácticas. Los cristianos judíos no podían tolerar la inmoralidad que no era considerada criminal por los paganos. Los judíos, por lo tanto, consideraban muy conveniente que se impusiesen a los conversos gentiles la circuncisión y la observancia de la ley ceremonial, como prueba de su sinceridad y devoción. Creían que esto impediría que se añadieran a la iglesia personas que, adoptando la fe sin la verdadera conversión del corazón, pudieran después deshonrar la causa por la inmoralidad y los excesos.
Los diversos puntos envueltos en el arreglo del principal asunto en disputa parecían presentar ante el concilio dificultades insuperables. Pero en realidad el Espíritu Santo había resuelto ya este asunto, de cuya decisión parecía depender la prosperidad, si no la existencia misma, de la iglesia cristiana.
“Habiendo habido grande contienda, levantándose Pedro, les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis como ya hace algún tiempo que Dios escogió que los Gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio, y creyesen.” Arguyó que el Espíritu Santo había decidido el asunto en disputa descendiendo con igual poder sobre los incircuncisos gentiles y los circuncisos judíos. Relató de nuevo su visión, en la cual Dios le había presentado un lienzo lleno de toda clase de cuadrúpedos, y le había ordenado que matara y comiese. Cuando rehusó hacerlo, afirmando que nunca había comido nada común o inmundo, se le había contestado: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común.” Hechos 10:15.
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Pedro relató la sencilla interpretación de estas palabras, que se le dió casi inmediatamente en la intimación a ir al centurión e instruirlo en la fe de Cristo. Este mensaje probaba que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta y reconoce a todos los que le temen. Pedro refirió su asombro cuando, al hablar las palabras de verdad a esa asamblea reunida en la casa de Cornelio, fué testigo de que el Espíritu Santo tomó posesión de sus oyentes, tanto gentiles como judíos. La misma luz y gloria que se reflejó en los circuncisos judíos brilló también en los rostros de los incircuncisos gentiles. Con esto Dios advertía a Pedro que no considerase a unos inferiores a otros; porque la sangre de Cristo podía limpiar de toda inmundicia.
En una ocasión anterior, Pedro había razonado con sus hermanos concerniente a la conversión de Cornelio y sus amigos, y a su trato con ellos. Cuando relató en aquella ocasión cómo el Espíritu Santo descendió sobre los gentiles, declaró: “Así que, si Dios les dió el mismo don también como a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo que pudiese estorbar a Dios?” Hechos 11:17. Ahora, con igual fervor y fuerza, dijo: “Dios, que conoce los corazones, les dió testimonio, dándoles el Espíritu Santo también como a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando con la fe sus corazones. Ahora pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos yugo, que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?” Este yugo no era la ley de los diez mandamientos, como aseveran algunos que se oponen a la vigencia de la ley; Pedro se refería a la ley de las ceremonias, que fué anulada e invalidada por la crucifixión de Cristo.
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El discurso de Pedro dispuso a la asamblea para escuchar con paciencia a Pablo y Bernabé, quienes relataron lo que habían experimentado al trabajar por los gentiles. “Toda la multitud calló, y oyeron a Bernabé y a Pablo, que contaban cuán grandes maravillas y señales Dios había hecho por ellos entre los Gentiles.”
Santiago también dió testimonio con decisión, declarando que era el propósito de Dios conceder a los gentiles los mismos privilegios y bendiciones que se habían otorgado a los judíos.
Plugo al Espíritu Santo no imponer la ley ceremonial a los conversos gentiles, y el sentir de los apóstoles en cuanto a este asunto era como el sentir del Espíritu de Dios. Santiago presidía el concilio, y su decisión final fué: “Yo juzgo, que los que de los Gentiles se convierten a Dios, no han de ser inquietados.”
Esto puso fin a la discusión. El caso refuta la doctrina que sostiene la iglesia católica romana, de que Pedro era la cabeza de la iglesia. Aquellos que, como papas, han pretendido ser sus sucesores, no pueden fundar sus pretensiones en las Escrituras. Nada en la vida de Pedro sanciona la pretensión de que fué elevado por encima de sus hermanos como el viceregente del Altísimo. Si aquellos que se declaran ser los sucesores de Pedro hubieran seguido su ejemplo, habrían estado siempre contentos con mantenerse iguales a sus hermanos.
En este caso, Santiago parece haber sido escogido para anunciar la decisión a la cual había llegado el concilio. Su sentencia fué que la ley ceremonial, y especialmente el rito de la circuncisión, no debía imponerse a los gentiles, ni aun recomendarse. Santiago trató de grabar en la mente de sus hermanos el hecho de que, al convertirse a Dios, los gentiles habían hecho un gran cambio en sus vidas, y que debía ejercerse mucha prudencia para no molestarlos con dudosas y confusas cuestiones de menor importancia, no fuera que se desanimaran en seguir a Cristo.
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Los conversos gentiles, sin embargo, debían abandonar las costumbres inconsecuentes con los principios del cristianismo. Los apóstoles y ancianos convinieron por lo tanto en pedir a los gentiles por carta que se abstuvieran de los alimentos ofrecidos a los ídolos, de fornicación, de lo estrangulado, y de sangre. Debía instárselos a guardar los mandamientos, y a vivir una vida santa. Debía asegurárseles también que los que habían declarado obligatoria la circuncisión no estaban autorizados por los apóstoles para hacerlo.
Pablo y Bernabé les fueron recomendados como hombres que habían expuesto sus vidas por el Señor. Judas y Silas fueron enviados con estos apóstoles para que declarasèn de viva voz a los gentiles la decisión del concilio: “Ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de cosas sacrificadas a ídolos, y de sangre, y de ahogado, y de fornicación; de las cuales cosas si os guardareis, bien haréis.” Los cuatro siervos de Dios fueron enviados a Antioquía con la epístola y el mensaje que debían poner fin a toda controversia; porque eran la voz de la más alta autoridad en la tierra.
El concilio que decidió este caso estaba compuesto por los apóstoles y maestros que se habían destacado en levantar iglesias cristianas judías y gentiles, con delegados escogidos de diversos lugares. Estaban presentes los ancianos de Jerusalén y los diputados de Antioquía, y estaban representadas las iglesias de más influencia. El concilio procedió de acuerdo con los dictados de un juicio iluminado, y con la dignidad de una iglesia establecida por la voluntad divina. Como resultado de sus deliberaciones, todos vieron que Dios mismo había resuelto la cuestión en disputa concediendo a los gentiles el Espíritu Santo; y comprendieron que a ellos les correspondía seguir la dirección del Espíritu.
Todo el cuerpo de cristianos no fué llamado a votar sobre el asunto. Los “apóstoles y ancianos,” hombres de influencia y juicio, redactaron y promulgaron el decreto, que fué luego aceptado generalmente por las iglesias cristianas. No todos, sin embargo, estaban satisfechos con la decisión; había un bando de hermanos ambiciosos y confiados en sí mismos que estaban en desacuerdo con ella. Estos hombres estaban decididos a ocuparse en la obra bajo su propia responsabilidad. Se tomaban la libertad de murmurar y hallar faltas, de proponer nuevos planes y tratar de derribar la obra de los hombres a quienes Dios había escogido para que enseñaran el mensaje evangélico. Desde el principio la iglesia ha tenido que afrontar tales obstáculos, y tendrá que hacerlo hasta el fin del siglo.
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Jerusalén era la metrópoli de los judíos, y era allí donde se encontraban la intolerancia y el exclusivismo mayores. Los cristianos judíos que vivían a la vista del templo permitían, como era natural, que sus mentes se volvieran a los privilegios peculiares de los judíos como nación. Cuando vieron que la iglesia cristiana se apartaba de las ceremonias y tradiciones del judaísmo, y percibieron que la santidad peculiar con la cual las costumbres judías habían estado investidas pronto serían perdidas de vista a la luz de la nueva fe, muchos se indignaron con Pablo como el que había en gran medida causado este cambio. Aun los discípulos no estaban todos preparados para aceptar de buen grado la decisión del concilio. Algunos eran celosos por la ley ceremonial; y miraban a Pablo con desagrado, porque pensaban que sus principios respecto a las obligaciones de la ley judía eran flojos.
Las decisiones amplias y de largo alcance del concilio general produjeron confianza en las filas de los creyentes gentiles, y la causa de Dios prosperó. En Antioquía, la iglesia fué favorecida con la presencia de Judas y Silas, los mensajeros especiales que habían vuelto con los apóstoles de la reunión de Jerusalén. “Como ellos también eran profetas,” Judas y Silas “consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabra.” Estos hombres piadosos permanecieron en Antioquía un tiempo. “Pablo y Bernabé se estaban en Antioquía enseñando la palabra del Señor y anunciando el evangelio con otros muchos.”
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Cuando Pedro visitó más tarde a Antioquía, ganó la confianza de muchos por su prudente conducta hacia los conversos gentiles. Por un tiempo procedió de acuerdo con la luz procedente del cielo. Se sobrepuso a su natural prejuicio hasta el punto de sentarse a la mesa con los conversos gentiles. Pero cuando ciertos judíos celosos de la ley ceremonial vinieron de Jerusalén, Pedro cambió imprudentemente su actitud hacia los conversos del paganismo. “Y a su disimulación consentían también los otros judíos; de tal manera que aun Bernabé fué también llevado de ellos en su simulación.” Gálatas 2:13. Esta manifestación de debilidad de parte de aquellos que habían sido respetados y amados como dirigentes, hizo la más penosa impresión en la mente de los creyentes gentiles. La iglesia estaba amenazada por un cisma, pero Pablo, que vió la subversiva influencia del mal hecho a la iglesia por el doble papel desempeñado por Pedro, le reprendió abiertamente por disimular así sus verdaderos sentimientos. En presencia de la iglesia, le preguntó: “Si tú, siendo Judío, vives como los Gentiles y no como Judío, ¿por qué constriñes a los Gentiles a judaizar?” Vers. 14.
Pedro vió el error en que había caído, y se puso a reparar inmediatamente el mal que había hecho, hasta donde pudo. Dios, que conoce el fin desde el principio, permitió que Pedro revelara esta debilidad de carácter, a fin de que el probado apóstol pudiera ver que no había nada en sí mismo por lo cual pudiera enorgullecerse. Aun los mejores hombres, abandonados a sí mismos, se equivocan. Dios vió también que en lo venidero algunos se engañarían hasta el punto de atribuir a Pedro y sus presuntos sucesores las exaltadas prerrogativas que pertenecen a Dios solo. Y este informe de la debilidad del apóstol subsistiría como prueba de que no era infalible ni superior a los otros apóstoles.
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La historia de este apartamiento de los buenos principios permanece como una solemne amonestación para los hombres que ocupan puestos de confianza en la causa de Dios, para que no carezcan de integridad, sino que se adhieran firmamente a los principios. Cuanto mayores son las responsabilidades colocadas sobre el agente humano, y mayores sus oportunidades para mandar y dirigir, mayor daño hará con toda seguridad si no sigue cuidadosamente el camino del Señor y trabaja de acuerdo con las decisiones del cuerpo general de los creyentes en consejo unánime.
Después de todos los fracasos de Pedro; después de su caída y restauración, su largo servicio, su íntima relación con Cristo, su conocimiento de la integridad con que el Salvador practicaba los principios correctos, después de toda la instrucción que había recibido, todos los dones, conocimiento e influencia que había obtenido predicando y enseñando la Palabra, ¿no es extraño que disimulase, y eludiese los principios del Evangelio por temor al hombre, o a fin de granjearse estima? ¿No es extraño que vacilara en su adhesión a lo recto? Dios dé a cada uno la comprensión de su impotencia, de su incapacidad para guiar debidamente su propio navío sano y salvo al puerto.
En su ministerio, Pablo se veía obligado a menudo a estar solo. Era especialmente enseñado por Dios, y no se atrevía a hacer concesiones que comprometieran los principios. A veces la carga era pesada, pero Pablo se mantenía firme de parte de lo recto. Comprendía que la iglesia no debía ser puesta nunca bajo el dominio del poder humano. Las tradiciones y máximas de los hombres no debían tomar el lugar de la verdad revelada. El avance del mensaje evangélico no debía ser estorbado por los prejuicios y las preferencias de los hombres, cualquiera fuese su posición en la iglesia.
Pablo se había consagrado con todas sus facultades al servicio de Dios. Había recibido las verdades del Evangelio directamente del cielo, y en todo su ministerio mantuvo una relación vital con los agentes celestiales. Había sido enseñado por Dios en cuanto a la imposición de cargas innecesarias a los cristianos gentiles; así cuando los creyentes judaizantes introdujeron en la iglesia de Antioquía el asunto de la circuncisión, Pablo conocía el sentir del Espíritu de Dios concerniente a esa enseñanza, y tomó una posición firme e inflexible que libró a las iglesias de las ceremonias y los ritos judíos.
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No obstante el hecho de que Pablo era enseñado personalmente por Dios, no tenía ideas exageradas de la responsabilidad personal. Aunque esperaba que Dios lo guiara directamente, estaba siempre listo a reconocer la autoridad impartida al cuerpo de creyentes unidos como iglesia. Sentía la necesidad de consejo; y cuando se levantaban asuntos de importancia, se complacía en presentarlos a la iglesia, y se unía con sus hermanos para buscar a Dios en procura de sabiduría para hacer decisiones correctas. Aun “los espíritus de los profetas—decía—sujetos están a los profetas: porque Dios no es Dios de confusión, sino de paz, como sucede en todas las iglesias de los santos.” 1 Corintios 14:32, 33 (VM). Con Pedro, enseñaba que todos los que están unidos como miembros de iglesia deben estar “sumisos unos a otros.” 1 Pedro 5:5.