Este capítulo está basado en Hechos 18:1-18.
Durante el primer siglo de la era cristiana, Corinto era una de las ciudades principales, no sólo de Grecia, sino del mundo. Griegos, judíos, romanos y viajeros de todos los países, llenaban las calles, empeñados afanosamente en los negocios y los placeres. Era un gran centro comercial, situado a fácil acceso de todas partes del Imperio Romano, un lugar importante donde establecer monumentos para Dios y su verdad.
Entre los judíos que se habían establecido en Corinto, se contaban Aquila y Priscila, quienes más tarde se distinguieron como fervientes obreros de Cristo. Al reconocer el carácter de esas personas, Pablo “posó con ellos.”
En el mismo comienzo de sus labores en este centro de tránsito, Pablo vió por doquiera serios obstáculos al progreso de su obra. La ciudad estaba casi completamente entregada a la idolatría. Venus era la deidad favorita; y con el culto de Venus se asociaban muchos ritos y ceremonias desmoralizadores. Los corintios habían llegado a destacarse, aun entre los paganos, por su grosera inmoralidad. Parecían pensar o preocuparse poco fuera de los placeres y alegrías frívolas de la hora.
Al predicar el Evangelio en Corinto, el apóstol siguió un plan diferente que en Atenas. Mientras estuvo en ese lugar, trató de adaptar su estilo al carácter de su auditorio; trató de hacer frente a la lógica con la lógica, a la ciencia con la ciencia, a la filosofía con la filosofía. Al pensar en el tiempo así usado, y darse cuenta de que su enseñanza en Atenas había producido sólo poco fruto, decidió seguir otro plan de acción en Corinto, en sus esfuerzos por cautivar la atención de los despreocupados e indiferentes. Resolvió evitar todas las discusiones y argumentos complicados, y no “saber algo” entre los corintios, “sino a Jesucristo, y a éste crucificado.” Iba a predicarles, no “con palabras persuasivas de humana sabiduría, mas con demostración del Espíritu y de poder.” 1 Corintios 2:2, 4.
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Jesús, a quien Pablo estaba por presentar ante los griegos de Corinto como el Cristo, era un judío de humilde origen, criado en una ciudad proverbial por su iniquidad. Había sido rechazado por su propia nación, y crucificado al fin como malhechor. Los griegos creían que se necesitaba elevar al género humano; pero consideraban el estudio de la filosofía y la ciencia como el único medio capaz de lograr la verdadera elevación y honor. ¿Podría Pablo inducirlos a creer que la fe en el poder de este obscuro judío elevaría y ennoblecería toda facultad del ser humano?
En el pensamiento de las multitudes que viven hoy la cruz del Calvario está rodeada de sagrados recuerdos. Se relacionan con las escenas de la crucifixión sagradas asociaciones. Pero en los días de Pablo, la cruz se consideraba con sentimientos de repulsión y horror. El ensalzar como Salvador de la humanidad a uno que había muerto en la cruz provocaría naturalmente el ridículo y la oposición.
Pablo sabía bien cómo sería considerado su mensaje tanto por los judíos como por los griegos de Corinto. “Nosotros predicamos a Cristo crucificado—confesó él,—a los Judíos ciertamente tropezadero, y a los Gentiles locura.” 1 Corintios 1:23. Entre sus oyentes judíos había muchos a quienes encolerizaría el mensaje que él estaba por proclamar. Y a juicio de los griegos, sus palabras serían absurda locura. Sería considerado mentalmente débil por tratar de mostrar cómo la cruz podría tener alguna relación con la elevación del género humano o la salvación de la humanidad.
Pero para Pablo, la cruz era el único objeto de supremo interés. Desde que fuera contenido en su carrera de persecución contra los seguidores del crucificado Nazareno, no había cesado de gloriarse en la cruz. En aquel entonces se le había dado una revelación del infinito amor de Dios, según se revelaba en la muerte de Cristo; y se había producido en su vida una maravillosa transformación que había puesto todos sus planes y propósitos en armonía con el cielo. Desde aquella hora había sido un nuevo hombre en Cristo. Sabía por experiencia personal que una vez que un pecador contempla el amor del Padre, como se lo ve en el sacrificio de su Hijo, y se entrega a la influencia divina, se produce un cambio de corazón, y Cristo es desde entonces todo en todo.
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En ocasión de su conversión, Pablo se llenó de un vehemente deseo de ayudar a sus semejantes a contemplar a Jesús de Nazaret como el Hijo del Dios vivo, poderoso para transformar y salvar. Desde entonces dedicó enteramente su vida al esfuerzo de pintar el amor y el poder del Crucificado. Su gran corazón simpatizaba con todas las clases sociales. “A Griegos y a bárbaros—declaraba,—a sabios y a no sabios soy deudor.” Romanos 1:14. El amor por el Señor de gloria, a quien había perseguido tan implacablemente en la persona de sus santos, era el principio propulsor de su conducta, su fuerza motriz. Si alguna vez su ardor en la senda del deber flaqueaba, una mirada a la cruz y al asombroso amor allí revelado, bastaba para inducirlo a ceñirse los lomos de su entendimiento y avanzar en la senda de la abnegación.
Contemplad al apóstol predicando en la sinagoga de Corinto, razonando de las escrituras de Moisés y los profetas, y conduciendo a sus oyentes al advenimiento del Mesías prometido. Escuchad mientras explica claramente la obra del Redentor como el gran sumo sacerdote de la humanidad: el que por el sacrificio de su propia vida había de expiar el pecado una vez por todas, y emprender entonces su ministerio en el santuario celestial. Se hizo entender a los oyentes de Pablo que el Mesías cuyo advenimiento habían anhelado, había venido ya; que su muerte era la realidad prefigurada por todas las ofrendas de los sacrificios, y que su ministerio en el santuario celestial era el gran objeto que arrojaba su sombra hacia atrás y aclaraba el ministerio del sacerdocio judío.
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Pablo testificó “a los Judíos que Jesús era el Cristo.” Por las Escrituras del Antiguo Testamento, mostró que de acuerdo con las profecías y la expectación universal de los judíos, el Mesías iba a ser del linaje de Abrahán y de David; entonces trazó la descendencia de Jesús desde el patriarca Abrahán a través del real salmista. Leyó el testimonio de los profetas en cuanto al carácter y la obra del Mesías prometido, y su recepción y trato en la tierra. Luego demostró que todas estas predicciones se habían cumplido en la vida, el ministerio y la muerte de Jesús de Nazaret.
Pablo señaló que Cristo había venido a ofrecer la salvación primero a la nación que aguardaba la venida del Mesías como la consumación y gloria de su existencia nacional. Pero esa nación había rechazado a Aquel que le hubiera dado vida, y había escogido otro guía cuyo reino acabaría en la muerte. Se esforzó por presentar a sus oyentes el hecho de que sólo el arrepentimiento podía salvar a la nación de la ruina inminente. Reveló la ignorancia de ésta concerniente al significado de las Escrituras, cuya presunta plena comprensión constituía su principal jactancia y gloria. Reprendió su mundanalidad, su amor a la posición social, a los títulos, a la exhibición, y su desmedido egoísmo.
Con el poder del Espíritu, Pablo relató la historia de su propia milagrosa conversión, y de su confianza en las Escrituras del Antiguo Testamento, que se habían cumplido tan plenamente en Jesús de Nazaret. Habló con solemne fervor, y sus oyentes no pudieron sino percibir que amaba con todo su corazón al crucificado y resucitado Salvador. Vieron que su mente se concentraba en Cristo, y que toda su vida estaba vinculada con su Señor. Tan impresionantes fueron sus palabras, que solamente aquellos que estaban llenos del más amargo odio contra la religión cristiana pudieron quedar sin conmoverse por ellas.
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Pero los judíos de Corinto cerraron sus ojos a la evidencia tan claramente presentada por el apóstol, y rehusaron escuchar sus llamamientos. El mismo espíritu que los había inducido a rechazar a Cristo, los llenó de ira y furia contra su siervo, y si Dios no le hubiera protegido especialmente, para que continuase llevando el mensaje evangélico a los gentiles, le habrían ultimado.
“Mas contradiciendo y blasfemando ellos, les dijo, sacudiendo sus vestidos: Vuestra sangre sea sobre vuestra cabeza; yo, limpio; desde ahora me iré a los Gentiles. Y partiendo de allí, entró en casa de uno llamado Justo, temeroso de Dios, la casa del cual estaba junto a la sinagoga.”
Silas y Timoteo “vinieron de Macedonia” para ayudar a Pablo, y juntos trabajaron por los gentiles. A los paganos, tanto como a los judíos, Pablo y sus compañeros predicaron a Cristo como el Salvador de la humanidad caída. Evitando razonamientos complicados y rebuscados, los mensajeros de la cruz se espaciaron en los atributos del Creador del mundo, supremo Gobernante del universo. Con corazones rebosantes de amor hacia Dios y su Hijo, invitaron a los paganos a contemplar el infinito sacrificio hecho en favor del hombre. Sabían que si aquellos que habían andado mucho tiempo a tientas en las tinieblas del paganismo pudieran tan sólo ver la luz que irradiaba de la cruz del Calvario, serían atraídos al Redentor. “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo,” había declarado el Salvador. Juan 12:32.
Los obreros evangélicos de Corinto comprendían los terribles peligros que amenazaban a las almas de aquellos por quienes trabajaban; y con conciencia de la responsabilidad que descansaba sobre ellos, presentaban la verdad como es en Jesús. Claro, sencillo y decidido era su mensaje: sabor de vida para vida, o de muerte para muerte. Y no sólo en sus palabras, sino en su vida diaria, se revelaba el Evangelio. Los ángeles cooperaban con ellos, y la gracia y el poder de Dios se manifestaban en la conversión de muchos. “Crispo, el prepósito de la sinagoga, creyó al Señor con toda su casa; y muchos de los Corintios oyendo creían, y eran bautizados.”
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El odio con que los judíos habían considerado siempre a los apóstoles se intensificó ahora. La conversión y el bautismo de Crispo tuvo por efecto exasperar en vez de convencer a estos obstinados oponentes. No podían presentar argumentos que refutasen la predicación de Pablo; y por falta de evidencias tales, recurrieron al engaño y al ataque malicioso. Blasfemaron el Evangelio y el nombre de Jesús. En su ciega ira, no había para ellos palabras demasiado amargas ni ardid demasiado bajo. No podían negar que Cristo había obrado milagros, pero declaraban que los había realizado por el poder de Satanás, y afirmaban osadamente que las maravillosas obras realizadas por Pablo eran hechas por el mismo agente.
Aunque Pablo tuvo cierto grado de éxito en Corinto, la impiedad que veía y oía en esa corrupta ciudad casi lo descorazonaba. La depravación que presenciaba entre los gentiles, y el desprecio e insulto de los judíos, le causaban gran angustia de espíritu. Dudaba de la prudencia de tratar de edificar una iglesia con el material que encontraba allí.
Y mientras estaba haciendo planes de dejar la ciudad para ir a un campo más promisorio, y tratando fervientemente de entender su deber, el Señor se le apareció en una visión y le dijo: “No temas, sino habla, y no calles: porque yo estoy contigo, y ninguno te podrá hacer mal; porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad.” Pablo entendió que esto era una orden de permanecer en Corinto y una garantía de que el Señor haría crecer la semilla sembrada. Fortalecido y animado, continuó trabajando allí con celo y perseverancia.
Los esfuerzos del apóstol no se limitaban a la predicación pública; había muchos que no podrían ser alcanzados de esa manera. Pasaba mucho tiempo en el trabajo de casa en casa, aprovechando el trato del círculo familiar. Visitaba a los enfermos y tristes, consolaba a los afligidos y animaba a los oprimidos. En todo lo que decía y hacía, magnificaba el nombre de Jesús. Así trabajaba “con flaqueza, y mucho temor y temblor.” 1 Corintios 2:3. Temblaba de temor de que su enseñanza llevara el sello humano en lugar del divino.
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“Hablamos sabiduría entre perfectos—declaró más tarde Pablo;—y sabiduría, no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que se deshacen; mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria: la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció: porque si la hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de gloria: antes, como está escrito: Cosas que ojo no vió, ni oreja oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que ha Dios preparado para aquellos que le aman. Empero Dios nos lo reveló a nosotros por el Espíritu: porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios.
“Y nosotros hemos recibido, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu que es de Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha dado; lo cual también hablamos, no con doctas palabras de humana sabiduría, mas con doctrina del Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.” 1 Corintios 2:6-13.
Pablo comprendía que su suficiencia no estaba en él, sino en la presencia del Espíritu Santo, cuya misericordiosa influencia llenaba su corazón y ponía todo pensamiento en sujeción a Cristo. Hablando de sí mismo, afirmaba que llevaba “siempre por todas partes la muerte de Jesús en el cuerpo, para que también la vida de Jesús sea manifestaba en nuestros cuerpos.” 2 Corintios 4:10. En las enseñanzas del apóstol, Cristo era la figura central. “Vivo—declaraba,—no ya yo, mas vive Cristo en mí.” Gálatas 2:20. El yo estaba escondido; Cristo era revelado y ensalzado.
Pablo era un orador elocuente. Antes de su conversión, había tratado a menudo de impresionar a sus oyentes con los vuelos de la oratoria. Pero ahora puso todo eso a un lado. En lugar de entregarse a descripciones poéticas y cuadros fantásticos que pudieran complacer los sentidos y alimentar la imaginación, pero que no podrían alcanzar la experiencia diaria, Pablo trataba, mediante el uso de un lenguaje sencillo, de introducir en el corazón las verdades de vital importancia. Las presentaciones fantásticas de la verdad pueden provocar un éxtasis de sentimiento; pero demasiado a menudo las verdades presentadas de esta manera no proporcionan el alimento necesario para fortalecer al creyente para las batallas de la vida. Las necesidades inmediatas, las pruebas presentes, de las almas que luchan, deberían satisfacerse con instrucción sana y práctica sobre los principios fundamentales del cristianismo.
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Los esfuerzos de Pablo en Corinto no fueron estériles. Muchos se volvieron del culto de los ídolos para servir al Dios vivo, y una gran iglesia se alistó bajo la bandera de Cristo. Algunos fueron rescatados de entre los gentiles más disipados, y llegaron a ser monumentos de la misericordia de Dios y la eficacia de la sangre de Cristo para limpiar del pecado.
El creciente éxito de Pablo en la presentación de Cristo despertó en los judíos incrédulos una oposición más resuelta. “Se levantaron de común acuerdo contra Pablo, y lo llevaron al tribunal” de Galión, entonces procónsul de Acaya. Esperaban que las autoridades, como en ocasiones anteriores, se pusieran de su parte; y en altas y airadas voces expresaron su disgusto contra el apóstol, diciendo: “Este persuade a los hombres a honrar a Dios contra la ley.”
La religión judía estaba bajo la protección del poder romano; y los acusadores de Pablo pensaban que si podían probar que violaba las leyes de su religión, se lo entregarían probablemente para que lo juzgaran y sentenciaran. Esperaban así lograr su muerte. Pero Galión era hombre íntegro, y se negó a dejarse engañar por los judíos celosos e intrigantes. Disgustado por su fanatismo y justicia propia, no quiso hacer lugar a la acusación. Mientras Pablo se preparaba para hablar en defensa propia, Galión le dijo que no era necesario. Entonces, dirigiéndose a los airados acusadores, dijo: “Si fuera algún agravio o algún crimen enorme, oh Judíos, conforme a derecho yo os tolerara: mas si son cuestiones de palabras, y de nombres, y de vuestra ley, vedlo vosotros; porque yo no quiero ser juez de estas cosas. Y los echó del tribunal.”
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Tanto los judíos como los griegos habían esperado ansiosamente la decisión de Galión; y su inmediato despacho del caso, como asunto que no era de interés público, fué para los judíos la señal de retirarse, desconcertados y airados. La decidida actitud del procónsul abrió los ojos a la muchedumbre clamorosa que había estado ayudando a los judíos. Por primera vez durante las labores de Pablo en Europa la multitud se puso de su parte; en la presencia del procónsul y sin que él lo impidiera, acosaron violentamente a los principales acusadores del apóstol. “Todos los Griegos tomando a Sóstenes, prepósito de la sinagoga, le herían delante del tribunal: y a Galión nada se le daba de ello.” Así el cristianismo obtuvo una señalada victoria.
Pablo se detuvo allí muchos días. Si el apóstol hubiera sido entonces obligado a abandonar a Corinto, los conversos a la fe de Jesús hubieran quedado en situación peligrosa. Los judíos se hubieran esforzado por aprovechar la ventaja lograda hasta el punto de exterminar el cristianismo en esa región.