Este capítulo está basado en 2 Corintios.
Desde Efeso, Pablo emprendió otra gira misionera, durante la cual esperaba visitar una vez más los escenarios de sus anteriores labores en Europa. Deteniéndose por un tiempo en Troas, para predicar “el evangelio de Cristo,” encontró algunos que estaban dispuestos a escuchar su mensaje. “Me fué abierta puerta en el Señor,” declaró más tarde respecto a sus labores en ese lugar. Pero a pesar del éxito de sus esfuerzos en Troas, no podía permanecer mucho tiempo allí. “La solicitud de todas las iglesias,” y particularmente de la iglesia de Corinto, pesaba sobre su corazón. Había esperado encontrarse con Tito en Troas, y enterarse por él de cómo habían sido recibidas las palabras de consejo y reprensión enviadas a los hermanos corintios; pero se chasqueó. “No tuve reposo en mi espíritu—escribió concerniente a este incidente,—por no haber hallado a Tito, mi hermano.” Partió de Troas, y cruzó a Macedonia, donde, en la ciudad de Filipos, encontró a Timoteo.
Durante este tiempo de ansiedad concerniente a la iglesia de Corinto, Pablo esperaba lo mejor; sin embargo, a veces se le llenaba el alma de sentimientos de profunda tristeza, por temor a que sus consejos y amonestaciones fuesen mal comprendidos. “Ningún reposo tuvo nuestra carne—escribió más tarde;—antes, en todo fuimos atribulados: de fuera, cuestiones; de dentro, temores. Mas Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la venida de Tito.”
Este fiel mensajero le trajo las alegres nuevas de que se había realizado un maravilloso cambio entre los creyentes corintios. Muchos habían aceptado la instrucción de la carta de Pablo, y se habían arrepentido de sus pecados. La vida que ahora llevaban no era ya un oprobio para el cristianismo, sino que ejercía una poderosa influencia en favor de la piedad práctica.
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Lleno de gozo, el apóstol envió otra carta a los creyentes corintios, expresando la alegría de su corazón por la buena obra realizada entre ellos: “Porque aunque os contristé por la carta, no me arrepiento, bien que me arrepentí.” Cuando estaba torturado por el temor de que sus palabras fueran despreciadas, había lamentado a veces haber escrito tan decidida y severamente. “Ahora me gozo—continuó,—no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis por nuestra parte. Porque el dolor que es según Dios, obra arrepentimiento saludable, de que no hay que arrepentirse.” Ese arrepentimiento producido por la influencia de la gracia divina en el corazón, induce a la confesión y al abandono del pecado. Tales fueron los primeros frutos que el apóstol declaró que se habían visto en la vida de los creyentes corintios. “¡Cuánta solicitud ha obrado en vosotros, y aun defensa, y aun enojo, y aun temor, y aun gran deseo, y aun celo!”
Por algún tiempo, Pablo había sentido honda preocupación por las iglesias,—una preocupación tan pesada que apenas podía soportarla. Algunos falsos maestros habían tratado de destruir su influencia entre los creyentes y de introducir sus propias doctrinas en lugar de la verdad evangélica. Las perplejidades y desalientos con que Pablo estaba rodeado se revelan en las palabras: “Sobremanera fuimos cargados sobre nuestras fuerzas, de tal manera que estuviésemos en duda de la vida.”
Pero ahora se había quitado una causa de ansiedad. Al oír las buenas nuevas de la aceptación de su carta a los corintios, Pablo prorrumpió en palabras de regocijo: “Bendito sea el Dios y Padre del Señor Jesucristo, el Padre de misericordias, y el Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquiera angustia, con la consolación con que nosotros somos consolados de Dios. Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación. Mas si somos atribulados, es por vuestra consolación y salud; la cual es obrada en el sufrir las mismas aflicciones que nosotros también padecemos: o si somos consolados, es por vuestra consolación y salud; y nuestra esperanza de vosotros es firme; estando ciertos que como sois compañeros de las aflicciones, así también lo sois de la consolación.”
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Al expresar su gozo por la reconversión y el crecimiento de ellos en la gracia, Pablo atribuye a Dios toda la alabanza por esa transformación del corazón y la vida. “Mas a Dios gracias—exclamó,—el cual hace que siempre triunfemos en Cristo Jesús, y manifiesta el olor de su conocimiento por nosotros en todo lugar. Porque para Dios somos buen olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden.” Era costumbre de entonces que un general victorioso en la guerra trajera consigo al volver una caravana de cautivos. En esas ocasiones se señalaban personas que llevaban incienso, y mientras el ejército regresaba triunfalmente, el fragante olor era para los cautivos condenados a muerte, un sabor de muerte, que mostraba que estaba próximo el tiempo de su ejecución; pero para los prisioneros que habían obtenido el favor del conquistador, y cuyas vidas iban a ser perdonadas, era un sabor de vida, por cuanto mostraba que su libertad estaba cerca.
Pablo estaba ahora lleno de fe y esperanza. Sentía que Satanás no había de triunfar sobre la obra de Dios en Corinto, y con palabras de alabanza exhaló la gratitud de su corazón. El y sus colaboradores habrían de celebrar su victoria sobre los enemigos de Cristo y la verdad avanzando con nuevo celo para extender el conocimiento del Salvador. Como el incienso, la fragancia del Evangelio habría de difundirse por el mundo. Para aquellos que aceptaran a Cristo, el mensaje sería un sabor de vida para vida; pero para aquellos que persistieran en la incredulidad, un sabor de muerte para muerte.
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Comprendiendo la enorme magnitud del trabajo, Pablo exclamó: “Para estas cosas ¿quién es suficiente?” ¿Quién puede predicar a Cristo de tal manera que sus enemigos no tengan justa causa para despreciar al mensajero o el mensaje que da? Pablo deseaba hacer sentir a los creyentes la solemne responsabilidad del ministerio evangélico. Sólo la fidelidad en la predicación de la Palabra, unida a una vida pura y consecuente, puede hacer aceptables a Dios y útiles para las almas, los esfuerzos de los ministros. Los ministros de nuestros días, compenetrados del sentido de la grandeza de la obra, pueden con razón exclamar con el apóstol: “Para estas cosas ¿quién es suficiente?”
Había quienes acusaban a Pablo de haberse alabado al escribir su carta anterior. El apóstol se refirió ahora a esto preguntando a los miembros de la iglesia si juzgaban así sus motivos. “¿Comenzamos otra vez a alabarnos a nosotros mismos?—preguntó,—¿o tenemos necesidad, como algunos, de letras de recomendación para vosotros, o de recomendación de vosotros?” Los creyentes que se trasladaban a un lugar nuevo llevaban a menudo consigo cartas de recomendación de la iglesia con la cual habían estado unidos anteriormente; pero los obreros dirigentes, los fundadores de esas iglesias, no necesitaban tal recomendación. Los creyentes corintios, que habían sido guiados del culto de los ídolos a la fe del Evangelio, eran toda la recomendación que Pablo necesitaba. Su recepción de la verdad, y la reforma que se había operado en sus vidas, atestiguaban elocuentemente la fidelidad de sus labores y su autoridad para aconsejar, reprender y exhortar como ministro de Cristo.
Pablo consideraba a los hermanos corintios como su recomendación. “Nuestras letras sois vosotros—dijo,—escritas en nuestros corazones, sabidas y leídas de todos los hombres; siendo manifiesto que sois letra de Cristo administrada de nosotros, escrita no con tinta, mas con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón.”
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La conversión de los pecadores y su santificación por la verdad es la prueba más poderosa que un ministro puede tener de que Dios le ha llamado al ministerio. La evidencia de su apostolado está escrita en los corazones de sus conversos y atestiguada por sus vidas renovadas. Cristo se forma en ellos como la esperanza de gloria. Un ministro es fortalecido grandemente por estas pruebas de su ministerio.
Hoy los ministros de Cristo debieran tener el mismo testimonio que la iglesia de Corinto daba de las labores de Pablo. Aunque en este tiempo los predicadores son muchos, hay una gran escasez de ministros capaces y santos,—de hombres llenos del amor que moraba en el corazón de Cristo. El orgullo, la confianza propia, el amor al mundo, las críticas, la amargura y la envidia son el fruto que producen muchos de los que profesan la religión de Cristo. Sus vidas, en agudo contraste con la vida del Salvador, dan a menudo un triste testimonio del carácter de la labor ministerial bajo la cual se convirtieron.
Un hombre no puede tener mayor honor que el ser aceptado por Dios como apto ministro del Evangelio. Pero aquellos a quienes el Señor bendice con poder y éxito en su obra no se vanaglorían. Reconocen su completa dependencia de él, y comprenden que no tienen poder en sí mismos. Con Pablo dicen: “No que seamos suficientes de nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia es de Dios; el cual asimismo nos hizo ministros suficientes de un nuevo pacto.”
Un verdadero ministro hace la obra del Señor. Siente la importancia de su obra y comprende que mantiene con la iglesia y con el mundo una relación similar a la que mantenía Cristo. Trabaja incansablemente para guiar a los pecadores a una vida más noble y elevada, para que puedan obtener la recompensa del vencedor. Sus labios están tocados con un carbón encendido extraído del altar, y ensalza a Jesús como la única esperanza del pecador. Los que le oyen saben que se ha acercado a Dios mediante la oración ferviente y eficaz. El Espíritu Santo ha reposado sobre él, su alma ha sentido el fuego vital del cielo, y puede comparar las cosas espirituales con las espirituales. Se le da poder para derribar las fortalezas de Satanás. Los corazones son quebrantados por su exposición del amor de Dios, y muchos son inducidos a preguntar: “¿Qué es menester que yo haga para ser salvo?”
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“Por lo cual teniendo nosotros esta administración según la misericordia que hemos alcanzado, no desmayamos; antes quitamos los escondrijos de vergüenza, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios, sino por manifestación de la verdad encomendándonos a nosotros mismos a toda conciencia humana delante de Dios. Que si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto: en los cuales el dios de este siglo cegó los entendimientos de los incrédulos, para que no les resplandezca la lumbre del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios. Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo, el Señor; y nosotros vuestros siervos por Jesús. Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.”
Así magnificaba el apóstol la gracia y la misericordia de Dios, mostrada en el sagrado cometido que se le confiara como ministro de Cristo. Por la abundante misericordia de Dios, él y sus hermanos habían sido sostenidos en las dificultades, aflicciones y peligros. No habían amoldado su fe y enseñanza para acomodarlas a los deseos de sus oyentes, ni callado las verdades esenciales para la salvación a fin de hacer más atractiva su enseñanza. Habían presentado la verdad con sencillez y claridad, orando por la convicción y conversión de las almas. Y se habían esforzado por vivir de acuerdo con sus enseñanzas, para que la verdad que presentaban fuera aceptable a la conciencia de todo hombre.
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“Tenemos empero este tesoro—continuó el apóstol—en vasos de barro, para que la alteza del poder sea de Dios, y no de nosotros.” Dios podría haber proclamado su verdad mediante ángeles inmaculados, pero tal no es su plan. El escoge a los seres humanos, a los hombres rodeados de flaquezas, como instrumentos para realizar sus designios. El inestimable tesoro se coloca en vasos de barro. Mediante los hombres han de comunicarse al mundo sus bendiciones y ha de brillar su gloria en las tinieblas del pecado. Por su ministerio amante deben ellos encontrar al pecador y al necesitado para guiarlos a la cruz. Y en toda su obra tributarán gloria, honor y alabanza a Aquel que está por encima de todo y sobre todos.
Al referirse a su propio caso, Pablo mostró que al elegir el servicio de Cristo no había sido inducido por motivos egoístas; porque su camino había estado bloqueado de pruebas y tentaciones. “Estando atribulados en todo—escribió,—mas no angustiados; en apuros, mas no desesperamos; perseguidos, mas no desamparados; abatidos, mas no perecemos; llevando siempre por todas partes la muerte de Jesús en el cuerpo, para que también la vida de Jesús sea manifestada en nuestros corazones.”
Pablo les recordó a sus hermanos que, como mensajeros de Cristo, él y sus colaboradores estaban continuamente en peligro. Las penalidades que soportaban estaban desgastando sus fuerzas. “Nosotros que vivimos—escribió,—siempre estamos entregados a muerte por Jesús, para que también la vida de Jesús sea manifestada en nuestra carne mortal. De manera que la muerte obra en nosotros, y en vosotros la vida.” Sufriendo físicamente por las privaciones y trabajos, estos ministros de Cristo estaban conformándose a la muerte de él. Pero lo que obraba muerte en ellos, traía vida y salud espiritual a los corintios, quienes por la fe en la verdad eran hechos participantes de la vida eterna. En vista de esto, los seguidores de Jesús han de procurar no aumentar, por el descuido y el desafecto, las cargas y pruebas de los que trabajan.
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“Teniendo el mismo espíritu de fe—continuó Pablo,—conforme a lo que está escrito: Creí, por lo cual también hablé: nosotros también creemos, por lo cual también hablamos.” Plenamente convencido de la realidad de la verdad a él confiada, nada podía inducir a Pablo a manejar engañosamente la palabra de Dios o a ocultar las convicciones de su alma. No quería conformarse con las opiniones del mundo para adquirir riqueza, honor o placer. Aunque en constante peligro del martirio por la fe que había predicado a los corintios, no se intimidaba; porque sabía que el que había muerto y resucitado le levantaría de la tumba y le presentaría al Padre.
“Todas las cosas suceden por vosotros, para que la gracia difundida en muchos acreciente la acción de gracias para gloria de Dios.” (V.N.C.) No para engrandecerse a sí mismos predicaban los apóstoles el Evangelio. Era la esperanza de salvar almas lo que los inducía a dedicar sus vidas a esta obra. Y era esta esperanza lo que les ayudaba a no abandonar sus esfuerzos por causa de los peligros que los amenazaban o de los sufrimientos que soportaban.
“Por tanto—declaró Pablo,—no desmayamos: antes aunque éste nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior empero se renueva de día en día.” Pablo sentía el poder del enemigo; pero aunque sus fuerzas físicas declinaban, declaraba fiel y resueltamente el Evangelio de Cristo. Vestido con toda la armadura de Dios, este héroe de la cruz proseguía la lucha. Su voz animosa lo proclamaba triunfante en el combate. Fijando sus ojos en la recompensa de los fieles, exclamó con tono de victoria: “Porque lo que al presente es momentáneo y leve de nuestra tribulación, nos obra un sobremanera alto y eterno peso de gloria; no mirando nosotros a las cosas que se ven, sino a las que no se ven: porque las cosas que se ven son temporales, mas las que no se ven son eternas.”
Es muy ferviente e impresionante la invitación del apóstol a sus hermanos corintios a considerar de nuevo el inmaculado amor de su Redentor. “Ya sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo—declaró,—que por amor de vosotros se hizo pobre, siendo rico; para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos.” Conocéis la altura desde la cual se rebajó, la profundidad de la humillación a la cual descendió. Habiendo emprendido la senda de la abnegación y el sacrificio, no se apartó de ella hasta que hubo dado su vida. No hubo descanso para él entre el trono y la cruz.
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Pablo se fué deteniendo en un punto tras otro, a fin de que los que leyeran su epístola pudieran comprender plenamente la maravillosa condescendencia de su Salvador con ellos. Presentando a Cristo como era cuando era igual a Dios y recibía con él el homenaje de los ángeles, el apóstol trazó su curso hasta cuando hubo alcanzado las más bajas profundidades de la humillación. Pablo estaba convencido de que si podía hacerles comprender el asombroso sacrificio hecho por la Majestad del cielo, barrería de sus vidas todo su egoísmo. Mostró cómo el Hijo de Dios había depuesto su gloria y se había sometido voluntariamente a las condiciones de la naturaleza humana; y entonces se había humillado como un siervo, llegando a ser “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8), para poder elevar a los hombres de la degradación a la esperanza y el gozo del cielo.
Cuando estudiamos el carácter divino a la luz de la cruz, vemos misericordia, ternura, espíritu perdonador unidos con equidad y justicia. Vemos en medio del trono a uno que lleva en sus manos y pies y en su costado las marcas del sufrimiento soportado para reconciliar al hombre con Dios. Vemos a un Padre infinito que mora en luz inaccesible, pero que nos recibe por los méritos de su Hijo. La nube de la venganza que amenazaba solamente con la miseria y la desesperación, revela, a la luz reflejada desde la cruz, el escrito de Dios: ¡Vive, pecador, vive! ¡Vosotros, almas arrepentidas y creyentes, vivid! Yo he pagado el rescate.
Al contemplar a Cristo, nos detenemos en la orilla de un amor inconmensurable. Nos esforzamos por hablar de este amor, pero nos faltan las palabras. Consideramos su vida en la tierra, su sacrificio por nosotros, su obra en el cielo como abogado nuestro, y las mansiones que está preparando para aquellos que le aman; y sólo podemos exclamar: ¡Oh! ¡qué altura y profundidad las del amor de Cristo! “En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros, y ha enviado a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios.” 1 Juan 4:10; 3:1.
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En todo verdadero discípulo, este amor, como fuego sagrado, arde en el altar del corazón. Fué en la tierra donde el amor de Dios se reveló por Cristo. Es en la tierra donde sus hijos han de reflejar su amor mediante vidas inmaculadas. Así los pecadores serán guiados a la cruz, para contemplar al Cordero de Dios.