El Evangelio ha logrado siempre sus mayores éxitos entre las clases humildes. “No sois muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles.” 1 Corintios 1:26. No cabía esperar que Pablo, pobre y desvalido preso, fuese capaz de atraer la atención de las clases opulentas y aristocráticas de los ciudadanos romanos, a quienes el vicio ofrecía todos sus halagos y los mantenía en voluntaria esclavitud. Pero entre las fatigadas y menesterosas víctimas de la opresión y aun de entre los infelices esclavos, muchos escuchaban gozosamente las palabras de Pablo, y en la fe de Cristo hallaban la esperanza y paz que les daban aliento para sobrellevar las innumerables penalidades que les tocaban en suerte.
Sin embargo, aunque el apóstol comenzó su obra con los pobres y humildes, la influencia de ella se dilató hasta alcanzar el mismo palacio del emperador.
Roma era en ese tiempo la metrópoli del mundo. Los arrogantes Césares dictaban leyes a casi cada nación de la tierra. Reyes y cortesanos ignoraban al humilde Nazareno o le miraban con odio y escarnio. Y sin embargo, en menos de dos años el Evangelio se abrió camino desde la modesta morada del preso hasta las salas imperiales. Pablo estaba encarcelado como un malhechor; pero “la palabra de Dios no está presa.” 2 Timoteo 2:9.
En años anteriores el apóstol había proclamado públicamente la fe de Cristo con persuasivo poder; y mediante señales y milagros había dado inequívoca evidencia del carácter divino de la misma. Con noble firmeza se había presentado ante los sabios de Grecia, y por sus conocimientos y elocuencia había silenciado los argumentos de los orgullosos filósofos. Con intrépida valentía se había presentado ante reyes y gobernadores para disertar sobre la justicia, la temperancia y el juicio venidero, hasta hacer temblar a los soberbios gobernantes como si ya contemplaran los terrores del día de Dios.
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Tales oportunidades no se le presentaban ahora al apóstol, confinado en su propia casa; solamente podía proclamar la verdad a los que acudían a él. No tenía, como Moisés y Aarón, la orden divina de presentarse ante el rey libertino, y en el nombre del gran YO SOY reprochar su crueldad y opresión. No obstante, en ese mismo tiempo, cuando el principal abogado del Evangelio estaba aparentemente impedido de realizar trabajo público, se ganó una gran victoria para la causa de Dios: miembros de la misma casa del rey fueron añadidos a la iglesia.
En ninguna parte podía existir una atmósfera más antagónica hacia el cristianismo que en la corte romana. Nerón parecía haber borrado de su alma el último vestigio de lo divino, y aun de lo humano, y llevar la misma estampa de Satanás. Sus asistentes y cortesanos eran, en general, del mismo carácter: crueles, degradados y corrompidos. Según todas las apariencias, sería imposible para el cristianismo abrirse paso en la corte y palacio de Nerón.
No obstante, aun en este caso, como en muchos otros, se comprobó la veracidad de la afirmación de Pablo; que las armas de nuestra milicia son “poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas.” 2 Corintios 10:4. Aun en la misma casa de Nerón fueron ganados trofeos para la cruz. De entre los viles siervos de un rey aun más vil, se ganaron conversos que llegaron a ser hijos de Dios. No eran cristianos secretos, sino que profesaban su fe abiertamente y no se avergonzaban.
¿Y por qué medios alcanzó entrada y se abrió paso el cristianismo donde su misma admisión parecía imposible? En su Epístola a los Filipenses, Pablo atribuyó a su propio encarcelamiento el éxito alcanzado en ganar conversos a la fe en la casa de Nerón. Temeroso de que se pensara que sus aflicciones habían impedido el progreso del Evangelio, les aseguró esto: “Y quiero, hermanos, que sepáis que las cosas que me han sucedido, han redundado más en provecho del evangelio.” Filipenses 1:12.
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Cuando las iglesias cristianas se enteraron por primera vez de que Pablo iba a Roma, esperaron un marcado triunfo del Evangelio en esa ciudad. Pablo había llevado la verdad a muchos países, y la había proclamado en ciudades populosas. Por lo tanto, ¿no podía este campeón de la fe ganar almas para Cristo aun en la metrópoli del mundo? Pero se desvanecieron sus esperanzas al saber que Pablo había ido a Roma en calidad de preso. Esperaban los cristianos confiadamente ver cómo, una vez establecido el Evangelio en aquel centro, se propagase rápidamente a todas las naciones y llegara a ser una potencia prevaleciente en la tierra. ¡Cuán grande fué su desengaño! Habían fracasado las esperanzas humanas, pero no los propósitos de Dios.
No por los discursos de Pablo, sino por sus prisiones, la atención de la corte imperial fué atraída al cristianismo; en calidad de cautivo, rompió las ligaduras que mantenían a muchas almas en la esclavitud del pecado. No sólo esto, sino que, como Pablo declaró: “Muchos de los hermanos en el Señor, tomando ánimo con mis prisiones, se atreven mucho más a hablar la palabra sin temor.” Filipenses 1:14.
La paciencia y el gozo de Pablo, su ánimo y fe durante su largo e injusto encarcelamiento, eran un sermón continuo. Su espíritu, tan diferente del espíritu del mundo, testificaba que moraba en él un poder superior al terrenal. Y por su ejemplo, los cristianos fueron impelidos a defender con mayor energía la causa de cuyas labores públicas Pablo había sido retirado.
De esa manera las cadenas del apóstol fueron influyentes, a tal grado que cuando su poder y utilidad parecían haber terminado, y cuando según todas las apariencias menos podía hacer, juntó gavillas para Cristo en campos de los cuales parecía totalmente excluído.
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Antes de finalizar esos dos años de encarcelamiento, Pablo pudo decir: “Mis prisiones han sido célebres en Cristo en todo el pretorio, y a todos los demás;” y entre aquellos que enviaban saludos a los filipenses, mencionó especialmente a los que eran de la “casa de César.” Filipenses 1:13; 4:22.
La paciencia tiene sus victorias lo mismo que el valor. Mediante la mansedumbre en las pruebas, tanto como por el arrojo en las empresas, pueden ganarse almas para Cristo. Los cristianos que demuestren paciencia y alegría bajo la desgracia y los sufrimientos, que arrostran aun la misma muerte con la paz y calma que otorga una fe inquebrantable, pueden realizar mucho más para el Evangelio que lo que habrían realizado en una vida larga de fiel labor. Frecuentemente, cuando el siervo de Dios es retirado del servicio activo por una misteriosa providencia que nuestra escasa visión lamentaría, lo es por designio de Dios para cumplir una obra que de otra manera nunca se hubiese realizado.
No piense el seguidor de Cristo que, cuando ya no puede trabajar abierta y activamente para Dios y su verdad, no tiene algún servicio que prestar, no tiene galardón que conseguir. Los verdaderos testigos de Cristo nunca son puestos a un lado. En salud o enfermedad, en vida o muerte, Dios los utiliza todavía. Cuando a causa de la malicia de Satanás, los siervos de Cristo fueron perseguidos e impedidas sus labores activas; cuando fueron echados en la cárcel, arrastrados al cadalso o la hoguera, fué para que la verdad pudiera ganar un mayor triunfo. Cuando estos fieles testigos sellaron su testimonio con su sangre, muchas almas, hasta entonces en duda e incertidumbre, se convencieron de la fe de Cristo, y valerosamente se decidieron por él. De las cenizas de los mártires brotó una abundante cosecha para Dios.
El celo y la fidelidad de Pablo y sus colaboradores, tanto como la fe y obediencia de aquellos conversos al cristianismo, en circunstancias tan amenazadoras, reprenden la falta de fe y pereza del ministro de Cristo. El apóstol y sus colaboradores podrían haber argüído que sería inútil llamar al arrepentimiento y fe en Cristo a los siervos de Nerón, sometidos como estaban a terribles tentaciones, rodeados por formidables obstáculos y expuestos a una enconada oposición. Aun cuando pudieran convencerse de la verdad, ¿cómo podrían obedecerla? Pero Pablo no razonó así; por la fe presentó el Evangelio a esas almas; y entre los que oyeron hubo algunos que decidieron obedecer a cualquier costo. No obstante los obstáculos y peligros, aceptaron la luz y, confiando en que Dios les ayudaría, dejaron que su luz iluminara a otros.
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No solamente hubo conversos ganados a la verdad en la casa de César, sino que después de su conversión permanecieron en esa casa. No se sintieron con libertad de abandonar su puesto de deber, porque las circunstancias no les agradaban más. La verdad los había encontrado allí, y allí permanecieron, para que el cambio de su vida y carácter testificara del poder transformador de la nueva fe.
¿Se sienten algunos tentados a presentar sus dificultades como excusa para no testificar en favor de Jesús? Consideren la situación de los discípulos en la casa de César, la depravación del emperador y el libertinaje de la corte. Difícilmente podremos imaginarnos circunstancias más desfavorables para una vida religiosa, y que ocasionen mayor sacrificio u oposición que aquéllas en que se hallaban estos conversos. Sin embargo, en medio de dificultades y peligros mantuvieron su fidelidad. A causa de obstáculos que parecen insuperables, el cristiano puede tratar de excusarse de obedecer la verdad tal cual es en Jesús; pero no puede ofrecer una excusa razonable. Poder hacerlo significaría demostrar que Dios es injusto al imponer condiciones de salvación que sus hijos no sean capaces de cumplir.
Aquel cuyo corazón está resuelto a servir a Dios encontrará oportunidades para testificar en su favor. Las dificultades serán impotentes para detener al que esté resuelto a buscar primero el reino de Dios y su justicia. Por el poder adquirido en la oración y el estudio de la Palabra, buscará la virtud y abandonará el vicio. Mirando a Jesús, el autor y consumador de la fe, quien soportó la contradicción de los pecadores contra sí mismo, el creyente afrontará voluntariamente y con valor el desprecio y el escarnio. Aquel cuya palabra es verdad promete ayuda y gracia suficientes para toda circunstancia. Sus brazos eternos rodean al alma que se vuelve a él en busca de ayuda. Podemos reposar confiadamente en su solicitud, diciendo: “En el día que temo, yo en ti confío.” Salmos 56:3. Dios cumplirá su promesa con todo aquel que deposite su confianza en él.
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Por su propio ejemplo el Salvador ha demostrado que sus seguidores pueden estar en el mundo y con todo, no ser del mundo. No vino para participar de sus ilusorios placeres, para dejarse influir por sus costumbres y seguir sus prácticas, sino para hacer la voluntad de su Padre, para buscar y salvar a los perdidos. Con este propósito, el cristiano puede permanecer sin contaminación en cualquier circunstancia. No importa su situación o condición, sea exaltada o humilde, manifestará el poder de la religión verdadera en el fiel cumplimiento del deber.
No es fuera de la prueba, sino en medio de ella, donde se desarrolla el carácter cristiano. Expuestos a las contrariedades y la oposición, los seguidores de Cristo son inducidos a ejercer mayor vigilancia y a orar más fervientemente al poderoso Auxiliador. Las duras pruebas soportadas por la gracia de Dios, desarrollan paciencia, vigilancia, fortaleza y profunda y permanente confianza en Dios. Este es el triunfo de la fe cristiana que habilita a sus seguidores a sufrir y a ser fuertes; a someterse y así conquistar; a ser muertos todo el día y sin embargo vivir; a soportar la cruz y así ganar la corona de gloria.