El Conflicto de los Siglos: Capítulo 7 – En la encrucijada de los caminos

El más distinguido de todos los que fueron llamados a guiar a la iglesia de las tinieblas del papado a la luz de una fe más pura, fue Martín Lutero. Celoso, ardiente y abnegado, sin más temor que el temor de Dios y sin reconocer otro fundamento de la fe religiosa que el de las Santas Escrituras, fue Lutero el hombre de su época. Por su medio realizó Dios una gran obra para reformar a la iglesia e iluminar al mundo.

A semejanza de los primeros heraldos del evangelio, Lutero surgió del seno de la pobreza. Sus primeros años transcurrieron en el humilde hogar de un aldeano de Alemania, que con su oficio de minero ganara los medios necesarios para educar al niño. Quería que ese hijo fuese abogado, pero Dios se había propuesto hacer de él un constructor del gran templo que venía levantándose lentamente en el transcurso de los siglos. Las contrariedades, las privaciones y una disciplina severa constituyeron la escuela donde la Infinita Sabiduría preparara a Lutero para la gran misión que iba a desempeñar.

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El padre de Lutero era hombre de robusta y activa inteligencia y de gran fuerza de carácter, honrado, resuelto y franco. Era fiel a las convicciones que le señalaban su deber, sin cuidarse de las consecuencias. Su propio sentido común le hacía mirar con desconfianza el sistema monástico. Le disgustó mucho ver que Lutero, sin su consentimiento, entrara en un monasterio, y pasaron dos años antes que el padre se reconciliara con el hijo, y aun así no cambió de opinión.

Los padres de Lutero velaban con gran esmero por la educación y el gobierno de sus hijos. Procuraban instruirlos en el conocimiento de Dios y en la práctica de las virtudes cristianas. Muchas veces oía el hijo las oraciones que su padre dirigía al cielo para pedir que Martín tuviera siempre presente el nombre del Señor y contribuyese un día a propagar la verdad. Los padres no desperdiciaban los medios que su trabajo podía proporcionarles, para dedicarse a la cultura moral e intelectual. Hacían esfuerzos sinceros y perseverantes para preparar a sus hijos para una vida piadosa y útil. Siendo siempre firmes y fieles en sus propósitos y obrando a impulsos de su sólido carácter, eran a veces demasiado severos; pero el reformador mismo, si bien reconoció que se habían equivocado en algunos respectos, no dejó de encontrar en su disciplina más cosas dignas de aprobación que de censura.

En la escuela a la cual le enviaran en su tierna edad, Lutero fue tratado con aspereza y hasta con dureza. Tanta era la pobreza de sus padres que al salir de su casa para la escuela de un pueblo cercano, se vio obligado por algún tiempo a ganar su sustento cantando de puerta en puerta y padeciendo hambre con mucha frecuencia. Las ideas religiosas lóbregas y supersticiosas que prevalecían en su tiempo le llenaban de pavor. A veces se iba a acostar con el corazón angustiado, pensando con temor en el sombrío porvenir, y viendo en Dios a un juez inexorable y un cruel tirano más bien que un bondadoso Padre celestial.

Mas a pesar de tantos motivos de desaliento, Lutero siguió resueltamente adelante, puesta la vista en un dechado elevado de moral y de cultura intelectual que le cautivaba el alma. Tenía sed de saber, y el carácter serio y práctico de su genio le hacía desear lo sólido y provechoso más bien que lo vistoso y superficial.

Cuando a la edad de dieciocho años ingresó en la universidad de Erfurt, su situación era más favorable y se le ofrecían perspectivas más brillantes que las que había tenido en años anteriores. Sus padres podían entonces mantenerle más desahogadamente merced a la pequeña hacienda que habían logrado con su laboriosidad y sus economías. Y la influencia de amigos juiciosos había borrado un tanto el sedimento de tristeza que dejara en su carácter su primera educación. Se dedicó a estudiar los mejores autores, atesorando con diligencia sus maduras reflexiones y haciendo suyo el tesoro de conocimientos de los sabios. Aun bajo la dura disciplina de sus primeros maestros, dio señales de distinción; y ahora, rodeado de influencias más favorables, vio desarrollarse rápidamente su talento. Por su buena memoria, su activa imaginación, sus sólidas facultades de raciocinio y su incansable consagración al estudio vino a quedar pronto al frente de sus condiscípulos. La disciplina intelectual maduró su entendimiento y la actividad mental despertó una aguda percepción que le preparó convenientemente para los conflictos de la vida.

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El temor del Señor moraba en el corazón de Lutero y le habilitó para mantenerse firme en sus propósitos y siempre humilde delante de Dios. Permanentemente dominado por la convicción de que dependía del auxilio divino, comenzaba cada día con oración y elevaba constantemente su corazón a Dios para pedirle su dirección y su auxilio. “Orar bien—decía él con frecuencia—es la mejor mitad del estudio” (D’Aubigné, lib. 2, cap. 2).

Un día, mientras examinaba unos libros en la biblioteca de la universidad, descubrió Lutero una Biblia latina. Jamás había visto aquel libro. Hasta ignoraba que existiese. Había oído porciones de los Evangelios y de las Epístolas que se leían en el culto público y suponía que eso era todo lo que contenía la Biblia. Ahora veía, por primera vez, la Palabra de Dios completa. Con reverencia mezclada de admiración hojeó las sagradas páginas; con pulso tembloroso y corazón turbado leyó con atención las palabras de vida, deteniéndose a veces para exclamar: “¡Ah! ¡si Dios quisiese darme para mí otro libro como este!” (ibíd). Los ángeles del cielo estaban a su lado y rayos de luz del trono de Dios revelaban a su entendimiento los tesoros de la verdad. Siempre había tenido temor de ofender a Dios, pero ahora se sentía como nunca antes convencido de que era un pobre pecador.

Un sincero deseo de librarse del pecado y de reconciliarse con Dios le indujo al fin a entrar en un claustro para consagrarse a la vida monástica. Allí se le obligó a desempeñar los trabajos más humillantes y a pedir limosnas de casa en casa. Se hallaba en la edad en que más se apetecen el aprecio y el respeto de todos, y por consiguiente aquellas viles ocupaciones le mortificaban y ofendían sus sentimientos naturales; pero todo lo sobrellevaba con paciencia, creyendo que lo necesitaba por causa de sus pecados.

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Dedicaba al estudio todo el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones de cada día y aun robaba al sueño y a sus escasas comidas el tiempo que hubiera tenido que darles. Sobre todo se deleitaba en el estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado una Biblia encadenada en el muro del convento, y allá iba con frecuencia a escudriñarla. A medida que se iba convenciendo más y más de su condición de pecador, procuraba por medio de sus obras obtener perdón y paz. Observaba una vida llena de mortificaciones, procurando dominar por medio de ayunos y vigilias y de castigos corporales sus inclinaciones naturales, de las cuales la vida monástica no le había librado. No rehuía sacrificio alguno con tal de llegar a poseer un corazón limpio que mereciese la aprobación de Dios. “Verdaderamente—decía él más tarde—yo fui un fraile piadoso y seguí con mayor severidad de la que puedo expresar las reglas de mi orden […]. Si algún fraile hubiera podido entrar en el cielo por sus obras monacales, no hay duda que yo hubiera entrado. Si hubiera durado mucho tiempo aquella rigidez, me hubiera hecho morir a fuerza de austeridades” (ibíd., cap. 3). A consecuencia de esta dolorosa disciplina perdió sus fuerzas y sufrió convulsiones y desmayos de los que jamás pudo reponerse enteramente. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, su alma agobiada no hallaba alivio, y al fin fue casi arrastrado a la desesperación.

Cuando Lutero creía que todo estaba perdido, Dios le deparó un amigo que le ayudó. El piadoso Staupitz le expuso la Palabra de Dios y le indujo a apartar la mirada de sí mismo, a dejar de contemplar un castigo venidero infinito por haber violado la ley de Dios, y a acudir a Jesús, el Salvador que le perdonaba sus pecados. “En lugar de martirizarte por tus faltas, échate en los brazos del Redentor. Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte […]. Escucha al Hijo de Dios, que se hizo hombre para asegurarte el favor divino”. “¡Ama a quien primero te amó!” (ibíd., cap. 4). Así se expresaba este mensajero de la misericordia. Sus palabras hicieron honda impresión en el ánimo de Lutero. Después de larga lucha contra los errores que por tanto tiempo albergara, pudo asirse de la verdad y la paz reinó en su alma atormentada.

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Lutero fue ordenado sacerdote y se le llamó del claustro a una cátedra de la universidad de Wittenberg. Allí se dedicó al estudio de las Santas Escrituras en las lenguas originales. Comenzó a dar conferencias sobre la Biblia, y de este modo, el libro de los Salmos, los Evangelios y las epístolas fueron abiertos al entendimiento de multitudes de oyentes que escuchaban aquellas enseñanzas con verdadero deleite. Staupitz, su amigo y superior, le instaba a que ocupara el púlpito y predicase la Palabra de Dios. Lutero vacilaba, sintiéndose indigno de hablar al pueblo en lugar de Cristo. Solo después de larga lucha consigo mismo se rindió a las súplicas de sus amigos. Era ya poderoso en las Sagradas Escrituras y la gracia del Señor descansaba sobre él. Su elocuencia cautivaba a los oyentes, la claridad y el poder con que presentaba la verdad persuadía a todos y su fervor conmovía los corazones.

Lutero seguía siendo hijo sumiso de la iglesia papal y no pensaba cambiar. La providencia de Dios le llevó a hacer una visita a Roma. Emprendió el viaje a pie, hospedándose en los conventos que hallaba en su camino. En uno de ellos, en Italia, quedó maravillado de la magnificencia, la riqueza y el lujo que se presentaron a su vista. Dotados de bienes propios de príncipes, vivían los monjes en espléndidas mansiones, se ataviaban con los trajes más ricos y preciosos y se regalaban en suntuosa mesa. Consideró Lutero todo aquello que tanto contrastaba con la vida de abnegación y de privaciones que el llevaba, y se quedó perplejo.

Finalmente vislumbró en lontananza la ciudad de las siete colinas. Con profunda emoción, cayó de rodillas y, levantando las manos hacia el cielo, exclamó: “¡Salve Roma santa!” (ibíd., cap. 6). Entró en la ciudad, visitó las iglesias, prestó oídos a las maravillosas narraciones de los sacerdotes y de los monjes y cumplió con todas las ceremonias de ordenanza. Por todas partes veía escenas que le llenaban de extrañeza y horror. Notó que había iniquidad entre todas las clases del clero. Oyó a los sacerdotes contar chistes indecentes y se escandalizó de la espantosa profanación de que hacían gala los prelados aun en el acto de decir misa. Al mezclarse con los monjes y con el pueblo descubrió en ellos una vida de disipación y lascivia. Doquiera volviera la cara, tropezaba con libertinaje y corrupción en vez de santidad. “Sin verlo—escribió él—, no se podría creer que en Roma se cometan pecados y acciones infames; y por lo mismo acostumbran decir: ‘Si hay un infierno, no puede estar en otra parte que debajo de Roma; y de este abismo salen todos los pecados’” (ibíd.).

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Por decreto expedido poco antes prometía el papa indulgencia a todo aquel que subiese de rodillas la “escalera de Pilato” que se decía ser la misma que había pisado nuestro Salvador al bajar del tribunal romano, y que, según aseguraban, había sido llevada de Jerusalén a Roma de un modo milagroso. Un día, mientras estaba Lutero subiendo devotamente aquellas gradas, recordó de pronto estas palabras que como trueno repercutieron en su corazón: “El justo vivirá por la fe”. Romanos 1:17. Se puso de pronto de pie y huyó de aquel lugar sintiendo vergüenza y horror. Ese pasaje bíblico no dejó nunca de ejercer poderosa influencia en su alma. Desde entonces vio con más claridad que nunca el engaño que significa para el hombre confiar en sus obras para su salvación y cuán necesario es tener fe constante en los méritos de Cristo. Sus ojos se habían abierto y ya no se cerrarían jamás para dar crédito a los engaños del papado. Al apartarse de Roma sus miradas, su corazón se apartó también, y desde entonces la separación se hizo más pronunciada, hasta que Lutero concluyó por cortar todas sus relaciones con la iglesia papal.

Después de su regreso de Roma, recibió Lutero en la universidad de Wittenberg el grado de doctor en teología. Tenía pues mayor libertad que antes para consagrarse a las Santas Escrituras, que tanto amaba. Había formulado el voto solemne de estudiar cuidadosamente y de predicar con toda fidelidad y por toda la vida la Palabra de Dios, y no los dichos ni las doctrinas de los papas. Ya no sería en lo sucesivo un mero monje, o profesor, sino el heraldo autorizado de la Biblia. Había sido llamado como pastor para apacentar el rebaño de Dios que estaba hambriento y sediento de la verdad. Declaraba firmemente que los cristianos no debieran admitir más doctrinas que las que tuviesen apoyo en la autoridad de las Sagradas Escrituras. Estas palabras minaban los cimientos en que descansaba la supremacía papal. Contenían los principios vitales de la Reforma.

Lutero advirtió que era peligroso ensalzar las doctrinas de los hombres en lugar de la Palabra de Dios. Atacó resueltamente la incredulidad especulativa de los escolásticos y combatió la filosofía y la teología que por tanto tiempo ejercieran su influencia dominadora sobre el pueblo. Denunció el estudio de aquellas disciplinas no solo como inútil sino como pernicioso, y trató de apartar la mente de sus oyentes de los sofismas de los filósofos y de los teólogos y de hacer que se fijasen más bien en las eternas verdades expuestas por los profetas y los apóstoles.

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Era muy precioso el mensaje que Lutero daba a las ansiosas muchedumbres que pendían de sus palabras. Nunca antes habían oído tan hermosas enseñanzas. Las buenas nuevas de un amante Salvador, la seguridad del perdón y de la paz por medio de su sangre expiatoria, regocijaban los corazones e inspiraban en todos una esperanza de vida inmortal. Encendióse así en Wittenberg una luz cuyos rayos iban a esparcirse por todas partes del mundo y que aumentaría en esplendor hasta el fin de los tiempos.

Pero la luz y las tinieblas no pueden conciliarse. Entre el error y la verdad media un conflicto inevitable. Sostener y defender uno de ellos es atacar y vencer al otro. Nuestro Salvador ya lo había declarado: “No vine a traer paz, sino espada”. Mateo 10:34 (VM). Y el mismo Lutero dijo pocos años después de principiada la Reforma: “No me conducía Dios, sino que me impelía y me obligaba; yo no era dueño de mí mismo; quería permanecer tranquilo, y me veía lanzado en medio de tumultos y revoluciones” (D’Aubigné, lib. 5, cap. 2). En aquella época de su vida estaba a punto de verse obligado a entrar en la contienda.

La iglesia romana hacía comercio con la gracia de Dios. Las mesas de los cambistas (Mateo 21:12) habían sido colocadas junto a los altares y llenaba el aire la gritería de los que compraban y vendían. Con el pretexto de reunir fondos para la erección de la iglesia de San Pedro en Roma, se ofrecían en venta pública, con autorización del papa, indulgencias por el pecado. Con el precio de los crímenes se iba a construir un templo para el culto divino, y la piedra angular se echaba sobre cimientos de iniquidad. Empero los mismos medios que adoptara Roma para engrandecerse fueron los que hicieron caer el golpe mortal que destruyó su poder y su soberbia. Aquellos medios fueron lo que exasperó al más abnegado y afortunado de los enemigos del papado, y le hizo iniciar la lucha que estremeció el trono de los papas e hizo tambalear la triple corona en la cabeza del pontífice.

El encargado de la venta de indulgencias en Alemania, un monje llamado Tetzel, era reconocido como culpable de haber cometido las más viles ofensas contra la sociedad y contra la ley de Dios; pero habiendo escapado del castigo que merecieran sus crímenes, recibió el encargo de propagar los planes mercantiles y nada escrupulosos del papa. Con atroz cinismo divulgaba las mentiras más desvergonzadas y contaba leyendas maravillosas para engañar al pueblo ignorante, crédulo y supersticioso. Si hubiese tenido este la Biblia no se habría dejado engañar. Pero para poderlo sujetar bajo el dominio del papado, y para acrecentar el poderío y los tesoros de los ambiciosos jefes de la iglesia, se le había privado de la Escritura (véase Gieseler, A Compendium of Ecclesiastical History, período 4, sec. I, párr. 5).

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Cuando entraba Tetzel en una ciudad, iba delante de él un mensajero gritando: “La gracia de Dios y la del padre santo están a las puertas de la ciudad” (D’Aubigné, lib. 3, cap. 1). Y el pueblo recibía al blasfemo usurpador como si hubiera sido el mismo Dios que hubiera descendido del cielo. El infame tráfico se establecía en la iglesia, y Tetzel ponderaba las indulgencias desde el púlpito como si hubiesen sido el más precioso don de Dios. Declaraba que en virtud de los certificados de perdón que ofrecía, quedábanle perdonados al que comprara las indulgencias aun aquellos pecados que desease cometer después, y que “ni aun el arrepentimiento era necesario” (ibíd.). Hasta aseguraba a sus oyentes que las indulgencias tenían poder para salvar no solo a los vivos sino también a los muertos, y que en el instante en que las monedas resonaran al caer en el fondo de su cofre, el alma por la cual se hacía el pago escaparía del purgatorio y se dirigiría al cielo. Véase Hagenbach, History of the Reformation 1:96.

Cuando Simón el Mago intentó comprar a los apóstoles el poder de hacer milagros, Pedro le respondió: “Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero”. Hechos 8:20 (RV95). Pero millares de personas aceptaban ávidamente el ofrecimiento de Tetzel. Sus arcas se llenaban de oro y plata. Una salvación que podía comprarse con dinero era más fácil de obtener que la que requería arrepentimiento, fe y un diligente esfuerzo para resistir y vencer el mal (véase el Apéndice).

La doctrina de las indulgencias había encontrado opositores entre hombres instruidos y piadosos del seno mismo de la iglesia de Roma, y eran muchos los que no tenían fe en asertos tan contrarios a la razón y a las Escrituras. Ningún prelado se atrevía a levantar la voz para condenar el inicuo tráfico, pero los hombres empezaban a turbarse y a inquietarse, y muchos se preguntaban ansiosamente si Dios no obraría por medio de alguno de sus siervos para purificar su iglesia.

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Lutero, aunque seguía adhiriéndose estrictamente al papa, estaba horrorizado por las blasfemas declaraciones de los traficantes en indulgencias. Muchos de sus feligreses habían comprado certificados de perdón y no tardaron en acudir a su pastor para confesar sus pecados esperando de él la absolución, no porque fueran penitentes y desearan cambiar de vida, sino por el mérito de las indulgencias. Lutero les negó la absolución y les advirtió que como no se arrepintiesen y no reformasen su vida morirían en sus pecados. Llenos de perplejidad recurrieron a Tetzel para quejarse de que su confesor no aceptaba los certificados; y hubo algunos que con toda energía exigieron que les devolviese su dinero. El fraile se llenó de ira. Lanzó las más terribles maldiciones, hizo encender hogueras en las plazas públicas, y declaró que “había recibido del papa la orden de quemar a los herejes que osaran levantarse contra sus santísimas indulgencias” (D’Aubigné, lib. 3, cap. 4).

Lutero inició entonces resueltamente su obra como campeón de la verdad. Su voz se oyó desde el púlpito en solemne exhortación. Expuso al pueblo el carácter ofensivo del pecado y enseñóle que le es imposible al hombre reducir su culpabilidad o evitar el castigo por sus propias obras. Solo el arrepentimiento ante Dios y la fe en Cristo podían salvar al pecador. La gracia de Cristo no podía comprarse; era un don gratuito. Aconsejaba a sus oyentes que no comprasen indulgencias, sino que tuviesen fe en el Redentor crucificado. Refería su dolorosa experiencia personal, diciéndoles que en vano había intentado por medio de la humillación y de las mortificaciones del cuerpo asegurar su salvación, y afirmaba que desde que había dejado de mirarse a sí mismo y había confiado en Cristo, había alcanzado paz y gozo para su corazón.

Viendo que Tetzel seguía con su tráfico y sus impías declaraciones, resolvió Lutero hacer una protesta más enérgica contra semejantes abusos. Pronto ofreciósele excelente oportunidad. La iglesia del castillo de Wittenberg era dueña de muchas reliquias que se exhibían al pueblo en ciertos días festivos, en ocasión de los cuales se concedía plena remisión de pecados a los que visitasen la iglesia e hiciesen confesión de sus culpas. De acuerdo con esto, el pueblo acudía en masa a aquel lugar. Una de tales oportunidades, y de las más importantes por cierto, se acercaba: la fiesta de “todos los santos”. La víspera, Lutero, uniéndose a las muchedumbres que iban a la iglesia, fijó en las puertas del templo un papel que contenía noventa y cinco proposiciones contra la doctrina de las indulgencias. Declaraba además que estaba listo para defender aquellas tesis al día siguiente en la universidad, contra cualquiera que quisiera rebatirlas.

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Estas proposiciones atrajeron la atención general. Fueron leídas y vueltas a leer y se repetían por todas partes. Fue muy intensa la excitación que produjeron en la universidad y en toda la ciudad. Demostraban que jamás se había otorgado al papa ni a hombre alguno el poder de perdonar los pecados y de remitir el castigo consiguiente. Todo ello no era sino una farsa, un artificio para ganar dinero valiéndose de las supersticiones del pueblo, un invento de Satanás para destruir las almas de todos los que confiasen en tan necias mentiras. Se probaba además con toda evidencia que el evangelio de Cristo es el tesoro más valioso de la iglesia, y que la gracia de Dios revelada en él se otorga de balde a los que la buscan por medio del arrepentimiento y de la fe.

Las tesis de Lutero desafiaban a discutir; pero nadie osó aceptar el reto. Las proposiciones hechas por él se esparcieron luego por toda Alemania y en pocas semanas se difundieron por todos los dominios de la cristiandad. Muchos devotos romanistas, que habían visto y lamentado las terribles iniquidades que prevalecían en la iglesia, pero que no sabían qué hacer para detener su desarrollo, leyeron las proposiciones de Lutero con profundo regocijo, reconociendo en ellas la voz de Dios. Les pareció que el Señor extendía su mano misericordiosa para detener el rápido avance de la marejada de corrupción que procedía de la sede de Roma. Los príncipes y los magistrados se alegraron secretamente de que iba a ponerse un dique al arrogante poder que negaba todo derecho a apelar de sus decisiones.

Pero las multitudes supersticiosas y dadas al pecado se aterrorizaron cuando vieron desvanecerse los sofismas que amortiguaban sus temores. Los astutos eclesiásticos, al ver interrumpida su obra que sancionaba el crimen, y en peligro sus ganancias, se airaron y se unieron para sostener sus pretensiones. El reformador tuvo que hacer frente a implacables acusadores, algunos de los cuales le culpaban de ser violento y ligero para apreciar las cosas. Otros le acusaban de presuntuoso, y declaraban que no era guiado por Dios, sino que obraba a impulso del orgullo y de la audacia. “¿Quién no sabe—respondía él—que rara vez se proclama una idea nueva sin ser tildado de orgulloso, y sin ser acusado de buscar disputas? […] ¿Por qué fueron inmolados Jesucristo y todos los mártires? Porque parecieron despreciar orgullosamente la sabiduría de su tiempo y porque anunciaron novedades, sin haber consultado previa y humildemente a los órganos de la opinión contraria”.

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Y añadía: “No debo consultar la prudencia humana, sino el consejo de Dios. Si la obra es de Dios, ¿quién la contendrá? Si no lo es ¿quién la adelantará? ¡Ni mi voluntad, ni la de ellos, ni la nuestra, sino la tuya, oh Padre santo, que estás en el cielo!” (ibíd., lib. 3, cap. 6).

A pesar de ser movido Lutero por el Espíritu de Dios para comenzar la obra, no había de llevarla a cabo sin duros conflictos. Las censuras de sus enemigos, la manera en que falseaban los propósitos de Lutero y la mala fe con que juzgaban desfavorable e injustamente el carácter y los móviles del reformador, le envolvieron como ola que todo lo sumerge; y no dejaron de tener su efecto. Lutero había abrigado la confianza de que los caudillos del pueblo, tanto en la iglesia como en las escuelas se unirían con él de buen grado para colaborar en la obra de reforma. Ciertas palabras de estímulo que le habían dirigido algunos personajes de elevada categoría le habían infundido gozo y esperanza. Ya veía despuntar el alba de un día mejor para la iglesia; pero el estímulo se tornó en censura y en condenación. Muchos dignatarios de la iglesia y del estado estaban plenamente convencidos de la verdad de las tesis; pero pronto vieron que la aceptación de estas verdades entrañaba grandes cambios. Dar luz al pueblo y realizar una reforma equivalía a minar la autoridad de Roma y detener en el acto miles de corrientes que ahora iban a parar a las arcas del tesoro, lo que daría por resultado hacer disminuir la magnificencia y el fausto de los eclesiásticos. Además, enseñar al pueblo a pensar y a obrar como seres responsables, mirando solo a Cristo para obtener la salvación, equivalía a derribar el trono pontificio y destruir por ende su propia autoridad. Por estos motivos rehusaron aceptar el conocimiento que Dios había puesto a su alcance y se declararon contra Cristo y la verdad, al oponerse a quien él había enviado para que les iluminase.

Lutero temblaba cuando se veía a sí mismo solo frente a los más opulentos y poderosos de la tierra. Dudaba a veces, preguntándose si en verdad Dios le impulsaba a levantarse contra la autoridad de la iglesia. “¿Quién era yo—escribió más tarde—para oponerme a la majestad del papa, a cuya presencia temblaban […] los reyes de la tierra? […] Nadie puede saber lo que sufrió mi corazón en los dos primeros años, y en qué abatimiento, en qué desesperación caí muchas veces” (ibíd.). Pero no fue dejado solo en brazos del desaliento. Cuando le faltaba la ayuda de los hombres, la esperaba de Dios solo y aprendió así a confiar sin reserva en su brazo todopoderoso.

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A un amigo de la Reforma escribió Lutero: “No se puede llegar a comprender las Escrituras, ni con el estudio, ni con la inteligencia; vuestro primer deber es pues empezar por la oración. Pedid al Señor que se digne, por su gran misericordia, concederos el verdadero conocimiento de su Palabra. No hay otro intérprete de la Palabra de Dios, que el mismo Autor de esta Palabra, según lo que ha dicho: ‘Todos serán enseñados de Dios’. Nada esperéis de vuestros estudios ni de vuestra inteligencia; confiad únicamente en Dios y en la influencia de su Espíritu. Creed a un hombre que lo ha experimentado” (ibíd., cap. 7). Aqui tienen una lección de vital importancia los que sienten que Dios les ha llamado para presentar a otros en estos tiempos las verdades grandiosas de su Palabra. Estas verdades despertarán la enemistad del diablo y de los hombres que tienen en mucha estimación las fábulas inventadas por él. En la lucha contra las potencias del mal necesitamos algo más que nuestro propio intelecto y la sabiduría de los hombres.

Mientras que los enemigos apelaban a las costumbres y a la tradición, o a los testimonios y a la autoridad del papa, Lutero los atacaba con la Biblia y solo con la Biblia. En ella había argumentos que ellos no podían rebatir; en consecuencia, los esclavos del formalismo y de la superstición pedían a gritos la sangre de Lutero, como los judíos habían pedido la sangre de Cristo. “Es un hereje—decían los fanáticos romanistas—. ¡Es un crimen de alta traición contra la iglesia dejar vivir una hora más tan horrible hereje: que preparen al punto un cadalso para él!” (ibíd., cap. 9). Pero Lutero no fue víctima del furor de ellos. Dios le tenía reservada una tarea; y mandó a los ángeles del cielo para que le protegiesen. Pero muchos de los que recibieron de él la preciosa luz resultaron blanco de la ira del demonio, y por causa de la verdad sufrieron valientemente el tormento y la muerte.

Las enseñanzas de Lutero despertaron por toda Alemania la atención de los hombres reflexivos. Sus sermones y demás escritos arrojaban rayos de luz que alumbraban y despertaban a miles y miles de personas. Una fe viva fue reemplazando el formalismo muerto en que había estado viviendo la iglesia por tanto tiempo. El pueblo iba perdiendo cada día la confianza que había depositado en las supersticiones de Roma. Poco a poco iban desapareciendo las vallas de los prejuicios. La Palabra de Dios, por medio de la cual probaba Lutero cada doctrina y cada aserto, era como una espada de dos filos que penetraba en los corazones del pueblo. Por doquiera se notaba un gran deseo de adelanto espiritual. En todas partes había hambre y sed de justicia como no se habían conocido por siglos. Los ojos del pueblo, acostumbrados por tanto tiempo a mirar los ritos humanos y a los mediadores terrenales, se apartaban de estos y se fijaban, con arrepentimiento y fe, en Cristo y Cristo crucificado.

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Este interés general contribuyó a despertar más los recelos de las autoridades papales. Lutero fue citado a Roma para que contestara el cargo de herejía que pesaba sobre él. Este mandato llenó de espanto a sus amigos. Comprendían muy bien el riesgo que correría en aquella ciudad corrompida y embriagada con la sangre de los mártires de Jesús. De modo que protestaron contra su viaje a Roma y pidieron que fuese examinado en Alemania.

Así se convino al fin y se eligió al delegado papal que debería entender en el asunto. En las instrucciones que a este dio el pontífice, se hacía constar que Lutero había sido declarado ya hereje. Se encargaba, pues, al legado que le procesara y constriñera “sin tardanza”. En caso de que persistiera firme, y el legado no lograra apoderarse de su persona, tenía poder para “proscribirle de todos los puntos de Alemania, así como para desterrar, maldecir y excomulgar a todos sus adherentes” (ibíd., lib. 4, cap. 2). Además, para arrancar de raíz la pestilente herejía, el papa dio órdenes a su legado de que excomulgara a todos los que fueran negligentes en cuanto a prender a Lutero y a sus correligionarios para entregarlos a la venganza de Roma, cualquiera que fuera su categoría en la iglesia o en el estado, con excepción del emperador.

Esto revela el verdadero espíritu del papado. No hay en todo el documento un vestigio de principio cristiano ni de la justicia más elemental. Lutero se hallaba a gran distancia de Roma; no había tenido oportunidad para explicar o defender sus opiniones; y sin embargo, antes que su caso fuese investigado, se le declaró sumariamente hereje, y en el mismo día fue exhortado, acusado, juzgado y sentenciado; ¡y todo esto por el que se llamaba padre santo, única autoridad suprema e infalible de la iglesia y del estado!

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En aquel momento, cuando Lutero necesitaba tanto la simpatía y el consejo de un amigo verdadero, Dios en su providencia mandó a Melanchton a Wittenberg. Joven aún, modesto y reservado, tenía Melanchton un criterio sano, extensos conocimientos y elocuencia persuasiva, rasgos todos que combinados con la pureza y rectitud de su carácter le granjeaban el afecto y la admiración de todos. Su brillante talento no era más notable que su mansedumbre. Muy pronto fue discípulo sincero del evangelio a la vez que el amigo de más confianza de Lutero y su más valioso cooperador; su dulzura, su discreción y su formalidad servían de contrapeso al valor y a la energía de Lutero. La unión de estos dos hombres en la obra vigorizó la Reforma y estimuló mucho a Lutero.

Augsburgo era el punto señalado para la verificación del juicio, y allá se dirigió a pie el reformador. Sus amigos sintieron despertarse en sus ánimos serios temores por él. Se habían proferido amenazas sin embozo de que le secuestrarían y le matarían en el camino, y sus amigos le rogaban que no se arriesgara. Hasta llegaron a aconsejarle que saliera de Wittenberg por una temporada y que se refugiara entre los muchos que gustosamente le protegerían. Pero él no quería dejar por nada el lugar donde Dios le había puesto. Debía seguir sosteniendo fielmente la verdad a pesar de las tempestades que se cernían sobre él. Sus palabras eran estas: “Soy como Jeremías, el hombre de las disputas y de las discordias; pero cuanto más aumentan sus amenazas, más acrecientan mi alegría […]. Han destrozado ya mi honor y mi reputación. Una sola cosa me queda, y es mi miserable cuerpo; que lo tomen; abreviarán así mi vida de algunas horas. En cuanto a mi alma, no pueden quitármela. El que quiere propagar la Palabra de Cristo en el mundo, debe esperar la muerte a cada instante” (ibíd., lib. 4, cap. 4).

Las noticias de la llegada de Lutero a Augsburgo dieron gran satisfacción al legado del papa. El molesto hereje que había despertado la atención del mundo entero parecía hallarse ya en poder de Roma, y el legado estaba resuelto a no dejarle escapar. El reformador no se había cuidado de obtener un salvoconducto. Sus amigos le instaron a que no se presentase sin él y ellos mismos se prestaron a recabarlo del emperador. El legado quería obligar a Lutero a retractarse, o si no lo lograba, a hacer que lo llevaran a Roma para someterle a la suerte que habían corrido Hus y Jerónimo. Así que, por medio de sus agentes se esforzó en inducir a Lutero a que compareciese sin salvoconducto, confiando solo en el arbitrio del legado. El reformador se negó a ello resueltamente. No fue sino después de recibido el documento que le garantizaba la protección del emperador, cuando se presentó ante el embajador papal.

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Pensaron los romanistas que convenía conquistar a Lutero por una apariencia de bondad. El legado, en sus entrevistas con él, fingió gran amistad, pero le exigía que se sometiera implícitamente a la autoridad de la iglesia y que cediera a todo sin reserva alguna y sin alegar. En realidad no había sabido aquilatar el carácter del hombre con quien tenía que habérselas. Lutero, en debida respuesta, manifestó su veneración por la iglesia, su deseo de conocer la verdad, su disposición para contestar las objeciones que se hicieran a lo que él había enseñado, y que sometería sus doctrinas al fallo de ciertas universidades de las principales. Pero, a la vez, protestaba contra la actitud del cardenal que le exigía se retractara sin probarle primero que se hallaba en error.

La única respuesta que se le daba era: “¡Retráctate! ¡retráctate!” El reformador adujo que su actitud era apoyada por las Santas Escrituras, y declaró con entereza que él no podía renunciar a la verdad. El legado, no pudiendo refutar los argumentos de Lutero, le abrumó con un cúmulo de reproches, burlas y palabras de adulación, con citas de las tradiciones y dichos de los padres de la iglesia, sin dejar al reformador oportunidad para hablar. Viendo Lutero que, de seguir así, la conferencia resultaría inútil, obtuvo al fin que se le diera, si bien de mala gana, permiso para presentar su respuesta por escrito.

“De esta manera—decía él, escribiendo a un amigo suyo—la persona abrumada alcanza doble ganancia: primero, que lo escrito puede someterse al juicio de terceros; y segundo, que hay más oportunidad para apelar al temor, ya que no a la conciencia, de un déspota arrogante y charlatán que de otro modo se sobrepondría con su imperioso lenguaje”. Martyn, The Life and Times of Luther, 271, 272.

En la subsiguiente entrevista, Lutero presentó una clara, concisa y rotunda exposición de sus opiniones, bien apoyada con muchas citas bíblicas. Este escrito, después de haberlo leído en alta voz, lo puso en manos del cardenal, quien lo arrojó desdeñosamente a un lado, declarando que era una mezcla de palabras tontas y de citas desatinadas. Lutero se levantó con toda dignidad y atacó al orgulloso prelado en su mismo terreno—el de las tradiciones y enseñanzas de la iglesia—refutando completamente todas sus aseveraciones.

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Cuando vio el prelado que aquellos razonamientos de Lutero eran incontrovertibles, perdió el dominio sobre sí mismo y en un arrebato de ira exclamó: “¡Retráctate! que si no lo haces, te envío a Roma, para que comparezcas ante los jueces encargados de examinar tu caso. Te excomulgo a ti, a todos tus secuaces, y a todos los que te son o fueren favorables, y los expulso de la iglesia”. Y en tono soberbio y airado dijo al fin: “Retráctate o no vuelvas” (D’Aubigné, lib. 4, cap. 8).

El reformador se retiró luego junto con sus amigos, demostrando así a las claras que no debía esperarse una retractación de su parte. Pero esto no era lo que el cardenal se había propuesto. Se había lisonjeado de que por la violencia obligaría a Lutero a someterse. Al quedarse solo con sus partidarios, miró de uno a otro desconsolado por el inesperado fracaso de sus planes.

Esta vez los esfuerzos de Lutero no quedaron sin buenos resultados. El vasto concurso reunido allí pudo comparar a ambos hombres y juzgar por sí mismo el espíritu que habían manifestado, así como la fuerza y veracidad de sus asertos. ¡Cuán grande era el contraste! El reformador, sencillo, humilde, firme, se apoyaba en la fuerza de Dios, teniendo de su parte a la verdad; mientras que el representante del papa, dándose importancia, intolerante, hinchado de orgullo, falto de juicio, no tenía un solo argumento de las Santas Escrituras, y solo gritaba con impaciencia: “Si no te retractas, serás despachado a Roma para que te castiguen”.

No obstante tener Lutero un salvoconducto, los romanistas intentaban apresarle. Sus amigos insistieron en que, como ya era inútil su presencia allí, debía volver a Wittenberg sin de mora y que era menester ocultar sus propósitos con el mayor sigilo. Conforme con esto salió de Augsburgo antes del alba, a caballo, y acompañado solamente por un guía que le proporcionara el magistrado. Con mucho cuidado cruzó las desiertas y oscuras calles de la ciudad. Enemigos vigilantes y crueles complotaban su muerte. ¿Lograría burlar las redes que le tendían? Momentos de ansiedad y de solemne oración eran aquellos. Llegó a una pequeña puerta, practicada en el muro de la ciudad; le fue abierta y pasó con su guía sin impedimento alguno. Viéndose ya seguros fuera de la ciudad, los fugitivos apresuraron su huida y antes que el legado se enterara de la partida de Lutero, ya se hallaba este fuera del alcance de sus perseguidores. Satanás y sus emisarios habían sido derrotados. El hombre a quien pensaban tener en su poder se les había escapado, como un pájaro de la red del cazador.

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Al saber que Lutero se había ido, el legado quedó anonadado por la sorpresa y el furor. Había pensado recibir grandes honores por su sabiduría y aplomo al tratar con el perturbador de la iglesia, y ahora quedaban frustradas sus esperanzas. Expresó su enojo en una carta que dirigió a Federico, elector de Sajonia, para quejarse amargamente de Lutero, y exigir que Federico enviase a Roma al reformador o que le desterrase de Sajonia.

En su defensa, había pedido Lutero que el legado o el papa le demostrara sus errores por las Santas Escrituras, y se había comprometido solemnemente a renunciar a sus doctrines si le probaban que estaban en contradicción con la Palabra de Dios. También había expresado su gratitud al Señor por haberle tenido por digno de sufrir por tan sagrada causa.

El elector tenía escasos conocimientos de las doctrinas reformadas, pero le impresionaban profundamente el candor, la fuerza y la claridad de las palabras de Lutero; y Federico resolvió protegerle mientras no le demostrasen que el reformador estaba en error. Contestando las peticiones del prelado, dijo: “‘En vista de que el doctor Martín Lutero compareció a vuestra presencia en Augsburgo, debéis estar satisfecho. No esperábamos que, sin haberlo convencido, pretendieseis obligarlo a retractarse. Ninguno de los sabios que se hallan en nuestros principados, nos ha dicho que la doctrina de Martín fuese impía, anticristiana y herética’. Y el príncipe rehusó enviar a Lutero a Roma y arrojarle de sus estados” (ibíd., cap. 10).

El elector notaba un decaimiento general en el estado moral de la sociedad. Se necesitaba una grande obra de reforma. Las disposiciones tan complicadas y costosas requeridas para refrenar y castigar los delitos estarían de más si los hombres reconocieran y acataran los mandatos de Dios y los dictados de una conciencia iluminada. Vio que los trabajos de Lutero tendían a este fin y se regocijó secretamente de que una influencia mejor se hiciese sentir en la iglesia.

Vio asimismo que como profesor de la universidad Lutero tenía mucho éxito. Solo había transcurrido un año desde que el reformador fijara sus tesis en la iglesia del castillo, y ya se notaba una disminución muy grande en el número de peregrinos que concurrían allí en la fiesta de todos los santos. Roma estaba perdiendo adoradores y ofrendas; pero al mismo tiempo había otros que se encaminaban a Wittenberg; no como peregrinos que iban a adorar reliquias, sino como estudiantes que invadían las escuelas para instruirse. Los escritos de Lutero habían despertado en todas partes nuevo interés por el conocimiento de las Sagradas Escrituras, y no solo de todas partes de Alemania sino que hasta de otros países acudían estudiantes a las aulas de la universidad. Había jóvenes que, al ver a Wittenberg por vez primera, “levantaban […] sus manos al cielo, y alababan a Dios, porque hacía brillar en aquella ciudad, como en otro tiempo en Sión, la luz de la verdad, y la enviaba hasta a los países más remotos” (ibíd).

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Lutero no estaba aún convertido del todo de los errores del romanismo. Pero cuando comparaba los Sagrados Oráculos con los decretos y las constituciones papales, se maravillaba. “Leo—escribió—los decretos de los pontífices, y […] no sé si el papa es el mismo Anticristo o su apóstol, de tal manera está Cristo desfigurado y crucificado en ellos” (ibíd., lib. 5, cap. I). A pesar de esto, Lutero seguía sosteniendo la iglesia romana y no había pensado en separarse de la comunión de ella.

Los escritos del reformador y sus doctrinas se estaban difundiendo por todas las naciones de la cristiandad. La obra se inició en Suiza y Holanda. Llegaron ejemplares de sus escritos a Francia y España. En Inglaterra recibieron sus enseñanzas como palabra de vida. La verdad se dio a conocer en Bélgica e Italia. Miles de creyentes despertaban de su mortal letargo y recibían el gozo y la esperanza de una vida de fe.

Roma se exasperaba más y más con los ataques de Lutero, y de entre los más encarnizados enemigos de este y aun de entre los doctores de las universidades católicas, hubo quienes declararon que no se imputaría pecado al que matase al rebelde monje. Cierto día, un desconocido se acercó al reformador con una pistola escondida debajo de su manto y le preguntó por qué iba solo. “Estoy en manos de Dios—contestó Lutero—; él es mi fuerza y mi amparo. ¿Qué puede hacerme el hombre mortal?” (ibíd., lib. 6, cap. 2). Al oír estas palabras el hombre se demudó y huyó como si se hubiera hallado en presencia de los ángeles del cielo.

Roma estaba resuelta a aniquilar a Lutero, pero Dios era su defensa. Sus doctrinas se oían por doquiera, “en las cabañas, en los conventos, […] en los palacios de los nobles, en las academias, y en la corte de los reyes”; y aun hubo hidalgos que se levantaron por todas partes para sostener los esfuerzos del reformador (ibíd.).

Por aquel tiempo fue cuando Lutero, al leer las obras de Hus, descubrió que la gran verdad de la justificación por la fe, que él mismo enseñaba y sostenía, había sido expuesta por el reformador bohemio. “¡Todos hemos sido husitas—dijo Lutero—, aunque sin saberlo; Pablo, Agustín y yo mismo!” Y añadía: “¡Dios pedirá cuentas al mundo, porque la verdad fue predicada hace ya un siglo, y la quemaron!” (Wylie, lib. 6, cap. I).

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En un llamamiento que dirigió Lutero al emperador y a la nobleza de Alemania en pro de la reforma del cristianismo, decía refiriéndose al papa: “Es una cosa horrible contemplar al que se titula vicario de Jesucristo ostentando una magnificencia superior a la de los emperadores. ¿Es esto parecerse al pobre Jesús o al humilde San Pedro? ¡Él es, dicen, el señor del mundo! Mas Cristo, del cual se jacta ser el vicario, dijo: ‘Mi reino no es de este mundo’. El reino de un vicario ¿se extendería más allá que el de su Señor?” (D’Aubigné, lib. 6, cap. 3).

Hablando de las universidades, decía: “Temo mucho que las universidades sean unas anchas puertas del infierno, si no se aplican cuidadosamente a explicar la Escritura Santa y grabarla en el corazón de la juventud. Yo no aconsejaré a nadie que coloque a su hijo donde no reine la Escritura Santa. Todo instituto donde los hombres no están constantemente ocupados con la Palabra de Dios se corromperá” (ibíd.).

Este llamamiento circuló con rapidez por toda Alemania e influyó poderosamente en el ánimo del pueblo. La nación entera se sentía conmovida y muchos se apresuraban a alistarse bajo el estandarte de la Reforma. Los opositores de Lutero que se consumían en deseos de venganza, exigían que el papa tomara medidas decisivas contra él. Se decretó que sus doctrinas fueran condenadas inmediatamente. Se concedió un plazo de sesenta días al reformador y a sus correligionarios, al cabo de los cuales, si no se retractaban, serían todos excomulgados.

Fue un tiempo de crisis terrible para la Reforma. Durante siglos la sentencia de excomunión pronunciada por Roma había sumido en el terror a los monarcas más poderosos, y había llenado los más soberbios imperios con desgracias y desolaciones. Aquellos sobre quienes caía la condenación eran mirados con espanto y horror; quedaban incomunicados de sus semejantes y se les trataba como a bandidos a quienes se debía perseguir hasta exterminarlos. Lutero no ignoraba la tempestad que estaba a punto de desencadenarse sobre él; pero se mantuvo firme, confiando en que Cristo era su escudo y fortaleza. Con la fe y el valor de un mártir, escribía: “¿Qué va a suceder? No lo sé, ni me interesa saberlo […]. Sea donde sea que estalle el rayo, permanezco sin temor; ni una hoja del árbol cae sin el beneplácito de nuestro Padre celestial; ¡cuánto menos nosotros! Es poca cosa morir por el Verbo, pues que este Verbo se hizo carne y murió por nosotros; con él resucitaremos, si con el morimos; y pasando por donde pasó, llegaremos adonde llegó, y moraremos con él durante la eternidad” (ibíd., cap. 9).

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Cuando tuvo conocimiento de la bula papal, dijo: “La desprecio y la ataco como impía y mentirosa […]. El mismo Cristo es quien está condenado en ella […]. Me regocijo de tener que sobrellevar algunos males por la más justa de las causas. Me siento ya más libre en mi corazón; pues sé finalmente que el papa es el Anticristo, y que su silla es la de Satanás” (ibíd.).

Sin embargo el decreto de Roma no quedó sin efecto. La cárcel, el tormento y la espada eran armas poderosas para imponer la obediencia. Los débiles y los supersticiosos temblaron ante el decreto del papa, y si bien era general la simpatía hacia Lutero, muchos consideraron que la vida era demasiado cara para arriesgarla en la causa de la Reforma. Todo parecía indicar que la obra del reformador iba a terminar.

Pero Lutero se mantuvo intrépido. Roma había lanzado sus anatemas contra él, y el mundo pensaba que moriría o se daría por vencido. Pero con irresistible fuerza Lutero devolvió a Roma la sentencia de condenación, y declaró públicamente que había resuelto separarse de ella para siempre. En presencia de gran número de estudiantes, doctores y personas de todas las clases de la sociedad, quemó Lutero la bula del papa con las leyes canónicas, las decretales y otros escritos que daban apoyo al poder papal. “Al quemar mis libros—dijo él—, mis enemigos han podido causar mengua a la verdad en el ánimo de la plebe y destruir sus almas; por esto yo también he destruido sus libros. Ha principiado una lucha reñida; hasta aquí no he hecho sino chancear con el papa; principié esta obra en nombre de Dios, y ella se acabará sin mí y por su poder” (ibíd., cap. 10).

A los escarnios de sus enemigos que le desafiaban por la debilidad de su causa, contestaba Lutero: “¿Quién puede decir que no sea Dios el que me ha elegido y llamado; y que ellos al menospreciarme no debieran temer que están menospreciando a Dios mismo? Moisés iba solo a la salida de Egipto; Elías estaba solo, en los días del rey Acab; Isaías solo en Jerusalén; Ezequiel solo en Babilonia […]. Dios no escogió jamás por profeta, ni al sumo sacerdote, ni a otro personaje distinguido, sino que escogió generalmente a hombres humildes y menospreciados, y en cierta ocasión a un pastor, Amós. En todo tiempo los santos debieron, con peligro de su vida, reprender a los grandes, a los reyes, a los príncipes, a los sacerdotes y a los sabios […]. Yo no digo que soy un profeta, pero digo que deben temer precisamente porque yo soy solo, y porque ellos son muchos. De lo que estoy cierto es de que la palabra de Dios está conmigo y no con ellos” (ibíd.).

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No fue sino después de haber sostenido una terrible lucha en su propio corazón, cuando se decidió finalmente Lutero a separarse de la iglesia. En aquella época de su vida, escribió lo siguiente: “Cada día comprendo mejor lo difícil que es para uno desprenderse de los escrúpulos que le fueron imbuidos en la niñez. ¡Oh! ¡cuánto no me ha costado, a pesar de que me sostiene la Santa Escritura, convencerme de que es mi obligación encararme yo solo con el papa y presentarlo como el Anticristo! ¡Cuántas no han sido las tribulaciones de mi corazón! ¡Cuántas veces no me he hecho a mí mismo con amargura la misma pregunta que he oído frecuentemente de labios de los papistas! ‘¿Tú solo eres sabio? ¿Todos los demás están errados? ¿Qué sucederá si al fin de todo eres tú el que estás en error y envuelves en el engaño a tantas almas que serán condenadas por toda la eternidad?’ Así luché yo contra mí mismo y contra Satanás, hasta que Cristo, por su Palabra infalible, fortaleció mi corazón contra estas dudas”. Martyn, 372, 373.

El papa había amenazado a Lutero con la excomunión si no se retractaba, y la amenaza se cumplió. Se expidió una nueva bula para publicar la separación definitiva de Lutero de la iglesia romana. Se le declaraba maldito por el cielo, y se incluía en la misma condenación a todos los que recibiesen sus doctrinas. La gran lucha se iniciaba de lleno.

La oposición es la suerte que les toca a todos aquellos a quienes emplea Dios para que prediquen verdades aplicables especialmente a su época. Había una verdad presente o de actualidad en los días de Lutero, una verdad que en aquel tiempo revestía especial importancia; y así hay ahora una verdad de actualidad para la iglesia en nuestros días. Al Señor que hace todas las cosas de acuerdo con su voluntad le ha agradado colocar a los hombres en diversas condiciones y encomendarles deberes particulares, propios del tiempo en que viven y según las circunstancias de que estén rodeados. Si ellos aprecian la luz que se les ha dado, obtendrán más amplia percepción de la verdad. Pero hoy día la mayoría no tiene más deseo de la verdad que los papistas enemigos de Lutero. Existe hoy la misma disposición que antaño para aceptar las teorías y tradiciones de los hombres antes que las palabras de Dios. Y los que esparcen hoy este conocimiento de la verdad no deben esperar encontrar más aceptación que la que tuvieron los primeros reformadores. El gran conflicto entre la verdad y la mentira, entre Cristo y Satanás, irá aumentando en intensidad a medida que se acerque el fin de la historia de este mundo.

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Jesús había dicho a sus discípulos: “Si fueseis del mundo, el mundo os amaría como a cosa suya; mas por cuanto no sois del mundo, sino que yo os he escogido del mundo, por esto os odia el mundo. Acordaos de aquella palabra que os dije: El siervo no es mayor que su señor. Si me han perseguido a mí, a vosotros también os perseguirán; si han guardado mi palabra, guardarán también la vuestra”. Juan 15:19, 20 (VM). Y en otra ocasión había dicho abiertamente: “¡Ay de vosotros cuando todos los hombres hablaren bien de vosotros! pues que del mismo modo hacían los padres de ellos con los falsos profetas”. Lucas 6:26 (VM). En nuestros días el espíritu del mundo no está más en armonía con el espíritu de Cristo que en tiempos antiguos; y los que predican la Palabra de Dios en toda su pureza no encontrarán mejor acogida ahora que entonces. Las formas de oposición a la verdad pueden cambiar, la enemistad puede ser menos aparente en sus ataques porque es más sutil; pero existe el mismo antagonismo que seguirá manifestándose hasta el fin de los siglos.

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