La obra de reforma tocante al sábado como día santificado de descanso, que debía cumplirse en los últimos días está predicha en la profecía de Isaías 56: “Así dijo Jehová: Guardad derecho y haced justicia: porque cercana está mi salud para venir, y mi justicia para manifestarse. Bienaventurado el hombre que esto hiciere, y el hijo del hombre que esto abrazare: que guarda el sábado de profanarlo, y que guarda su mano de hacer todo mal”. “A los hijos de los extranjeros que se llegaren a Jehová para ministrarle, y que amaren el nombre de Jehová para ser sus siervos: todos los que guardaren el sábado de profanarlo, y abrazaren mi pacto, yo los llevaré al monte de mi santidad, y los recrearé en mi casa de oración”. Isaías 56:1, 2, 6, 7.
Estas palabras se aplican a la dispensación cristiana, como se ve por el contexto: “Dice Jehová el Señor, el que recoge los dispersos de Israel: Juntaré a él otros todavía, además de los suyos que están ya recogidos”. Isaías 56:8 (VM). Aquí está anunciada de antemano la reunión de los gentiles por medio del evangelio. Y una bendición se promete a aquellos que honren entonces el sábado. Así que la obligación del cuarto mandamiento se extiende más acá de la crucifixión, de la resurrección y ascensión de Cristo, hasta cuando sus siervos debían predicar a todas las naciones el mensaje de las buenas nuevas.
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El Señor manda por el mismo profeta: “Ata el rollo del testimonio, y sella la ley entre mis discípulos”. Isaías 8:16 (VM). El sello de la ley de Dios se encuentra en el cuarto mandamiento. Este es el único de los Diez Mandamientos que contiene tanto el nombre como el título del Legislador. Declara que es el Creador del cielo y de la tierra, y revela así el derecho que tiene para ser reverenciado y adorado sobre todos los demás. Aparte de este precepto, no hay nada en el Decálogo que muestre qué autoridad fue la que promulgó la ley. Cuando el día de reposo fue cambiado por el poder del papa, se le quitó el sello a la ley. Los discípulos de Jesús están llamados a restablecerlo elevando el sábado del cuarto mandamiento a su lugar legítimo como institución conmemorativa del Creador y signo de su autoridad.
“¡A la ley y al testimonio!” Aunque abundan las doctrinas y teorías contradictorias, la ley de Dios es la regla infalible por la cual debe probarse toda opinión, doctrina y teoría. El profeta dice: “Si no hablaren conforme a esta palabra, son aquellos para quienes no ha amanecido”. Isaías 8:20 (VM).
También se da la orden: “¡Clama a voz en cuello, no te detengas! ¡eleva tu voz como trompeta! ¡declara a mi pueblo su transgresión, a la casa de Jacob sus pecados!” Los que deben ser reconvenidos a causa de sus transgresiones no son los que constituyen el mundo impío, sino aquellos a quienes el Señor designa como “mi pueblo”. Dios dice además: “Y con todo, me buscan de día en día, y tienen deleite en aprender mis caminos, como si fuera nación que obra justicia, y que no abandona la ley de su Dios”. Isaías 58:1, 2 (VM). Aquí se nos presenta a una clase de personas que se creen justas y parecen manifestar gran interés en el servicio de Dios; pero la severa y solemne censura del Escudriñador de corazones prueba que están pisoteando los preceptos divinos.
El profeta indica como sigue la ordenanza que ha sido olvidada: “Los cimientos de generación y generación levantarás: y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar. Si retrajeres del sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y al sábado llamares delicias, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no haciendo tus caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus palabras; entonces te deleitarás en Jehová”. Vers. 12-14. Esta profecía se aplica también a nuestro tiempo. La brecha fue hecha en la ley de Dios cuando el sábado fue cambiado por el poder romano. Pero ha llegado el tiempo en que esa institución divina debe ser restaurada. La brecha debe ser reparada, y levantados los cimientos de muchas generaciones.
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Santificado por el reposo y la bendición del Creador, el sábado fue guardado por Adán en su inocencia en el santo Edén; por Adán, caído pero arrepentido, después que fuera arrojado de su feliz morada. Fue guardado por todos los patriarcas, desde Abel hasta el justo Noé, hasta Abraham y Jacob. Cuando el pueblo escogido estaba en la esclavitud de Egipto, muchos, en medio de la idolatría imperante, perdieron el conocimiento de la ley de Dios, pero cuando el Señor libró a Israel, proclamó su ley con terrible majestad a la multitud reunida para que todos conociesen su voluntad y le temiesen y obedeciesen para siempre.
Desde aquel día hasta hoy, el conocimiento de la ley de Dios se ha conservado en la tierra, y se ha guardado el sábado del cuarto mandamiento. A pesar de que el “hombre de pecado” logró pisotear el día santo de Dios hubo, aun en la época de su supremacía, almas fieles escondidas en lugares secretos, que supieron honrarlo. Desde la Reforma, hubo en cada generación algunas almas que mantuvieron viva su observancia. Aunque fue a menudo en medio de oprobios y persecuciones, nunca se dejó de rendir testimonio constante al carácter perpetuo de la ley de Dios y a la obligación sagrada del sábado de la creación.
Estas verdades, tal cual están presentadas en Apocalipsis 14, en relación con el “evangelio eterno”, serán lo que distinga a la iglesia de Cristo cuando él aparezca. Pues, como resultado del triple mensaje, se dice: “Aquí están los que guardan los mandamientos de Dios, y la fe de Jesús”. Y este es el último mensaje que se ha de dar antes que venga el Señor. Inmediatamente después de su proclamación, el profeta vio al Hijo del hombre venir en gloria para segar la mies de la tierra.
Los que recibieron la luz relativa al santuario y a la inmutabilidad de la ley de Dios, se llenaron de alegría y admiración al ver la belleza y armonía del conjunto de verdad que fue revelado a sus inteligencias. Deseaban que esa luz que tan preciosa les resultaba fuese comunicada a todos los cristianos, y no podían menos que creer que la aceptarían con alborozo. Pero las verdades que no podían sino ponerlos en desavenencia con el mundo no fueron bienvenidas para muchos que profesaban ser discípulos de Cristo. La obediencia al cuarto mandamiento exigía un sacrificio ante el cual la mayoría retrocedía.
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Cuando se presentaban las exigencias del sábado, muchos argüían desde el punto de vista mundano, diciendo: “Siempre hemos guardado el domingo, nuestros padres lo guardaron, y muchos hombres buenos y piadosos han muerto felices observándolo. Si ellos tuvieron razón, nosotros también la tenemos. La observancia de este nuevo día de reposo nos haría discrepar con el mundo, y no tendríamos influencia sobre él. ¿Qué puede esperar hacer un pequeño grupo de observadores del séptimo día contra todo el mundo que guarda el domingo?” Con argumentos semejantes procurarían los judíos justificar la manera en que rechazaron a Cristo. Sus padres habían agradado a Dios presentándole ofrendas y sacrificios, ¿por qué no alcanzarían los hijos salvación siguiendo el mismo camino? Así también, en días de Lutero, los papistas decían que cristianos verdaderos habían muerto en la fe católica, y que por consiguiente esa religión bastaba para salvarse. Este modo de argumentar iba a resultar en verdadero obstáculo para todo progreso en la fe y en la práctica de la religión.
Muchos insistían en que la observancia del domingo había sido una doctrina establecida y una costumbre muy general de la iglesia durante muchos siglos. Contra este argumento se adujo el de que el sábado y su observancia eran más antiguos y se habían generalizado más; que eran tan antiguos como el mismo mundo, y que llevaban la sanción de los ángeles y de Dios. Cuando fueron puestos los fundamentos de la tierra, cuando los astros de la mañana alababan a una, y se regocijaban todos los hijos de Dios, entonces fue puesto el fundamento del sábado. Job 38:6, 7; Génesis 2:1-3. Bien puede esta institución exigir nuestra reverencia: no fue ordenada por ninguna autoridad humana, ni descansa sobre ninguna tradición humana; fue establecida por el Anciano de días y ordenada por su Palabra eterna.
Cuando se llamó la atención de la gente a la reforma tocante al sábado, sus ministros torcieron la Palabra de Dios, interpretándola del modo que mejor tranquilizara los espíritus inquisitivos. Y los que no escudriñaban las Escrituras por sí mismos se contentaron con aceptar las conclusiones que estaban en conformidad con sus deseos. Mediante argumentos y sofismas, con las tradiciones de los padres y la autoridad de la iglesia, muchos trataron de echar abajo la verdad. Pero los defensores de ella recurrieron a la Biblia para defender la validez del cuarto mandamiento. Humildes cristianos, armados con solo la Palabra de verdad, resistieron los ataques de hombres de saber, que, con sorpresa e ira, tuvieron que convencerse de la ineficacia de sus elocuentes sofismas ante los argumentos sencillos y contundentes de hombres versados en las Sagradas Escrituras más bien que en las sutilezas de las escuelas.
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A falta de testimonio bíblico favorable, muchos, olvidando que el mismo modo de argumentar había sido empleado contra Cristo y sus apóstoles, decían con porfiado empeño: “¿Por qué nuestros prohombres no entienden esta cuestión del sábado? Pocos creen como vosotros. Es imposible que tengáis razón, y que todos los sabios del mundo estén equivocados”.
Para refutar semejantes argumentos bastaba con citar las enseñanzas de las Santas Escrituras y la historia de las dispensaciones del Señor para con su pueblo en todas las edades. Dios obra por medio de los que oyen su voz y la obedecen, de aquellos que en caso necesario dirán verdades amargas, por medio de aquellos que no temen censurar los pecados de moda. La razón por la cual él no escoge más a menudo a hombres de saber y encumbrados para dirigir los movimientos de reforma, es porque confían en sus credos, teorías y sistemas teológicos, y no sienten la necesidad de ser enseñados por Dios. Solo aquellos que están en unión personal con la Fuente de la sabiduría son capaces de comprender o explicar las Escrituras. Los hombres poco versados en conocimientos escolásticos son llamados a veces a declarar la verdad, no porque son ignorantes, sino porque no son demasiado pagados de sí mismos para dejarse enseñar por Dios. Ellos aprenden en la escuela de Cristo, y su humildad y obediencia los hace grandes. Al concederles el conocimiento de su verdad, Dios les confiere un honor en comparación con el cual los honores terrenales y la grandeza humana son insignificantes.
La mayoría de los que habían esperado el advenimiento de Cristo rechazaron las verdades relativas al santuario y a la ley de Dios, y muchos renunciaron además a la fe en el movimiento adventista para adoptar pareceres erróneos y contradictorios acerca de las profecías que se aplicaban a ese movimiento. Muchos incurrieron en el error de fijar por repetidas veces una fecha precisa para la venida de Cristo. La luz que brillaba entonces respecto del asunto del santuario les habría enseñado que ningún período profético se extiende hasta el segundo advenimiento; que el tiempo exacto de este acontecimiento no está predicho. Pero, habiéndose apartado de la luz, se empeñaron en fijar fecha tras fecha para la venida del Señor, y cada vez fueron chasqueados.
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Cuando la iglesia de Tesalónica adoptó falsas creencias respecto a la venida de Cristo, el apóstol Pablo aconsejó a los cristianos de dicha iglesia que examinaran cuidadosamente sus esperanzas y sus deseos por la Palabra de Dios. Les citó profecías que revelaban los acontecimientos que debían realizarse antes de que Cristo viniese, y les hizo ver que no tenían razón alguna para esperarle en su propio tiempo. “No dejéis que nadie os engañe en manera alguna” (2 Tesalonicenses 2:3, VM), fueron sus palabras de amonestación. Si se entregaban a esperanzas no sancionadas por las Sagradas Escrituras, se verían inducidos a seguir una conducta errónea; el chasco los expondría a la mofa de los incrédulos, correrían peligro de ceder al desaliento, y estarían tentados a poner en duda las verdades esenciales para su salvación. La amonestación del apóstol a los tesalonicenses encierra una importante lección para los que viven en los últimos días. Muchos de los que esperaban la venida de Cristo pensaban que no podían ser celosos y diligentes en la obra de preparación, a menos que cimentaran su fe en una fecha definida para esa venida del Señor. Pero como sus esperanzas no fueron estimuladas una y otra vez sino para ser defraudadas, su fe recibió tales golpes que llegó a ser casi imposible que las grandes verdades de la profecía hiciesen impresión en ellos.
La mención de una fecha precisa para el juicio, en la proclamación del primer mensaje, fue ordenada por Dios. La computación de los períodos proféticos en que se basa ese mensaje, que colocan el término de los 2.300 días en el otoño de 1844, puede subsistir sin inconveniente. Los repetidos esfuerzos hechos con el objeto de encontrar nuevas fechas para el principio y fin de los períodos proféticos, y los argumentos para sostener este modo de ver, no solo alejan de la verdad presente, sino que desacreditan todos los esfuerzos para explicar las profecías. Cuanto más a menudo se fije fecha para el segundo advenimiento, y cuanto mayor sea la difusión recibida por una enseñanza tal, tanto mejor responde a los propósitos de Satanás. Una vez transcurrida la fecha, él cubre de ridículo y desprecio a quienes la anunciaron y echa oprobio contra el gran movimiento adventista de 1843 y 1844. Los que persisten en este error llegarán al fin a fijar una fecha demasiado remota para la venida de Cristo. Ello los arrullará en una falsa seguridad, y muchos solo se desengañarán cuando sea tarde.
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La historia del antiguo Israel es un ejemplo patente de lo que experimentaron los adventistas. Dios dirigió a su pueblo en el movimiento adventista, así como sacó a los israelitas de Egipto. Con el gran chasco, su fe fue probada como lo fue la de los hebreos cerca del Mar Rojo. Si hubiesen seguido confiando en la mano que los había guiado y que había estado con ellos hasta entonces, habrían visto la salvación de Dios. Si todos los que habían trabajado unidos en la obra de 1844 hubiesen recibido el mensaje del tercer ángel, y lo hubiesen proclamado en el poder del Espíritu Santo, el Señor habría actuado poderosamente por los esfuerzos de ellos. Raudales de luz habrían sido derramados sobre el mundo. Años haría que los habitantes de la tierra habrían sido avisados, la obra final se habría consumado, y Cristo habría venido para redimir a su pueblo.
No era voluntad de Dios que Israel peregrinase durante cuarenta años en el desierto; lo que él quería era conducirlo a la tierra de Canaán y establecerlo allí como pueblo santo y feliz. Pero “no pudieron entrar a causa de incredulidad”. Hebreos 3:19. Perecieron en el desierto a causa de su apostasía, y otros fueron suscitados para entrar en la tierra prometida. Asimismo, no era la voluntad de Dios que la venida de Cristo se dilatara tanto, y que su pueblo permaneciese por tantos años en este mundo de pecado e infortunio. Pero la incredulidad lo separó de Dios. Como se negara a hacer la obra que le había señalado, otros fueron los llamados para proclamar el mensaje. Por misericordia para con el mundo, Jesús difiere su venida para que los pecadores tengan oportunidad de oír el aviso y de encontrar amparo en él antes que se desate la ira de Dios.
Hogaño como antaño, la predicación de una verdad que reprueba los pecados y los errores del tiempo, despertará oposición. “Porque todo aquel que obra el mal, odia la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas”. Juan 3:20 (VM). Cuando los hombres ven que no pueden sostener su actitud por las Sagradas Escrituras, muchos resuelven sostenerla a todo trance, y con espíritu malévolo atacan el carácter y los motivos de los que defienden las verdades que no son populares. Es la misma política que se siguió en todas las edades. Elías fue acusado de turbar a Israel, Jeremías lo fue de traidor, y San Pablo de profanador del templo. Desde entonces hasta ahora, los que quisieron ser leales a la verdad fueron denunciados como sediciosos, herejes o cismáticos. Multitudes que son demasiado descreídas para aceptar la palabra segura de la profecía, aceptarán con ilimitada credulidad la acusación dirigida contra los que se atreven a reprobar los pecados de moda. Esta tendencia irá desarrollándose más y más. Y la Biblia enseña a las claras que se va acercando el tiempo en que las leyes del estado estarán en tal contradicción con la ley de Dios, que quien quiera obedecer a todos los preceptos divinos tendrá que arrostrar censuras y castigos como un malhechor.
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En vista de esto, ¿cuál es el deber del mensajero de la verdad? ¿Llegará tal vez a la conclusión de que no se debe predicar la verdad, puesto que a menudo no produce otro efecto que el de empujar a los hombres a burlar o resistir sus exigencias? No; el hecho de que el testimonio de la Palabra de Dios despierte oposición no le da motivo para callarlo, como no se lo dio a los reformadores anteriores. La confesión de fe que hicieron los santos y los mártires fue registrada para beneficio de las generaciones venideras. Los ejemplos vivos de santidad y de perseverante integridad llegaron hasta nosotros para inspirar valor a los que son llamados ahora a actuar como testigos de Dios. Recibieron gracia y verdad, no para sí solos, sino para que, por intermedio de ellos, el conocimiento de Dios iluminase la tierra. ¿Ha dado Dios luz a sus siervos en esta generación? En tal caso deben dejarla brillar para el mundo.
Antiguamente el Señor declaró a uno que hablaba en su nombre: “La casa de Israel empero no querrá escucharte a ti, porque no quieren escucharme a mí”. Sin embargo, dijo: “Les hablarás mis palabras, ora que oigan, ora que dejen de oír”. Ezequiel 3:7; 2:7 (VM). Al siervo de Dios en nuestros días se dirige la orden: “¡Eleva tu voz como trompeta! ¡Declara a mi pueblo su transgresión, a la casa de Jacob sus pecados!”
En la medida de sus oportunidades, pesa sobre todo aquel que recibió la verdad la misma solemne y terrible responsabilidad que pesara sobre el profeta a quien el Señor dijo: “Hijo del hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel; por tanto, oirás de mi boca la palabra, y les amonestarás de mi parte. Cuando yo digo al inicuo: ¡Oh hombre inicuo, ciertamente morirás! si tú no hablas para amonestar al inicuo de su camino, él, siendo inicuo, en su iniquidad morirá; mas su sangre yo la demandaré de tu mano. Pero cuando tú hubieres amonestado al inicuo de su camino, para que se vuelva de él, si no se volviere de su camino, por su culpa morirá; mas tú has librado a tu alma”. Ezequiel 33:7-9 (VM).
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El gran obstáculo que se opone a la aceptación y a la proclamación de la verdad, es la circunstancia de que ella acarrea inconvenientes y oprobio. Este es el único argumento contra la verdad que sus defensores no han podido nunca refutar. Pero esto no arredra a los verdaderos siervos de Cristo. Ellos no esperan hasta que la verdad se haga popular. Convencidos como lo están de su deber, aceptan resueltamente la cruz, confiados con el apóstol Pablo en que “lo momentáneo y leve de nuestra tribulación, nos obra un sobremanera alto y eterno peso de gloria”, “teniendo—como antaño Moisés—por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios”. 2 Corintios 4:17; Hebreos 11:26.
Cualquiera que sea su profesión de fe, solo los que son esclavos del mundo en sus corazones obran por política más bien que por principio en asuntos religiosos. Debemos escoger lo justo porque es justo, y dejar a Dios las consecuencias. El mundo debe sus grandes reformas a los hombres de principios, fe y arrojo. Esos son los hombres capaces de llevar adelante la obra de reforma para nuestra época.
Así dice el Señor: “¡Escuchadme, los que conocéis la justicia, pueblo en cuyo corazón está mi ley! no temáis el vituperio de los hombres, ni os acobardéis con motivo de sus ultrajes: porque como a un vestido, los consumirá la polilla, y, como a lana, los consumirá el gusano; mas mi justicia durará para siempre, y mi salvación de siglo en siglo”. Isaías 51:7, 8 (VM).