Testimonios para la Iglesia, Vol. 8, p. 343-350, día 447

La educación en la vida venidera

La educación comenzada aquí no se completará en el curso de esta vida; proseguirá a través de la eternidad, siempre progresando, nunca completándose. Día tras día las maravillosas obras de Dios, las evidencias de su poder milagroso en la creación y sostenimiento del universo, se abrirán ante la mente con renovada belleza. A la luz que irradia del trono, los misterios desaparecerán, y el alma se llenará de admiración por la sencillez de las cosas que nunca antes se habían comprendido.

Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara; ahora conocemos en parte; pero entonces conoceremos como fuimos conocidos.

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Nuestra gran necesidad

El conocimiento de Dios que obra la transformación del carácter es nuestra mayor necesidad. Si cumplimos sus propósitos, tendrá que haber en nuestras vidas una revelación de Dios que corresponda a lo que enseña su Palabra.

La experiencia de Enoc y de Juan el Bautista representa lo que debe ser la nuestra. Más de lo que solemos hacer, necesitamos estudiar las vidas de estos hombres: el que fue trasladado al cielo sin ver muerte, y el que, antes del primer advenimiento de Cristo, fue llamado a preparar el camino del Señor y enderezar sus veredas.

La experiencia de Enoc

Acerca de Enoc se ha escrito que vivió sesenta y cinco años y engendró un hijo; después de esto anduvo con Dios trescientos años. Durante el transcurso de aquellos primeros años, Enoc había amado y temido a Dios, y guardado sus mandamientos. Pero después del nacimiento de su primer hijo experimentó algo mayor: su relación con Dios se hizo más profunda. Al contemplar el amor del niño por su padre, su confianza sencilla en su protección; al sentir el tierno anhelo de su corazón por su hijo primogénito, aprendió la valiosa lección del maravilloso amor de Dios hacia el hombre por medio del don de su Hijo, y la confianza que los hijos de Dios pueden depositar en su Padre celestial. El amor infinito e insondable de Dios por medio de Cristo se convirtió en el tema de sus meditaciones de día y de noche. Con todo el fervor de su alma procuraba revelar ese amor a la gente entre la cual vivía.

El caminar de Enoc con Dios no fue en un trance o visión, sino en todas las faenas de su vida cotidiana. No se convirtió en ermitaño, sustrayéndose enteramente del mundo; porque tenía una obra que hacer por Dios. En el seno del hogar y en su trato con los hombres, como marido y padre de familia, amigo, y ciudadano, era un siervo constante y firme de Dios.

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Con el correr de los siglos, su fe se fortalecía más y su amor se hacía más ardiente aún. Para él la oración era el aliento del alma. Vivía en la atmósfera del cielo.

A medida que las escenas del futuro se desplegaban ante su vista, Enoc se convirtió en un pregonero de justicia, portando el mensaje a todos los que estuvieran dispuestos a escuchar sus palabras de advertencia. En la tierra donde Caín procuró huir de la presencia divina, el profeta de Dios dio a conocer las maravillosas escenas que habían pasado ante él en visión. “He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías”. Judas 14, 15.

El poder de Dios que obraba en su siervo lo sentían sus oyentes. Algunos hicieron caso a la advertencia y renunciaron a sus pecados, pero las multitudes se burlaban del solemne mensaje. Los siervos de Dios han de llevar un mensaje similar al mundo en los postreros días, que también será recibido con incredulidad y burla.

Al pasar año tras año, la ola de culpa humana se hacía cada vez más profunda, y más tenebrosas las nubes del juicio divino. No obstante, Enoc, como testigo en favor de la verdad, siguió su camino, advirtiendo, suplicando y enseñando, esforzándose por hacer retroceder la ola de culpa y detener los rayos de la venganza (divina).

Los hombres de aquella generación se burlaban de la locura de aquel que no se interesaba en acumular una fortuna de oro y plata ni en adquirir posesiones en este mundo. Pero el corazón de Enoc estaba puesto en los tesoros eternos. Había dado una mirada a la ciudad celestial. Había visto al Rey en su esplendor en medio de Sión. Cuanto más crecía la iniquidad existente, tanto más ferviente era su anhelo por el hogar de Dios. A pesar de que estaba todavía en la tierra, por fe moraba en la esfera de luz.

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“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”. Mateo 5:8. Por espacio de trescientos años Enoc había procurado la pureza de corazón para ponerse en armonía con el cielo. Por tres siglos había caminado con Dios. Día tras día había anhelado una unión más estrecha; más y más cercana se había hecho la comunión, hasta que Dios se lo llevó consigo. Había estado al borde del mundo eterno, a sólo un paso del país de los santos; y ahora los portales se abrieron y, siguiendo su marcha con Dios, que por tanto tiempo había llevado en la tierra, entró por las puertas de la santa ciudad, el primero entre los hombres en entrar allí.

“Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte… y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios”. Hebreos 11:5.

A una comunión tal nos llama el Señor. La santidad del carácter de aquellos que serán redimidos de entre los hombres en ocasión de la segunda venida del Señor ha de ser como la de Enoc.

La experiencia de Juan el Bautista

Juan el Bautista fue enseñado por el Señor en su vida del desierto. Estudiaba las revelaciones de Dios en la naturaleza. Bajo la dirección del Divino Espíritu, estudiaba los pergaminos de los profetas. De día y de noche, su estudio y meditación eran de Cristo, hasta que su mente, corazón y alma se colmaron de la visión gloriosa.

Contemplaba al Rey en su hermosura, y perdía de vista el yo. Contemplaba la majestad de la santidad y reconocía su propia ineficiencia y falta de mérito. Lo que debía declarar era el mensaje de Dios. Era en el poder de Dios y su justicia que se mantendría firme. Estaba listo para salir como mensajero del cielo, sin temor a lo humano, porque había contemplado lo divino. Podía mantenerse con valor delante de la presencia de los monarcas del mundo porque con temor y temblor se había postrado ante el Rey de reyes.

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Juan declaró su mensaje sin tener que recurrir a argumentos sutiles o teorías rebuscadas. De manera impresionante y con carácter, pero llena de esperanza, su voz se escuchaba en el desierto diciendo: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Mateo 3:2. Con un poder nuevo e inusitado, su voz conmovía a la gente. La nación entera se conmovió. Las multitudes acudían al desierto.

Campesinos indoctos y pescadores de comarcas circunvecinas; soldados romanos de las barracas de Herodes; capitanes luciendo sus espadas al costado, listos para aplastar cualquier tipo de rebelión, los publicanos avaros venidos de sus puestos; los sacerdotes del Sanhedrín con sus filacterias, todos escuchaban absortos; y todos, aún el fariseo y el saduceo, el burlador frío e insensible, salieron -aplacadas sus muecas- con el corazón movido a compunción por sus pecados. Herodes en su palacio oyó el mensaje, y este gobernante arrogante y endurecido por el pecado tembló al escuchar la llamada al arrepentimiento.

En esta era, poco antes de la Segunda Venida de Cristo en las nubes de los cielos, ha de hacerse una obra tal como la de Juan el Bautista. Dios busca a hombres que preparen a un pueblo que esté firme en el gran día del Señor. El mensaje que precedió al ministerio público de Cristo fue: “Arrepentíos, publicanos y pecadores; arrepentíos, fariseos y saduceos; arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Mateo 4:17. Como pueblo que cree en el pronto advenimiento de Cristo, tenemos un mensaje que dar: “Prepárate para venir al encuentro de tu Dios”. Amós 4:12. Nuestro mensaje ha de ser tan directo como lo fue el de Juan. Reprendió a reyes por su iniquidad. A pesar de que su vida estaba en peligro, no se detuvo en declarar la Palabra de Dios. Y nuestra obra en esta era ha de ser hecha con igual fidelidad.

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Para poder dar un mensaje como el que dio Juan, debemos tener una experiencia espiritual como la suya. La misma obra debe realizarse en nosotros. Debemos contemplar a Dios, y al contemplarlo, perderemos de vista el yo.

Juan por naturaleza padecía de las mismas faltas y debilidades comunes a la humanidad; pero el toque del amor divino lo había transformado. Al haber comenzado el ministerio de Cristo, los discípulos de Juan vinieron donde él con la queja de que todos los hombres seguían al nuevo Maestro, pero Juan demostró cuán plenamente comprendía su relación con el Mesías, y cuán alegremente le extendía la bienvenida a Aquel cuyo camino él había preparado.

“No puede el hombre recibir nada -declaró- si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”. Juan 3:27-30.

Mirando con fe al Redentor, Juan había alcanzado la cumbre de la abnegación. Se interesaba, no en atraer a los hombres a sí mismo, sino en elevar sus pensamientos más y más, hasta que descansaran en el Cordero de Dios. Él mismo había sido sólo una voz, un clamor en el desierto. Ahora, con gozo aceptaba el silencio y las sombras, para que la vista de todos se volviese a la Luz de la vida.

Los que son fieles a su llamamiento como mensajeros de Dios no procurarán la honra personal. El amor propio quedará absorbido en el amor de Cristo. Reconocerán que su obra es proclamar, como lo hizo Juan el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Juan 1:29. Levantarán a Jesús, y con él la humanidad entera será levantada. “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”. Isaías 57:15.

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El alma del profeta, vaciada del yo, se llenó de la luz del Divino. En lenguaje que era casi el paralelo de las palabras del mismo Cristo, dio testimonio de la gloria del Salvador. “El que de arriba viene, es sobre todos; el que es de la tierra, es terrenal, y cosas terrenales habla; el que viene del cielo, es sobre todos … Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida”. Juan 3:31-34.

En esta exaltación de Cristo todos sus seguidores han de participar. El Salvador pudo decir: “No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la de mi Padre”. Juan 5:30. Y, como dijo Juan, “Dios no da el Espíritu por medida”. Así es con los seguidores de Cristo. Podemos recibir la luz del cielo sólo mientras estemos dispuestos a vaciarnos del yo. Podemos discernir el carácter de Dios, y aceptar a Cristo por la fe, sólo al consentir sujetar todo pensamiento a la voluntad de Cristo. A todos los que hagan esto, el Espíritu Santo les será dado sin medida. En Cristo “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él…” Colosenses 2:9, 10.

Las promesas de Dios

A todos los que están dispuestos que el yo sea humillado se les dan las siguientes promesas:

“Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti”. Éxodo 33:19.

“Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que no conoces”. Jeremías 33:3.

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“Hará todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos”, “el espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él” para que “seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios”. Efesios 3:20; 1:17; 3:18, 19.

Este es el conocimiento que Dios nos invita a recibir, y al lado del cual todo lo demás es vanidad y oquedad.

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