El mandato fue obedecido; pero el joven no podía sentirse contento por mucho tiempo en su valle natal, y pronto volvió a sus estudios, yéndose a establecer después de algún tiempo en Basilea. En esta ciudad fue donde Zuinglio oyó por primera vez el evangelio de la gracia de Dios. Wittenbach, profesor de idiomas antiguos, había sido llevado, en su estudio del griego y del hebreo, al conocimiento de las Sagradas Escrituras, y por su medio la luz divina esparcía sus rayos en las mentes de los estudiantes que recibían de él enseñanza. Declaraba el catedrático que había una verdad más antigua y de valor infinitamente más grande que las teorías enseñadas por los filósofos y los escolásticos. Esta antigua verdad consistía en que la muerte de Cristo era el único rescate del pecador. Estas palabras fueron para Zuinglio como el primer rayo de luz que alumbra al amanecer.
Pronto fue llamado Zuinglio de Basilea, para entrar en la que iba a ser la obra de su vida. Su primer campo de acción fue una parroquia alpina no muy distante de su valle natal. Habiendo recibido las órdenes sacerdotales, “se aplicó con ardor a investigar la verdad divina; porque estaba bien enterado—dice un reformador de su tiempo—de cuánto deben saber aquellos a quienes les está confiado el cuidado del rebaño del Señor” (Wylie, lib. 8, cap. 5). A medida que escudriñaba las Escrituras, más claro le resultaba el contraste entre las verdades en ellas encerradas y las herejías de Roma. Se sometía a la Biblia y la reconocía como la Palabra de Dios y única regla suficiente e infalible. Veía que ella debía ser su propio intérprete. No se atrevía a tratar de explicar las Sagradas Escrituras para sostener una teoría o doctrina preconcebida, sino que consideraba su deber aprender lo que ellas enseñan directamente y de un modo evidente. Procuraba valerse de toda ayuda posible para obtener un conocimiento correcto y pleno de sus enseñanzas, e invocaba al Espíritu Santo, el cual, declaraba él, quería revelar la verdad a todos los que la investigasen con sinceridad y en oración.
“Las Escrituras—decía Zuinglio—vienen de Dios, no del hombre. Y ese mismo Dios que brilla en ellas te dará a entender que las palabras son de Dios. La Palabra de Dios […] no puede errar. Es brillante, se explica a sí misma, se descubre, ilumina el alma con toda salvación y gracia, la consuela en Dios, y la humilla hasta que se anonada, se niega a sí misma, y se acoge a Dios”. Zuinglio mismo había experimentado la verdad de estas palabras. Hablando de ello, escribió lo siguiente: “Cuando […] comencé a consagrarme enteramente a las Sagradas Escrituras, la filosofía y la teología [escolástica] me suscitaban objeciones sin número, y al fin resolví dejar a un lado todas estas quimeras y aprender las enseñanzas de Dios en toda su pureza, tomándolas de su preciosa Palabra. Desde entonces pedí a Dios luz y las Escrituras llegaron a ser mucho más claras para mí” (ibíd., cap. 6).
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Zuinglio no había recibido de Lutero la doctrina que predicaba. Era la doctrina de Cristo. “Si Lutero predica a Jesucristo—decía el reformador suizo—hace lo que yo hago. Los que por su medio han llegado al conocimiento de Jesucristo son más que los conducidos por mí. Pero no importa. Yo no quiero llevar otro nombre que el de Jesucristo, de quien soy soldado, y no reconozco otro jefe. No he escrito una sola palabra a Lutero, ni Lutero a mí. Y ¿por qué? […] Pues para que se viese de qué modo el Espíritu de Dios está de acuerdo consigo mismo, ya que, sin acuerdo previo, enseñamos con tanta uniformidad la doctrina de Jesucristo” (D’Aubigné, lib. 8, cap. 9).
En 1516 fue llamado Zuinglio a predicar regularmente en el convento de Einsiedeln, donde iba a ver más de cerca las corrupciones de Roma y donde iba a ejercer como reformador una influencia que se dejaría sentir más allá de sus Alpes natales. Entre los principales atractivos de Einsiedeln había una virgen de la que se decía que estaba dotada del poder de hacer milagros. Sobre la puerta de la abadía estaba grabada esta inscripción: “Aquí se consigue plena remisión de todos los pecados” (ibíd., cap. 5). En todo tiempo acudían peregrinos a visitar el santuario de la virgen, pero en el día de la gran fiesta anual de su consagración venían multitudes de toda Suiza y hasta de Francia y Alemania. Zuinglio, muy afligido al ver estas cosas, aprovechó la oportunidad para proclamar la libertad por medio del evangelio a aquellas almas esclavas de la superstición.
“No penséis—decía—que Dios esté en este templo de un modo más especial que en cualquier otro lugar de la creación. Sea la que fuere la comarca que vosotros habitáis, Dios os rodea y os oye […]. ¿Será acaso con obras muertas, largas peregrinaciones, ofrendas, imágenes, la invocación de la virgen o de los santos, con lo que alcanzaréis la gracia de Dios? […] ¿De qué sirve el conjunto de palabras de que formamos nuestras oraciones? ¿Qué eficacia tienen la rica capucha del fraile, la cabeza rapada, hábito largo y bien ajustado, y las zapatillas bordadas de oro? ¡Al corazón es a lo que Dios mira, y nuestro corazón está lejos de Dios!” “Cristo—añadía—, que se ofreció una vez en la cruz, es la hostia y la víctima que satisfizo eternamente a Dios por los pecados de todos los fieles” (ibíd.).
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Muchos de los que le oían recibían con desagrado estas enseñanzas. Era para ellos un amargo desengaño saber que su penoso viaje era absolutamente inútil. No podían comprender el perdón que se les ofrecía de gracia por medio de Cristo. Estaban conformes con el antiguo camino del cielo que Roma les había marcado. Rehuían la perplejidad de buscar algo mejor. Era más fácil confiar la salvación de sus almas a los sacerdotes y al papa que buscar la pureza de corazón.
Otros, en cambio, recibieron con alegría las nuevas de la redención por Cristo. Las observancias establecidas por Roma no habían infundido paz a su alma y, llenos de fe, aceptaban la sangre del Salvador en propiciación por sus pecados. Estos regresaron a sus hogares para revelar a otros la luz preciosa que habían recibido. Así fue llevada la verdad de aldea en aldea, de pueblo en pueblo, y el número de peregrinos que iban al santuario de la virgen, disminuyó notablemente. Menguaron las ofrendas, y en consecuencia la prebenda de Zuinglio menguó también, porque de aquellas sacaba su subsistencia. Pero sentíase feliz al ver quebrantarse el poder del fanatismo y de la superstición.
Las autoridades de la iglesia no ignoraban la obra que Zuinglio estaba realizando, pero en aquel momento no pensaron intervenir. Abrigaban todavía la esperanza de ganarlo para su causa y se esforzaron en conseguirlo por medio de agasajos; entre tanto la verdad fue ganando terreno y extendiéndose en los corazones del pueblo.
Los trabajos de Zuinglio en Einsiedeln le prepararon para una esfera de acción más amplia en la cual pronto iba a entrar. Pasados tres años, fue llamado a desempeñar el cargo de predicador en la catedral de Zúrich. Era esta ciudad en aquel entonces la más importante de la confederación Suiza, y la influencia que el predicador pudiera ejercer en ella debía tener un radio más extenso. Pero los eclesiásticos que le habían llamado a Zúrich, deseosos de evitar sus innovaciones, procedieron a darle instrucciones acerca de sus deberes.
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“Pondréis todo vuestro cuidado—le dijeron—en recaudar las rentas del cabildo, sin descuidar siquiera las de menor cuantía. Exhortaréis a los fieles, ya desde el púlpito, ya en el confesonario, a que paguen los censos y los diezmos, y a que muestren con sus ofrendas cuánto aman a la iglesia. Procuraréis multiplicar las rentas procedentes de los enfermos, de las misas, y en general de todo acto eclesiástico”. “Respecto a la administración de los sacramentos, a la predicación y a la vigilancia requerida para apacentar la grey, son también deberes del cura párroco. No obstante, podéis descargaros de esta última parte de vuestro ministerio tomando un vicario sustituto, sobre todo para la predicación. Vos no debéis administrar los sacramentos sino a los más notables, y solo después que os lo hayan pedido; os está prohibido administrarlos sin distinción de personas” (ibíd., cap. 6).
Zuinglio oyó en silencio estas explicaciones, y en contestación, después de haber expresado su gratitud por el honor que le habían conferido al haberle llamado a tan importante puesto, procedió a explicar el plan de trabajo que se había propuesto adoptar. “La vida de Jesús—dijo—ha estado demasiado tiempo oculta al pueblo. Me propongo predicar sobre todo el Evangelio según San Mateo, […] ciñéndome a la fuente de la Sagrada Escritura, escudriñándola y comparándola con ella misma, buscando su inteligencia por medio de ardientes y constantes oraciones. A la gloria de Dios, a la alabanza de su único Hijo, a la pura salvación de las almas, y a su instrucción en la verdadera fe, es a lo que consagraré mi ministerio” (ibíd.). Aunque algunos de los eclesiásticos desaprobaron este plan y procuraron disuadirle de adoptarlo, Zuinglio se mantuvo firme. Declaró que no iba a introducir un método nuevo, sino el antiguo método empleado por la iglesia en lo pasado, en tiempos de mayor pureza religiosa.
Ya se había despertado el interés de los que escuchaban las verdades que él enseñaba, y el pueblo se reunía en gran número a oír la predicación. Muchos que desde hacía tiempo habían dejado de asistir a los oficios, se hallaban ahora entre sus oyentes. Inició Zuinglio su ministerio abriendo los Evangelios y leyendo y explicando a sus oyentes la inspirada narración de la vida, doctrina y muerte de Cristo. En Zúrich, como en Einsiedeln, presentó la Palabra de Dios como la única autoridad infalible, y expuso la muerte de Cristo como el solo sacrificio completo. “Es a Jesucristo—dijo—a quien deseo conduciros; a Jesucristo, verdadero manantial de salud” (ibíd.). En torno del predicador se reunían multitudes de personas de todas las clases sociales, desde los estadistas y los estudiantes, hasta los artesanos y los campesinos. Escuchaban sus palabras con el más profundo interés. Él no proclamaba tan solo el ofrecimiento de una salvación gratuita, sino que denunciaba sin temor los males y las corrupciones de la época. Muchos regresaban de la catedral dando alabanzas a Dios. “¡Este, decían, es un predicador de verdad! él será nuestro Moisés, para sacarnos de las tinieblas de Egipto” (ibíd.).
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Pero, por más que al principio fuera su obra acogida con entusiasmo, vino al fin la oposición. Los frailes se propusieron estorbar su obra y condenar sus enseñanzas. Muchos le atacaron con burlas y sátiras; otros le lanzaron insolencias y amenazas. Sin embargo Zuinglio todo lo soportaba con paciencia, diciendo: “Si queremos convertir a Jesucristo a los malos, es menester cerrar los ojos a muchas cosas” (ibíd.).
Por aquel tiempo un nuevo agente vino a dar impulso a la obra de la Reforma. Un amigo de esta mandó a Zúrich a un tal Luciano que llevaba consigo varios de los escritos de Lutero. Este amigo, residente en Basilea, había pensado que la venta de estos libros sería un poderoso auxiliar para la difusión de la luz. “Averiguad—dijo a Zuinglio en una carta—si Luciano posee bastante prudencia y habilidad; si así es, mandadlo de villa en villa, de lugar en lugar, y aun de casa en casa entre los suizos, con los escritos de Lutero, y en particular con la exposición de la oración dominical escrita para los seglares. Cuanto más conocidos sean, tantos más compradores hallarán” (ibíd.). De este modo se esparcieron los rayos de luz.
Cuando Dios se dispone a quebrantar las cadenas de la ignorancia y de la superstición, es cuando Satanás trabaja con mayor esfuerzo para sujetar a los hombres en las tinieblas, y para apretar aun más las ataduras que los tienen sujetos. A medida que se levantaban en diferentes partes del país hombres que presentaban al pueblo el perdón y la justificación por medio de la sangre de Cristo, Roma procedía con nueva energía a abrir su comercio por toda la cristiandad, ofreciendo el perdón a cambio de dinero.
Cada pecado tenía su precio, y se otorgaba a los hombres licencia para cometer crímenes, con tal que abundase el dinero en la tesorería de la iglesia. De modo que seguían adelante dos movimientos: uno que ofrecía el perdón de los pecados por dinero, y el otro que lo ofrecía por medio de Cristo; Roma que daba licencia para pecar, haciendo de esto un recurso para acrecentar sus rentas, y los reformadores que condenaban el pecado y señalaban a Cristo como propiciación y Redentor.
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En Alemania la venta de indulgencias había sido encomendada a los dominicos y era dirigida por el infame Tetzel. En Suiza el tráfico fue puesto en manos de los franciscanos, bajo la dirección de un fraile italiano llamado Samsón. Había prestado este ya buenos servicios a la iglesia y reunido en Suiza y Alemania grandes cantidades para el tesoro del papa. Cruzaba entonces a Suiza, atrayendo a grandes multitudes, despojando a los pobres campesinos de sus escasas ganancias y obteniendo ricas ofrendas entre los ricos. Pero la influencia de la Reforma hacía disminuir el tráfico de las indulgencias aunque sin detenerlo del todo. Todavía estaba Zuinglio en Einsiedeln cuando Samsón se presentó con su mercadería en una población vecina. Enterándose de su misión, el reformador trató inmediatamente de oponérsele. No se encontraron frente a frente, pero fue tan completo el éxito de Zuinglio al exponer las pretensiones del fraile, que este se vio obligado a dejar aquel lugar y tomar otro rumbo.
En Zúrich predicó Zuinglio con ardor contra estos monjes traficantes en perdón, y cuando Samsón se acercó a dicha ciudad le salió al encuentro un mensajero enviado por el concejo para ordenarle que no entrara. No obstante, logró al fin introducirse por estratagema, pero a poco le despidieron sin que hubiese vendido ni un solo perdón y no tardó en abandonar a Suiza.
Un fuerte impulso recibió la Reforma con la aparición de la peste o “gran mortandad”, que azotó a Suiza en el año 1519. Al verse los hombres cara a cara con la muerte, se convencían de cuán vanos e inútiles eran los perdones que habían comprado poco antes, y ansiaban tener un fundamento más seguro sobre el cual basar su fe. Zuinglio se contagió en Zúrich y se agravó de tal modo que se perdió toda esperanza de salvarle y circuló por muchos lugares el rumor de que había muerto. En aquella hora de prueba su valor y su esperanza no vacilaron. Miraba con los ojos de la fe hacia la cruz del Calvario y confió en la propiciación absoluta allí alcanzada para perdón de los pecados. Cuando volvió a la vida después de haberse visto a las puertas del sepulcro, se dispuso a predicar el evangelio con más fervor que nunca antes, y sus palabras iban revestidas de nuevo poder. El pueblo dio la bienvenida con regocijo a su amado pastor que volvía de los umbrales de la muerte. Ellos mismos habían tenido que atender a enfermos y moribundos, y reconocían mejor que antes el valor del evangelio.