A su regreso de la Wartburg, terminó Lutero su traducción del Nuevo Testamento y no tardó el evangelio en ser ofrecido al pueblo de Alemania en su propia lengua. Esta versión fue recibida con agrado por todos los amigos de la verdad, pero fue vilmente desechada por los que preferían dejarse guiar por las tradiciones y los mandamientos de los hombres.
Se alarmaron los sacerdotes al pensar que el vulgo iba a poder discutir con ellos los preceptos de la Palabra de Dios y descubrir la ignorancia de ellos. Las armas carnales de su raciocinio eran impotentes contra la espada del Espíritu. Roma puso en juego toda su autoridad para impedir la circulación de las Santas Escrituras; pero los decretos, los anatemas y el mismo tormento eran inútiles. Cuanto más se condenaba y prohibía la Biblia, mayor era el afán del pueblo por conocer lo que ella enseñaba. Todos los que sabían leer deseaban con ansia estudiar la Palabra de Dios por sí mismos. La llevaban consigo, la leían y releían, y no se quedaban satisfechos antes de saber grandes trozos de ella de memoria. Viendo la buena voluntad con que fue acogido el Nuevo Testamento, Lutero dio comienzo a la traducción del Antiguo y la fue publicando por partes conforme las iba terminando.
Sus escritos tenían aceptación en la ciudad y en las aldeas. “Lo que Lutero y sus amigos escribían, otros se encargaban de esparcirlo por todas partes. Los monjes que habían reconocido el carácter ilegítimo de las obligaciones monacales y deseaban cambiar su vida de indolencia por una de actividad, pero se sentían muy incapaces de proclamar por sí mismos la Palabra de Dios, cruzaban las provincias vendiendo los escritos de Lutero y sus colegas. Al poco tiempo Alemania pululaba con estos intrépidos colportores” (ibíd., lib. 9, cap. II).
Estos escritos eran estudiados con profundo interés por ricos y pobres, por letrados e ignorantes. De noche, los maestros de las escuelas rurales los leían en alta voz a pequeños grupos que se reunían al amor de la lumbre. Cada esfuerzo que en este sentido se hacía convencía a algunas almas de la verdad, y ellas a su vez habiendo recibido la Palabra con alegría, la comunicaban a otros.
Así se cumplían las palabras inspiradas: “La entrada de tus palabras alumbra; a los simples les da inteligencia”. Salmos 119:130 (VM). El estudio de las Sagradas Escrituras producía un cambio notable en las mentes y en los corazones del pueblo. El dominio papal les había impuesto un yugo férreo que los mantenía en la ignorancia y en la degradación. Con escrúpulos supersticiosos, observaban las formas, pero era muy pequeña la parte que la mente y el corazón tomaban en los servicios. La predicación de Lutero, al exponer las sencillas verdades de la Palabra de Dios, y la Palabra misma, al ser puesta en manos del pueblo, despertaron sus facultades aletargadas, y no solo purificaban y ennoblecían la naturaleza espiritual, sino que daban nuevas fuerzas y vigor a la inteligencia.
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Veíanse a personas de todas las clases sociales defender, con la Biblia en la mano, las doctrinas de la Reforma. Los papistas que habían abandonado el estudio de las Sagradas Escrituras a los sacerdotes y a los monjes, les pidieron que viniesen en su auxilio a refutar las nuevas enseñanzas. Empero, ignorantes de las Escrituras y del poder de Dios, monjes y sacerdotes fueron completamente derrotados por aquellos a quienes habían llamado herejes e indoctos. “Desgraciadamente—decía un escritor católico—, Lutero ha convencido a sus correligionarios de que su fe debe fundarse solamente en la Santa Escritura” (ibíd., lib. 9, cap. II). Las multitudes se congregaban para escuchar a hombres de poca ilustración defender la verdad y hasta discutir acerca de ella con teólogos instruidos y elocuentes. La vergonzosa ignorancia de estos grandes hombres se descubría tan luego como sus argumentos eran refutados por las sencillas enseñanzas de la Palabra de Dios. Los hombres de trabajo, los soldados y hasta los niños, estaban más familiarizados con las enseñanzas de la Biblia que los sacerdotes y los sabios doctores.
El contraste entre los discípulos del evangelio y los que sostenían las supersticiones papistas no era menos notable entre los estudiantes que entre las masas populares. “En oposición a los antiguos campeones de la jerarquía que había descuidado el estudio de los idiomas y de la literaturas, […] levantábanse jóvenes de mente privilegiada, muchos de los cuales se consagraban al estudio de las Escrituras, y se familiarizaban con los tesoros de la literatura antigua. Dotados de rápida percepción, de almas elevadas y de corazones intrépidos, pronto llegaron a alcanzar estos jóvenes tanta competencia, que durante mucho tiempo nadie se atrevía a hacerles frente […]. De manera que en los concursos públicos en que estos jóvenes campeones de la Reforma se encontraban con doctores papistas, los atacaban con tanta facilidad y confianza que los hacían vacilar y los exponían al desprecio de todos” (ibíd.).
Cuando el clero se dio cuenta de que iba menguando el número de los congregantes, invocó la ayuda de los magistrados, y por todos los medios a su alcance procuró atraer nuevamente a sus oyentes. Pero el pueblo había hallado en las nuevas enseñanzas algo que satisfacía las necesidades de sus almas, y se apartaba de aquellos que por tanto tiempo le habían alimentado con las cáscaras vacías de los ritos supersticiosos y de las tradiciones humanas.
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Cuando la persecución ardía contra los predicadores de la verdad, ponían estos en práctica las palabras de Cristo: “Cuando pues os persiguieren en una ciudad, huid a otra”. Mateo 10:23 (VM). La luz penetraba en todas partes. Los fugitivos hallaban en algún lugar puertas hospitalarias que les eran abiertas, y morando allí, predicaban a Cristo, a veces en la iglesia, o, si se les negaba ese privilegio, en casas particulares o al aire libre. Cualquier sitio en que hallasen un oyente se convertía en templo. La verdad, proclamada con tanta energía y fidelidad, se extendía con irresistible poder.
En vano se mancomunaban las autoridades civiles y eclesiásticas para detener el avance de la herejía. Inútilmente recurrían a la cárcel, al tormento, al fuego y a la espada. Millares de creyentes sellaban su fe con su sangre, pero la obra seguía adelante. La persecución no servía sino para hacer cundir la verdad, y el fanatismo que Satanás intentara unir a ella, no logró sino hacer resaltar aún más el contraste entre la obra diabólica y la de Dios.
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Capítulo 11—La protesta de los príncipes
Uno de los testimonios más nobles dados en favor de la Reforma, fue la protesta presentada por los príncipes cristianos de Alemania, ante la dieta de Spira, el año 1529. El valor, la fe y la entereza de aquellos hombres de Dios, aseguraron para las edades futuras la libertad de pensamiento y la libertad de conciencia. Esta protesta dio a la iglesia reformada el nombre de protestante; y sus principios son “la verdadera esencia del protestantismo” (D’Aubigné, lib. 13, cap. 6).
Había llegado para la causa de la Reforma un momento sombrío y amenazante. A despecho del edicto de Worms, que colocaba a Lutero fuera de la ley, y prohibía enseñar o creer sus doctrinas, la tolerancia religiosa había prevalecido en el imperio. La providencia de Dios había contenido las fuerzas que se oponían a la verdad. Carlos V se esforzaba por aniquilar la Reforma, pero muchas veces, al intentar dañarla, se veía obligado a desviar el golpe. Vez tras vez había parecido inevitable la inmediata destrucción de los que se atrevían a oponerse a Roma; pero, en el momento crítico, aparecían los ejércitos de Turquía en las fronteras del oriente, o bien el rey de Francia o el papa mismo, celosos de la grandeza del emperador, le hacían la guerra; y de esta manera, entre el tumulto y las contiendas de las naciones la Reforma había podido extenderse y fortalecerse.
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Por último, los soberanos papistas pusieron tregua a sus disputas para hacer causa común contra los reformadores. En 1526, la dieta de Spira había concedido a cada estado plena libertad en asuntos religiosos, hasta tanto que se reuniese un concilio general; pero en cuanto desaparecieron los peligros que imponían esta concesión el emperador convocó una segunda dieta en Spira, para 1529, con el fin de aplastar la herejía. Quería inducir a los príncipes, en lo posible, por medios pacíficos, a que se declararan contra la Reforma, pero si no lo conseguía por tales medios, Carlos estaba dispuesto a echar mano de la espada.
Los papistas se consideraban triunfantes. Se presentaron en gran número en Spira y manifestaron abiertamente sus sentimientos hostiles para con los reformadores y para con todos los que los favorecían. Decía Melanchton: “Nosotros somos la escoria y la basura del mundo, mas Dios proveerá para sus pobres hijos y cuidará de ellos” (ibíd., cap. 5). A los príncipes evangélicos que asistieron a la dieta se les prohibió que se predicara el evangelio en sus residencias. Pero la gente de Spira estaba sedienta de la Palabra de Dios y, no obstante dicha prohibición, miles acudían a los cultos que se celebraban en la capilla del elector de Sajonia.
Esto precipitó la crisis. Una comunicación imperial anunció a la dieta que habiendo originado graves desórdenes la autorización que concedía la libertad de conciencia, el emperador mandaba que fuese suprimida. Este acto arbitrario excitó la indignación y la alarma de los cristianos evangélicos. Uno de ellos dijo: “Cristo ha caído de nuevo en manos de Caifás y de Pilato”. Los romanistas se volvieron más intransigentes. Un fanático papista dijo: “Los turcos son mejores que los luteranos; porque los turcos observan días de ayuno mientras que los luteranos los profanan. Si hemos de escoger entre las Sagradas Escrituras de Dios y los antiguos errores de la iglesia, tenemos que rechazar aquellas”. Melanchton decía: “Cada día, Faber, en plena asamblea, arroja una piedra más contra los evangélicos” (ibíd.).
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La tolerancia religiosa había sido implantada legalmente, y los estados evangélicos resolvieron oponerse a que sus derechos fueran pisoteados. A Lutero, todavía condenado por el edicto de Worms, no le era permitido presentarse en Spira, pero le representaban sus colaboradores y los príncipes que Dios había suscitado en defensa de su causa en aquel trance. El ilustre Federico de Sajonia, antiguo protector de Lutero, había sido arrebatado por la muerte, pero el duque Juan, su hermano y sucesor, había saludado la Reforma con gran gozo, y aunque hombre de paz no dejó de desplegar gran energía y celo en todo lo que se relacionaba con los intereses de la fe.
Los sacerdotes exigían que los estados que habían aceptado la Reforma se sometieran implícitamente a la jurisdicción de Roma. Por su parte, los reformadores reclamaban la libertad que previamente se les había otorgado. No podían consentir en que Roma volviera a tener bajo su dominio los estados que habían recibido con tanto regocijo la Palabra de Dios.
Finalmente se propuso que en los lugares donde la Reforma no había sido establecida, el edicto de Worms se aplicara con todo rigor, y que “en los lugares donde el pueblo se había apartado de él y donde no se le podría hacer conformarse a él sin peligro de levantamiento, por lo menos no se introdujera ninguna nueva reforma, no se predicara sobre puntos que se prestaran a disputas, no se hiciera oposición a la celebración de la misa, ni se permitiera que los católicos romanos abrazaran las doctrinas de Lutero” (ibíd.). La dieta aprobó esta medida con gran satisfacción de los sacerdotes y prelados del papa.
Si se aplicaba este edicto, “la Reforma no podría extenderse […] en los puntos adonde no había llegado todavía, ni podría siquiera afirmarse […] en los países en que se había extendido” (ibíd.). Quedaría suprimida la libertad de palabra y no se tolerarían más conversiones. Y se exigía a los amigos de la Reforma que se sometieran inmediatamente a estas restricciones y prohibiciones. Las esperanzas del mundo parecían estar a punto de extinguirse. “El restablecimiento de la jerarquía papal […] volvería a despertar inevitablemente los antiguos abusos”, y sería fácil hallar ocasión de “acabar con una obra que ya había sido atacada tan violentamente” por el fanatismo y la disensión (ibíd).
Cuando el partido evangélico se reunió para conferenciar, los miembros se miraban unos a otros con manifiesto desaliento. Todos se preguntaban unos a otros: “¿Qué hacer?” Estaban en juego grandes consecuencias para el porvenir del mundo. “¿Debían someterse los jefes de la Reforma y acatar el edicto? ¡Cuán fácil hubiera sido para los reformadores en aquella hora, angustiosa en extremo, tomar por un sendero errado! ¡Cuántos excelentes pretextos y hermosas razones no hubieran podido alegar para presentar como necesaria la sumisión! A los príncipes luteranos se les garantizaba el libre ejercicio de su culto. El mismo favor se hacía extensivo a sus súbditos que con anterioridad al edicto hubiesen abrazado la fe reformada. ¿No podían contentarse con esto? ¡De cuántos peligros no les libraría su sumisión! ¡A cuántos sinsabores y conflictos no les iba a exponer su oposición! ¿Quién sabía qué oportunidades no les traería el porvenir? Abracemos la paz; aceptemos el ramo de olivo que nos brinda Roma, y restañemos las heridas de Alemania. Con argumentos como estos hubieran podido los reformadores cohonestar su sumisión y entrar en el sendero que infaliblemente y en tiempo no lejano, hubiera dado al traste con la Reforma.