Todas las clases sociales se encontraban ahora presa de la sospecha, la desconfianza y el terror. En medio de la alarma general se notó cuán profundamente se habían arraigado las enseñanzas luteranas en las mentes de los hombres que más se distinguían por su brillante educación, su influencia y la superioridad de su carácter. Los puestos más honrosos y de más confianza quedaron de repente vacantes. Desaparecieron artesanos, impresores, literatos, catedráticos de las universidades, autores, y hasta cortesanos. A centenares salían huyendo de París, desterrándose voluntariamente de su propio país, dando así en muchos casos la primera indicación de que estaban en favor de la Reforma. Los papistas se admiraban al ver a tantos herejes de quienes no habían sospechado y que habían sido tolerados entre ellos. Su ira se descargó sobre la multitud de humildes víctimas que había a su alcance. Las cárceles quedaron atestadas y el aire parecía oscurecerse con el humo de tantas hogueras en que se hacía morir a los que profesaban el evangelio.
Francisco I se vanagloriaba de ser uno de los caudillos del gran movimiento que hizo revivir las letras a principios del siglo XVI. Tenía especial deleite en reunir en su corte a literatos de todos los países. A su empeño de saber, y al desprecio que le inspiraba la ignorancia y la superstición de los frailes se debía, siquiera en parte, el grado de tolerancia que había concedido a los reformadores. Pero, en su celo por aniquilar la herejía, este fomentador del saber expidió un edicto declarando abolida la imprenta en toda Francia. Francisco I ofrece uno de los muchos ejemplos conocidos de cómo la cultura intelectual no es una salvaguardia contra la persecución y la intolerancia religiosa.
Francia, por medio de una ceremonia pública y solemne, iba a comprometerse formalmente en la destrucción del protestantismo. Los sacerdotes exigían que el insulto lanzado al cielo en la condenación de la misa, fuese expiado con sangre, y que el rey, en nombre del pueblo, sancionara la espantosa tarea.
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Se señaló el 21 de enero de 1535 para efectuar la terrible ceremonia. Se atizaron el odio hipócrita y los temores supersticiosos de toda la nación. París estaba repleto de visitantes que habían acudido de los alrededores y que invadían sus calles.
Tenía que empezar el día con el desfile de una larga e imponente procesión. “Las casas por delante de las cuales debía pasar, estaban enlutadas, y se habían levantado altares, de trecho en trecho”. Frente a todas las puertas había una luz encendida en honor del “santo sacramento”. Desde el amanecer se formó la procesión en palacio. “Iban delante las cruces y los pendones de las parroquias, y después, seguían los particulares de dos en dos, y llevando teas encendidas”. A continuación seguían las cuatro órdenes de frailes, luciendo cada una sus vestiduras particulares. A estas seguía una gran colección de famosas reliquias. Iban tras ella, en sus carrozas, los altos dignatarios eclesiásticos, ostentando sus vestiduras moradas y de escarlata adornadas con pedrerías, formando todo aquello un conjunto espléndido y deslumbrador.
“La hostia era llevada por el obispo de París bajo vistoso dosel […] sostenido por cuatro príncipes de los de más alta jerarquía […]. Tras ellos iba el monarca […]. Francisco I iba en esa ocasión despojado de su corona y de su manto real”. Con “la cabeza descubierta y la vista hacia el suelo, llevando en su mano un cirio encendido”, el rey de Francia se presentó en público “como penitente” (ibíd., cap. 21). Se inclinaba ante cada altar, humillándose, no por los pecados que manchaban su alma, ni por la sangre inocente que habían derramado sus manos, sino por el pecado mortal de sus súbditos que se habían atrevido a condenar la misa. Cerraban la marcha la reina y los dignatarios del estado, que iban también de dos en dos llevando en sus manos antorchas encendidas.
Como parte del programa de aquel día, el monarca mismo dirigió un discurso a los dignatarios del reino en la vasta sala del palacio episcopal. Se presentó ante ellos con aspecto triste, y con conmovedora elocuencia, lamentó el “crimen, la blasfemia, y el día de luto y de desgracia” que habían sobrevenido a toda la nación. Instó a todos sus leales súbditos a que cooperasen en la extirpación de la herejía que amenazaba arruinar a Francia. “Tan cierto, señores, como que soy vuestro rey—declaró—, si yo supiese que uno de mis miembros estuviese contaminado por esta asquerosa podredumbre, os lo entregaría para que fuese cortado por vosotros […]. Y aun más, si viera a uno de mis hijos contaminado por ella, no lo toleraría, sino que lo entregaría yo mismo y lo sacrificaría a Dios”. Las lágrimas le ahogaron la voz y la asamblea entera lloró, exclamando unánimemente: “¡Viviremos y moriremos en la religión católica!” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 4, cap. 12).
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Terribles eran las tinieblas de la nación que había rechazado la luz de la verdad. “La gracia que trae salvación” se había manifestado; pero Francia, después de haber comprobado su poder y su santidad, después que millares de sus hijos hubieron sido alumbrados por su belleza, después que su radiante luz se hubo esparcido por ciudades y pueblos, se desvió y escogió las tinieblas en vez de la luz. Habían rehusado los franceses el don celestial cuando les fuera ofrecido. Habían llamado a lo malo bueno, y a lo bueno malo, hasta llegar a ser víctimas de su propio engaño. Y ahora, aunque creyeran de todo corazón que servían a Dios persiguiendo a su pueblo, su sinceridad no los dejaba sin culpa. Habían rechazado precisamente aquella luz que los hubiera salvado del engaño y librado sus almas del pecado de derramar sangre.
Se juró solemnemente en la gran catedral que se extirparía la herejía, y en aquel mismo lugar, tres siglos más tarde iba a ser entronizada la “diosa Razón” por un pueblo que se había olvidado del Dios viviente. Volvióse a formar la procesión y los representantes de Francia se marcharon dispuestos a dar principio a la obra que habían jurado llevar a cabo. “De trecho en trecho, a lo largo del camino, se habían preparado hogueras para quemar vivos a ciertos cristianos protestantes, y las cosas estaban arregladas de modo que cuando se encendieran aquellas al acercarse el rey, debía detenerse la procesión para presenciar la ejecución” (Wylie, lib. 13, cap. 21). Los detalles de los tormentos que sufrieron estos confesores de Cristo, no son para descritos; pero no hubo desfallecimiento en las víctimas. Al ser instado uno de esos hombres para que se retractase, dijo: “Yo solo creo en lo que los profetas y apóstoles predicaron en los tiempos antiguos, y en lo que la comunión de los santos ha creído. Mi fe confía de tal manera en Dios que puedo resistir a todos los poderes del infierno” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 4, cap. 12).
La procesión se detenía cada vez frente a los sitios de tormento. Al volver al lugar de donde había partido, el palacio real, se dispersó la muchedumbre y se retiraron el rey y los prelados, satisfechos de los autos de aquel día y congratulándose entre sí porque la obra así comenzada se proseguiría hasta lograrse la completa destrucción de la herejía.
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El evangelio de paz que Francia había rechazado iba a ser arrancado de raíz, lo que acarrearía terribles consecuencias. El 21 de enero de 1793, es decir, a los doscientos cincuenta y ocho años cabales, contados desde aquel día en que Francia entera se comprometiera a perseguir a los reformadores, otra procesión, organizada con un fin muy diferente, atravesaba las calles de París. “Nuevamente era el rey la figura principal; otra vez veíase el mismo tumulto y oíase la misma gritería; pedíanse de nuevo más víctimas; volviéronse a erigir negros cadalsos, y nuevamente las escenas del día se clausuraron con espantosas ejecuciones; Luis XVI fue arrastrado a la guillotina, forcejeando con sus carceleros y verdugos que lo sujetaron fuertemente en la temible máquina hasta que cayó sobre su cuello la cuchilla y separó de sus hombros la cabeza que rodó sobre los tablones del cadalso” (Wylie, lib. 13, cap. 21). Y no fue él la única víctima; allí cerca del mismo sitio perecieron decapitados por la guillotina dos mil ochocientos seres humanos, durante el sangriento reinado del terror.
La Reforma había presentado al mundo una Biblia abierta, había desatado los sellos de los preceptos de Dios, e invitado al pueblo a cumplir sus mandatos. El amor infinito había presentado a los hombres con toda claridad los principios y los estatutos del cielo. Dios había dicho: “Los guardaréis pues para cumplirlos; porque en esto consistirá vuestra sabiduría y vuestra inteligencia a la vista de las naciones; las cuales oirán hablar de todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido es esta gran nación”. Deuteronomio 4:6 (VM). Francia misma, al rechazar el don celestial, sembró la semilla de la anarquía y de la ruina; y la acción consecutiva e inevitable de la causa y del efecto resultó en la Revolución y el reinado del terror.
Mucho antes de aquella persecución despertada por los carteles, el osado y ardiente Farel se había visto obligado a huir de la tierra de sus padres. Se refugió en Suiza, y mediante los esfuerzos con que secundó la obra de Zuinglio, ayudó a inclinar el platillo de la balanza en favor de la Reforma. Iba a pasar en Suiza sus últimos años, pero no obstante siguió ejerciendo poderosa influencia en la Reforma en Francia. Durante los primeros años de su destierro, dirigió sus esfuerzos especialmente a extender en su propio país el conocimiento del evangelio. Dedicó gran parte de su tiempo a predicar a sus paisanos cerca de la frontera, desde donde seguía la suerte del conflicto con infatigable constancia, y ayudaba con sus palabras de estímulo y sus consejos. Con el auxilio de otros desterrados, tradujo al francés los escritos del reformador alemán, y estos y la Biblia vertida a la misma lengua popular se imprimieron en grandes cantidades, que fueron vendidas en toda Francia por los colportores. Los tales conseguían estos libros a bajo precio y con el producto de la venta avanzaban más y más en el trabajo.
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Farel dio comienzo a sus trabajos en Suiza como humilde maestro de escuela. Se retiró a una parroquia apartada y se consagró a la enseñanza de los niños. Además de las clases usuales requeridas por el plan de estudios, introdujo con mucha prudencia las verdades de la Biblia, esperando alcanzar a los padres por medio de los niños. Algunos creyeron, pero los sacerdotes se apresuraron a detener la obra, y los supersticiosos campesinos fueron incitados a oponerse a ella. “Ese no puede ser el evangelio de Cristo—decían con insistencia los sacerdotes—, puesto que su predicación no trae paz sino guerra” (Wylie, lib. 14, cap. 3). Y a semejanza de los primeros discípulos, cuando se le perseguía en una ciudad se iba para otra. Andaba de aldea en aldea, y de pueblo en pueblo, a pie, sufriendo hambre, frío, fatigas, y exponiendo su vida en todas partes. Predicaba en las plazas, en las iglesias y a veces en los púlpitos de las catedrales. En ocasiones se reunía poca gente a oírle; en otras, interrumpían su predicación con burlas y gritería, y le echaban abajo del púlpito. Más de una vez cayó en manos de la canalla, que le dio de golpes hasta dejarlo medio muerto. Sin embargo seguía firme en su propósito. Aunque le rechazaban a menudo, volvía a la carga con incansable perseverancia y logró al fin que una tras otra, las ciudades que habían sido los baluartes del papismo abrieran sus puertas al evangelio. Fue aceptada la fe reformada en aquella pequeña parroquia donde había trabajado primero. Las ciudades de Morat y de Neuchatel renunciaron también a los ritos romanos y quitaron de sus templos las imágenes de idolatría.
Farel había deseado mucho plantar en Ginebra el estandarte protestante. Si esa ciudad podía ser ganada a la causa, se convertiría en centro de la Reforma para Francia, Suiza e Italia. Para conseguirlo prosiguió su obra hasta que los pueblos y las aldeas de alrededor quedaron conquistados por el evangelio. Luego entró en Ginebra con un solo compañero. Pero no le permitieron que predicara sino dos sermones. Habiéndose empeñado en vano los sacerdotes en conseguir de las autoridades civiles que le condenaran, lo citaron a un concejo eclesiástico y allí fueron ellos llevando armas bajo sus sotanas y resueltos a asesinarle. Fuera de la sala, una furiosa turba, con palos y espadas, se agolpó para estar segura de matarle en caso de que lograse escaparse del concejo. La presencia de los magistrados y de una fuerza armada le salvaron de la muerte. Al día siguiente, muy temprano, lo condujeron con su compañero a la ribera opuesta del lago y los dejaron fuera de peligro. Así terminó su primer esfuerzo para evangelizar a Ginebra.
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Para la siguiente tentativa el elegido fue un instrumento menos destacado: un joven de tan humilde apariencia que era tratado con frialdad hasta por los que profesaban ser amigos de la Reforma. ¿Qué podría hacer uno como él allí donde Farel había sido rechazado? ¿Cómo podría un hombre de tan poco valor y tan escasa experiencia, resistir la tempestad ante la cual había huido el más fuerte y el más bravo? “¡No por esfuerzo, ni con poder, sino por mi Espíritu! dice Jehová de los ejércitos”. “Ha escogido Dios las cosas insensatas del mundo, para confundir a los sabios”. “Porque lo insensato de Dios, es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”. Zacarías 4:6; 1 Corintios 1:27, 25 (VM).
Fromento principió su obra como maestro de escuela. Las verdades que inculcaba a los niños en la escuela, ellos las repetían en sus hogares. No tardaron los padres en acudir a escuchar la explicación de la Biblia, hasta que la sala de la escuela se llenó de atentos oyentes. Se distribuyeron gratis folletos y Nuevos Testamentos que alcanzaron a muchos que no se atrevían a venir públicamente a oír las nuevas doctrinas. Después de algún tiempo también este sembrador tuvo que huir; pero las verdades que había propagado quedaron grabadas en la mente del pueblo. La Reforma se había establecido e iba a desarrollarse y fortalecerse. Volvieron los predicadores, y merced a sus trabajos, el culto protestante se arraigó finalmente en Ginebra.
La ciudad se había declarado ya partidaria de la Reforma cuando Calvino, después de varios trabajos y vicisitudes, penetró en ella. Volvía de su última visita a su tierra natal y dirigíase a Basilea, cuando hallando el camino invadido por las tropas de Carlos V, tuvo que hacer un rodeo y pasar por Ginebra.