En esta visita reconoció Farel la mano de Dios. Aunque Ginebra había aceptado ya la fe reformada, quedaba aún una gran obra por hacer. Los hombres se convierten a Dios por individuos y no por comunidades; la obra de regeneración debe ser realizada en el corazón y en la conciencia por el poder del Espíritu Santo, y no por decretos de concilios. Si bien el pueblo ginebrino había desechado el yugo de Roma, no por eso estaba dispuesto a renunciar también a los vicios que florecieran en su seno bajo el dominio de aquella. Y no era obra de poca monta la de implantar entre aquel pueblo los principios puros del evangelio, y prepararlo para que ocupara dignamente el puesto a que la Providencia parecía llamarle.
Farel estaba seguro de haber hallado en Calvino a uno que podría unírsele en esta empresa. En el nombre de Dios rogó al joven evangelista que se quedase allí a trabajar. Calvino retrocedió alarmado. Era tímido y amigo de la paz, y quería evitar el trato con el espíritu atrevido, independiente y hasta violento de los ginebrinos. Por otra parte, su poca salud y su afición al estudio le inclinaban al retraimiento. Creyendo que con su pluma podría servir mejor a la causa de la Reforma, deseaba encontrar un sitio tranquilo donde dedicarse al estudio, y desde allí, por medio de la prensa, instruir y edificar a las iglesias. Pero la solemne amonestación de Farel le pareció un llamamiento del cielo, y no se atrevió a oponerse a él. Le pareció, según dijo, “como si la mano de Dios se hubiera extendido desde el cielo y le sujetase para detenerle precisamente en aquel lugar que con tanta impaciencia quería dejar” (D’Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib. 9, cap. 17).
La causa protestante se veía entonces rodeada de grandes peligros. Los anatemas del papa tronaban contra Ginebra, y poderosas naciones amenazaban destruirla. ¿Cómo iba tan pequeña ciudad a resistir a la poderosa jerarquía que tan a menudo había sometido a reyes y emperadores? ¿Cómo podría vencer los ejércitos de los grandes capitanes del siglo? En toda la cristiandad se veía amenazado el protestantismo por formidables enemigos. Pasados los primeros triunfos de la Reforma, Roma reunió nuevas fuerzas con la esperanza de acabar con ella. Entonces fue cuando nació la orden de los jesuitas, que iba a ser el más cruel, el menos escrupuloso y el más formidable de todos los campeones del papado. Libres de todo lazo terrenal y de todo interés humano, insensibles a la voz del afecto natural, sordos a los argumentos de la razón y a la voz de la conciencia, no reconocían los miembros más ley, ni más sujeción que las de su orden, y no tenían más preocupación que la de extender su poderío (véase el Apéndice). El evangelio de Cristo había capacitado a sus adherentes para arrostrar los peligros y soportar los padecimientos, sin desmayar por el frío, el hambre, el trabajo o la miseria, y para sostener con denuedo el estandarte de la verdad frente al potro, al calabozo y a la hoguera. Para combatir contra estas fuerzas, el jesuitismo inspiraba a sus adeptos un fanatismo tal, que los habilitaba para soportar peligros similares y oponer al poder de la verdad todas las armas del engaño. Para ellos ningún crimen era demasiado grande, ninguna mentira demasiado vil, ningún disfraz demasiado difícil de llevar. Ligados por votos de pobreza y de humildad perpetuas, estudiaban el arte de adueñarse de la riqueza y del poder para consagrarlos a la destrucción del protestantismo y al restablecimiento de la supremacía papal.
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Al darse a conocer como miembros de la orden, se presentaban con cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo a los enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado al mundo, y llevando el sagrado nombre de Jesús, de Aquel que anduvo haciendo bienes. Pero bajo esta fingida mansedumbre, ocultaban a menudo propósitos criminales y mortíferos. Era un principio fundamental de la orden, que el fin justifica los medios. Según dicho principio, la mentira, el robo, el perjurio y el asesinato, no solo eran perdonables, sino dignos de ser recomendados, siempre que vieran los intereses de la iglesia. Con muy diversos disfraces se introducían los jesuitas en los puestos del estado, elevándose hasta la categoría de consejeros de los reyes, y dirigiendo la política de las naciones. Se hacían criados para convertirse en espías de sus señores. Establecían colegios para los hijos de príncipes y nobles, y escuelas para los del pueblo; y los hijos de padres protestantes eran inducidos a observar los ritos romanistas. Toda la pompa exterior desplegada en el culto de la iglesia de Roma se aplicaba a confundir la mente y ofuscar y embaucar la imaginación, para que los hijos traicionaran aquella libertad por la cual sus padres habían trabajado y derramado su sangre. Los jesuitas se esparcieron rápidamente por toda Europa y doquiera iban lograban reavivar el papismo.
Para otorgarles más poder, se expidió una bula que restablecía la Inquisición (véase el Apéndice). No obstante el odio general que inspiraba, aun en los países católicos, el terrible tribunal fue restablecido por los gobernantes obedientes al papa; y muchas atrocidades demasiado terribles para cometerse a la luz del día, volvieron a perpetrarse en los secretos y oscuros calabozos. En muchos países, miles y miles de representantes de la flor y nata de la nación, de los más puros y nobles, de los más inteligentes y cultos, de los pastores más piadosos y abnegados, de los ciudadanos más patriotas e industriosos, de los más brillantes literatos, de los artistas de más talento y de los artesanos más expertos, fueron asesinados o se vieron obligados a huir a otras tierras.
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Estos eran los medios de que se valía Roma para apagar la luz de la Reforma, para privar de la Biblia a los hombres, y restaurar la ignorancia y la superstición de la Edad Media. Empero, debido a la bendición de Dios y al esfuerzo de aquellos nobles hombres que él había suscitado para suceder a Lutero, el protestantismo no fue vencido. Esto no se debió al favor ni a las armas de los príncipes. Los países más pequeños, las naciones más humildes e insignificantes, fueron sus baluartes. La pequeña Ginebra, a la que rodeaban poderosos enemigos que tramaban su destrucción; Holanda en sus bancos de arena del Mar del Norte, que luchaba contra la tiranía de España, el más grande y el más opulento de los reinos de aquel tiempo; la glacial y estéril Suecia, esas fueron las que ganaron victorias para la Reforma.
Calvino trabajó en Ginebra cerca de treinta años; primero para establecer una iglesia que se adhiriese a la moralidad de la Biblia, y después para fomentar el movimiento de la Reforma por toda Europa. Su carrera como caudillo público no fue inmaculada, ni sus doctrinas estuvieron exentas de error. Pero así y todo fue el instrumento que sirvió para dar a conocer verdades especialmente importantes en su época, y para mantener los principios del protestantismo, defendiéndolos contra la ola creciente del papismo, así como para instituir en las iglesias reformadas la sencillez y la pureza de vida en lugar de la corrupción y el orgullo fomentados por las enseñanzas del romanismo.
De Ginebra salían publicaciones y maestros que esparcían las doctrinas reformadas. Y a ella acudían los perseguidos de todas partes, en busca de instrucción, de consejo y de aliento. La ciudad de Calvino se convirtió en refugio para los reformadores que en toda la Europa occidental eran objeto de persecución. Huyendo de las tremendas tempestades que siguieron desencadenándose por varios siglos, los fugitivos llegaban a las puertas de Ginebra. Desfallecientes de hambre, heridos, expulsados de sus hogares, separados de los suyos, eran recibidos con amor y se les cuidaba con ternura; y hallando allí un hogar, eran una bendición para aquella su ciudad adoptiva, por su talento, su sabiduría y su piedad. Muchos de los que se refugiaron allí regresaron a sus propias tierras para combatir la tiranía de Roma. Knox, el valiente reformador de Escocia, no pocos de los puritanos ingleses, los protestantes de Holanda y de España y los hugonotes de Francia, llevaron de Ginebra la antorcha de la verdad con que desvanecer las tinieblas en sus propios países.
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Capítulo 13—El despertar de España*
Los comienyos del siglo XVI coinciden con “el período heroico de la historia de España, el período de la victoria final sobre los moros y de la romántica conquista de un nuevo mundo, período en que el entusiasmo religioso y militar elevó el carácter nacional de un modo extraordinario. Tanto en la guerra como en la diplomacia y en el arte de gobernar, se reconocía y temía la preeminencia de los españoles”. A fines del siglo XV, Colón había descubierto y reunido a la corona de España “territorios dilatadísimos y fabulosamente ricos”. En los primeros años del siglo XVI fue cuando el primer europeo vio el Océano Pacífico; y mientras se colocaba en Aquisgrán la corona de Carlomagno y Barbarroja sobre la cabeza de Carlos Quinto, “Magallanes llevaba a cabo el gran viaje que había de tener por resultado la circunnavegación del globo, y Cortés hallábase empeñado en la ardua conquista de México”. Veinte años después “Pizarro había llevado a feliz término la conquista del Perú” (Encyclopaedia Britannica, novena ed., art. “Carlos Quinto”).
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Carlos Quinto ascendió al trono como soberano de España y Nápoles, de los Países Bajos, de Alemania y Austria “en tiempo en que Alemania se encontraba en un estado de agitación sin precedente” (The New International Encyclopaedia, art. “Carlos Quinto”). Con la invención de la imprenta se difundió la Biblia por los hogares del pueblo, y como muchos aprendieran a leer para sí la Palabra de Dios, la luz de la verdad disipó las tinieblas de la superstición como por obra de una nueva revelación. Era evidente que había habido un alejamiento de las enseñanzas de los fundadores de la iglesia primitiva, tal cual se hallaban relatadas en el Nuevo Testamento (Motley, Histoire de la fondation de la République des Provinces Unies, Introducción, XII). Entre las órdenes monásticas “la vida conventual habíase corrompido al extremo de que los monjes más virtuosos no podían ya soportarla” (Kurtz, Kirchengeschichte, sec. 125). Otras muchas personas relacionadas con la iglesia se asemejaban muy poco a Jesús y a sus apóstoles. Los católicos sinceros, que amaban y honraban la antigua religión, se horrorizaban ante el espectáculo que se les ofrecía por doquiera. Entre todas las clases sociales se notaba “una viva percepción de las corrupciones” que se habían introducido en la iglesia, y “un profundo y general anhelo por la reforma” (ibíd., sec. 122).
“Deseosos de respirar un ambiente más sano, surgieron por todas partes evangelistas inspirados por una doctrina más pura” (ibíd., sec. 125). Muchos católicos cristianos, nobles y serios, entre los que se contaban no pocos del clero español e italiano, se unieron a dicho movimiento, que rápidamente iba extendiéndose por Alemania y Francia. Como lo declaró el sabio arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, en sus Comentarios del Catecismo, aquellos piadosos prelados querían ver “revivir en su sencillez y pureza el antiguo espíritu de nuestros antepasados y de la iglesia primitiva” (Bartolomé Carranza y Miranda, Comentarios sobre el catecismo cristiano, Amberes, 1558, 233; citado por Kurtz, sec. 139).
El clero de España era competente para tomar parte directiva en este retorno al cristianismo primitivo. Siempre amante de la libertad, el pueblo español durante los primeros siglos de la era cristiana se había negado resueltamente a reconocer la supremacía de los obispos de Roma; y solo después de transcurridos ocho siglos le reconocieron al fin a Roma el derecho de entremeterse con autoridad en sus asuntos internos. Fue precisamente con el fin de aniquilar ese espíritu de libertad, característico del pueblo español hasta en los siglos posteriores en que había reconocido ya la supremacía papal, con el que, en 1483, Fernando e Isabel, en hora fatal para España, permitieron el establecimiento de la Inquisición como tribunal permanente en Castilla y su restablecimiento en Aragón, con Tomás de Torquemada como inquisidor general.
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Durante el reinado de Carlos Quinto “la represión de las libertades del pueblo, que ya había ido tan lejos en tiempo de su abuelo, y que su hijo iba a reducir a sistema, siguió desenfrenadamente, […] no obstante las apelaciones de las Cortes. Todas las artes de su famoso ministro, el cardenal Jiménez, fueron requeridas para impedir un rompimiento manifiesto. Al principio del reinado del monarca (1520) las ciudades de Castilla se vieron impulsadas a sublevarse para conservar sus antiguas libertades. Solo a duras penas logró sofocarse la insurrección (1521)” (The New International Encyclopaedia, ed. de 1904, art. “Carlos Quinto”). La política de este soberano consistía, como había consistido la de su abuelo Fernando, en oponerse al espíritu de toda una época, considerando tanto las almas como los cuerpos de las muchedumbres como propiedad personal de un individuo (Motley, Introducción, X). Como lo ha dicho un historiador: “El soberbio imperio de Carlos Quinto levantóse sobre la tumba de la libertad” (ibíd., Prefacio).
A pesar de tan extraordinarios esfuerzos para despojar a los hombres de sus libertades civiles y religiosas, y hasta de la del pensamiento, “el ardor del entusiasmo religioso, unido al instinto profundo de la libertad civil” (ibíd., XI), indujo a muchos hombres y mujeres piadosos a aferrarse tenazmente a las enseñanzas de la Biblia y a sostener el derecho que tenían de adorar a Dios según los dictados de su conciencia. De aquí que por España se propagase un movimiento análogo al de la revolución religiosa que se desarrollaba en otros países. Al paso que los descubrimientos que se realizaban en un mundo nuevo prometían al soldado y al mercader territorios sin límites y riquezas fabulosas, muchos miembros de entre las familias más nobles fijaron resueltamente sus miradas en las conquistas más vastas y riquezas más duraderas del evangelio. Las enseñanzas de las Sagradas Escrituras estaban abriéndose paso silenciosamente en los corazones de hombres como el erudito Alfonso de Valdés, secretario de Carlos Quinto; su hermano, Juan de Valdés, secretario del virrey de Nápoles; y el elocuente Constantino Ponce de la Fuente, capellán y confesor de Carlos Quinto, de quien Felipe II dijo que era “muy gran filósofo y profundo teólogo y de los más señalados hombres en el púlpito y elocuencia que ha habido de tiempos acá”.* Más allá aún fue la influencia de las Sagradas Escrituras al penetrar en el rico monasterio de San Isidro del Campo, donde casi todos los monjes recibieron gozosos la Palabra de Dios cual antorcha para sus pies y luz sobre su camino. Hasta el arzobispo Carranza, después de haber sido elevado a la primacía, se vio obligado durante cerca de veinte años a batallar en defensa de su vida entre los muros de la Inquisición, porque abogaba por las doctrinas de la Biblia.**