Capítulo 20—Luz a través de las tinieblas
La obra de Dios en la tierra presenta, siglo tras siglo, sorprendente analogía en cada gran movimiento de reforma o religioso. Los principios que rigen el trato de Dios con los hombres son siempre los mismos. Los movimientos importantes de hogaño concuerdan con los de antaño, y la experiencia de la iglesia en tiempos que fueron encierra lecciones de gran valor para los nuestros.
Ninguna verdad se enseña en la Biblia con mayor claridad que aquella de que por medio de su Santo Espíritu Dios dirige especialmente a sus siervos en la tierra en los grandes movimientos en pro del adelanto de la obra de salvación. Los hombres son en mano de Dios instrumentos de los que él se vale para realizar sus fines de gracia y misericordia. Cada cual tiene su papel que desempeñar; a cada cual le ha sido concedida cierta medida de luz adecuada a las necesidades de su tiempo, y suficiente para permitirle cumplir la obra que Dios le asignó. Sin embargo, ningún hombre, por mucho que le haya honrado el cielo, alcanzó jamás a comprender completamente el gran plan de la redención, ni siquiera a apreciar debidamente el propósito divino en la obra para su propia época. Los hombres no entienden por completo lo que Dios quisiera cumplir por medio de la obra que les da que hacer; no entienden, en todo su alcance, el mensaje que proclaman en su nombre.
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“¿Puedes tú descubrir las cosas recónditas de Dios? ¿Puedes hasta lo sumo llegar a conocer al Todopoderoso?” “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos, dice Jehová. Porque como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos que vuestros pensamientos”. “Yo soy Dios, […] y no hay ninguno como yo, que declaro el fin desde el principio, y desde la antigüedad cosas aún no hechas”. Job 11:7; Isaías 55:8, 9; 46:9, 10 (VM).
Ni siquiera los profetas que fueron favorecidos por la iluminación especial del Espíritu comprendieron del todo el alcance de las revelaciones que les fueron concedidas. Su significado debía ser aclarado, de siglo en siglo, a medida que el pueblo de Dios necesitase la instrucción contenida en ellas.
Escribiendo San Pedro acerca de la salvación dada a conocer por el evangelio, dice: “Respecto de la cual salvación, buscaron e inquirieron diligentemente los profetas, que profetizaron de la gracia que estaba reservada para vosotros: inquiriendo qué cosa, o qué manera de tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, cuando de antemano daba testimonio de los padecimientos que durarían hasta Cristo, y de las glorias que los seguirían. A quienes fue revelado que no para sí mismos, sino para nosotros, ministraban estas cosas”. 1 Pedro 1:10-12 (VM).
No obstante, a pesar de no haber sido dado a los profetas que comprendiesen enteramente las cosas que les fueron reveladas, procuraron con fervor toda la luz que Dios había tenido a bien manifestar. “Buscaron e inquirieron diligentemente”, “inquiriendo qué cosa o qué manera de tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos”. ¡Qué lección para el pueblo de Dios en la era cristiana, para cuyo beneficio estas profecías fueron dadas a sus siervos! “A quienes fue revelado que no para sí mismos, sino para nosotros, ministraban estas cosas”. Considerad a esos santos hombres de Dios que “buscaron e inquirieron diligentemente” tocante a las revelaciones que les fueron dadas para generaciones que aún no habían nacido. Comparad su santo celo con la indiferencia con que los favorecidos en edades posteriores trataron este don del cielo. ¡Qué censura contra la apatía, amiga de la comodidad y de la mundanalidad, que se contenta con declarar que no se pueden entender las profecías!
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Si bien es cierto que la inteligencia de los hombres no es capaz de penetrar en los consejos del Eterno, ni de comprender enteramente el modo en que se cumplen sus designios, el hecho de que le resulten tan vagos los mensajes del cielo se debe con frecuencia a algún error o descuido de su parte. A menudo la mente del pueblo—y hasta de los siervos de Dios—es ofuscada por las opiniones humanas, las tradiciones y las falsas enseñanzas de los hombres, de suerte que no alcanzan a comprender más que parcialmente las grandes cosas que Dios reveló en su Palabra. Así les pasó a los discípulos de Cristo, cuando el mismo Señor estaba con ellos en persona. Su espíritu estaba dominado por la creencia popular de que el Mesías sería un príncipe terrenal, que exaltaría a Israel a la altura de un imperio universal, y no pudieron comprender el significado de sus palabras cuando les anunció sus padecimientos y su muerte.
El mismo Cristo los envió con el mensaje: “Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de Dios: arrepentíos, y creed el evangelio”. Marcos 1:15 (VM). El mensaje se fundaba en la profecía del capítulo noveno de Daniel. El ángel había declarado que las sesenta y nueve semanas alcanzarían “hasta el Mesías Príncipe”, y con grandes esperanzas y gozo anticipado los discípulos anhelaban que se estableciera en Jerusalén el reino del Mesías que debía extenderse por toda la tierra.
Predicaron el mensaje que Cristo les había confiado aun cuando ellos mismos entendían mal su significado. Aunque su mensaje se basaba en (Daniel 9:25), no notaron que, según el versículo siguiente del mismo capítulo, el Mesías iba a ser muerto. Desde su más tierna edad la esperanza de su corazón se había cifrado en la gloria de un futuro imperio terrenal, y eso les cegaba la inteligencia con respecto tanto a los datos de la profecía como a las palabras de Cristo.
Cumplieron su deber presentando a la nación judaica el llamamiento misericordioso, y luego, en el momento mismo en que esperaban ver a su Señor ascender al trono de David, le vieron aprehendido como un malhechor, azotado, escarnecido y condenado, y elevado en la cruz del Calvario. ¡Qué desesperación y qué angustia no desgarraron los corazones de esos discípulos durante los días en que su Señor dormía en la tumba!
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Cristo había venido al tiempo exacto y en la manera que anunciara la profecía. La declaración de las Escrituras se había cumplido en cada detalle de su ministerio. Había predicado el mensaje de salvación, y “su palabra era con autoridad”. Los corazones de sus oyentes habían atestiguado que el mensaje venía del cielo. La Palabra y el Espíritu de Dios confirmaban el carácter divino de la misión de su Hijo.
Los discípulos seguían aferrándose a su amado Maestro con afecto indisoluble. Y sin embargo sus espíritus estaban envueltos en la incertidumbre y la duda. En su angustia no recordaron las palabras de Cristo que aludían a sus padecimientos y a su muerte. Si Jesús de Nazaret hubiese sido el verdadero Mesías, ¿habríanse visto ellos sumidos así en el dolor y el desengaño? Tal era la pregunta que les atormentaba el alma mientras el Salvador descansaba en el sepulcro durante las horas desesperanzadas de aquel sábado que medió entre su muerte y su resurrección.
Aunque el tétrico dolor dominaba a estos discípulos de Jesús, no por eso fueron abandonados. El profeta dice: “¡Aunque more en tinieblas, Jehová será mi luz! […] Él me sacará a luz; veré su justicia”. “Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día: lo mismo te son las tinieblas que la luz”. Dios había dicho: “Para el recto se levanta luz en medio de tinieblas”. “Y conduciré a los ciegos por un camino que no conocen; por senderos que no han conocido los guiaré; tornaré tinieblas en luz delante de ellos, y los caminos torcidos en vías rectas. Estas son mis promesas; las he cumplido, y no las he dejado sin efecto”. Miqueas 7:8, 9; Salmos 139:12; 112:4 (VM); Isaías 42:16 (VM).
Lo que los discípulos habían anunciado en nombre de su Señor, era exacto en todo sentido, y los acontecimientos predichos estaban realizándose en ese mismo momento. “Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de Dios”, había sido el mensaje de ellos. Transcurrido “el tiempo”—las sesenta y nueve semanas del capítulo noveno de Daniel, que debían extenderse hasta el Mesías, “el Ungido”—Cristo había recibido la unción del Espíritu después de haber sido bautizado por Juan en el Jordán, y el “reino de Dios” que habían declarado estar próximo, fue establecido por la muerte de Cristo. Este reino no era un imperio terrenal como se les había enseñado a creer. No era tampoco el reino venidero e inmortal que se establecerá cuando “el reino, y el dominio, y el señorío de los reinos por debajo de todos los cielos, será dado al pueblo de los santos del Altísimo”; ese reino eterno en que “todos los dominios le servirán y le obedecerán a él”. Daniel 7:27 (VM). La expresión “reino de Dios”, tal cual la emplea la Biblia, significa tanto el reino de la gracia como el de la gloria. El reino de la gracia es presentado por San Pablo en la Epístola a los Hebreos. Después de haber hablado de Cristo como del intercesor que puede “compadecerse de nuestras flaquezas”, el apóstol dice: “Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar gracia”. Hebreos 4:16. El trono de la gracia representa el reino de la gracia; pues la existencia de un trono envuelve la existencia de un reino. En muchas de sus parábolas, Cristo emplea la expresión, “el reino de los cielos”, para designar la obra de la gracia divina en los corazones de los hombres.
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Asimismo el trono de la gloria representa el reino de la gloria y es a este reino al que se refería el Salvador en las palabras: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y serán reunidas delante de él todas las gentes”. Mateo 25:31, 32. Este reino está aún por venir. No quedará establecido sino en el segundo advenimiento de Cristo.
El reino de la gracia fue instituido inmediatamente después de la caída del hombre, cuando se ideó un plan para la redención de la raza culpable. Este reino existía entonces en el designio de Dios y por su promesa; y mediante la fe los hombres podían hacerse sus súbditos. Sin embargo, no fue establecido en realidad hasta la muerte de Cristo. Aun después de haber iniciado su misión terrenal, el Salvador, cansado de la obstinación e ingratitud de los hombres, habría podido retroceder ante el sacrificio del Calvario. En Getsemaní la copa del dolor le tembló en la mano. Aun entonces, hubiera podido enjugar el sudor de sangre de su frente y dejar que la raza culpable pereciese en su iniquidad. Si así lo hubiera hecho no habría habido redención para la humanidad caída. Pero cuando el Salvador hubo rendido la vida y exclamado en su último aliento: “Consumado es”, entonces el cumplimiento del plan de la redención quedó asegurado. La promesa de salvación hecha a la pareja culpable en el Edén quedó ratificada. El reino de la gracia, que hasta entonces existiera por la promesa de Dios, quedó establecido.
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Así, la muerte de Cristo—el acontecimiento mismo que los discípulos habían considerado como la ruina final de sus esperanzas—fue lo que las aseguró para siempre. Si bien es verdad que esa misma muerte fuera para ellos cruel desengaño, no dejaba de ser la prueba suprema de que su creencia había sido bien fundada. El acontecimiento que los había llenado de tristeza y desesperación, fue lo que abrió para todos los hijos de Adán la puerta de la esperanza, en la cual se concentraban la vida futura y la felicidad eterna de todos los fieles siervos de Dios en todas las edades.
Los designios de la misericordia infinita alcanzaban a cumplirse, hasta por medio del desengaño de los discípulos. Si bien sus corazones habían sido ganados por la gracia divina y el poder de las enseñanzas de Aquel que hablaba como “jamás habló hombre alguno”, conservaban, mezclada con el oro puro de su amor a Jesús, la liga vil del orgullo humano y de las ambiciones egoístas. Hasta en el aposento de la cena pascual, en aquella hora solemne en que su Maestro estaba entrando ya en las sombras de Getsemaní, “hubo también entre ellos una contienda sobre quién de ellos debía estimarse como el mayor”. Lucas 22:24 (VM). No veían más que el trono, la corona y la gloria, cuando lo que tenían delante era el oprobio y la agonía del huerto, el pretorio y la cruz del Calvario. Era el orgullo de sus corazones, la sed de gloria mundana lo que les había inducido a adherirse tan tenazmente a las falsas doctrinas de su tiempo, y a no tener en cuenta las palabras del Salvador que exponían la verdadera naturaleza de su reino y predecían su agonía y muerte Y estos errores remataron en prueba—dura pero necesaria—que Dios permitió para escarmentarlos. Aunque los discípulos comprendieron mal el sentido del mensaje y vieron frustrarse sus esperanzas, habían predicado la amonestación que Dios les encomendara, y el Señor iba a recompensar su fe y honrar su obediencia confiándoles la tarea de proclamar a todas las naciones el glorioso evangelio del Señor resucitado. Y a fin de prepararlos para esta obra, había permitido que pasaran por el trance que tan amargo les pareciera.
Después de su resurrección, Jesús apareció a sus discípulos en el camino de Emaús, y “comenzando desde Moisés y todos los profetas, les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas referentes a él mismo”. Lucas 24:27 (VM). Los corazones de los discípulos se conmovieron. Su fe se reavivó. Fueron reengendrados “en esperanza viva”, aun antes de que Jesús se revelase a ellos. El propósito de este era iluminar sus inteligencias y fundar su fe en la “palabra profética” “más firme”. Deseaba que la verdad se arraigase firmemente en su espíritu, no solo porque era sostenida por su testimonio personal sino a causa de las pruebas evidentes suministradas por los símbolos y sombras de la ley típica, y por las profecías del Antiguo Testamento. Era necesario que los discípulos de Cristo tuviesen una fe inteligente, no solo en beneficio propio, sino para comunicar al mundo el conocimiento de Cristo. Y como primer paso en la comunicación de este conocimiento, Jesús dirigió a sus discípulos a “Moisés y todos los profetas”. Tal fue el testimonio dado por el Salvador resucitado en cuanto al valor e importancia de las Escrituras del Antiguo Testamento.