Este capítulo está basado en 1 Corintios.
Con la esperanza de hacer comprender vívidamente a los creyentes corintios la importancia del firme dominio propio, la estricta temperancia y el celo incansable en el servicio de Cristo, Pablo hizo en la carta que les escribiera una impresionante comparación entre la lucha cristiana y las carreras pedestres que se tenían en determinadas ocasiones cerca de Corinto. De todos los juegos instituídos entre los griegos y romanos, las carreras pedestres eran las más antiguas y las más altamente estimadas. Eran presenciadas por reyes, nobles, y hombres de estado. Jóvenes de alcurnia y riqueza participaban en ellas, y no escatimaban el esfuerzo y la disciplina necesarios para obtener el premio.
Los torneos eran regidos por reglamentos estrictos, de los cuales no había apelación. Los que deseaban que se incluyeran sus nombres entre los competidores por el premio, tenían que someterse primero a un severo entrenamiento preparatorio. Se prohibía estrictamente la peligrosa complacencia del apetito o cualquier otra satisfacción que redujera el vigor mental o físico. Para que alguien tuviera alguna esperanza de éxito en estas pruebas de fuerza y velocidad, los músculos debían ser fuertes y flexibles, y los nervios debían estar bien dominados. Todo movimiento debía ser preciso; todo paso, rápido y seguro; las facultades físicas debían alcanzar su mayor altura.
Cuando los competidores de la carrera se presentaban ante la multitud expectante, se proclamaban sus nombres y se establecían claramente las reglas de la carrera. Entonces todos partían juntos, y la atención fija de los espectadores les inspiraba su determinación de ganar. Los jueces se sentaban cerca de la meta para poder observar la carrera desde el principio hasta el fin, y dar el premio al verdadero vencedor. Si un hombre llegaba a la meta primero valiéndose de algún recurso ilícito, no se le adjudicaba el premio.
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En estas lides se corrían muchos riesgos. Algunos nunca se reponían del terrible esfuerzo físico. No era raro que los hombres cayeran en la pista, sangrando por la boca y la nariz, y algunas veces un contendiente caía muerto cuando estaba a punto de alcanzar el premio. Pero por amor al honor que se confería al contendiente que triunfaba, no se consideraba un riesgo demasiado grande la posibilidad de dañarse por toda la vida o de morir.
Cuando el ganador llegaba a la meta, los aplausos de la vasta muchedumbre de observadores hendían el aire y repercutían en las colinas y montañas circundantes. A plena vista de los espectadores, el juez le otorgaba los emblemas de la victoria: una corona de laurel, y una palma que había de llevar en la mano derecha. Se cantaba su alabanza por toda la tierra; sus padres compartían su honor; y aun la ciudad donde vivía era tenida en alta estima por haber producido tan grande atleta.
Al referirse a estas carreras como figura de la lucha cristiana, Pablo recalcó la preparación necesaria para el éxito de los contendientes en la carrera: la disciplina preliminar, el régimen alimenticio abstemio, la necesidad de temperancia. “Y todo aquel que lucha—declaró,—de todo se abstiene.” Los corredores renunciaban a toda complacencia que tendería a debilitar las facultades físicas, y mediante severa y continua disciplina, desarrollaban la fuerza y resistencia de sus músculos, para que cuando llegase el día del torneo, pudieran exigir el mayor rendimiento a sus facultades. ¡Cuánto más importante es que el cristiano, cuyos intereses eternos están en juego, sujete sus apetitos y pasiones a la razón y a la voluntad de Dios! Nunca debe permitir que su atención sea distraída por las diversiones, los lujos o la comodidad. Todos sus hábitos y pasiones deben estar bajo la más estricta disciplina. La razón, iluminada por las enseñanzas de la Palabra de Dios y guiada por su Espíritu, debe conservar las riendas del dominio.
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Y después de haber hecho esto, el cristiano debe hacer el mayor esfuerzo a fin de obtener la victoria. En los juegos de Corinto, los últimos pocos tramos de los contendientes de la carrera eran hechos con agonizante esfuerzo por conservar la velocidad. Así el cristiano, al acercarse a la meta, avanzará con más celo y determinación que al principio de su carrera.
Pablo presenta el contraste entre la perecedera guirnalda de laurel recibida por el vencedor de las carreras pedestres, y la corona de gloria inmortal que recibirá el que corra triunfalmente la carrera cristiana. “Ellos, a la verdad—declara,—para recibir una corona corruptible; mas nosotros, incorruptible.” Para obtener una recompensa perecedera, los corredores griegos no escatimaban esfuerzo ni disciplina. Nosotros estamos luchando por una recompensa infinitamente más valiosa, la corona de la vida eterna. ¡Cuánto más cuidadoso debería ser nuestro esfuerzo, cuánto más voluntario nuestro sacrificio y abnegación!
En la Epístola a los Hebreos se señala el propósito absorbente que debería caracterizar la carrera cristiana por la vida eterna: “Dejando todo el peso del pecado que nos rodea, corramos con paciencia la carrera que nos es propuesta, puestos los ojos en el Autor y consumador de la fe, en Jesús.” Hebreos 12:1, 2. La envidia, la malicia, los malos pensamientos, las malas palabras, la codicia: éstos son pesos que el cristiano debe deponer para correr con éxito la carrera de la inmortalidad. Todo hábito o práctica que conduce al pecado o deshonra a Cristo, debe abandonarse, cualquiera que sea el sacrificio. La bendición del cielo no puede descender sobre ningún hombre que viola los eternos principios de la justicia. Un solo pecado acariciado es suficiente para degradar el carácter y extraviar a otros.
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“Y si tu mano te escandalizare—dijo el Salvador,—córtala: mejor te es entrar a la vida manco, que teniendo dos manos ir a la Gehenna, al fuego que no puede ser apagado…. Y si tu pie te fuere ocasión de caer, córtalo: mejor te es entrar a la vida cojo, que teniendo dos pies ser echado en la Gehenna.” Marcos 9:43-45. Si para salvar el cuerpo de la muerte debería cortarse el pie o la mano, o hasta sacarse el ojo, ¡cuánto más fervientemente debiera el cristiano quitar el pecado, que produce muerte al alma!
Los competidores de los antiguos juegos, después de haberse sometido a la renuncia personal y a rígida disciplina, no estaban todavía seguros de la victoria. “¿No sabéis que los que corren en el estadio—preguntó Pablo,—todos a la verdad corren, mas uno lleva el premio?” Por ansiosa y fervientemente que se esforzaran los corredores, el premio se adjudicaba a uno solo. Una sola mano podía tomar la codiciada guirnalda. Alguno podía empeñar el mayor esfuerzo por obtener el premio, pero cuando estaba por extender la mano para tomarlo, otro, un instante antes que él, podía llevarse el codiciado tesoro.
Tal no es el caso en la lucha cristiana. Ninguno que cumpla con las condiciones se chasqueará al fin de la carrera. Ninguno que sea ferviente y perseverante dejará de tener éxito. La carrera no es del veloz, ni la batalla del fuerte. El santo más débil, tanto como el más fuerte, puede llevar la corona de gloria inmortal. Puede ganarla todo el que, por el poder de la gracia divina, pone su vida en conformidad con la voluntad de Cristo. Demasiado a menudo se considera como asunto sin importancia, demasiado trivial para exigir atención, la práctica en los detalles de la vida, de los principios sentados en la Palabra de Dios. Pero en vista del resultado que está en juego, nada de lo que ayude o estorbe es pequeño. Todo acto pesa en la balanza que determina la victoria o el fracaso de la vida. La recompensa dada a los que venzan estará en proporción con la energía y el fervor con que hayan luchado.
El apóstol se comparó a sí mismo con un hombre que corre una carrera empeñando todo nervio en la obtención del premio. “Así que, yo de esta manera corro—dice,—no como a cosa incierta; de esta manera peleo, no como quien hiere el aire: antes hiero mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que, habiendo predicado a otros, yo mismo venga a ser reprobado.” Para no correr en forma incierta o al azar la carrera cristiana, Pablo se sometía a severa preparación. Las palabras: “Pongo en servidumbre” mi cuerpo, significan literalmente someter, mediante severa disciplina, los deseos, impulsos y pasiones. Pablo temía que, habiendo predicado a otros, él mismo fuera reprobado. Comprendía que si no cumplía en su vida los principios que creía y predicaba, sus labores en favor de otros no le valdrían de nada. Su conversación, su influencia, su negación a entregarse a la complacencia propia, debían mostrar que su religión no era mera profesión, sino una comunión diaria y viva con Dios. Mantenía siempre delante de sí un blanco, y luchaba ardientemente por alcanzarlo: “la justicia que es de Dios por la fe.” Filipenses 3:9.
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Pablo sabía que su lucha contra el mal no terminaría mientras durara la vida. Siempre comprendía la necesidad de vigilarse severamente, para que los deseos terrenales no se sobrepusieran al celo espiritual. Con todo su poder continuaba luchando contra las inclinaciones naturales. Siempre mantenía ante sí el ideal que debía alcanzarse, y luchaba por alcanzar ese ideal mediante la obediencia voluntaria a la ley de Dios. Sus palabras, sus prácticas, sus pasiones: todo lo sometía al dominio del Espíritu de Dios.
Era este propósito único de ganar la carrera de la vida eterna, lo que Pablo anhelaba ver revelado en las vidas de los creyentes corintios. Sabía que a fin de alcanzar el ideal de Cristo para con ellos, tenían por delante una lucha de toda la vida, que no tendría tregua. Les pedía que lucharan lealmente, día tras día, en busca de piedad y excelencia moral. Les rogaba que pusieran a un lado todo peso y se esforzaran hacia el blanco de la perfección en Cristo.
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Pablo señaló a los corintios la experiencia del antiguo Israel, las bendiciones que recompensaron su obediencia y los juicios que siguieron a sus transgresiones. Les recordó la milagrosa manera en que los hebreos fueron guiados desde Egipto, bajo la protección de la nube de día y de la columna de fuego de noche. Así fueron conducidos con seguridad a través del mar Rojo, mientras los egipcios, intentando cruzar de la misma manera, se ahogaron todos. Por estos actos Dios había reconocido a Israel como su iglesia. Todos ellos “comieron la misma vianda espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la piedra espiritual que los seguía, y la piedra era Cristo.” Los hebreos, en todos sus viajes, tenían a Cristo como su jefe. La piedra herida representaba a Cristo, que había de ser herido por las transgresiones de los hombres, para que pudiera fluir a todos la corriente de la salvación.
A pesar del favor que Dios les mostró a los hebreos, por causa de su anhelo vehemente de los placeres dejados en Egipto y de su pecado y rebelión, los juicios de Dios cayeron sobre ellos. Y el apóstol instó a los creyentes corintios a prestar oídos a la lección contenida en la historia de Israel. “Empero estas cosas fueron en figura de nosotros—declaró,—para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron.” Mostró cómo el amor a la comodidad y al placer los había predispuesto para cometer los pecados que provocaron la manifiesta venganza de Dios. Fué al sentarse los hijos de Israel a comer y a beber, y al levantarse a jugar, cuando abandonaron el temor de Dios, que habían sentido al escuchar la proclamación de la ley; y, haciendo un becerro de oro para representar a Dios, lo adoraron. Y fué después de un festín voluptuoso relacionado con el culto de Baal-peor, cuando muchos de los hebreos cayeron en la licencia. Se despertó la ira de Dios, y a su orden, “veinte y tres mil” fueron muertos en un día por la plaga.
El apóstol advierte a los corintios: “Así que, el que piensa estar firme, mire no caiga.” Si se vanagloriaban y confiaban en sí mismos, descuidando la vigilancia y la oración, caerían en grave pecado, provocando la ira de Dios contra ellos. Sin embargo, Pablo no quería que se entregasen al desaliento. Les aseguró: “Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis llevar; antes dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis aguantar.”
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Pablo instó a sus hermanos a preguntar qué influencia ejercerían sus palabras y hechos sobre los demás, y a no hacer nada, por inocente que fuera en sí mismo, que pareciera sancionar la idolatría u ofender los escrúpulos de los que fueran débiles en la fe. “Si pues coméis, o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios. Sed sin ofensa a Judíos, y a Gentiles, y a la iglesia de Dios.”
Las palabras de amonestación del apóstol a la iglesia de Corinto se aplican a todo tiempo, y convienen especialmente a nuestros días. Por idolatría, él no se refería solamente a la adoración de los ídolos, sino al servicio propio, al amor a la comodidad, a la complacencia de los apetitos y pasiones. Una mera profesión de fe en Cristo, un jactancioso conocimiento de la verdad, no hace cristiano a un hombre. Una religión que trata solamente de agradar a los ojos, a los oídos o al gusto, o que sanciona la complacencia propia, no es la religión de Cristo.
Mediante una comparación de la iglesia con el cuerpo humano, el apóstol ilustra apropiadamente la estrecha y armoniosa relación que debiera existir entre todos los miembros de la iglesia de Cristo. “Por un Espíritu—escribió—somos todos bautizados en un cuerpo, ora Judíos o Griegos, ora siervos o libres; y todos hemos bebido de un mismo Espíritu. Pues ni tampoco el cuerpo es un miembro, sino muchos. Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo: ¿por eso no será del cuerpo? Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo: ¿por eso no será del cuerpo? Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído, ¿dónde estaría el olfato? Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos en el cuerpo, como quiso. Que si todos fueran un miembro, ¿dónde estuviera el cuerpo? Mas ahora muchos miembros son a la verdad, empero un cuerpo. Ni el ojo puede decir a la mano: No te he menester: ni asimismo la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros…. Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se interesen los unos por los otros. Por manera que si un miembro padece, todos los miembros a una se duelen, y si un miembro es honrado, todos los miembros a una se gozan. Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo, y miembros en parte.”
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Y entonces, con palabras que desde ese día han sido para hombres y mujeres una fuente de inspiración y aliento, Pablo expone la importancia del amor que deberían abrigar los seguidores de Cristo: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo caridad, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia; y si tuviese toda la fe, de tal manera que traspasase los montes, y no tengo caridad, nada soy. Y si repartiese toda mi hacienda para dar de comer a pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, de nada me sirve.”
Por muy noble que sea lo profesado por aquel cuyo corazón no está lleno del amor a Dios y a sus semejantes, no es verdadero discípulo de Cristo. Aunque posea gran fe y tenga poder aun para obrar milagros, sin amor su fe será inútil. Podrá desplegar gran liberalidad; pero si el motivo es otro que el amor genuino, aunque dé todos sus bienes para alimentar a los pobres, la acción no le merecerá el favor de Dios. En su celo podrá hasta afrontar el martirio, pero si no obra por amor, será considerado por Dios como engañado entusiasta o ambicioso hipócrita.
“La caridad es sufrida, es benigna: la caridad no tiene envidia, la caridad no hace sinrazón, no se ensancha.” El gozo más puro surge de la más profunda humildad. Los caracteres más fuertes y nobles están edificados sobre el fundamento de la paciencia, el amor y la sumisión a la voluntad de Dios.
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La caridad “no es injuriosa, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa el mal.” El amor de Cristo concibe de la manera más favorable los motivos y actos de los otros. No expone innecesariamente sus faltas; no escucha ansiosamente los informes desfavorables, sino que trata más bien de recordar las buenas cualidades de los otros.
El amor “no se huelga de la injusticia, mas se huelga de la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.” Este amor “nunca deja de ser.” No puede perder su valor; es un atributo celestial. Como un tesoro precioso, será introducido por su poseedor por las puertas de la ciudad de Dios.
“Y ahora permanecen la fe, la esperanza, y la caridad, estas tres: empero la mayor de ellas es la caridad.”
Al bajarse la norma moral de los creyentes corintios, ciertas personas habían abandonado algunos de los rasgos fundamentales de su fe. Algunos habían llegado hasta el punto de negar la doctrina de la resurrección. Pablo afrontó esta herejía con un testimonio muy claro en cuanto a la evidencia inconfundible de la resurrección de Cristo. Declaró que Cristo, después de su muerte, “resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras,” después de lo cual “apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos juntos; de los cuales muchos viven aún; y otros son muertos. Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles. Y el postrero de todos, … me apareció a mí.”
Con poder convincente el apóstol expuso la gran verdad de la resurrección. “Porque si no hay resurrección de muertos—arguyó,—Cristo tampoco resucitó: y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe. Y aun somos hallados falsos testigos de Dios; porque hemos testificado de Dios que él haya levantado a Cristo; al cual no levantó, si en verdad los muertos no resucitan. Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó: y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aun estáis en vuestros pecados. Entonces también los que durmieron en Cristo son perdidos. Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, los más miserables somos de todos los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho.”
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Pablo dirigió los pensamientos de los hermanos corintios a los triunfos de la mañana de la resurrección, cuando todos los santos que duermen se levantarán, para vivir para siempre con el Señor. “He aquí—declaró el apóstol,—os digo un misterio: Todos ciertamente no dormiremos, mas todos seremos transformados, en un momento, en un abrir de ojo, a la final trompeta; porque será tocada la trompeta, y los muertos serán levantados sin corrupción, y nosotros seremos transformados. Porque es menester que esto corruptible sea vestido de incorrupción, y esto mortal sea vestido de inmortalidad. Y cuando esto corruptible fuere vestido de incorrupción, y esto mortal fuere vestido de inmortalidad, entonces se efectuará la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte con victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria? … A Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo.”
Glorioso es el triunfo que aguarda al fiel. El apóstol, comprendiendo las posibilidades que estaban por delante de los creyentes corintios, trató de exponerles algo que los elevara del egoísmo y la sensualidad y glorificase su vida con la esperanza de la inmortalidad. Fervorosamente los exhortó a ser leales a su alta vocación en Cristo. “Hermanos míos amados—les suplicó,—estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es vano.”
Así el apóstol, de la manera más decidida y expresiva, se esforzó por corregir las falsas y peligrosas ideas y prácticas que prevalecían en la iglesia de Corinto. Habló claramente, pero con amor por sus almas. Mediante sus amonestaciones y reproches, brilló sobre ellos la luz del trono de Dios, para revelar los pecados ocultos que estaban manchando sus vidas. ¿Cómo sería recibida?
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Después de despachar la carta, Pablo temió que lo que había escrito hiriera demasiado profundamente a aquellos a quienes deseaba beneficiar. Temió agudamente un alejamiento adicional, y algunas veces deseaba retirar sus palabras. Aquellos que, como el apóstol, han sentido responsabilidad por sus amadas iglesias o instituciones, pueden apreciar mejor su depresión de espíritu y su acusación propia. Los siervos de Dios que llevan la carga de su obra para este tiempo conocen algo de la misma experiencia de trabajo, conflicto y ansioso cuidado que cayó en suerte al gran apóstol. Preocupado por las divisiones de la iglesia, haciendo frente a la ingratitud y traición de algunos a quienes había mirado en busca de simpatía y sostén, comprendiendo el peligro de las iglesias que abrigaban la iniquidad, compelido a dar un testimonio directo, escrutador, de reproche contra el pecado, estaba al mismo tiempo oprimido por el temor de que pudiera haber tratado a los corintios con severidad excesiva. Con temblorosa ansiedad esperaba recibir algunas nuevas en cuanto a la recepción de su mensaje.