Este capítulo está basado en Hechos 20:4 a 21:16.
Pablo deseaba grandemente llegar a Jerusalén a tiempo para la Pascua, pues eso le daría oportunidad de encontrarse con aquellos que llegaban de todas partes del mundo para asistir a la fiesta. Siempre acariciaba él la esperanza de poder ser de alguna manera instrumento para quitar el prejuicio de sus compatriotas incrédulos, de modo que pudieran ser inducidos a aceptar la preciosa luz del Evangelio. También deseaba encontrarse con la iglesia de Jerusalén y entregarle las ofrendas que enviaban las iglesias gentiles para los hermanos pobres de Judea. Y por medio de esta visita, esperaba lograr que se efectuara una unión más firme entre los judíos y los gentiles convertidos a la fe.
Habiendo terminado su trabajo en Corinto, resolvió navegar directamente hacia uno de los puertos de la costa de Palestina. Todos los arreglos habían sido hechos, y estaba por embarcarse, cuando se le notificó de una maquinación tramada por los judíos para quitarle la vida. En lo pasado todos los esfuerzos de estos oponentes de la fe por hacer cesar la obra del apóstol habían sido frustrados.
El éxito que acompañaba la predicación del Evangelio despertó de nuevo la ira de los judíos. De todos partes llegaban noticias de la divulgación de la nueva doctrina, por la cual los judíos eran relevados de la observancia de los ritos de la ley ceremonial y los gentiles eran admitidos con iguales privilegios que los judíos como hijos de Abrahán. En su predicación en Corinto, Pablo presentó los mismos argumentos que defendió tan vigorosamente en sus epístolas. Su enfática declaración: “No hay Griego ni Judío, circuncisión ni incircuncisión” (Colosenses 3:11), era considerada por sus enemigos como una osada blasfemia, y decidieron reducir su voz al silencio.
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Al ser advertido del complot, Pablo decidió hacer el viaje por Macedonia. Tuvo que renunciar a su plan de llegar a Jerusalén a tiempo para celebrar allí la Pascua, pero tenía la esperanza de encontrarse allí para Pentecostés.
Los compañeros de Pablo y Lucas eran “Sopater Bereense, y los Tesalonicenses, Aristarco y Segundo; y Gayo de Derbe, y Timoteo; y de Asia, Tychico y Trófimo”. Pablo tenía consigo una gran suma de dinero de las iglesias de los gentiles, la cual se proponía colocar en las manos de los hermanos que tenían a su cargo la obra en Judea; y por esta causa hizo arreglos para que estos hermanos, representantes de varias de las iglesias que habían contribuido, le acompañaran a Jerusalén.
En Filipos, Pablo se detuvo para observar la Pascua. Sólo Lucas quedó con él; los otros miembros del grupo siguieron hasta Troas para esperarlo allí. Los filipenses eran los más amantes y sinceros de entre los conversos del apóstol, y durante los ocho días de la fiesta, él disfrutó de una pacífica y gozosa comunión con ellos.
Saliendo de Filipos, Pablo y Lucas alcanzaron a sus compañeros en Troas cinco días después, y permanecieron durante siete días con los creyentes de allí.
En la última tarde de su estada, los hermanos se juntaron “a partir el pan.” El hecho de que su amado maestro estaba por partir había hecho congregar a un grupo más numeroso que de costumbre. Se reunieron en un “aposento alto” en el tercer piso. Allí, movido por el fervor de su amor y solicitud por ellos, el apóstol predicó hasta la medianoche.
En una de las ventanas abiertas estaba sentado un joven llamado Eutico. En ese lugar peligroso se durmió, y cayó al patio de abajo. Inmediatamente todo fué alarma y confusión. Se alzó al joven muerto, y muchos se juntaron en su derredor con lamentos y duelo. Pero Pablo, pasando por en medio de la congregación asustada, lo abrazó y ofreció una oración fervorosa para que Dios restaurara la vida al muerto. Lo pedido fué concedido. Por encima de las voces de duelo y lamento, se oyó la del apóstol que decía: “No os alborotéis, que su alma está en él.” Los creyentes se volvieron a reunir gozosos en el aposento alto. Participaron en la comunión, y entonces Pablo “habló largamente, hasta el alba.”
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El barco en que Pablo y sus compañeros querían continuar su viaje estaba por zarpar, y los hermanos subieron a bordo apresuradamente. El apóstol mismo, sin embargo, decidió seguir la ruta más directa por tierra entre Troas y Asón, para encontrar a sus compañeros en esta última ciudad. Esto le dió un breve tiempo para meditar y orar. Las dificultades y peligros relacionados con su próxima visita a Jerusalén, la actitud de la iglesia allí hacia él y su obra, como también la condición de las iglesias y los intereses de la obra del Evangelio en otros campos, eran temas de reflexión fervorosa y ansiosa; y aprovechó esta oportunidad especial para buscar a Dios en procura de fuerza y dirección.
Los viajeros, después de partir de Asón, pasaron por la ciudad de Efeso, por tanto tiempo escenario de la labor del apóstol. Pablo había deseado grandemente visitar a la iglesia allí, porque tenía que darle importantes instrucciones y consejos. Pero después de considerarlo, decidió seguir adelante, porque deseaba “hacer el día de Pentecostés, si le fuese posible, en Jerusalem.” Sin embargo, al llegar a Mileto, situada a unos cincuenta kilómetros de Efeso, supo que podría comunicarse con los miembros de la iglesia antes que partiese el barco. Envió inmediatamente un mensaje a los ancianos, instándolos a que fuesen prestamente a Mileto, para que pudiese verlos antes de continuar viaje.
En respuesta a su invitación, ellos fueron, y les dirigió palabras fuertes y conmovedoras de amonestación y despedida. “Vosotros sabéis cómo—dijo,—desde el primer día que entré en Asia, he estado con vosotros por todo el tiempo, sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas y tentaciones que me han venido por las asechanzas de los Judíos: cómo nada que fuese útil he rehuído de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas, testificando a los Judíos y a los Gentiles arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo.”
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Pablo había exaltado siempre la ley divina. Había mostrado que en la ley no hay poder para salvar a los hombres del castigo de la desobediencia. Los que han obrado mal deben arrepentirse de sus pecados y humillarse ante Dios, cuya justa ira han provocado al violar su ley; y deben también ejercer fe en la sangre de Cristo como único medio de perdón. El Hijo de Dios había muerto en sacrificio por ellos, y ascendido al cielo para ser su abogado ante el Padre. Por el arrepentimiento y la fe, ellos podían librarse de la condenación del pecado y, por la gracia de Cristo, obedecer la ley de Dios.
“Y ahora, he aquí—continuó Pablo,—ligado yo en espíritu, voy a Jerusalem, sin saber lo que allá me ha de acontecer: mas que el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio diciendo que prisiones y tribulaciones me esperan. Mas de ninguna cosa hago caso, ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios. Y ahora, he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, por quien he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro.”
Pablo no había tenido intención de dar este testimonio, pero mientras hablaba, el Espíritu de la inspiración descendió sobre él, y confirmó sus temores de que ésa sería la última entrevista con sus hermanos efesios.
“Por tanto, yo os protesto el día de hoy, que yo soy limpio de la sangre de todos: porque no he rehuído de anunciaros todo el consejo de Dios.” Ningún temor de ofender, ni el deseo de conquistar amistad o aplauso, podía inducir a Pablo a negarse a declarar las palabras de Dios dadas para su instrucción, amonestación y corrección. Dios requiere hoy que sus siervos prediquen la Palabra y expongan sus preceptos con intrepidez. El ministro de Cristo no debe presentar a la gente tan sólo las verdades más agradables, ocultándole las que puedan causarle dolor. Debe observar con intensa solicitud el desarrollo del carácter. Si ve que cualquiera de su rebaño fomenta un pecado, como fiel pastor debe darle, basado en la Palabra de Dios, instrucciones aplicables a su caso. Si permite que sigan, sin amonestación alguna, confiando en sí mismos, será responsable por sus almas. El pastor que cumple su elevado cometido debe dar a su pueblo fiel instrucción en cuanto a todos los puntos de la fe cristiana y mostrarle lo que debe ser y hacer a fin de ser hallado perfecto en el día de Dios. Sólo el que es fiel maestro de la verdad podrá decir con Pablo al fin de su obra: “Soy limpio de la sangre de todos.”
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“Por tanto mirad por vosotros—amonestó el apóstol a sus hermanos,—y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual ganó por su sangre.” Si los ministros del Evangelio tuviesen constantemente presente que están tratando con lo que ha sido comprado con la sangre de Cristo, tendrían un concepto más profundo de la importancia de su obra. Han de tener cuidado de sí mismos y de su rebaño. Su propio ejemplo debe ilustrar sus instrucciones y reforzarlas. Como maestros del camino de la vida, no deberían dar ocasión para que se hable mal de la verdad. Como representantes de Cristo, deben mantener el honor de su nombre. Mediante su devoción, la pureza de su vida, su conversación piadosa, deben mostrarse dignos de su elevada vocación.
Se le revelaron al apóstol los peligros que iban a asaltar a la iglesia de Efeso. “Porque yo sé—dijo—que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al ganado; y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas, para llevar discípulos tras sí.” Pablo temblaba por la iglesia cuando, al pensar en el futuro, veía los ataques que iba a sufrir de enemigos exteriores e interiores. Aconsejó solemnemente a sus hermanos que guardasen vigilantemente su sagrado cometido. Como ejemplo, mencionó sus incansables trabajos entre ellos: “Por tanto, velad, acordándoos que por tres años de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno.
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“Y ahora, hermanos—continuó,—os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia: el cual es poderoso para sobreedificar, y daros heredad con todos los santificados. La plata, o el oro, o el vestido de nadie he codiciado.” Algunos de los hermanos efesios eran ricos, pero nunca había tratado Pablo de obtener de ellos beneficio personal. No era parte de su mensaje llamar la atención a sus propias necesidades. “Para lo que me ha sido necesario, y a los que están conmigo, estas manos—declaró—me han servido.” En medio de sus arduas labores y largos viajes por la causa de Cristo, él pudo no sólo suplir sus propias necesidades, sino tener algo para el sostén de sus colaboradores y el alivio de los pobres dignos. Esto lo logró por una diligencia incansable y estricta economía. Bien podía citarse como ejemplo al decir: “En todo os he enseñado que, trabajando así, es necesario sobrellevar a los enfermos, y tener presentes las palabras del Señor Jesús, el cual dijo: Mas bienaventurada cosa es dar que recibir.
“Y como hubo dicho estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos ellos. Entonces hubo un gran lloro de todos: y echándose en el cuello de Pablo, le besaban, doliéndose en gran manera por la palabra que dijo, que no habían de ver más su rostro. Y le acompañaron al navío.”
De Mileto, los viajeros fueron “camino derecho a Coos, y al día siguiente a Rhodas, y de allí a Pátara,” situada en la costa sudoeste de Asia Menor, donde, “hallando un barco que pasaba a Fenicia,” se embarcaron y partieron. En Tiro, donde fué descargado el barco, hallaron algunos discípulos, con quienes se les permitió que permaneciesen siete días. Por medio del Espíritu Santo, estos discípulos fueron advertidos de los peligros que esperaban a Pablo en Jerusalén, e insistieron que “no subiese a Jerusalem.” Pero el apóstol no permitió que el temor a las aflicciones y el encarcelamiento le hicieran desistir de su propósito.
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Al final de la semana pasada en Tiro, todos los hermanos, con sus esposas e hijos, fueron con Pablo hasta el barco, y antes que él subiese a bordo, todos se arrodillaron en la costa y oraron, él por ellos y ellos por él.
Siguiendo su viaje hacia el sur, los viajeros llegaron a Cesarea, y “entrando en casa de Felipe el evangelista, el cual era uno de los siete,” posaron con él. Allí pasó Pablo algunos días tranquilos y felices, los últimos de libertad perfecta que había de gozar por mucho tiempo.
Mientras Pablo estaba en Cesarea, “descendió de Judea un profeta, llamado Agabo; y venido a nosotros—dice Lucas,—tomó el cinto de Pablo, y atándose los pies y las manos, dijo: Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los Judíos en Jerusalem al varón cuyo es este cinto, y le entregarán en manos de los Gentiles.”
“Lo cual como oímos—continuó Lucas,—le rogamos nosotros y los de aquel lugar, que no subiese a Jerusalem.” Pero Pablo no quiso apartarse de la senda del deber. Seguiría a Cristo si fuera necesario a la prisión y a la muerte. “¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón?—exclamó—porque yo no sólo estoy presto a ser atado, mas aun a morir en Jerusalem por el nombre del Señor Jesús.” Viendo que le producían dolor sin que cambiara de propósito, los hermanos dejaron de importunarle, diciendo solamente: “Hágase la voluntad del Señor.”
Pronto llegó el fin de la breve estada en Cesarea, y acompañado por algunos de los hermanos, Pablo y sus acompañantes partieron para Jerusalén, con los corazones oprimidos por el presentimiento de una desgracia inminente.
Nunca antes se había acercado el apóstol a Jerusalén con tan entristecido corazón. Sabía que iba a encontrar pocos amigos y muchos enemigos. Se acercaba a la ciudad que había rechazado y matado al Hijo de Dios y sobre la cual pendían los juicios de la ira divina. Recordando cuán acerbo había sido su propio prejuicio contra los seguidores de Cristo, sentía la más profunda compasión por sus engañados compatriotas. Y sin embargo, ¡cuán poco podía esperar que fuera capaz de ayudarles! La misma ciega cólera que un tiempo inflamara su propio corazón, encendía ahora con indecible intensidad el corazón de todo un pueblo contra él.
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No podía contar siquiera con el apoyo y la simpatía de los hermanos en la fe. Los judíos inconversos que le habían seguido muy de cerca el rastro, no habían sido lentos en hacer circular, acerca de él y su trabajo, los más desfavorables informes en Jerusalén, tanto personalmente como por carta; y algunos, aun de los apóstoles y ancianos, habían recibido esos informes como verdad, sin hacer esfuerzo alguno por contradecirlos, ni manifestar deseo de concordar con él.
Sin embargo, en medio de sus desalientos, el apóstol no estaba desesperado. Confiaba en que la Voz que había hablado a su corazón, hablaría al de sus compatriotas y que el Señor a quien los demás discípulos amaban y servían uniría sus corazones al suyo en la obra del Evangelio.