Este capítulo está basado en Hechos 25:1-12.
“Festo pues, entrado en la provincia, tres días después subió de Cesarea a Jerusalem. Y vinieron a él los príncipes de los sacerdotes y los principales de los Judíos contra Pablo; y le rogaron, pidiendo gracia contra él, que le hiciese traer a Jerusalem, poniendo ellos asechanzas para matarle en el camino.” Al pedir esto se proponían asaltar a Pablo en el camino a Jerusalén, y matarlo. Pero Festo tenía un elevado sentido de la responsabilidad de su cargo, y rehusó cortésmente enviar a buscar a Pablo. No es “costumbre de los Romanos—declaró—dar alguno a la muerte antes que el que es acusado tenga presentes sus acusadores, y haya lugar de defenderse de la acusación.” Hechos 25:16. El mismo “partiría presto” para Cesarea. “Los que de vosotros pueden—dijo,—desciendan juntamente; y si hay algún crimen en este varón, acúsenle.”
Esto no era lo que los judíos querían. No habían olvidado su fracaso anterior en Cesarea. En contraste con la calma y los poderosos argumentos del apóstol, su propio espíritu maligno y sus acusaciones sin fundamento aparecerían en sus peores aspectos. De nuevo insistieron en que Pablo fuese traído a Jerusalén para ser juzgado, pero Festo se mantuvo firme en su propósito de concederle a Pablo un juicio justo en Cesarea. Dios en su providencia dirigió la decisión de Festo, para que la vida del apóstol fuese prolongada.
Habiéndose frustrado sus propósitos, los gobernantes judíos se prepararon una vez más para testificar contra Pablo ante el tribunal del procurador. Al volver a Cesarea después de estar unos pocos días en Jerusalén, Festo “el siguiente día se sentó en el tribunal, y mandó que Pablo fuese traído.” “Le rodearon los Judíos que habían venido de Jerusalem, poniendo contra Pablo muchas y graves acusaciones, las cuales no podían probar.” Estando sin abogado en esta ocasión, los judíos mismos presentaron sus acusaciones. A medida que el juicio seguía, el acusado mostraba claramente, con calma y serenidad, la falsedad de sus declaraciones.
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Festo se dió cuenta de que la cuestión en disputa se refería enteramente a las doctrinas judías, y que, aun en el caso de poder probarlas, no había en las acusaciones contra Pablo, nada que lo hiciera digno de muerte ni aun de prisión. Sin embargo, vió claramente la tormenta de ira que se levantaría si Pablo no fuera condenado o entregado en sus manos. Y así, “queriendo congraciarse con los Judíos,” Festo se volvió a Pablo y le preguntó si quería ir a Jerusalén bajo su protección, para ser juzgado por el Sanedrín.
El apóstol sabía que no podía esperar justicia de parte del pueblo que por sus crímenes estaba atrayendo sobre sí la ira de Dios. Sabía que, como el profeta Elías, estaría más seguro entre los paganos que entre los que habían rechazado la luz del cielo y endurecido sus corazones contra el Evangelio. Cansado de la lucha, su activo espíritu apenas podía soportar los repetidos aplazamientos y la agotadora incertidumbre de su juicio y encarcelamiento. Por lo tanto, decidió ejercer su derecho de ciudadano romano de apelar a César.
En respuesta a la pregunta del gobernador, Pablo dijo: “Ante el tribunal de César estoy, donde conviene que sea juzgado. A los Judíos no he hecho injuria ninguna, como tú sabes muy bien. Porque si alguna injuria, o cosa alguna digna de muerte he hecho, no rehuso morir; mas si nada hay de las cosas de que éstos me acusan, nadie puede darme a ellos. A César apelo.”
Festo no conocía ninguna de las conspiraciones de los judíos para asesinar a Pablo, y se sorprendió por esta apelación a César. Sin embargo, las palabras del apóstol detuvieron el proceso de la corte. “Entonces Festo, habiendo hablado con el consejo, respondió: ¿A César has apelado? a César irás.”
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Así fué como una vez más, a causa del odio nacido del fanatismo y de la justicia propia, un siervo de Dios fué inducido a buscar protección entre los paganos. Fué este mismo odio el que indujo a Elías a huir y pedir socorro a la viuda de Sarepta; y el que obligó a los heraldos del Evangelio a apartarse de los judíos para proclamar su mensaje a los gentiles. Y el pueblo de Dios que vive en este siglo tiene todavía que afrontar este odio. Entre muchos de los profesos seguidores de Cristo existe el mismo orgullo, formalismo y egoísmo, el mismo espíritu opresor, que reinaba en tan grande medida en el corazón de los judíos. En lo futuro, hombres que se digan representantes de Cristo seguirán una conducta similar a la de los sacerdotes y príncipes en su manera de tratar a Cristo y a los apóstoles. En la gran crisis por la cual tendrán que pasar pronto, los fieles siervos de Dios encontrarán la misma dureza de corazón, la misma cruel determinación y el mismo odio implacable.
Todo el que en ese día malo quiera servir sin temor a Dios, de acuerdo con los dictados de su conciencia, necesitará valor, firmeza y conocimiento de Dios y de su Palabra; porque los que sean fieles a Dios serán perseguidos, sus motivos serán condenados, sus mejores esfuerzos serán desfigurados y sus nombres serán denigrados. Satanás obrará con todo su poder engañador para influir en el corazón y obscurecer el entendimiento, para hacer pasar lo malo por bueno, y lo bueno por malo. Cuanto más fuerte y pura sea la fe del pueblo de Dios, y más firme su determinación de obedecerle, más fieramente tratará Satanás de excitar contra ellos la ira de los que, mientras pretenden ser justos, pisotean la ley de Dios. Se requerirá la más firme confianza, el más heroico propósito, para conservar la fe una vez dada a los santos.
Dios desea que su pueblo se prepare para la crisis venidera. Esté preparado o no, tendrá que afrontarla; y solamente aquellos que vivan en conformidad con la norma divina, permanecerán firmes en el tiempo de la prueba. Cuando los gobernantes seculares se unan con los ministros de la religión para legislar en asuntos de conciencia, entonces se verá quiénes realmente temen y sirven a Dios. Cuando las tinieblas sean más profundas, la luz de un carácter semejante al de Dios brillará con el máximo fulgor. Cuando fallen todas las demás confianzas, entonces se verá quiénes confían firmemente en Jehová. Y mientras los enemigos de la verdad estén por doquiera, vigilando a los siervos de Dios para mal, Dios velará por ellos para bien. Será para ellos como la sombra de un gran peñasco en tierra desierta.