Este capítulo está basado en Hechos 28:11-31 y Filemón.
Con la reanudación del tránsito marítimo, el centurión y sus prisioneros emprendieron su viaje a Roma. Un buque alejandrino, el “Cástor y Pólux,” había invernado en Melita en su viaje hacia el occidente, y en él se embarcaron los viajeros. Aunque un poco retardado por vientos contrarios, el viaje se realizó sin novedad, y el barco ancló en el hermoso puerto de Puteolos, en la costa de Italia.
En ese lugar había unos pocos cristianos, los cuales rogaron al apóstol que se quedara con ellos siete días, privilegio que le fué concedido amablemente por el centurión. Desde que recibieran la Epístola de Pablo a los Romanos, los cristianos de Italia habían esperado ansiosamente una visita del apóstol. No habían pensado verlo llegar como preso, pero sus sufrimientos despertaron en ellos aun mayor cariño hacia él. La distancia de Puteolos a Roma era aproximadamente de 224 kilómetros, y como el puerto se hallaba en constante comunicación con la metrópoli, los cristianos de Roma fueron informados de la llegada inminente de Pablo, de modo que algunos de ellos salieron para encontrarse con él y darle la bienvenida.
Al octavo día del desembarco, el centurión y sus presos emprendieron viaje a Roma. Julio le concedió voluntariamente al apóstol todo el favor que le fué dable concederle; pero no podía cambiar su calidad de preso ni soltarle de la cadena que lo ligaba a su guardia militar. Con corazón apesadumbrado el apóstol avanzaba para hacer su visita largo tiempo anhelada a la metrópoli del mundo. ¡Cuán diferentes eran las circunstancias de las que él se había imaginado! ¿Cómo podría él, encadenado y estigmatizado, proclamar el Evangelio? Parecía que sus esperanzas de ganar a muchas almas para la verdad en Roma iban a quedar chasqueadas.
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Por fin los viajeros llegan a la plaza de Apio, a 65 kilómetros de Roma. Mientras se abren paso entre las multitudes que llenan la gran carretera, el anciano de cabellos grises, encadenado con un grupo de criminales aparentemente empedernidos, recibe más de una mirada de escarnio y es hecho objeto de más de una broma grosera y burlona.
De repente se oye un grito de júbilo, y un hombre que sale de entre la multitud se arroja al cuello del preso y le abraza con lágrimas de regocijo como un hijo que da la bienvenida a su padre por largo tiempo ausente. Vez tras vez se repite la escena, a medida que con ojos aguzados por la amante expectación, muchos reconocen en el encadenado a aquel que en Corinto, en Filipos, en Efeso, les había hablado las palabras de vida.
Mientras los afectuosos discípulos rodean a su padre en el Evangelio, toda la compañía se detiene. Los soldados se impacientan por la demora; sin embargo, no se atreven a interrumpir este feliz encuentro, porque ellos también han aprendido a respetar y estimar a su preso. En ese cansado y dolorido rostro, los discípulos veían reflejada la imagen de Cristo. Le aseguraban a Pablo que no le habían olvidado ni cesarían de amarle; que estaban endeudados con él por la feliz esperanza que animaba sus vidas y les otorgaba paz para con Dios. En ardoroso amor, hubieran deseado llevarlo sobre sus hombros todo el camino hasta la ciudad, si tan sólo se les hubiese concedido ese privilegio.
Pocos comprenden el significado de estas palabras de Lucas, referentes al encuentro de Pablo con los hermanos: “Dió gracias a Dios, y tomó aliento.” En medio de la llorosa y simpatizante compañía de creyentes, que no se avergonzaba de sus cadenas, el apóstol alabó a Dios en alta voz. Se disipó la nube de tristeza que había pesado sobre su espíritu. Su vida cristiana había sido una sucesión de pruebas, sufrimientos y chascos, pero en esta hora se sentía abundantemente recompensado. Con paso más firme y corazón gozoso continuó su camino. No se quejaría del pasado, ni tampoco temería el futuro. Sabía que cadenas y aflicciones le esperaban, pero también que debía rescatar almas de un cautiverio infinitamente más terrible, y se regocijó en sus sufrimientos por causa de Cristo.
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En Roma el centurión Julio entregó sus presos al capitán de la guardia del emperador. El buen informe que dió de Pablo, juntamente con la carta de Festo, fué motivo para que el apóstol fuese tratado con miramiento por el prefecto de los ejércitos, y en lugar de ser puesto en prisión, se le permitió vivir en su propia casa alquilada. Aunque constantemente encadenado a un soldado, tenía libertad de recibir a sus amigos y trabajar en favor del avance de la causa de Cristo.
Muchos de los judíos que fueran expulsados de Roma varios años antes, habían recibido permiso de volver, de modo que se encontraban allí en gran número. A éstos, ante todo, decidió Pablo presentar los hechos concernientes a sí mismo y a su obra, antes que sus enemigos tuvieran oportunidad de predisponerlos en su contra. Por lo tanto, tres días después de su llegada a Roma, llamó a sus hombres principales, y en una manera sencilla y directa les explicó por qué llegaba a Roma en calidad de preso.
“Varones hermanos—dijo,—no habiendo hecho nada contra el pueblo, ni contra los ritos de la patria, he sido entregado preso desde Jerusalem en manos de los Romanos; los cuales, habiéndome examinado, me querían soltar, por no haber en mí ninguna causa de muerte. Mas contradiciendo los Judíos, fuí forzado a apelar a César; no que tenga de qué acusar a mi nación. Así que, por esta causa, os he llamado para veros y hablaros; porque por la esperanza de Israel estoy rodeado de esta cadena.”
No dijo nada del maltrato que había sufrido a manos de los judíos, o de los repetidos complots para asesinarle. Sus palabras revelaron prudencia y bondad. No estaba buscando atención o simpatía personal, sino defender la verdad y mantener el honor del Evangelio.
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En respuesta, sus oyentes afirmaron que no habían recibido ninguna acusación contra él por carta pública o privada, y que ninguno de los judíos que habían venido a Roma le había acusado de algún crimen. Igualmente expresaron un marcado deseo de oír personalmente las razones de su fe en Cristo. “Porque de esta secta—dijeron,—notorio nos es que en todos lugares es contradicha.”
Ya que ellos mismos lo deseaban, Pablo les pidió que fijaran un día para presentarles la verdad del Evangelio. Al tiempo señalado, muchos concurrieron “a los cuales declaraba y testificaba el reino de Dios, persuadiéndoles lo concerniente a Jesús, por la ley de Moisés y por los profetas, desde la mañana hasta la tarde.” Les relató su propia experiencia, y les presentó argumentos de los escritos del Antiguo Testamento con sencillez, sinceridad y poder.
El apóstol mostró que la religión no consiste en ritos y ceremonias, credos y teorías. Si así fuera, el hombre natural podría entenderla por investigación, así como entiende las cosas del mundo. Pablo enseñó que la religión es un positivo poder salvador, un principio proveniente enteramente de Dios, una experiencia personal del poder renovador de Dios en el alma.
Les mostró cómo Moisés enseñó a Israel a mirar a Cristo como al Profeta a quien ellos debían oír; cómo todos los profetas testificaron de él como el gran remedio de Dios para el pecado, el Inocente que había de llevar los pecados del culpable. Pablo no censuró la observancia de sus ritos y ceremonias, pero les mostró que al mismo tiempo que ellos mantenían el servicio ritual con gran exactitud, rechazaban al que se tipificaba en todo el sistema de ritos.
Pablo declaró que siendo inconverso, conoció a Cristo, no por una relación personal, sino únicamente por el concepto que él, juntamente con otros, abrigaba concerniente al carácter y obra del Mesías que había de venir. Había rechazado a Jesús de Nazaret como impostor, porque no se ajustó a ese concepto. Pero ahora sus ideas tocante a Cristo y su misión eran mucho más espirituales y exaltadas, porque había experimentado la conversión. El apóstol afirmó que no les presentaba a Cristo según la carne. Herodes vió a Cristo en los días de su humanidad; Anás también lo vió, y asimismo Pilato y los sacerdotes y gobernantes, y los soldados romanos. Pero ellos no le vieron con los ojos de la fe, como al Redentor glorificado. Comprender a Cristo por fe y tener un conocimiento espiritual de él era más deseable que una relación personal con él tal como apareció en la tierra. La comunión con Cristo que Pablo gozaba ahora, era más íntima, duradera, que un mero compañerismo terrestre y humano.
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Mientras Pablo hablaba de lo que conocía y testificaba de aquello que había visto concerniente a Jesús de Nazaret como la esperanza de Israel, los que honradamente buscaban la verdad fueron convencidos. Sobre algunas mentes, por lo menos, sus palabras hicieron una impresión que jamás se borró. Pero otros rehusaron tercamente aceptar el claro testimonio de las Escrituras, aun cuando les fuera presentado por uno que tenía la iluminación especial del Espíritu Santo. No podían refutar sus argumentos, pero rehusaron aceptar sus conclusiones.
Muchos meses pasaron desde la llegada de Pablo a Roma hasta la comparecencia de los judíos que vinieron de Jerusalén para acusarle. Habían sido repetidamente estorbados en sus propósitos; y ahora que Pablo iba a ser juzgado por el supremo tribunal del Imperio Romano, no deseaban exponerse a otro fracaso. Lisias, Félix, Festo y Agripa habían declarado que le juzgaban inocente. Sus enemigos sólo podían esperar inclinar al emperador en su favor por medio de intrigas. La demora favorecería sus propósitos, por cuanto les proporcionaría tiempo para perfeccionar y ejecutar sus planes; y al efecto aguardaron algún tiempo antes de presentar personalmente sus acusaciones contra el apóstol.
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Por providencia de Dios, este aplazamiento tuvo por resultado el adelanto del Evangelio. Mediante el favor de los encargados de la guardia, le fué permitido a Pablo residir en una cómoda vivienda, donde podía tratar libremente con sus amigos y también declarar diariamente la verdad a cuantos acudían a oírle. Así prosiguió durante dos años con sus labores, “predicando el reino de Dios y enseñando lo que es del Señor Jesucristo con toda libertad, sin impedimento.”
Durante ese tiempo no se olvidó de las iglesias que había establecido en muchos países. Comprendiendo los peligros que amenazaban a los convertidos a la nueva fe, el apóstol procuraba, en tanto le era posible, atender a sus necesidades por medio de cartas de amonestación e instrucciones prácticas. Y desde Roma envió consagrados obreros a trabajar no sólo en aquellas iglesias, sino también en campos que él no había visitado. Estos obreros, como prudentes pastores, intensificaron la obra tan bien comenzada por Pablo, quien se mantuvo informado de la situación y peligros de las iglesias por la constante correspondencia con ellos, de suerte que pudo ejercer prudente inspección sobre todos.
Así, aunque aparentemente ajeno a la labor activa, Pablo ejerció más amplia y duradera influencia que si hubiese podido viajar libremente de iglesia en iglesia como en años anteriores. Como preso del Señor, era objeto del más profundo afecto de parte de sus hermanos; y sus palabras, escritas por quien estaba en cautiverio por la causa de Cristo, imponían mayor atención y respeto que cuando él estaba personalmente con ellos. Hasta que Pablo les fué quitado, los creyentes no se dieron cuenta de cuán pesadas eran las cargas que había soportado por ellos. En otros tiempos se habían excusado en gran parte de las responsabilidades porque les faltaba su sabiduría, tacto e indomable energía; pero ahora, abandonados a su inexperiencia para aprender las lecciones que habían rehuído, apreciaron sus amonestaciones, consejos e instrucciones como no los habían estimado durante su obra personal. Al informarse de su valentía y fe durante su largo encarcelamiento, fueron estimulados a una mayor fidelidad y celo en la causa de Cristo.
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Entre los asistentes de Pablo en Roma había muchos que habían sido antes sus compañeros y colaboradores. Lucas, “el médico amado,” quien le había atendido en el viaje a Jerusalén, durante los dos años de su encarcelamiento en Cesarea, y en su arriesgado viaje a Roma, estaba todavía con él. Timoteo también velaba por su comodidad. Tíquico, “‘hermano amado y fiel ministro y consiervo en el Señor,” auxiliaba noblemente al apóstol. Demas y Marcos estaban también con él. Aristarco y Epafras eran sus compañeros “en la prisión.” Colosenses 4:7-14.
Desde los primeros años de su profesión de fe, la experiencia cristiana de Marcos se había profundizado. A medida que estudiaba más atentamente la vida y muerte de Cristo, obtenía más claros conceptos de la misión del Salvador, sus afanes y conflictos. Leyendo en las cicatrices de las manos y los pies de Cristo las señales de su servicio por la humanidad, y el extremo a que llega la abnegación para salvar a los extraviados y perdidos, Marcos se constituyó en un seguidor voluntario del Maestro en la senda del sacrificio. Ahora, compartiendo la suerte de Pablo, el preso, comprendía mejor que nunca antes que es una infinita ganancia alcanzar a Cristo, e infinita pérdida ganar el mundo y perder el alma por cuya redención la sangre de Cristo fué derramada. Frente a la severa prueba y adversidad, Marcos continuó firmemente, como sabio y amado ayudador del apóstol.
Demas fué fiel por un tiempo, pero luego abandonó la causa de Cristo. Refiriéndose a esto, Pablo escribió: “Demas me ha desamparado, amando este siglo.” 2 Timoteo 4:10. Demas sacrificó toda alta y noble consideración para conseguir la ganancia mundanal. ¡Qué cambio insensato! Poseyendo solamente riqueza u honor mundano, Demas era ciertamente pobre, por mucho que fuera lo que orgullosamente pudiera considerar suyo; mientras tanto Marcos, escogiendo sufrir por la causa de Cristo, poseía riquezas eternas, siendo considerado por el cielo como heredero de Dios y coheredero con su Hijo.
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Entre los que dieron su corazón a Dios a causa de las labores de Pablo en Roma, estaba Onésimo, esclavo pagano que había perjudicado a su amo Filemón, creyente cristiano de Colosas, y había escapado a Roma. En la bondad de su corazón, Pablo trató de aliviar al desdichado fugitivo en su pobreza y desgracia, y entonces procuró derramar la luz de la verdad en su mente entenebrecida. Onésimo atendió las palabras de vida, confesó sus pecados y se convirtió a la fe de Cristo.
Onésimo se hizo apreciar por Pablo en virtud de su piedad y sinceridad, tanto como por su tierno cuidado por la comodidad del apóstol y su celo en promover la obra del Evangelio. Pablo vió en él rasgos de carácter que le capacitarían para ser un colaborador útil en la obra misionera, y le aconsejó que regresara sin demora a Filemón, suplicándole su perdón; hizo planes, además, para el futuro. El apóstol prometió ayudarle haciéndose él mismo responsable por la suma que hubiese robado a Filemón. Estando a punto de enviar a Tíquico con cartas para varias iglesias de Asia Menor, envió a Onésimo con él. Fué una severa prueba para este siervo entregarse así a su amo a quien había perjudicado, pero estaba verdaderamente convertido, y no desistió de cumplir con este deber.
Pablo hizo a Onésimo portador de la carta a Filemón, en la cual, con su tacto y bondad acostumbrados, el apóstol defendía la causa del esclavo arrepentido, y expresaba sus deseos de conservar sus servicios para el futuro. La carta comenzaba con afectuosos saludos para Filemón como amigo y colaborador: “Gracia a vosotros y paz, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. Doy gracias a mi Dios siempre, haciendo mención de ti en mis oraciones, oyendo hablar de tu amor y fe, que tienes hacia el Señor Jesús, y para con todos los santos; para que la comunicación de los frutos de tu fe, llegue a ser eficaz, en el conocimiento de todo lo bueno que hay en vosotros, para gloria de Cristo.” El apóstol recordó a Filemón que todo buen propósito y rasgo de carácter que poseía lo debía a la gracia de Cristo; solamente esto lo hacía diferente de los perversos y pecadores. La misma gracia podía hacer de un degradado criminal un hijo de Dios y un obrero útil en el Evangelio.
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Pablo pudo haber manifestado a Filemón su deber como cristiano, pero en cambio escogió valerse del ruego: “Pablo anciano, y ahora también prisionero de Cristo Jesús:—ruégote por mi hijo, a quien yo he engendrado en mis prisiones—mi hijo Onésimo; el cual en un tiempo te fué inútil, mas ahora es útil para ti y para mí.” (V.M.)
El apóstol pidió a Filemón, en vista de la conversión de Onésimo, que recibiera al esclavo arrepentido como a su propio hijo, mostrándole tan profundo afecto que le decidiera a habitar con el que antes fuera su amo, “ya no como siervo, sino más que siervo, como hermano amado.” Expresó su deseo de retener a Onésimo como uno que podía servirle durante su encarcelamiento como Filemón mismo lo hubiera hecho; sin embargo no deseaba sus servicios a menos que por propia iniciativa dejara al esclavo libre.
El apóstol conocía bien la severidad con que muchos amos trataban a sus esclavos, y sabía también que Filemón estaba grandemente irritado a causa de la conducta de su siervo. Trató de escribirle de tal manera que despertara sus más profundos y tiernos sentimientos de cristiano. La conversión de Onésimo le había transformado en un hermano en la fe, y cualquier castigo infligido a este nuevo converso sería considerado por Pablo como aplicado a sí mismo.
Pablo propuso voluntariamente tomar a su cargo la deuda de Onésimo para que el culpable pudiera ser librado del oprobio de un castigo y pudiera gozar nuevamente los privilegios que había perdido. “Si pues me tienes a mí por compañero—escribió a Filemón,—recíbele como a mí mismo. Pero si te ha perjudicado en algo, o te debe algo, apúntalo a mi cuenta: yo Pablo lo he escrito con mi propia mano; yo te lo volveré a pagar.”
¡Qué adecuada ilustración del amor de Cristo hacia el pecador arrepentido! El siervo que había defraudado a su amo no tenía nada con que hacer la restitución. El pecador que ha robado a Dios años de servicio, no tiene medios para cancelar su deuda. Jesús se interpone entre el pecador y Dios, diciendo: Yo pagaré la deuda. Perdona al pecador; yo sufriré en su lugar.
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Después de ofrecerse como pagador de la deuda de Onésimo, Pablo recordó a Filemón cuán grande era su deuda hacia el apóstol. Le debía su propio ser, siendo que Dios había usado a Pablo como instrumento para su conversión. Entonces, en un tierno y fervoroso pedido, imploró a Filemón que así como por su liberalidad había refrigerado a los santos, refrescara el espíritu del apóstol concediéndole este motivo de regocijo. “Teniendo yo confianza en tu obediencia—agregó,—te he escrito, conociendo que tú harás aun más de lo que te digo.” (Filem. 21.)
La carta de Pablo a Filemón muestra la influencia del Evangelio en las relaciones entre amos y siervos. La esclavitud era una institución establecida en todo el Imperio Romano, y tanto amos como esclavos se encontraban en la mayoría de las iglesias por las cuales Pablo había trabajado. En las ciudades, donde a menudo el número de esclavos era mayor que el de la población libre, se creía necesario tener leyes de terrible severidad para mantenerlos en sujeción. Muy a menudo un romano rico era dueño de cientos de esclavos, de toda clase, de toda nación y de toda capacidad. Teniendo un control completo sobre las almas y cuerpos de estos desvalidos siervos, podía infligirles cualquier sufrimiento que escogiera. Si alguno de ellos en su propia defensa se aventuraba a levantar su mano contra su amo, toda la familia del ofensor podía ser sacrificada despiadadamente. La menor equivocación, accidente o falta de cuidado se castigaba generalmente sin misericordia.
Algunos amos, más humanitarios que otros, mostraban mayor indulgencia para con sus siervos; pero la gran mayoría de los ricos y nobles daban rienda suelta a sus excesivas concupiscencias, pasiones y apetitos, haciendo de sus esclavos las desdichadas víctimas de sus caprichos y tiranía. La tendencia de todo el sistema era sobremanera degradante.
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No era la obra del apóstol trastornar arbitraria o repentinamente el orden establecido en la sociedad. Intentar eso hubiera impedido el éxito del Evangelio. Pero enseñó principios que herían el mismo fundamento de la esclavitud, los cuales, llevados a efecto, seguramente minarían todo el sistema. Donde estuviere “el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17), declaró. Una vez convertido, el esclavo llegaba a ser miembro del cuerpo de Cristo, y como tal debía ser amado y tratado como un hermano, un coheredero con su amo de las bendiciones de Dios y de los privilegios del Evangelio. Por otra parte, los siervos debían cumplir sus deberes, “no sirviendo al ojo, como los que procuran agradar a los hombres, sino antes, como siervos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad de Dios.” Efesios 6:6 (VM).
El cristianismo forma un fuerte lazo de unión entre el amo y el esclavo, el rey y el súbdito, el ministro del Evangelio y el pecador caído que ha hallado en Cristo purificación del pecado. Han sido lavados en la misma sangre, vivificados por el mismo Espíritu; y son hechos uno en Cristo Jesús.