Este capítulo está basado en 2 Timoteo.
Desde la sala del juicio Pablo volvió al calabozo, comprendiendo que sólo había conseguido para sí un corto respiro. Sabía que sus enemigos no iban a cejar en su empeño hasta lograr matarlo. Pero también sabía que momentáneamente la verdad había triunfado. Ya era de por sí una victoria el haber proclamado al Salvador crucificado y resucitado ante la numerosa multitud que escuchó su defensa. Ese día comenzó una obra que iba a prosperar y fortalecerse, y que Nerón y los demás enemigos de Cristo no lograrían entorpecer ni destruir.
Recluído en su lóbrega celda, y sabiendo que por una palabra o una señal de Nerón su vida podía ser sacrificada, Pablo pensó en Timoteo y resolvió hacerlo venir. A éste se le había encomendado el cuidado de la iglesia de Efeso, y por eso quedó atrás cuando Pablo hizo su último viaje a Roma. Ambos estaban unidos por un afecto excepcionalmente profundo y fuerte. Después de su conversión, Timoteo había participado en los trabajos y sufrimientos de Pablo, y la amistad entre los dos se había hecho más fuerte, profunda y sagrada. Todo lo que un hijo podría ser para su padre amoroso y honrado, lo era Timoteo para el anciano y agotado apóstol. No es de admirar que en su soledad éste anhelara verlo.
Todavía habían de pasar algunos meses antes de que Timoteo pudiera llegar a Roma desde Asia Menor, aun en las circunstancias más favorables. Pablo sabía que su vida estaba insegura, y temía que aquél llegara demasiado tarde para verle. Tenía consejos e instrucciones importantes para el joven misionero, a quien se le había entregado tan grande responsabilidad; y mientras le instaba a que viniese sin demora, dictó su postrer testimonio, ya que posiblemente no se le permitiera vivir para pronunciarlo. Con el alma henchida de amante solicitud por su hijo en el Evangelio y por la iglesia que estaba bajo su cuidado, Pablo procuró impresionar a Timoteo con la importancia de la fidelidad a su sagrado cometido.
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Comenzó su carta con la salutación: “A Timoteo, amado hijo: Gracia, misericordia, y paz de Dios el Padre y de Jesucristo nuestro Señor. Doy gracias a Dios, al cual sirvo desde mis mayores con limpia conciencia, de que sin cesar tengo memoria de ti en mis oraciones noche y día.”
Luego le instó sobre la necesidad de la constancia en la fe. “Por lo cual te aconsejo que despiertes el don de Dios, que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos ha dado Dios el espíritu de temor, sino el de fortaleza, y de amor, y de templanza. Por tanto no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, preso suyo; antes sé participante de los trabajos del evangelio según la virtud de Dios.” Le suplicó que recordara que había sido llamado “con vocación santa” a proclamar el poder de Aquel que “sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio; del cual—declaró—yo soy puesto predicador, y apóstol, y maestro de los Gentiles. Por lo cual asimismo padezco esto; mas no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído y estoy cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día.”
A través de su largo período de servicio, la fidelidad de Pablo hacia su Salvador nunca vaciló. Dondequiera que estaba, fuera frente a enfurruñados fariseos o a las autoridades romanas; fuera frente a la furiosa turba de Listra, o los convictos pecadores de la cárcel macedónica; fuera razonando con los marineros llenos de pánico sobre el buque náufrago, o estando solo ante Nerón para defender su vida, nunca se avergonzó de la causa en la cual militaba. El gran propósito de su vida cristiana había sido servir a Aquel cuyo nombre una vez lo había llenado de desprecio; y de este propósito no había sido capaz de apartarlo ni la oposición ni la persecución. Su fe, robustecida en el esfuerzo y purificada por el sacrificio, lo sostuvo y lo fortaleció.
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“Pues tú, hijo mío—continuó Pablo,—esfuérzate en la gracia que es en Cristo Jesús. Y lo que has oído de mí entre muchos testigos, esto encarga a los hombres fieles que serán idóneos también para enseñar a otros. Tú, pues, sufre trabajos como fiel soldado de Jesucristo.”
El verdadero ministro de Dios no rehuye los trabajos pesados ni las responsabilidades. De la fuente que nunca falla para los que sinceramente buscan el poder divino, saca fuerza que le capacita para afrontar las tentaciones, sobreponerse a ellas y cumplir los deberes que Dios le impone. La naturaleza de la gracia que recibe aumenta su capacidad para conocer a Dios y a su Hijo. Su alma se desvive para realizar un servicio aceptable para su Maestro. A medida que avanza en el camino cristiano, se esfuerza “en la gracia que es en Cristo Jesús.” Esta gracia le habilita para ser un testigo fiel de las cosas que ha oído. No desprecia ni descuida el conocimiento que ha recibido de Dios, sino que lo entrega a hombres fieles, quienes a su vez lo enseñarán a otros.
En ésta su última carta a Timoteo, Pablo levanta ante el joven obrero un elevado ideal, puntualizando los deberes que le corresponden como ministro de Cristo. “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado—escribió el apóstol,—como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que traza bien la palabra de verdad.” “Huye también los deseos juveniles; y sigue la justicia, la fe, la caridad, la paz, con los que invocan al Señor de puro corazón. Empero las cuestiones necias y sin sabiduría desecha, sabiendo que engendran contiendas. Que el siervo del Señor no debe ser litigioso, sino manso para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen: si quizá Dios les dé que se arrepientan para conocer la verdad.”
Le amonesta contra los falsos maestros que intentarían levantarse en la iglesia. “Esto también sepas—declaró,—que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos: que habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, detractores, desobedientes a los padres, ingratos, sin santidad … teniendo apariencia de piedad, mas habiendo negado la eficacia de ella: y a éstos evita.”
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“Mas los malos hombres y los engañadores, irán de mal en peor—continuó,—engañando y siendo engañados. Empero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salud…. Toda Escritura es inspirada divinamente y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instituir en justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente instruido para toda buena obra.” Dios ha provisto abundantes medios para tener éxito en la guerra contra la maldad que hay en el mundo. La Biblia es el arsenal donde podemos equiparnos para la lucha. Nuestros lomos deben estar ceñidos con la verdad. Nuestra cota debe ser la justicia. El escudo de la fe debe estar en nuestra mano, el yelmo de la salvación sobre nuestra frente; y con la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, hemos de abrirnos camino a través de las obstrucciones y enredos del pecado.
Pablo sabía que a la iglesia le esperaba un tiempo de grande peligro. Sabía que debía hacerse un fiel y fervoroso trabajo por aquellos a quienes se les había encargado el cuidado de las iglesias; y por eso le escribió a Timoteo: “Requiero yo pues delante de Dios, y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina.”
Esta amonestación solemne a uno que era tan celoso y fiel como Timoteo, constituye un poderoso testimonio de la importancia y responsabilidad de la obra del ministerio evangélico. Llamándolo ante el tribunal de Dios, Pablo le ordena predicar la Palabra, y no los dichos y costumbres de los hombres; de estar listo para testificar por Dios en cualquier oportunidad que se le presente, delante de grandes congregaciones o círculos privados, por el camino o en los hogares, a amigos como a enemigos, en seguridad o expuesto a durezas y peligros, oprobios y pérdidas.
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Temiendo que la moderación de Timoteo y su disposición condescendiente pudiesen llevarle a rehuir una parte principal de su trabajo, le exhortó a ser fiel en reprobar el pecado, y hasta en reprender con severidad a los que eran culpables de graves males. No obstante debía hacerlo “con toda paciencia y doctrina.” Debía revelar la paciencia y amor de Cristo, explicando y reforzando sus reprensiones con las verdades de la Palabra.
Odiar y reprender el pecado y al mismo tiempo mostrar misericordia y ternura por el pecador, es tarea difícil. Cuanto más fervoroso sea nuestro esfuerzo para obtener santidad de vida y corazón, tanto más perspicaz será nuestra percepción del pecado y más decidida nuestra desaprobación por cualquier desviación de lo recto. Debemos cuidarnos contra una severidad excesiva hacia los que obran mal, pero igualmente de no perder de vista la excesiva gravedad del pecado. Hay necesidad de mirar al pecador con paciencia y amor cristianos; pero existe también el peligro de mostrar una tolerancia tan grande por su error que le haga considerarse inmerecedor de la reprensión, y rechazarla como innecesaria e injusta.
A veces los ministros del Evangelio causan mucho daño al permitir que su indulgencia para con los que yerran degenere en tolerancia de pecados y hasta en su participación. De ese modo son llevados a mitigar y excusar lo que Dios condena; y después de algún tiempo, llegan a estar tan cegados que elogian a los mismos que Dios les ordenó reprender. El que embotó sus percepciones espirituales por una tolerancia pecaminosa hacia aquellos a quienes Dios condena, no tardará en cometer un pecado mayor por su severidad y dureza para con aquellos a quienes Dios aprueba.
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Mediante el orgullo de la sabiduría humana, el desprecio hacia la influencia del Espíritu Santo y la aversión a las verdades de la Palabra de Dios, muchos que profesan ser cristianos, y que se sienten competentes para enseñar a otros, serán inducidos a abandonar los requerimientos de Dios. Pablo declaró a Timoteo: “Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina; antes, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias, y apartarán la verdad del oído, y se volverán a las fábulas.”
El apóstol no se refiere aquí a la oposición de los abiertamente irreligiosos, sino a los profesos cristianos que han hecho de sus tendencias su guía y que así han sido esclavizados por el yo. Los tales están deseosos de oír solamente las doctrinas que no reprenden sus pecados o condenan su placentero curso de acción. Se ofenden por las sencillas palabras de los fieles siervos de Cristo, y escogen a los maestros que los alaban y lisonjean. Y entre los profesos ministros de Cristo están los que predican las opiniones de los hombres, en vez de la Palabra de Dios. Infieles a su cometido, desvían a los que buscan en ellos la dirección espiritual.
En los preceptos de su santa ley, Dios ha dado una perfecta norma de vida; y ha declarado que hasta el fin del tiempo esa ley, sin sufrir cambio en una sola jota o tilde, mantendrá sus demandas sobre los seres humanos. Cristo vino para magnificar la ley y hacerla honorable. Mostró que está basada sobre el anchuroso fundamento del amor a Dios y a los hombres, y que la obediencia a sus preceptos comprende todos los deberes del hombre. En su propia vida, Cristo dió un ejemplo de obediencia a la ley de Dios. En el sermón del monte mostró cómo sus requerimientos se extienden más allá de sus acciones externas y abarca los pensamientos e intentos del corazón.
La ley, obedecida, guía a los hombres a renunciar “a la impiedad y a los deseos mundanos” y a vivir “en este siglo templada, y justa, y píamente.” Tito 2:12. Pero el enemigo de toda justicia ha cautivado al mundo y ha arrastrado a la humanidad a desobedecerla. Como Pablo lo anticipó, multitudes han abandonado las claras y penetrantes verdades de la Palabra de Dios, y se han elegido maestros que les presentan las fábulas que ellos desean. Entre nuestros ministros y creyentes hay muchos que están hollando bajo sus pies los mandamientos de Dios. Así es insultado el Creador del mundo, y Satanás se ríe triunfalmente al ver el éxito que obtienen sus estratagemas.
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Con el desprecio creciente hacia la ley de Dios, existe una marcada aversión a la religión, un aumento de orgullo, amor a los placeres, desobediencia a los padres e indulgencia propia; y dondequiera se preguntan ansiosamente los pensadores: ¿Qué puede hacerse para corregir esos males alarmantes? La respuesta la hallamos en la exhortación de Pablo a Timoteo: “Predica la Palabra.” En la Biblia encontramos los únicos principios seguros de acción. Es la transcripción de la voluntad de Dios, la expresión de la sabiduría divina. Abre a la comprensión de los hombres los grandes problemas de la vida; y para todo el que tiene en cuenta sus preceptos, resultará un guía infalible que le guardará de consumir su vida en esfuerzos mal dirigidos. Dios ha hecho conocer su voluntad, y es insensato para el hombre poner en tela de juicio lo que han proferido sus labios. Después que la Infinita Sabiduría habló, no puede existir una sola cuestión en duda que el hombre haya de aclarar, ninguna posibilidad de vacilar que corregir. Todo lo que el Señor requiere de él es un sincero y fervoroso acatamiento de su expresa voluntad. La obediencia es el mayor dictado de la razón, tanto como de la conciencia.
Pablo continúa sus instrucciones: “Pero tú vela en todo, soporta las aflicciones, haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio.” El apóstol estaba cerca del fin de su carrera y deseaba que Timoteo ocupara su lugar, guardando a la iglesia de fábulas y herejías por medio de las cuales el enemigo, de varias maneras, se esforzaría por seducirlos y apartarlos de la sencillez del Evangelio. Le amonestó que evitara toda ocupación y complicación temporal que le podría impedir una entrega completa a la obra de Dios, que soportara con alegría la oposición, el vituperio y la persecución a que pudiera exponerse en virtud de su fidelidad, y a hacer completa demostración de su ministerio, empleando cada recurso a su alcance para beneficiar a aquellos por quienes Cristo murió.
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La vida de Pablo fué una ejemplificación de las verdades que enseñaba: en eso estribaba su poder. Su corazón estaba lleno de un profundo y perdurable sentido de su responsabilidad; y trabajaba en íntima comunión con Aquel que es la fuente de la justicia, misericordia y verdad. Se aferraba a la cruz de Cristo como a su única garantía de éxito. El amor del Salvador era el motivo imperecedero que le sostenía en sus conflictos con el yo, en sus luchas contra el mal, mientras avanzaba en el servicio de Cristo contra la hostilidad del mundo y la oposición de sus enemigos.
Lo que la iglesia necesita en estos días de peligro es un ejército de obreros que, como Pablo, se hayan educado para ser útiles, tengan una experiencia profunda en las cosas de Dios y estén llenos de fervor y celo. Se necesitan hombres santificados y abnegados; hombres que no esquiven las pruebas y la responsabilidad; hombres valientes y veraces; hombres en cuyos corazones Cristo constituya la “esperanza de gloria,” y quienes, con los labios tocados por el fuego santo, prediquen la Palabra. Por carecer de tales obreros la causa de Dios languidece, y errores fatales, cual veneno mortífero, corrompen la moral y agostan las esperanzas de una gran parte de la raza humana.
A medida que los fieles y fatigados portaestandartes están ofreciendo su vida por causa de la verdad, ¿quién se adelantará para ocupar su lugar? ¿Aceptarán nuestros jóvenes el santo cometido de manos de sus padres? ¿Están ellos preparados para llenar las vacantes producidas por la muerte de los fieles? ¿Tendrán en cuenta las recomendaciones de los apóstoles? ¿Escucharán el llamamiento del deber mientras están rodeados por las incitaciones al egoísmo y a la ambición que engañan a la juventud?
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Pablo concluyó su carta con mensajes particulares para distintas personas, y otra vez repitió el urgente ruego de que Timoteo fuera pronto—si fuese posible, antes del invierno. Habló de su soledad, causada por el abandono de algunos amigos suyos, y la ausencia necesaria de otros; y para que Timoteo no vacilase, temiendo que la iglesia de Efeso necesitara sus atenciones, Pablo le manifestó que había enviado ya a Tíquico para que ocupase la vacante.
Después de hablar de la escena de su juicio ante Nerón, la deserción de sus hermanos y la gracia sostenedora del Dios guardador de su pacto, Pablo concluyó su carta encomendando a Timoteo al cuidado del Jefe de los pastores, quien, aun cuando los subpastores cayesen en la lucha, seguiría cuidando su rebaño.