Este capítulo está basado en la 2 Pedro.
En la segunda carta de Pedro a los que habían alcanzado la “fe igualmente preciosa” con él, el apóstol expone el plan divino para el desarrollo del carácter cristiano. Escribe:
“Gracia y paz os sea multiplicada en el conocimiento de Dios, y de nuestro Señor Jesús. Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos sean dadas de su divina potencia, por el conocimiento de aquel que nos ha llamado por su gloria y virtud: por las cuales nos son dadas preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas fueseis hechos participantes de la naturaleza divina, habiendo huído de la corrupción que está en el mundo por concupiscencia.
“Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, mostrad en vuestra fe virtud, y en la virtud ciencia; y en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia, y en la paciencia temor de Dios; y en el temor de Dios, amor fraternal, y en el amor fraternal caridad. Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo.”
Estas palabras están llenas de instrucción, y dan la nota tónica de la victoria. El apóstol presenta a los creyentes la escalera del progreso cristiano, en la cual cada peldaño representa un avance en el conocimiento de Dios, y en cuya ascensión no debe haber detenciones. Fe, virtud, ciencia, temperancia, paciencia, piedad, fraternidad y amor representan los peldaños de la escalera. Somos salvados subiendo escalón tras escalón, ascendiendo paso tras paso hasta el más alto ideal que Cristo tiene para nosotros. De esta manera, él es hecho para nosotros sabiduría y justificación, santificación y redención.
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Dios ha llamado a su pueblo para que alcancen gloria y virtud, y éstas se manifestarán en la vida de cuantos estén verdaderamente relacionados con él. Habiéndoseles permitido participar del don celestial, deben seguir dirigiéndose hacia la perfección, siendo “guardados en la virtud de Dios por fe.” 1 Pedro 1:5. La gloria de Dios consiste en otorgar su poder a sus hijos. Desea ver a los hombres alcanzar la más alta norma: y serán hechos perfectos en él cuando por fe echen mano del poder de Cristo, cuando recurran a sus infalibles promesas reclamando su cumplimiento, cuando con una importunidad que no admita rechazamiento, busquen el poder del Espíritu Santo.
Habiendo recibido la fe del Evangelio, la siguiente obra del creyente es añadir virtud a su carácter y así limpiar el corazón y preparar la mente para la recepción del conocimiento de Dios. Este conocimiento es el fundamento de toda verdadera educación y de todo verdadero servicio. Es la única real salvaguardia contra la tentación; y solamente eso puede hacerle a uno semejante a Dios en carácter. Por medio del conocimiento de Dios y de su Hijo Jesucristo, se imparten a los creyentes “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad.” Ningún buen don se niega al que sinceramente desea obtener la justicia de Dios.
“Esta empero es la vida eterna—dijo Cristo,—que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado.” Juan 17:3. Y el profeta Jeremías declaró: “No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar; en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio, y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová.” Jeremías 9:23, 24. Difícilmente puede la mente humana entender la anchura, profundidad y altura de las realizaciones espirituales del que obtiene este conocimiento.
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A nadie se le impide alcanzar, en su esfera, la perfección de un carácter cristiano. Por el sacrificio de Cristo se ha provisto para que los creyentes reciban todas las cosas que pertenecen a la vida y la piedad. Dios nos invita a que alcancemos la norma de perfección y pone como ejemplo delante de nosotros el carácter de Cristo. En su humanidad, perfeccionada por una vida de constante resistencia al mal, el Salvador mostró que cooperando con la Divinidad los seres humanos pueden alcanzar la perfección de carácter en esta vida. Esa es la seguridad que nos da Dios de que nosotros también podemos obtener una victoria completa.
Ante los creyentes se presenta la maravillosa posibilidad de llegar a ser semejantes a Cristo, obedientes a todos los principios de la ley de Dios. Pero por sí mismo el hombre es absolutamente incapaz de alcanzar esas condiciones. La santidad, que según la Palabra de Dios debe poseer antes de poder ser salvo, es el resultado del trabajo de la gracia divina sobre el que se somete en obediencia a la disciplina y a las influencias refrenadoras del Espíritu de verdad. La obediencia del hombre puede ser hecha perfecta únicamente por el incienso de la justicia de Cristo, que llena con fragancia divina cada acto de acatamiento. La parte que le toca a cada cristiano es perseverar en la lucha por vencer cada falta. Constantemente debe orar al Salvador para que sane las dolencias de su alma enferma por el pecado. El hombre no tiene la sabiduría y la fuerza para vencer; ellas vienen del Señor, y él las confiere a los que en humillación y contrición buscan su ayuda.
La obra de transformación de la impiedad a la santidad es continua. Día tras día Dios obra la santificación del hombre, y éste debe cooperar con él, haciendo esfuerzos perseverantes a fin de cultivar hábitos correctos. Debe añadir gracia sobre gracia; y mientras el hombre trabaja según el plan de adición, Dios obra para él según el plan de multiplicación. Nuestro Salvador está siempre listo para oír y contestar la oración de un corazón contrito, y multiplica para los fieles su gracia y paz. Gozosamente derrama sobre ellos las bendiciones que necesitan en sus luchas contra los males que los acosan.
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Hay quienes intentan ascender la escalera del progreso cristiano, pero a medida que avanzan, comienzan a poner su confianza en el poder del hombre, y pronto pierden de vista a Jesús, el autor y consumador de su fe. El resultado es el fracaso, la pérdida de todo lo que se había ganado. Ciertamente es triste la condición de los que habiéndose cansado en el camino, permiten al enemigo de las almas que les arrebate las virtudes cristianas que habían desarrollado en sus corazones y en sus vidas. “Mas el que no tiene estas cosas—declara el apóstol,—es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados.”
El apóstol Pedro había tenido una larga experiencia en las cosas divinas. Su fe en el poder salvador de Dios se había fortalecido con los años, hasta probar, más allá de toda duda, que no hay posibilidad de fracasar para aquel que, avanzando por fe, asciende escalón tras escalón, siempre hacia arriba y hacia adelante hasta el último peldaño de la escalera que llega a los mismos portales del cielo.
Por muchos años Pedro había recalcado a los creyentes la necesidad de un crecimiento constante en gracia y en conocimiento de la verdad; y ahora, sabiendo que pronto iba a ser llamado a sufrir el martirio por su fe, llamó una vez más su atención al precioso privilegio que está al alcance de cada creyente. En la completa seguridad de su fe, el anciano discípulo exhortó a sus hermanos a tener firmeza de propósito en la vida cristiana. “Procurad—rogaba Pedro—tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.” ¡Preciosa seguridad! ¡Gloriosa es la esperanza del creyente mientras avanza por fe hacia las alturas de la perfección cristiana!
“Yo no dejaré de amonestaros siempre de estas cosas—les decía,—aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente. Porque tengo por justo, en tanto que estoy en este tabernáculo, de incitaros con amonestación: sabiendo que brevemente tengo de dejar mi tabernáculo, como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia, que después de mi fallecimiento, vosotros podáis siempre tener memoria de estas cosas.”
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Pedro estaba bien preparado para hablar de los propósitos de Dios para con la raza humana; porque durante el ministerio terrenal de Cristo, había visto y oído mucho concerniente al reino celestial. “Porque no os hemos dado a conocer la potencia y la venida de nuestro Señor Jesucristo, siguiendo fábulas por arte compuestas—recordó a los creyentes;—sino como habiendo con nuestros propios ojos visto su majestad. Porque él había recibido de Dios Padre honra y gloria, cuando una tal voz fué a él enviada de la magnífica gloria: Este es el amado Hijo mío, en el cual yo me he agradado. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos juntamente con él en el monte santo.”
Por muy convincente que fuese esa evidencia de la certidumbre de la esperanza de los creyentes, había otra aun más convincente en el testimonio de la profecía, por medio de la cual la fe de todos puede ser confirmada y asegurada firmemente. “Tenemos también—declaró Pedro—la palabra profética más permanente, a la cual hacéis bien de estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro hasta que el día esclarezca, y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de particular interpretación, porque la profecía no fué en los tiempos pasados traída por voluntad humana, sino los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados del Espíritu Santo.”
Mientras exaltaba “la palabra profética más permanente” como un guía seguro en tiempo de peligro, el apóstol amonestó solemnemente a la iglesia contra la antorcha de la falsa profecía, la que sería levantada por “falsos doctores, que introducirán encubiertamente herejías de perdición, y negarán al Señor.” A esos falsos maestros, aparecidos en la iglesia y considerados por muchos de los hermanos en la fe como verdaderos, el apóstol los compara a “fuentes sin agua, y nubes traídas de torbellino de viento; para los cuales está guardada la oscuridad de las tinieblas para siempre.” “Sus postrimerías—dice—les son hechas peores que los principios. Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, tornarse atrás del santo mandamiento que les fué dado.”
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Mirando hacia adelante a través de los siglos hasta el tiempo del fin, fué inspirado a señalar las condiciones que habrían de existir en el mundo precisamente antes de la segunda venida de Cristo. “En los postrimeros días vendrán burladores—escribió,—andando según sus propias concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento? porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación.” Pero “cuando dirán, Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción de repente.” 1 Tesalonicenses 5:3. No todos, sin embargo, serían engañados por los artificios del enemigo. Cuando el fin de todas las cosas terrenales esté cerca, se encontrarán fieles creyentes capaces de discernir las señales de los tiempos. Aunque un gran número de creyentes profesos negarán su fe por sus obras, habrá un remanente que resistirá hasta el fin.
Pedro guardaba viva en su corazón la esperanza del regreso de Cristo, y aseguró a la iglesia del infalible cumplimiento de la promesa del Salvador: “Y si me fuere, y os aparejare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo.” Juan 14:3. Para los atribulados y fieles la venida de Cristo iba a parecer muy demorada, pero el apóstol les aseguró: “El Señor no tarda su promesa, como algunos la tienen por tardanza; sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento. Mas el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella están serán quemadas.
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“Pues como todas estas cosas han de ser deshechas, ¿qué tales conviene que vosotros seáis en santas y pías conversaciones, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos siendo encendidos serán deshechos, y los elementos siendo abrasados, se fundirán? Bien que esperamos cielos nuevos y tierra nueva, según sus promesas, en los cuales mora la justicia.
“Por lo cual, oh amados, estando en esperanza de estas cosas, procurad con diligencia que seáis hallados de él sin mácula, y sin reprensión, en paz. Y tened por salud la paciencia de nuestro Señor; como también nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le ha sido dada, os ha escrito también…. Así que vosotros, oh amados, pues estáis amonestados, guardaos que por el error de los abominables no seáis juntamente extraviados, y caigáis de vuestra firmeza. Mas creced en la gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”
La providencia de Dios permitió que Pedro acabase su ministerio en Roma, donde el emperador Nerón le mandó prender en los días en que fué preso Pablo. Así los dos veteranos apóstoles, durante tantos años separados, iban a dar su postrer testimonio por Cristo en la metrópoli del mundo, y derramar su sangre como semilla de una copiosa cosecha de santos y mártires.
Desde su arrepentimiento por haber negado a Cristo, Pedro arrostró inflexiblemente el peligro, demostrando noble valentía en predicar al Salvador crucificado, resucitado y ascendido. Mientras yacía en el calabozo, recordaba lo que Cristo le dijo: “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más mozo, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya fueres viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará adonde no quieras.” Juan 21:18. De este modo dió a entender Jesús a Pedro de qué género de muerte había de morir, y profetizó la extensión de sus manos sobre la cruz.
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A Pedro, por ser judío y extranjero, le condenaron a recibir azotes y a ser crucificado después. En perspectivas de esa espantosa muerte, el apóstol recordó su gravísimo pecado de negar a Jesús en la hora de su prueba. Aunque una vez se había mostrado tan poco dispuesto a reconocer la cruz, tenía ahora por gozo dar su vida por el Evangelio, sintiendo tan sólo que fuese demasiada honra para él morir como había muerto el Señor a quien había negado. Pedro se había arrepentido sinceramente de su pecado, y Cristo le había perdonado, según lo comprueba el altísimo encargo de apacentar a las ovejas y corderos del rebaño. Pero Pedro no podía perdonarse a sí mismo. Ni aun el pensamiento de las agonías de la muerte que le aguardaba era capaz de mitigar la amargura de su aflicción y arrepentimiento. Como último favor, suplicó a sus verdugos que lo crucificaran cabeza abajo. La súplica fué otorgada, y de esa manera murió el gran apóstol Pedro.