“Mas venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, … para que redimiese a los que estaban debajo de la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.”1
La venida del Salvador había sido predicha en el Edén. Cuando Adán y Eva oyeron por primera vez la promesa, esperaban que se cumpliese pronto. Dieron gozosamente la bienvenida a su primogénito, esperando que fuese el Libertador. Pero el cumplimiento de la promesa tardó. Los que la recibieron primero, murieron sin verlo. Desde los días de Enoc, la promesa fué repetida por medio de los patriarcas y los profetas, manteniendo viva la esperanza de su aparición, y sin embargo no había venido. La profecía de Daniel revelaba el tiempo de su advenimiento, pero no todos interpretaban correctamente el mensaje. Transcurrió un siglo tras otro, y las voces de los profetas cesaron. La mano del opresor pesaba sobre Israel, y muchos estaban listos para exclamar: “Se han prolongado los días, y fracasa toda visión.”2
Pero, como las estrellas en la vasta órbita de su derrotero señalado, los propósitos de Dios no conocen premura ni demora. Por los símbolos de las densas tinieblas y el horno humeante, Dios había anunciado a Abrahán la servidumbre de Israel en Egipto, y había declarado que el tiempo de su estada allí abarcaría cuatrocientos años. “Después de esto—dijo Dios,—saldrán con grande riqueza.”3 Y contra esta palabra se empeñó en vano todo el poder del orgulloso imperio de los faraones. “En el mismo día” señalado por la promesa divina, “salieron todos los ejércitos de Jehová de la tierra de Egipto.”4 Así también fué determinada en el concilio celestial la hora en que Cristo había de venir; y cuando el gran reloj del tiempo marcó aquella hora, Jesús nació en Belén.
“Mas venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo.”1 La Providencia había dirigido los movimientos de las naciones, así como el flujo y reflujo de impulsos e influencias de origen humano, a tal punto que el mundo estaba maduro para la llegada del Libertador. Las naciones estaban unidas bajo un mismo gobierno. Un idioma se hablaba extensamente y era reconocido por doquiera como la lengua literaria. De todos los países, los judíos dispersos acudían a Jerusalén para asistir a las fiestas anuales, y al volver adonde residían, podían difundir por el mundo las nuevas de la llegada del Mesías.
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En aquel entonces los sistemas paganos estaban perdiendo su poder sobre la gente. Los hombres se hallaban cansados de ceremonias y fábulas. Deseaban con vehemencia una religión que dejase satisfecho el corazón. Aunque la luz de la verdad parecía haberse apartado de los hombres, había almas que buscaban la luz, llenas de perplejidad y tristeza. Anhelaban conocer al Dios vivo, a fin de tener cierta seguridad de una vida allende la tumba.
Al apartarse los judíos de Dios, la fe se había empañado y la esperanza casi había dejado de iluminar lo futuro. Las palabras de los profetas no eran comprendidas. Para las muchedumbres, la muerte era un horrendo misterio; más allá todo era incertidumbre y lobreguez. No era sólo el lamento de las madres de Belén, sino el clamor del inmenso corazón de la humanidad, el que llegó hasta el profeta a través de los siglos: la voz oída en Ramá, “grande lamentación, lloro y gemido: Raquel que llora sus hijos; y no quiso ser consolada, porque perecieron.”5 Los hombres moraban sin consuelo en “región y sombra de muerte.” Con ansia en los ojos, esperaban la llegada del Libertador, cuando se disiparían las tinieblas, y se aclararía el misterio de lo futuro.
Hubo, fuera de la nación judía, hombres que predijeron el aparecimiento de un instructor divino. Eran hombres que buscaban la verdad, y a quienes se les había impartido el Espíritu de la inspiración. Tales maestros se habían levantado uno tras otro como estrellas en un firmamento obscuro, y sus palabras proféticas habían encendido esperanzas en el corazón de millares de gentiles.
Desde hacía varios siglos, las Escrituras estaban traducidas al griego, idioma extensamente difundido por todo el imperio romano. Los judíos se hallaban dispersos en todas partes; y su espera del Mesías era compartida hasta cierto punto por los gentiles. Entre aquellos a quienes los judíos llamaban gentiles, había hombres que entendían mejor que los maestros de Israel las profecías bíblicas concernientes a la venida del Mesías. Algunos le esperaban como libertador del pecado. Los filósofos se esforzaban por estudiar el misterio de la economía hebraica. Pero el fanatismo de los judíos estorbaba la difusión de la luz. Resueltos a mantenerse separados de las otras naciones, no estaban dispuestos a impartirles el conocimiento que aún poseían acerca de los servicios simbólicos. Debía venir el verdadero Intérprete. Aquel que fuera prefigurado por todos los símbolos debía explicar su significado.
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Dios había hablado al mundo por medio de la naturaleza, las figuras, los símbolos, los patriarcas y los profetas. Las lecciones debían ser dadas a la humanidad en su propio lenguaje. El Mensajero del pacto debía hablar. Su voz debía oírse en su propio templo. Cristo debía venir para pronunciar palabras que pudiesen comprenderse clara y distintamente. El, el Autor de la verdad, debía separar la verdad del tamo de las declaraciones humanas que habían anulado su efecto. Los principios del gobierno de Dios y el plan de redención debían ser definidos claramente. Las lecciones del Antiguo Testamento debían ser presentadas plenamente a los hombres.
Quedaban, sin embargo, entre los judíos, almas firmes, descendientes de aquel santo linaje por cuyo medio se había conservado el conocimiento de Dios. Confiaban aún en la esperanza de la promesa hecha a los padres. Fortalecían su fe espaciándose en la seguridad dada por Moisés: “El Señor vuestro Dios os levantará profeta de vuestros hermanos, como yo; a él oiréis en todas las cosas que os hablare.”6 Además, leían que el Señor iba a ungir a Uno para “predicar buenas nuevas a los abatidos,” “vendar a los quebrantados de corazón,” “publicar libertad a los cautivos” y “promulgar año de la buena voluntad de Jehová.”7 Leían que pondría “en la tierra juicio; y las islas esperarán su ley,” como asimismo andarían “las gentes a su luz, y los reyes al resplandor de su nacimiento.”8
Las palabras que Jacob pronunciara en su lecho de muerte los llenaban de esperanza: “No será quitado el cetro de Judá, y el legislador de entre sus pies, hasta que venga Shiloh.”9 El desfalleciente poder de Israel atestiguaba que se acercaba la llegada del Mesías. La profecía de Daniel describía la gloria de su reinado sobre un imperio que sucedería a todos los reinos terrenales; y, decía el profeta: “Permanecerá para siempre.”10 Aunque pocos comprendían la naturaleza de la misión de Cristo, era muy difundida la espera de un príncipe poderoso que establecería su reino en Israel, y se presentaría a las naciones como libertador.
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El cumplimiento del tiempo había llegado. La humanidad, cada vez más degradada por los siglos de transgresión, demandaba la venida del Redentor. Satanás había estado obrando para ahondar y hacer insalvable el abismo entre el cielo y la tierra. Por sus mentiras, había envalentonado a los hombres en el pecado. Se proponía agotar la tolerancia de Dios, y extinguir su amor por el hombre, a fin de que abandonase al mundo a la jurisdicción satánica.
Satanás estaba tratando de privar a los hombres del conocimiento de Dios, de desviar su atención del templo de Dios, y establecer su propio reino. Su contienda por la supremacía había parecido tener casi completo éxito. Es cierto que en toda generación Dios había tenido sus agentes. Aun entre los paganos, había hombres por medio de quienes Cristo estaba obrando para elevar el pueblo de su pecado y degradación. Pero eran despreciados y odiados. A muchos se les había dado muerte. La obscura sombra que Satanás había echado sobre el mundo se volvía cada vez más densa.
Mediante el paganismo, Satanás había apartado de Dios a los hombres durante muchos siglos; pero al pervertir la fe de Israel había obtenido su mayor triunfo. Al contemplar y adorar sus propias concepciones, los paganos habían perdido el conocimiento de Dios, y se habían ido corrompiendo cada vez más. Así había sucedido también con Israel. El principio de que el hombre puede salvarse por sus obras, que es fundamento de toda religión pagana, era ya principio de la religión judaica. Satanás lo había implantado; y doquiera se lo adopte, los hombres no tienen defensa contra el pecado.
El mensaje de la salvación es comunicado a los hombres por medio de agentes humanos. Pero los judíos habían tratado de monopolizar la verdad que es vida eterna. Habían atesorado el maná viviente, que se había trocado en corrupción. La religión que habían tratado de guardar para sí llegó a ser un escándalo. Privaban a Dios de su gloria, y defraudaban al mundo por una falsificación del Evangelio. Se habían negado a entregarse a Dios para la salvación del mundo, y llegaron a ser agentes de Satanás para su destrucción.
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El pueblo a quien Dios había llamado para ser columna y base de la verdad, había llegado a ser representante de Satanás. Hacía la obra que éste deseaba que hiciese, y seguía una conducta que representaba falsamente el carácter de Dios y le hacía considerar por el mundo como un tirano. Los mismos sacerdotes que servían en el templo habían perdido de vista el significado del servicio que cumplían. Habían dejado de mirar más allá del símbolo, a lo que significaba. Al presentar las ofrendas de los sacrificios, eran como actores de una pieza de teatro. Los ritos que Dios mismo había ordenado eran trocados en medios de cegar la mente y endurecer el corazón. Dios no podía hacer ya más nada para el hombre por medio de ellos. Todo el sistema debía ser desechado.
El engaño del pecado había llegado a su culminación. Habían sido puestos en operación todos los medios de depravar las almas de los hombres. El Hijo de Dios, mirando al mundo, contemplaba sufrimiento y miseria. Veía con compasión cómo los hombres habían llegado a ser víctimas de la crueldad satánica. Miraba con piedad a aquellos a quienes se estaba corrompiendo, matando y perdiendo. Habían elegido a un gobernante que los encadenaba como cautivos a su carro. Aturdidos y engañados avanzaban en lóbrega procesión hacia la ruina eterna, hacia la muerte en la cual no hay esperanza de vida, hacia la noche que no ha de tener mañana. Los agentes satánicos estaban incorporados con los hombres. Los cuerpos de los seres humanos, hechos para ser morada de Dios, habían llegado a ser habitación de demonios. Los sentidos, los nervios, las pasiones, los órganos de los hombres, eran movidos por agentes sobrenaturales en la complacencia de la concupiscencia más vil. La misma estampa de los demonios estaba grabada en los rostros de los hombres, que reflejaban la expresión de las legiones del mal que los poseían. Fué lo que contempló el Redentor del mundo. ¡Qué espectáculo para la Pureza Infinita!
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El pecado había llegado a ser una ciencia, y el vicio era consagrado como parte de la religión. La rebelión había hundido sus raíces en el corazón, y la hostilidad del hombre era muy violenta contra el cielo. Se había demostrado ante el universo que, separada de Dios, la humanidad no puede ser elevada. Un nuevo elemento de vida y poder tiene que ser impartido por Aquel que hizo el mundo.
Con intenso interés, los mundos que no habían caído habían mirado para ver a Jehová levantarse y barrer a los habitantes de la tierra. Y si Dios hubiese hecho esto, Satanás estaba listo para llevar a cabo su plan de asegurarse la obediencia de los seres celestiales. El había declarado que los principios del gobierno divino hacen imposible el perdón. Si el mundo hubiera sido destruído, habría sostenido que sus acusaciones eran ciertas. Estaba listo para echar la culpa sobre Dios, y extender su rebelión a los mundos superiores. Pero en vez de destruir al mundo, Dios envió a su Hijo para salvarlo. Aunque en todo rincón de la provincia enajenada se notaba corrupción y desafío, se proveyó un modo de rescatarla. En el mismo momento de la crisis, cuando Satanás parecía estar a punto de triunfar, el Hijo de Dios vino como embajador de la gracia divina. En toda época y en todo momento, el amor de Dios se había manifestado en favor de la especie caída. A pesar de la perversidad de los hombres, hubo siempre indicios de misericordia. Y llegada la plenitud del tiempo, la Divinidad se glorificó derramando sobre el mundo tal efusión de gracia sanadora, que no se interrumpiría hasta que se cumpliese el plan de salvación.
Satanás se estaba regocijando de que había logrado degradar la imagen de Dios en la humanidad. Entonces vino Jesús a restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor. Nadie, excepto Cristo, puede amoldar de nuevo el carácter que ha sido arruinado por el pecado. El vino para expulsar a los demonios que habían dominado la voluntad. Vino para levantarnos del polvo, para rehacer según el modelo divino el carácter que había sido mancillado, para hermosearlo con su propia gloria.