Este capítulo está basado en Juan 5.
“Y HAY en Jerusalem a la puerta del ganado un estanque, que en hebraico es llamado Betesda, el cual tiene cinco portales. En éstos yacía multitud de enfermos, ciegos, cojos, secos, que estaban esperando el movimiento del agua.” En ciertos momentos, se agitaban las aguas de este estanque; y se creía que ello se debía a un poder sobrenatural, y que el primero que en ellas entrara después que fuesen agitadas sanaba de cualquier enfermedad que tuviese. Centenares de enfermos visitaban el lugar; pero era tan grande la muchedumbre cuando el agua se agitaba, que se precipitaban y pisoteaban a los más débiles. Muchos no podían ni acercarse al estanque. Otros, habiendo logrado alcanzarlo, morían en su orilla. Se habían levantado refugios en derredor del lugar, a fin de que los enfermos estuviesen protegidos del calor del día y del frío de la noche. Algunos pernoctaban en esos pórticos, arrastrándose a la orilla del estanque día tras día, con una vana esperanza de alivio.
Jesús estaba otra vez en Jerusalén. Andando solo, en aparente meditación y oración, llegó al estanque. Vió a los pobres dolientes esperando lo que suponían ser su única oportunidad de sanar. Anhelaba ejercer su poder curativo y devolver la salud a todos los que sufrían. Pero era sábado. Multitudes iban al templo para adorar, y él sabía que un acto de curación como éste excitaría de tal manera el prejuicio de los judíos que abreviaría su obra.
Pero el Salvador vió un caso de miseria suprema. Era el de un hombre que había estado imposibilitado durante treinta y ocho años. Su enfermedad era en gran parte resultado de su propio pecado y considerada como juicio de Dios. Solo y sin amigos, sintiéndose privado de la misericordia de Dios, el enfermo había sufrido largos años. Cuando se esperaba que las aguas iban a ser revueltas, los que se compadecían de su incapacidad lo llevaban a los pórticos; pero en el momento favorable no tenía a nadie para ayudarle a entrar. Había visto agitarse el agua, pero nunca había podido llegar más cerca que la orilla del estanque. Otros más fuertes que él se sumergían antes. No podía contender con éxito con la muchedumbre egoísta y arrolladora. Sus esfuerzos perseverantes hacia su único objeto, y su ansiedad y continua desilusión, estaban agotando rápidamente el resto de su fuerza.
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El enfermo estaba acostado en su estera, y levantaba ocasionalmente la cabeza para mirar al estanque, cuando un rostro tierno y compasivo se inclinó sobre él, y atrajeron su atención las palabras: “¿Quieres ser sano?” La esperanza renació en su corazón. Sintió que de algún modo iba a recibir ayuda. Pero el calor del estímulo no tardó en desvanecerse. Se acordó de cuántas veces había tratado de alcanzar el estanque y ahora tenía pocas perspectivas de vivir hasta que fuese nuevamente agitado. Volvió la cabeza, cansado, diciendo: “Señor, … no tengo hombre que me meta en el estanque cuando el agua fuere revuelta; porque entre tanto que yo vengo, otro antes de mí ha descendido.”
Jesús no pide a este enfermo que ejerza fe en él. Dice simplemente: “Levántate, toma tu lecho, y anda.” Pero la fe del hombre se aferra a esa palabra. En cada nervio y músculo pulsa una nueva vida, y se transmite a sus miembros inválidos una actividad sana. Sin la menor duda, dedica su voluntad a obedecer a la orden de Cristo, y todos sus músculos le responden. De un salto se pone de pie, y encuentra que es un hombre activo.
Jesús no le había dado seguridad alguna de ayuda divina. El hombre podría haberse detenido a dudar, y haber perdido su única oportunidad de sanar. Pero creyó la palabra de Cristo, y al obrar de acuerdo con ella recibió fuerza.
Por la misma fe podemos recibir curación espiritual. El pecado nos separó de la vida de Dios. Nuestra alma está paralizada. Por nosotros mismos somos tan incapaces de vivir una vida santa como aquel lisiado lo era de caminar. Son muchos los que comprenden su impotencia y anhelan esa vida espiritual que los pondría en armonía con Dios; luchan en vano para obtenerla. En su desesperación claman: “¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?”1 Alcen la mirada estas almas que luchan presa de la desesperación. El Salvador se inclina hacia el alma adquirida por su sangre, diciendo con inefable ternura y compasión: “¿Quieres ser sano?” El os invita a levantaros llenos de salud y paz. No esperéis hasta sentir que sois sanos. Creed en su palabra, y se cumplirá. Poned vuestra voluntad de parte de Cristo. Quered servirle, y al obrar de acuerdo con su palabra, recibiréis fuerza. Cualquiera sea la mala práctica, la pasión dominante que haya llegado a esclavizar vuestra alma y cuerpo por haber cedido largo tiempo a ella, Cristo puede y anhela libraros. El impartirá vida al alma de los que “estabais muertos en vuestros delitos.”2 Librará al cautivo que está sujeto por la debilidad, la desgracia y las cadenas del pecado.
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El paralítico sanado se agachó para recoger su cama, que era tan sólo una estera y una manta, y al enderezarse de nuevo con una sensación de deleite, miró en derredor buscando a su libertador; pero Jesús se había perdido entre la muchedumbre. El hombre temía no conocerle en caso de volver a verlo. Mientras se iba apresuradamente con paso firme y libre, alabando a Dios y regocijándose en la fuerza que acababa de recobrar, se encontró con varios fariseos e inmediatamente les contó cómo había sido curado. Le sorprendió la frialdad con que escuchaban su historia.
Con frentes ceñudas, le interrumpieron, preguntándole por qué llevaba su cama en sábado. Le recordaron severamente que no era lícito llevar cargas en el día del Señor. En su gozo, el hombre se había olvidado de que era sábado, y sin embargo no se sentía condenado por obedecer la orden de Aquel que tenía tanto poder de Dios. Contestó osadamente: “El que me sanó, él mismo me dijo: Toma tu lecho y anda.” Le preguntaron quién había hecho esto; pero él no se lo podía decir. Esos gobernantes sabían muy bien que sólo uno se había demostrado capaz de realizar este milagro; pero deseaban una prueba directa de que era Jesús, a fin de poder condenarle como violador del sábado. En su opinión, no sólo había quebrantado la ley sanando al enfermo en sábado, sino que había cometido un sacrilegio al ordenarle que llevase su cama.
Los judíos habían pervertido de tal manera la ley, que hacían de ella un yugo esclavizador. Sus requerimientos sin sentido habían llegado a ser ludibrio entre otras naciones. Y el sábado estaba especialmente recargado de toda clase de restricciones sin sentido. No era para ellos una delicia, santo a Jehová y honorable. Los escribas y fariseos habían hecho de su observancia una carga intolerable. Un judío no podía encender fuego, ni siquiera una vela, en sábado. Como consecuencia, el pueblo hacía cumplir por gentiles muchos servicios que sus reglas les prohibían hacer por su cuenta. No reflexionaban que si estos actos eran pecaminosos, los que empleaban a otros para realizarlos eran tan culpables como si los hiciesen ellos mismos. Pensaban que la salvación se limitaba a los judíos; y que la condición de todos los demás, siendo ya desesperada, no podía empeorar. Pero Dios no ha dado mandamientos que no puedan ser acatados por todos. Sus leyes no sancionan ninguna restricción irracional o egoísta.
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En el templo, Jesús se encontró con el hombre que había sido sanado. Había venido para traer una ofrenda por su pecado y de agradecimiento por la gran merced recibida. Hallándole entre los adoradores, Jesús se le dió a conocer, con estas palabras de amonestación: “He aquí, has sido sanado; no peques más, porque no te venga alguna cosa peor.”
El hombre sanado quedó abrumado de regocijo al encontrar a su libertador. Como desconocía la enemistad que ellos sentían hacia Jesús, dijo a los fariseos que le habían interrogado, que ése era el que había realizado la curación. “Y por esta causa los judíos perseguían a Jesús, y procuraban matarle, porque hacía estas cosas en sábado.”
Jesús fué llevado ante el Sanedrín para responder a la acusación de haber violado el sábado. Si en ese tiempo los judíos hubiesen sido una nación independiente, esta acusación habría servido sus fines de darle muerte. Pero la sujeción a los romanos lo impedía. Los judíos no tenían facultad de infligir la pena capital, y las acusaciones presentadas contra Cristo no tendrían peso en un tribunal romano. Sin embargo, esperaban conseguir otros objetos. A pesar de los esfuerzos que ellos hacían para contrarrestar su obra, Cristo estaba llegando, aun en Jerusalén, a ejercer sobre el pueblo una influencia mayor que la de ellos. Multitudes que no se interesaban en las arengas de los rabinos eran atraídas por su enseñanza. Podían comprender sus palabras, y sus corazones eran consolados y alentados. Hablaba de Dios, no como de un Juez vengador, sino como de un Padre tierno, y revelaba la imagen de Dios reflejada en sí mismo. Sus palabras eran como bálsamo para el espíritu herido. Tanto por sus palabras como por sus obras de misericordia, estaba quebrantando el poder opresivo de las antiguas tradiciones y de los mandamientos de origen humano, y presentaba el amor de Dios en su plenitud inagotable.
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En una de las más antiguas profecías dadas acerca de Cristo, está escrito: “No será quitado el cetro de Judá, y el legislador de entre sus pies, hasta que venga Shiloh; y a él se congregarán los pueblos.”3 La gente se congregaba en derredor de Cristo. Con corazones llenos de simpatía, la multitud aceptaba sus lecciones de amor y benevolencia con preferencia a las rígidas ceremonias requeridas por los sacerdotes. Si los sacerdotes y rabinos no se hubiesen interpuesto, esta enseñanza habría realizado una reforma cual nunca la presenciara el mundo. Pero a fin de conservar su poder, estos dirigentes resolvieron quebrantar la influencia de Jesús. Su emplazamiento ante el Sanedrín y una abierta condenación de sus enseñanzas debían contribuir a lograr esto; porque la gente tenía todavía gran reverencia por sus dirigentes religiosos. Cualquiera que se atreviese a condenar los requerimientos rabínicos, o intentase aliviar las cargas que habían impuesto al pueblo, era considerado culpable, no sólo de blasfemia, sino de traición. Basándose en esto, los rabinos esperaban excitar las sospechas contra Jesús. Afirmaban que trataba de destruir las costumbres establecidas, causando así división entre la gente y preparando el completo sojuzgamiento de parte de los romanos.
Pero los planes que tan celosamente procuraban cumplir estos rabinos nacieron en otro concilio. Después que Satanás fracasó en su intento de vencer a Cristo en el desierto, combinó sus fuerzas para que se opusiesen a su ministerio y si fuese posible estorbasen su obra. Lo que no pudo lograr por el esfuerzo directo y personal, resolvió efectuarlo por la estrategia. Apenas se retiró del conflicto en el desierto, tuvo concilio con sus ángeles y maduró sus planes para cegar aun más la mente del pueblo judío, a fin de que no reconociese a su Redentor. Se proponía obrar mediante sus agentes humanos en el mundo religioso, infundiéndoles su propia enemistad contra el campeón de la verdad. Iba a inducirlos a rechazar a Cristo y a hacerle la vida tan amarga como fuese posible, esperando desalentarlo en su misión. Y los dirigentes de Israel llegaron a ser instrumentos de Satanás para guerrear contra el Salvador.
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Jesús había venido para “magnificar la ley y engrandecerla.” El no había de rebajar su dignidad, sino ensalzarla. La Escritura dice: “No se cansará, ni desmayará, hasta que ponga en la tierra juicio.”4 Había venido para librar al sábado de estos requerimientos gravosos que hacían de él una maldición en vez de una bendición.
Por esta razón, había escogido el sábado para realizar el acto de curación de Betesda. Podría haber sanado al enfermo en cualquier otro día de la semana; podría haberle sanado simplemente, sin pedirle que llevase su cama, pero esto no le habría dado la oportunidad que deseaba. Un propósito sabio motivaba cada acto de la vida de Cristo en la tierra. Todo lo que hacía era importante en sí mismo y por su enseñanza. Entre los afligidos del estanque, eligió el caso peor para el ejercicio de su poder sanador, y ordenó al hombre que llevase su cama a través de la ciudad a fin de publicar la gran obra que había sido realizada en él. Esto iba a levantar la cuestión de lo que era lícito hacer en sábado, y prepararía el terreno para denunciar las restricciones de los judíos acerca del día del Señor y declarar nulas sus tradiciones.
Jesús les declaró que la obra de aliviar a los afligidos estaba en armonía con la ley del sábado. Estaba en armonía con la obra de los ángeles de Dios, que están siempre descendiendo y ascendiendo entre el cielo y la tierra para servir a la humanidad doliente. Jesús dijo: “Mi Padre hasta ahora obra, y yo obro.” Todos los días son de Dios y apropiados para realizar sus planes en favor de la familia humana. Si la interpretación que los judíos daban a la ley era correcta, entonces era culpable Jehová cuya obra ha vivificado y sostenido toda cosa viviente desde que echó los fundamentos de la tierra. Entonces el que declaró buena su obra, e instituyó el sábado para conmemorar su terminación, debía hacer alto en su labor y detener los incesantes procesos del universo.
¿Debía Dios prohibir al sol que realizase su oficio en sábado, suspender sus agradables rayos para que no calentasen la tierra ni nutriesen la vegetación? ¿Debía el sistema de los mundos detenerse durante el día santo? ¿Debía ordenar a los arroyos que dejasen de regar los campos y los bosques, y pedir a las olas del mar que detuviesen su incesante flujo y reflujo? ¿Debían el trigo y la cebada dejar de crecer, y el racimo suspender su maduración purpúrea? ¿Debían los árboles y las flores dejar de crecer o abrirse en sábado?
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En tal caso, el hombre echaría de menos los frutos de la tierra y las bendiciones que hacen deseable la vida. La naturaleza debía continuar su curso invariable. Dios no podía detener su mano por un momento, o el hombre desmayaría y moriría. Y el hombre también tiene una obra que cumplir en sábado: atender las necesidades de la vida, cuidar a los enfermos, proveer a los menesterosos. No será tenido por inocente quien descuide el alivio del sufrimiento ese día. El santo día de reposo de Dios fué hecho para el hombre, y las obras de misericordia están en perfecta armonía con su propósito. Dios no desea que sus criaturas sufran una hora de dolor que pueda ser aliviada en sábado o cualquier otro día.
Lo que se demanda a Dios en sábado es aun más que en los otros días. Sus hijos dejan entonces su ocupación corriente, y dedican su tiempo a la meditación y el culto. Le piden más favores el sábado que los demás días. Requieren su atención especial. Anhelan sus bendiciones más selectas. Dios no espera que haya transcurrido el sábado para otorgar lo que le han pedido. La obra del cielo no cesa nunca, y los hombres no debieran nunca descansar de hacer bien. El sábado no está destinado a ser un período de inactividad inútil. La ley prohíbe el trabajo secular en el día de reposo del Señor; debe cesar el trabajo con el cual nos ganamos la vida; ninguna labor que tenga por fin el placer mundanal o el provecho es lícita en ese día; pero como Dios abandonó su trabajo de creación y descansó el sábado y lo bendijo, el hombre ha de dejar las ocupaciones de su vida diaria, y consagrar esas horas sagradas al descanso sano, al culto y a las obras santas. La obra que hacía Cristo al sanar a los enfermos estaba en perfecta armonía con la ley. Honraba el sábado.
Jesús aseveró tener derechos iguales a los de Dios mientras hacía una obra igualmente sagrada, del mismo carácter que aquella en la cual se ocupaba el Padre en el cielo. Pero esto airó aun más a los fariseos. No sólo había violado la ley, a juicio de ellos, sino que al llamar a Dios “mi Padre,” se había declarado igual a Dios.
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Toda la nación judía llamaba a Dios su Padre, y por lo tanto no se habrían enfurecido si Cristo hubiese dicho tener esa misma relación con Dios. Pero le acusaron de blasfemia, con lo cual demostraron entender que él hacía este aserto en su sentido más elevado.
Estos adversarios de Cristo no tenían argumento con que hacer frente a las verdades que presentaba a su conciencia. Lo único que podían citar eran sus costumbres y tradiciones, y éstas parecían débiles cuando se comparaban con los argumentos que Jesús había sacado de la Palabra de Dios y del incesante ciclo de la naturaleza. Si los rabinos hubieran sentido algún deseo de recibir la luz, se habrían convencido de que Jesús decía la verdad. Pero evadieron los puntos que él presentaba acerca del sábado y trataron de excitar iras contra él porque aseveraba ser igual a Dios. El furor de los gobernantes no conoció límites. Si no hubiesen temido al pueblo, los sacerdotes y rabinos habrían dado muerte a Jesús allí mismo. Pero el sentimiento popular en su favor era fuerte. Muchos reconocían en Jesús al amigo que había sanado sus enfermedades y consolado sus pesares, y justificaban la curación del enfermo de Betesda. Así que por el momento los dirigentes se vieron obligados a refrenar su odio.
Jesús rechazó el cargo de blasfemia. Mi autoridad, dijo él, por hacer la obra de la cual me acusáis, es que soy el Hijo de Dios, uno con él en naturaleza, voluntad y propósito. Coopero con Dios en todas sus obras de creación y providencia. “No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que viere hacer al Padre.” Los sacerdotes y rabinos reprendían al Hijo de Dios por la obra que había sido enviado a hacer en el mundo. Por sus pecados se habían separado de Dios, y en su orgullo obraban independientemente de él. Se sentían suficientes en sí mismos para todo, y no comprendían cuánto necesitaban que una sabiduría superior dirigiese sus actos. Pero el Hijo de Dios se había entregado a la voluntad del Padre y dependía de su poder. Tan completamente había anonadado Cristo al yo que no hacía planes por sí mismo. Aceptaba los planes de Dios para él, y día tras día el Padre se los revelaba. De tal manera debemos depender de Dios que nuestra vida sea el simple desarrollo de su voluntad.
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Cuando Moisés estaba por construir el santuario como morada de Dios, se le indicó que hiciese todas las cosas de acuerdo con el modelo que se le mostrara en el monte. Moisés estaba lleno de celo para hacer la obra de Dios; los hombres más talentosos y hábiles estaban a su disposición para ejecutar sus sugestiones. Sin embargo, no había de hacer una campana, una granada, una borla, una franja, una cortina o cualquier vaso del santuario sin que estuviese de acuerdo con el modelo que le había sido mostrado. Dios le llamó al monte y le reveló las cosas celestiales. El Señor le cubrió de su gloria para que pudiese ver el modelo, y de acuerdo con éste se hicieron todas las cosas. Así también Dios, deseoso de hacer de Israel su morada, le había revelado su glorioso ideal del carácter. Le mostró el modelo en el monte cuando le dió la ley desde el Sinaí, y cuando pasó delante de Moisés y proclamó: “Jehová, Jehová, fuerte, misericordioso, y piadoso; tardo para la ira, y grande en benignidad y verdad; que guarda la misericordia en millares, que perdona la iniquidad, la rebelión, y el pecado.”5
Israel había preferido sus propios caminos. No había edificado de acuerdo con el dechado; pero Cristo, el verdadero templo para morada de Dios, modeló todo detalle de su vida terrenal de acuerdo con el ideal de Dios. Dijo: “Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón.”6 Así también nuestro carácter debe ser edificado “para morada de Dios en Espíritu.” Y hemos de hacer todas las cosas de acuerdo con el Modelo, a saber Aquel que “padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que vosotros sigáis sus pisadas.”7
Las palabras de Cristo nos enseñan que debemos considerarnos inseparablemente unidos a nuestro Padre celestial. Cualquiera sea nuestra situación, dependemos de Dios, quien tiene todos los destinos en sus manos. El nos ha señalado nuestra obra, y nos ha dotado de facultades y recursos para ella. Mientras sometamos la voluntad a Dios, y confiemos en su fuerza y sabiduría, seremos guiados por sendas seguras, para cumplir nuestra parte señalada en su gran plan. Pero el que depende de su propia sabiduría y poder se separa de Dios. En vez de obrar al unísono con Cristo, cumple el propósito del enemigo de Dios y del hombre.
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El Salvador continuó: “Todo lo que él [el Padre] hace, esto también hace el Hijo juntamente…. Como el Padre levanta los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida.” Los saduceos sostenían que no habría resurrección del cuerpo; pero Jesús les dice que una de las mayores obras de su Padre es la de resucitar a los muertos, y que él mismo tiene poder para hacerla. “Vendrá hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios: y los que oyeren vivirán.” Los fariseos creían en la resurrección. Cristo les dice que ya está entre ellos el poder que da vida a los muertos, y que han de contemplar su manifestación. Este mismo poder de resucitar es el que da vida al alma que está muerta en “delitos y pecados.”8 Ese espíritu de vida en Cristo Jesús, “la virtud de su resurrección,” libra a los hombres “de la ley del pecado y de la muerte.”9 El dominio del mal es quebrantado, y por la fe el alma es guardada de pecado. El que abre su corazón al Espíritu de Cristo llega a participar de ese gran poder que sacará su cuerpo de la tumba.
El humilde Nazareno asevera su verdadera nobleza. Se eleva por encima de la humanidad, depone el manto de pecado y de vergüenza, y se revela como el Honrado de los ángeles, el Hijo de Dios, Uno con el Creador del universo. Sus oyentes quedan hechizados. Nadie habló jamás palabras como las suyas, ni tuvo un porte de tan real majestad. Sus declaraciones son claras y sencillas; presentan distintamente su misión y el deber del mundo. “Porque el Padre a nadie juzga, mas todo el juicio dió al Hijo; para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió…. Porque como el Padre tiene vida en sí mismo, así dió también al Hijo que tuviese vida en sí mismo: y también le dió poder de hacer juicio, en cuanto es el Hijo del hombre.”
Los sacerdotes y gobernantes se habían constituido jueces, para condenar la obra de Cristo, pero él se declaró Juez de ellos y de toda la tierra. El mundo ha sido confiado a Cristo, y por él ha fluído toda bendición de Dios a la especie caída. Era Redentor antes de su encarnación tanto como después. Tan pronto como hubo pecado, hubo un Salvador. Ha dado luz y vida a todos, y según la medida de la luz dada, cada uno será juzgado. Y el que dió la luz, el que siguió al alma con las más tiernas súplicas, tratando de ganarla del pecado a la santidad, es a la vez su Abogado y Juez. Desde el principio de la gran controversia en el cielo, Satanás ha sostenido su causa por medio del engaño; y Cristo ha estado obrando para desenmascarar sus planes y quebrantar su poder. El que hizo frente al engañador, y a través de todos los siglos procuró arrebatar cautivos de su dominio, es quien pronunciará el juicio sobre cada alma.
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Y Dios “le ha dado potestad de ejecutar juicio, por cuanto él es Hijo del hombre.”10 Porque gustó las mismas heces de la aflicción y tentación humanas, y comprende las debilidades y los pecados de los hombres; porque en nuestro favor resistió victoriosamente las tentaciones de Satanás y tratará justa y tiernamente con las almas por cuya salvación fué derramada su sangre, por todo esto, el Hijo del hombre ha sido designado para ejecutar el juicio.
Pero la misión de Cristo no era juzgar, sino salvar. “No envió Dios a su Hijo al mundo para que condene al mundo, mas para que el mundo sea salvo por él.”11 Y delante del Sanedrín, Jesús declaró: “El que oye mi palabra, y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas pasó de muerte a vida.”
Invitando a sus oyentes a no asombrarse, Cristo reveló ante ellos, en una visión aun mayor, el misterio de lo futuro. “Vendrá hora—dijo,—cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron bien, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron mal, a resurrección de condenación.”
Esta seguridad de la vida futura era lo que durante tanto tiempo Israel había esperado recibir cuando viniera el Mesías. Resplandecía sobre ellos la única luz que puede iluminar la lobreguez de la tumba. Pero la obstinación es ciega. Jesús había violado las tradiciones de los rabinos y despreciado su autoridad, y ellos no querían creer.
El tiempo, el lugar, la ocasión, la intensidad de los sentimientos que dominaban a la asamblea, todo se combinaba para hacer más impresionantes las palabras de Jesús ante el Sanedrín. Las más altas autoridades religiosas de la nación procuraban matar a Aquel que se declaraba restaurador de Israel. El Señor del sábado había sido emplazado ante un tribunal terrenal para responder a la acusación de violar la ley del sábado. Cuando declaró tan intrépidamente su misión, sus jueces le miraron con asombro e ira; pero sus palabras eran incontestables. No podían condenarle. Negó a los sacerdotes y rabinos el derecho a interrogarle, o a interrumpir su obra. No habían sido investidos con esa autoridad. Sus pretensiones se basaban en su propio orgullo y arrogancia. No quiso reconocerse culpable de sus acusaciones, ni ser catequizado por ellos.
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En vez de disculparse por el hecho del cual se quejaban, o explicar el propósito que tuviera al realizarlo, Jesús se encaró con los gobernantes, y el acusado se trocó en acusador. Los reprendió por la dureza de su corazón y su ignorancia de las Escrituras. Declaró que habían rechazado la palabra de Dios, puesto que habían rechazado a Aquel a quien Dios había enviado. “Escudriñáis las Escrituras, pues pensáis que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí”12
En toda página, sea de historia, preceptos o profecía, las Escrituras del Antiguo Testamento irradian la gloria del Hijo de Dios. Por cuanto era de institución divina, todo el sistema del judaísmo era una profecía compacta del Evangelio. Acerca de Cristo “dan testimonio todos los profetas.”13 Desde la promesa hecha a Adán, por el linaje patriarcal y la economía legal, la gloriosa luz del cielo delineó claramente las pisadas del Redentor. Los videntes contemplaron la estrella de Belén, el Shiloh venidero, mientras las cosas futuras pasaban delante de ellos en misteriosa procesión. En todo sacrificio, se revelaba la muerte de Cristo. En toda nube de incienso, ascendía su justicia. Toda trompeta del jubileo hacía repercutir su nombre. En el pavoroso misterio del lugar santísimo, moraba su gloria.
Los judíos poseían las Escrituras, y suponían que en el mero conocimiento externo de la palabra tenían vida eterna. Pero Jesús dijo: “No tenéis su palabra morando en vosotros.”14 Habiendo rechazado a Cristo en su palabra, le rechazaron en persona. “No queréis venir a mí—dijo,—para que tengáis vida.”
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Los dirigentes judíos habían estudiado las enseñanzas de los profetas acerca del reino del Mesías; pero lo habían hecho, no con un sincero deseo de conocer la verdad, sino con el propósito de hallar evidencia con que sostener sus ambiciosas esperanzas. Cuando Cristo vino de una manera contraria a sus expectativas, no quisieron recibirle; y a fin de justificarse, trataron de probar que era un impostor. Una vez que hubieron asentado los pies en esta senda, fué fácil para Satanás fortalecer su oposición a Cristo. Interpretaron contra él las mismas palabras que deberían haber recibido como evidencia de su divinidad. Así trocaron la verdad de Dios en mentira, y cuanto más directamente les hablaba el Salvador en sus obras de misericordia, más resueltos estaban a resistir la luz.
Jesús dijo: “Gloria de los hombres no recibo.” No deseaba la influencia ni la sanción del Sanedrín. No podía recibir honor de su aprobación. Estaba investido con el honor y la autoridad del cielo. Si lo hubiese deseado, los ángeles habrían venido a rendirle homenaje; el Padre habría testificado de nuevo acerca de su divinidad. Pero para beneficio de ellos mismos, por causa de la nación cuyos dirigentes eran, deseaba que los gobernantes judíos discerniesen su carácter y recibiesen las bendiciones que había venido a traerles.
“He venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, a aquél recibiréis.” Jesús vino por autoridad de Dios, llevando su imagen, cumpliendo su palabra y buscando su gloria; sin embargo, no fué aceptado por los dirigentes de Israel; pero cuando vinieran otros, asumiendo el carácter de Cristo, pero impulsados por su propia voluntad y buscando su propia gloria, los recibirían. ¿Por qué? Porque el que busca su propia gloria apela al deseo de exaltación propia en los demás. Y a una incitación tal los judíos podían responder. Recibirían al falso maestro porque adularía su orgullo sancionando sus caras opiniones y tradiciones. Pero la enseñanza de Cristo no coincidía con sus ideas. Era espiritual, y exigía el sacrificio del yo; por lo tanto, no querían recibirla. No conocían a Dios, y para ellos su voz expresada por medio de Cristo era la voz de un extraño.
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¿No se repite el caso hoy? ¿No hay muchos, aun entre los dirigentes religiosos, que están endureciendo su corazón contra el Espíritu Santo, incapacitándose así para reconocer la voz de Dios? ¿No están rechazando la palabra de Dios, a fin de conservar sus tradiciones?
“Si vosotros creyeseis a Moisés—dijo Jesús,—creeríais a mí; porque de mí escribió él. Y si a sus escritos no creéis, ¿cómo creeréis a mis palabras?” Fué Cristo quien habló a Israel por medio de Moisés. Si hubieran escuchado la voz divina que les hablaba por medio de su gran caudillo, la habrían reconocido en las enseñanzas de Cristo. Si hubiesen creído a Moisés, habrían creído en Aquel de quien escribió Moisés.
Jesús sabía que los sacerdotes y rabinos estaban resueltos a quitarle la vida; pero les explicó claramente su unidad con el Padre y su relación con el mundo. Vieron que la oposición que le hacían era inexcusable, pero su odio homicida no se aplacó. El temor se apoderó de ellos al presenciar el poder convincente que acompañaba su ministerio; pero resistieron sus llamamientos, y se encerraron en las tinieblas.
Habían fracasado señaladamente en subvertir la autoridad de Jesús o enajenarle el respeto y la atención del pueblo, de entre el cual muchos se habían convencido por sus palabras. Los gobernantes mismos habían sentido profunda convicción mientras había hecho pesar su culpa sobre su conciencia; pero esto no hizo sino amargarlos aun más contra él. Estaban resueltos a quitarle la vida. Enviaron mensajeros por todo el país para amonestar a la gente contra Jesús como impostor. Mandaron espías para que lo vigilasen, e informasen de lo que decía y hacía. El precioso Salvador estaba ahora muy ciertamente bajo la sombra de la cruz.