El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 38 – Venid, reposad un poco

Este capítulo está basado en Mateo 14:1, 2, 12, 13; Marcos 6:30-32; Lucas 9:7-10.

Al volver de su jira misionera, “los apóstoles se juntaron con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado. Y él les dijo: Venid vosotros aparte al lugar desierto, y reposad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, que ni aun tenían lugar de comer.”

Los discípulos vinieron a Jesús y le contaron todo. Su unión íntima con él los animaba a presentarle todos los incidentes favorables y desfavorables que les ocurrieran, la alegría que sentían al ver los resultados de sus trabajos, y el pesar que les causaban sus fracasos, faltas y debilidades. Habían cometido errores en su primera obra de evangelización, y mientras relataban francamente a Cristo lo sucedido, él vió que necesitaban muchas instrucciones. Vió también que se habían cansado en el trabajo y necesitaban reposo.

Pero no podían obtener el aislamiento necesario donde se encontraban entonces; “porque eran muchos los que iban y venían, que ni aun tenían lugar de comer.” La gente se agolpaba en derredor de Cristo, ansiosa de ser sanada y ávida de escuchar su palabra. Muchos se sentían atraídos a él; porque les parecía ser la fuente de toda bendición. Muchos de los que se agolpaban en derredor de Cristo para recibir el precioso don de la salud, le aceptaban como su Salvador. Muchos otros, que temían entonces confesarle, a causa de los fariseos, se convirtieron cuando descendió el Espíritu Santo, y delante de sacerdotes y gobernantes airados le reconocieron como el Hijo de Dios.

Pero ahora Cristo anhelaba retraimiento, a fin de poder estar con los discípulos; porque tenía mucho que decirles. En su obra, habían pasado por la prueba del conflicto y habían encontrado oposición de diversas formas. Hasta ahí habían consultado a Cristo en todo; pero durante algún tiempo habían estado solos y a veces habían estado muy angustiados en cuanto a saber qué hacer. Habían hallado mucho estímulo en su trabajo; porque Cristo no los había mandado sin su Espíritu, y por la fe en él habían realizado muchos milagros; pero ahora necesitaban alimentarse con el pan de vida. Necesitaban ir a un lugar de retraimiento, donde pudiesen estar en comunión con Jesús y recibir instrucciones para su obra futura.

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“Y él les dijo: Venid vosotros aparte al lugar desierto, y reposad un poco.” Cristo está lleno de ternura y compasión por todos los que participan en su servicio. El quería mostrar a sus discípulos que Dios no requiere sacrificio sino misericordia. Ellos habían consagrado todo su corazón a trabajar por la gente, y esto agotó su fuerza física y mental. Era su deber descansar.

Al notar los discípulos cómo sus labores tenían éxito, corrían peligro de atribuirse el mérito a sí mismos, de sentir orgullo espiritual, y así caer bajo las tentaciones de Satanás. Les esperaba una gran obra, y ante todo debían aprender que su fuerza no residía en sí mismos, sino en Dios. Como Moisés en el desierto del Sinaí, como David entre las colinas de Judea, o Elías a orillas del arroyo de Carit, los discípulos necesitaban apartarse del escenario de su intensa actividad, para ponerse en comunión con Cristo, con la naturaleza y con su propio corazón.

Mientras los discípulos habían estado ausentes en su jira misionera, Jesús había visitado otras aldeas y pueblos, predicando el Evangelio del reino. Fué más o menos en aquel entonces cuando recibió las nuevas de la muerte del Bautista. Este acontecimiento le presentó vívidamente el fin hacia el cual se dirigían sus propios pasos. Densas sombras se estaban acumulando sobre su senda. Los sacerdotes y rabinos estaban buscando ocasión para lograr su muerte, los espías vigilaban sus pasos, y por todas partes se multiplicaban las maquinaciones para destruirle. Habían llegado a Herodes noticias de la predicación de los apóstoles por Galilea, y ello había llamado su atención a Jesús y su obra. “Este es Juan el Bautista—decía:—él ha resucitado de los muertos,” y expresó el deseo de ver a Jesús. Herodes temía constantemente que se preparase secretamente una revolución con el objeto de destronarle y librar a la nación judía del yugo romano. Entre la gente cundía el espíritu de descontento e insurrección. Era evidente que las labores públicas de Cristo en Galilea no podían continuar por mucho tiempo. Se acercaban las escenas de sus sufrimientos, y él anhelaba apartarse por unos momentos de la confusión de la multitud.

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Con corazones entristecidos, los discípulos de Juan habían sepultado su cuerpo mutilado. Luego “fueron, y dieron las nuevas a Jesús.” Estos discípulos habían sentido envidia de Cristo cuando les parecía que apartaba la gente de Juan. Se habían puesto de parte de los fariseos para acusarle cuando se hallaba sentado con los publicanos en el festín de Mateo. Habían dudado de su misión divina porque no había libertado al Bautista. Pero ahora que su maestro había muerto, y anhelaban consuelo en su gran tristeza y dirección para su obra futura, vinieron a Jesús y unieron su interés con el suyo. Ellos también necesitaban momentos de tranquilidad para estar en comunión con el Salvador.

Cerca de Betsaida, en el extremo septentrional del lago, había una región solitaria, entonces hermosamente cubierta por el fresco y verde tapiz de la primavera, y ofrecía un grato retiro a Jesús y sus discípulos. Se dirigieron hacia ese lugar, cruzando el agua con su bote. Allí estarían lejos de las vías de comunicación y del bullicio y agitación de la ciudad. Las escenas de la naturaleza eran en sí mismas un reposo, un cambio grato a los sentidos. Allí podrían ellos escuchar las palabras de Cristo sin oír las airadas interrupciones, las réplicas y acusaciones de los escribas y fariseos. Allí disfrutarían de unos cortos momentos de preciosa comunión en la compañía de su Señor.

El descanso que Cristo y sus discípulos tomaron no era un descanso egoísta y complaciente. El tiempo que pasaron en retraimiento no lo dedicaron a buscar placeres. Conversaron de la obra de Dios y de la posibilidad de alcanzar mayor eficiencia en ella. Los discípulos habían estado con Jesús y podían comprenderle; no necesitaba hablarles en parábolas. El corrigió sus errores y les aclaró la mejor manera de acercarse a la gente. Les reveló más plenamente los preciosos tesoros de la verdad divina. Quedaron vivificados por el poder divino y llenos de esperanza y valor.

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Aunque Jesús podía realizar milagros y había dotado a sus discípulos del poder de realizarlos también, recomendó a sus cansados siervos que se apartasen al campo y descansasen. Cuando dijo que la mies era mucha, y pocos los obreros, no impuso a sus discípulos la necesidad de trabajar sin cesar, sino que dijo: “Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.”1 Dios ha asignado a cada uno su obra según su capacidad,2 y él no quiere que unos pocos estén recargados de responsabilidades, mientras que los otros no llevan ninguna carga, trabajo ni preocupación del alma.

Las compasivas palabras de Cristo se dirigen a sus obreros actuales tanto como a sus discípulos de entonces. “Venid vosotros aparte, … y reposad un poco,” dice aún a aquellos que están cansados y agobiados. No es prudente estar siempre bajo la tensión del trabajo y la excitación, aun mientras se atiendan las necesidades espirituales de los hombres; porque de esta manera se descuida la piedad personal y se agobian las facultades de la mente, del alma y del cuerpo. Se exige abnegación de los discípulos de Cristo y ellos deben hacer sacrificios; pero deben tener cuidado, no sea que por su exceso de celo, Satanás se aproveche de la debilidad humana y perjudique la obra de Dios.

En la estima de los rabinos, era la suma de la religión estar siempre en un bullicio de actividad. Ellos querían manifestar su piedad superior por algún acto externo. Así separaban sus almas de Dios y se encerraban en la suficiencia propia. Existen todavía los mismos peligros. Al aumentar la actividad, si los hombres tienen éxito en ejecutar algún trabajo para Dios, hay peligro de que confíen en los planes y métodos humanos. Propenden a orar menos y a tener menos fe. Como los discípulos, corremos el riesgo de perder de vista cuánto dependemos de Dios y tratar de hacer de nuestra actividad un salvador. Necesitamos mirar constantemente a Jesús comprendiendo que es su poder lo que realiza la obra. Aunque hemos de trabajar fervorosamente para la salvación de los perdidos, también debemos tomar tiempo para la meditación, la oración y el estudio de la Palabra de Dios. Es únicamente la obra realizada con mucha oración y santificada por el mérito de Cristo, la que al fin habrá resultado eficaz para el bien.

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Ninguna vida estuvo tan llena de trabajo y responsabilidad como la de Jesús, y, sin embargo, cuán a menudo se le encontraba en oración. Cuán constante era su comunión con Dios. Repetidas veces en la historia de su vida terrenal, se encuentran relatos como éste: “Levantándose muy de mañana, aun muy de noche, salió y se fué a un lugar desierto, y allí oraba.” “Y se juntaban muchas gentes a oír y ser sanadas de sus enfermedades. Mas él se apartaba a los desiertos, y oraba.” “Y aconteció en aquellos días, que fué al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios.”3

En una vida completamente dedicada al beneficio ajeno, el Salvador hallaba necesario retirarse de los caminos muy transitados y de las muchedumbres que le seguían día tras día. Debía apartarse de una vida de incesante actividad y contacto con las necesidades humanas, para buscar retraimiento y comunión directa con su Padre. Como uno de nosotros, participante de nuestras necesidades y debilidades, dependía enteramente de Dios, y en el lugar secreto de oración, buscaba fuerza divina, a fin de salir fortalecido para hacer frente a los deberes y las pruebas. En un mundo de pecado, Jesús soportó luchas y torturas del alma. En la comunión con Dios, podía descargarse de los pesares que le abrumaban. Allí encontraba consuelo y gozo.

En Cristo el clamor de la humanidad llegaba al Padre de compasión infinita. Como hombre, suplicaba al trono de Dios, hasta que su humanidad se cargaba de una corriente celestial que conectaba a la humanidad con la divinidad. Por medio de la comunión continua, recibía vida de Dios a fin de impartirla al mundo. Su experiencia ha de ser la nuestra.

“Venid vosotros aparte,” nos invita. Si tan sólo escuchásemos su palabra, seríamos más fuertes y más útiles. Los discípulos buscaban a Jesús y le relataban todo; y él los estimulaba e instruía. Si hoy tomásemos tiempo para ir a Jesús y contarle nuestras necesidades, no quedaríamos chasqueados; él estaría a nuestra diestra para ayudarnos. Necesitamos más sencillez, más confianza en nuestro Salvador. Aquel cuyo nombre es “Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz;” Aquel de quien está escrito: “El dominio estará sobre su hombro,” es el Consejero Admirable. El nos ha invitado a que le pidamos sabiduría. Y la “da a todos abundantemente y no zahiere.”4

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En todos los que reciben la preparación divina, debe revelarse una vida que no está en armonía con el mundo, sus costumbres o prácticas; y cada uno necesita tener experiencia personal en cuanto a obtener el conocimiento de la voluntad de Dios. Debemos oírle individualmente hablarnos al corazón. Cuando todas las demás voces quedan acalladas, y en la quietud esperamos delante de él, el silencio del alma hace más distinta la voz de Dios. Nos invita: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios.”5 Solamente allí puede encontrarse verdadero descanso. Y ésta es la preparación eficaz para todo trabajo que se haya de realizar para Dios. Entre la muchedumbre apresurada y el recargo de las intensas actividades de la vida, el alma que es así refrigerada quedará rodeada de una atmósfera de luz y de paz. La vida respirará fragancia, y revelará un poder divino que alcanzará a los corazones humanos.

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