Este capítulo está basado en Mateo 14:13-21; Marcos 6:32-44; Lucas 9:10-17; Juan 6:1-13.
Cristo se había retirado con sus discípulos a un lugar aislado, pero estos raros momentos de apacible quietud no tardaron en verse interrumpidos. Los discípulos pensaban haberse retirado donde no serían molestados; pero tan pronto como la multitud echó de menos al divino Maestro, preguntó: “¿Dónde está?” Había entre ella algunos que habían notado la dirección que tomaran Cristo y sus discípulos. Muchos fueron por tierra para buscarlos, mientras que otros siguieron en sus barcos, cruzando el agua. La Pascua se acercaba, y de cerca y de lejos se reunían, para ver a Jesús, grupos de peregrinos que se dirigían a Jerusalén. Su número fué en aumento, hasta que se reunieron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Antes que Cristo llegara a la orilla, una muchedumbre le estaba esperando, pero él desembarcó sin ser observado y pasó un corto tiempo aislado con los discípulos.
Desde la ladera de la colina, él miraba a la muchedumbre en movimiento, y su corazón se conmovía de simpatía. Aunque interrumpido y privado de su descanso, no manifestaba impaciencia. Veía que una necesidad mayor requería su atención, mientras contemplaba a la gente que acudía y seguía acudiendo. “Y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor.” Abandonando su retiro, halló un lugar conveniente donde pudiese atender a la gente. Ella no recibía ayuda de los sacerdotes y príncipes; pero las sanadoras aguas de vida fluían de Cristo mientras enseñaba a la multitud el camino de la salvación.
La gente escuchaba las palabras misericordiosas que brotaban tan libremente de los labios del Hijo de Dios. Oían las palabras de gracia, tan sencillas y claras que les parecían bálsamo de Galaad para sus almas. El poder sanador de su mano divina impartía alegría y vida a los moribundos, comodidad y salud a los que sufrían enfermedades. El día les parecía como el cielo en la tierra, y no se daban la menor cuenta de cuánto tiempo hacía que no habían comido.
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Por fin había transcurrido ya el día, el sol se estaba hundiendo en el occidente, y la gente seguía demorándose. Jesús había trabajado todo el día, sin comer ni descansar. Estaba pálido por el cansancio y el hambre, y los discípulos le rogaron que dejase de trabajar. Pero él no podía apartarse de la muchedumbre que le oprimía de todas partes.
Los discípulos se acercaron finalmente a él, insistiendo en que para el mismo beneficio de la gente había que despedirla. Muchos habían venido de lejos, y no habían comido desde la mañana. En las aldeas y pueblos de los alrededores podían conseguir alimentos. Pero Jesús dijo: “Dadles vosotros de comer,” y luego, volviéndose a Felipe, preguntó: “¿De dónde compraremos pan para que coman éstos?” Esto lo dijo para probar la fe del discípulo. Felipe miró el mar de cabezas, y pensó que sería imposible proveer alimentos para satisfacer las necesidades de una muchedumbre tan grande. Contestó que doscientos denarios de pan no alcanzarían para que cada uno tuviese un poco. Jesús preguntó cuánto alimento podía encontrarse entre la multitud. “Un muchacho está aquí—dijo Andrés,—que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos; ¿mas qué es esto entre tantos?” Jesús ordenó que le trajesen estas cosas y luego pidió a los discípulos que hiciesen sentar a la gente sobre la hierba, en grupos de cincuenta y de cien personas, para conservar el orden, y a fin de que todos pudiesen presenciar lo que iba a hacer. Hecho esto, Jesús tomó los alimentos, y “alzando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dió los panes a los discípulos, y los discípulos a las gentes.” “Y comieron todos, y se hartaron. Y alzaron de los pedazos doce cofines llenos, y de los peces.”
El que enseñaba a la gente la manera de obtener paz y felicidad se preocupaba tanto de sus necesidades temporales como de las espirituales. La gente estaba cansada y débil. Había madres con niños en brazos, y niñitos que se aferraban de sus faldas. Muchos habían estado de pie durante horas. Habían estado tan intensamente interesados en las palabras de Cristo, que ni siquiera habían pensado en sentarse, y la muchedumbre era tan numerosa que había peligro de que se pisotearan unos a otros. Jesús les daba ahora ocasión de descansar, invitándolos a sentarse. Había mucha hierba en ese lugar, y todos podían reposar cómodamente.
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Cristo no realizó nunca un milagro que no fuese para suplir una necesidad verdadera, y cada milagro era de un carácter destinado a conducir a la gente al árbol de la vida, cuyas hojas son para la sanidad de las naciones. El alimento sencillo que las manos de los discípulos hicieron circular, contenía numerosas lecciones. Era un menú humilde el que había sido provisto; los peces y los panes de cebada eran la comida diaria de los pescadores que vivían alrededor del mar de Galilea. Cristo podría haber extendido delante de la gente una comida opípara, pero los alimentos preparados solamente para satisfacer el apetito no habrían impartido una lección benéfica. Cristo enseñaba a los concurrentes que las provisiones naturales que Dios hizo para el hombre habían sido pervertidas. Y nunca disfrutó nadie de lujosos festines preparados para satisfacer un gusto pervertido como esta gente disfrutó del descanso y de la comida sencilla que Jesús le proveyó tan lejos de las habitaciones de los hombres.
Si los hombres fuesen hoy sencillos en sus costumbres, y viviesen en armonía con las leyes de la naturaleza, como Adán y Eva en el principio, habría abundante provisión para las necesidades de la familia humana. Habría menos necesidades imaginarias, y más oportunidades de trabajar en las cosas de Dios. Pero el egoísmo y la complacencia del gusto antinatural han producido pecado y miseria en el mundo, por los excesos de un lado, y por la carencia del otro.
Jesús no trataba de atraer a la gente a sí por la satisfacción de sus deseos de lujo. Para aquella vasta muchedumbre, cansada y hambrienta después del largo día de excitaciones, el sencillo menú era una garantía no sólo de su poder, sino de su tierno cuidado manifestado hacia ellos en las necesidades comunes de la vida. El Salvador no ha prometido a quienes le sigan los lujos del mundo; su alimento puede ser sencillo y aun escaso; su suerte puede hallarse limitada estrechamente por la pobreza; pero él ha empeñado su palabra de que su necesidad será suplida, y ha prometido lo que es mucho mejor que los bienes mundanales: el permanente consuelo de su propia presencia.
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Al alimentar a los cinco mil, Jesús alzó el velo del mundo de la naturaleza y reveló el poder que se ejerce constantemente para nuestro bien. En la producción de las mieses terrenales, Dios obra un milagro cada día. Por medio de agentes naturales, se realiza la misma obra que fué hecha al alimentar a la multitud. Los hombres preparan el suelo y siembran la semilla, pero es la vida de Dios la que hace germinar la simiente. Es la lluvia, el aire y el sol de Dios lo que le hace producir, “primero hierba, luego espiga, después grano lleno en la espiga.”1 Es Dios quien alimenta cada día los millones con las mieses de esta tierra. Los hombres están llamados a cooperar con Dios en el cuidado del grano y la preparación del pan, y por esto pierden de vista la intervención divina. No dan a Dios la gloria que se debe a su santo nombre. Atribuyen la obra de su poder a causas naturales o a instrumentos humanos. Glorifican al hombre en lugar de Dios, y pervierten para usos egoístas sus dones misericordiosos, haciendo de ellos una maldición en vez de una bendición. Dios está tratando de cambiar todo esto. Desea que nuestros sentidos embotados sean vivificados para discernir su bondad misericordiosa y glorificarle por la manifestación de su poder. Desea que le reconozcamos en sus dones, a fin de que ellos sean, como él quería, una bendición para nosotros. Con este fin fueron realizados los milagros de Cristo.
Después que la multitud hubo sido alimentada, sobraba abundante comida; pero el que dispone de todos los recursos del poder infinito dijo: “Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada.” Estas palabras significaban más que poner el pan en los cestos. La lección era doble. Nada se había de desperdiciar. No hemos de perder ninguna ventaja temporal. No debemos descuidar nada de lo que puede beneficiar a un ser humano. Recójase todo lo que aliviará la necesidad de los hambrientos de esta tierra. Debe manifestarse el mismo cuidado en las cosas espirituales. Cuando se recogieron los cestos de fragmentos, la gente se acordó de sus amigos en casa. Querían que ellos participasen del pan que Cristo había bendecido. El contenido de los canastos fué distribuído entre la ávida muchedumbre y llevado por toda la región circundante. Así también los que estuvieron en el festín debían dar a otros el pan del cielo para satisfacer el hambre del alma. Habían de repetir lo que habían aprendido acerca de las cosas admirables de Dios. Nada había de perderse. Ni una sola palabra concerniente a su salvación eterna había de caer inútilmente al suelo.
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El milagro de los panes enseña una lección en cuanto a depender de Dios. Cuando Cristo alimentó a los cinco mil, la comida no estaba cerca. Aparentemente él no disponía de recursos. Allí estaba, en el desierto, con cinco mil hombres, además de las mujeres y los niños. El no había invitado a la vasta muchedumbre. Ella había venido sin invitación ni orden; pero él sabía que después de haber escuchado por tanto tiempo sus instrucciones, se sentían hambrientos y débiles; porque él también participaba de su necesidad de alimento. Estaban lejos de sus casas, y la noche se acercaba. Muchos estaban sin recursos para comprar alimento. El que por ellos había ayunado cuarenta días en el desierto, no quería dejarlos volver hambrientos a sus casas. La providencia de Dios había colocado a Jesús donde se hallaba; y él dependía de su Padre celestial para obtener los medios para aliviar la necesidad.
Y cuando somos puestos en estrecheces, debemos depender de Dios. Hemos de ejercer sabiduría y juicio en toda acción de la vida, a fin de no colocarnos en situación de prueba por procederes temerarios. No debemos sumirnos en dificultades descuidando los medios que Dios ha provisto y usando mal las facultades que nos ha dado. Los que trabajan para Cristo deben obedecer implícitamente sus instrucciones. La obra es de Dios, y si queremos beneficiar a otros debemos seguir sus planes. No puede hacerse del yo un centro; el yo no puede recibir honra. Si hacemos planes según nuestras propias ideas, el Señor nos abandonará a nuestros propios errores. Pero cuando, después de seguir sus indicaciones, somos puestos en estrecheces, nos librará. No hemos de renunciar a la lucha, desalentados, sino que en toda emergencia hemos de procurar la ayuda de Aquel que tiene recursos infinitos a su disposición. Con frecuencia, estaremos rodeados de circunstancias penosas, y entonces, con la más plena confianza, debemos depender de Dios. El guardará a toda alma puesta en perplejidad por tratar de andar en el camino del Señor.
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Por medio del profeta, Cristo nos ha ordenado: “Que partas tu pan con el hambriento,” “y saciares el alma afligida,” “que cuando vieres al desnudo, lo cubras,” “y a los pobres errantes metas en casa.”2 Nos ha dicho: “Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura.”3 Pero cuán a menudo nos descorazonamos y nos falta la fe, al ver cuán grande es la necesidad y cuán pequeños los medios en nuestras manos. Como Andrés al mirar los cinco panes de cebada y los dos pececillos, exclamamos: “¿Qué son éstos para tantos?” Con frecuencia, vacilamos, nada dispuestos a dar todo lo que tenemos, temiendo gastar y ser gastados para los demás. Pero Jesús nos ha ordenado: “Dadles vosotros de comer.” Su orden es una promesa; y la apoya el mismo poder que alimentó a la muchedumbre a orillas del mar.
El acto de Cristo al suplir las necesidades temporales de una muchedumbre hambrienta, entraña una profunda lección espiritual para todos los que trabajan para él. Cristo recibía del Padre; él impartía a los discípulos; ellos impartían a la multitud; y las personas unas a otras. Así, todos los que están unidos a Cristo, recibirán de él el pan de vida, el alimento celestial, y lo impartirán a otros.
Confiando plenamente en Dios, Jesús tomó la pequeña provisión de panes; y aunque constituía una pequeña porción para su propia familia de discípulos, no los invitó a ellos a comer, sino que empezó a distribuirles el alimento, ordenándoles que sirviesen a la gente. El alimento se multiplicaba en sus manos; y las de los discípulos no estaban nunca vacías al extenderse hacia Cristo, que es él mismo el pan de vida. La pequeña provisión bastó para todos. Después que las necesidades de la gente quedaron suplidas, los fragmentos fueron recogidos, y Cristo y sus discípulos comieron juntos el alimento precioso proporcionado por el Cielo.
Los discípulos eran el medio de comunicación entre Cristo y la gente. Esto debe ser de gran estímulo para sus discípulos de hoy. Cristo es el gran centro, la fuente de toda fuerza. Sus discípulos han de recibir de él sus provisiones. Los más inteligentes, los mejor dispuestos espiritualmente, pueden otorgar a otros solamente lo que reciben. De sí mismos, no pueden suplir en nada las necesidades del alma. Podemos impartir únicamente lo que recibimos de Cristo; y podemos recibir únicamente a medida que impartimos a otros. A medida que continuamos impartiendo, continuamos recibiendo; y cuanto más impartamos, tanto más recibiremos. Así podemos constantemente creer, confiar, recibir e impartir.
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La obra de fomentar el reino de Cristo irá adelante, aunque por todas las apariencias progrese lentamente y las imposibilidades parezcan testificar contra su progreso. La obra es de Dios, y él proporcionará los recursos y mandará quienes ayuden, discípulos fieles y fervientes, cuyas manos estén también llenas de alimento para la muchedumbre hambrienta. Dios no se olvida de los que trabajan con amor para dar la Palabra de vida a las almas que perecen, quienes a su vez extienden las manos para recibir alimento para otras almas hambrientas.
En nuestro trabajo para Dios, corremos el peligro de confiar demasiado en lo que el hombre, con sus talentos y capacidad, puede hacer. Así perdemos de vista al único Artífice Maestro. Con demasiada frecuencia, el que trabaja para Cristo deja de comprender su responsabilidad personal. Corre el peligro de pasar su carga a organizaciones, en vez de confiar en Aquel que es la fuente de toda fuerza. Es un grave error confiar en la sabiduría humana o en los Números para hacer la obra de Dios. El trabajar con éxito para Cristo depende no tanto de los Números o del talento como de la pureza del propósito, de la verdadera sencillez de una fe ferviente y confiada. Deben llevarse responsabilidades personales, asumirse deberes personales, realizarse esfuerzos personales en favor de los que no conocen a Cristo. En vez de pasar nuestra responsabilidad a alguna otra persona que consideramos más capacitada que nosotros, obremos según nuestra capacidad.
Cuando se nos presente la pregunta: “¿De dónde compraremos pan para que éstos coman?” no demos la respuesta de la incredulidad. Cuando los discípulos oyeron la indicación del Salvador: “Dadles vosotros de comer,” se les presentaron todas las dificultades. Preguntaron: ¿Iremos por las aldeas a comprar pan? Así también ahora, cuando la gente está privada del pan de vida, los hijos del Señor preguntan: ¿Mandaremos llamar a alguno de lejos, para que venga y los alimente? Pero ¿qué dijo Cristo? “Haced recostar la gente,” y allí los alimentó. Así, cuando estemos rodeados de almas menesterosas, sepamos que Cristo está allí. Pongámonos en comunión con él; traigamos nuestros panes de cebada a Jesús.
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Los medios de los cuales disponemos no parecerán tal vez suficientes para la obra; pero si queremos avanzar con fe, creyendo en el poder de Dios que basta para todo, se nos presentarán abundantes recursos. Si la obra es de Dios, él mismo proveerá los medios para realizarla. El recompensará al que confíe sencilla y honradamente en él. Lo poco que se emplea sabia y económicamente en el servicio del Señor del cielo, se multiplicará al ser impartido. En las manos de Cristo, la pequeña provisión de alimento permaneció sin disminución hasta que la hambrienta multitud quedó satisfecha. Si vamos a la Fuente de toda fuerza, con las manos de nuestra fe extendidas para recibir, seremos sostenidos en nuestra obra, aun en las circunstancias más desfavorables, y podremos dar a otros el pan de vida.
El Señor dice: “Dad, y se os dará.” “El que siembra con mezquindad, con mezquindad también segará; y el que siembra generosamente, generosamente también segará…. Y puede Dios hacer que toda gracia abunde en vosotros; a fin de que, teniendo siempre toda suficiencia en todo, tengáis abundancia para toda buena obra; según está escrito:
“Ha esparcido, ha dado a los pobres; Su justicia permanece para siempre.
“Y el que suministra simiente al sembrador, y pan para manutención, suministrará y multiplicará vuestra simiente para sembrar, y aumentará los productos de vuestra justicia; estando vosotros enriquecidos en todo, para toda forma de liberalidad; la cual obra por medio de nosotros acciones de gracias a Dios.”