Este capítulo está basado en Mateo 15:29-39; 16:1-12; Marcos 7:31-37; 8:1-21.
“Y Volviendo a salir de los términos de Tiro, vino por Sidón a la mar de Galilea, por mitad de los términos de Decápolis.”
En la región de Decápolis era donde los endemoniados de Gádara habían sido sanados. Allí la gente, alarmada por la destrucción de los cerdos, había obligado a Jesús a apartarse de entre ella. Pero había escuchado a los mensajeros que él dejara atrás, y se había despertado el deseo de verle. Cuando Jesús volvió a esa región, se reunió una muchedumbre en derredor de él y le trajeron a un hombre sordo y tartamudo. Jesús no sanó a ese hombre, como era su costumbre, por una sola palabra. Apartándole de la muchedumbre, puso sus dedos en sus oídos y tocó su lengua; mirando al cielo, suspiró al pensar en los oídos que no querían abrirse a la verdad, en las lenguas que se negaban a reconocer al Redentor. A la orden: “Sé abierto,” le fué devuelta al hombre la facultad de hablar y, violando la recomendación de no contarlo a nadie, publicó por todas partes el relato de su curación.
Jesús subió a una montaña y allí la muchedumbre acudió a él trayendo a sus enfermos y cojos y poniéndolos a sus pies. El los sanaba a todos; y la gente, pagana como era, glorificaba al Dios de Israel. Durante tres días este gentío continuó rodeando al Salvador, durmiendo de noche al aire libre y de día agolpándose ávidamente para oír las palabras de Cristo y ver sus obras. Al fin de los tres días, se habían agotado sus provisiones. Jesús no quería despedir a la gente hambrienta, e invitó a sus discípulos a que le diesen alimentos. Otra vez los discípulos manifestaron su incredulidad. En Betsaida habían visto cómo, con la bendición de Cristo, su pequeña provisión alcanzó para alimentar a la muchedumbre; sin embargo, no trajeron ahora todo lo que tenían ni confiaron en su poder de multiplicarlo en favor de las muchedumbres hambrientas. Además, los que Jesús había alimentado en Betsaida eran judíos; éstos eran gentiles y paganos. El prejuicio judío era todavía fuerte en el corazón de los discípulos, y respondieron a Jesús: “¿De dónde podrá alguien hartar a éstos de pan aquí en el desierto?” Pero, obedientes a su palabra, le trajeron lo que tenían: siete panes y dos peces. La muchedumbre fué alimentada, y sobraron siete grandes cestos de fragmentos. Cuatro mil hombres, además de las mujeres y los niños, repararon así sus fuerzas, y Jesús los despidió llenos de alegría y gratitud.
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Luego, tomando un bote con sus discípulos, cruzó el lago hasta Magdalá, en el extremo sur de la llanura de Genesaret. En la región de Tiro y Sidón, su ánimo había quedado confortado por la implícita confianza de la mujer sirofenisa. Los paganos de Decápolis le habían recibido con alegría. Ahora al desembarcar otra vez en Galilea, donde su poder se había manifestado de la manera más sorprendente, donde había efectuado la mayor parte de sus obras de misericordia y había difundido su enseñanza, fué recibido con incredulidad despectiva.
Una diputación de fariseos había sido reforzada por representantes de los ricos y señoriales saduceos, el partido de los sacerdotes, los escépticos y aristócratas de la nación. Las dos sectas habían estado en acerba enemistad. Los saduceos cortejaban el favor del poder gobernante, a fin de conservar su propia posición y autoridad. Por otro lado, los fariseos fomentaban el odio popular contra los romanos, anhelando el tiempo en que pudieran desechar el yugo de los conquistadores. Pero los fariseos y saduceos se unieron ahora contra Cristo. Los iguales se buscan; y el mal, dondequiera que exista, se confabula con el mal para destruir lo bueno.
Ahora los fariseos y saduceos vinieron a Cristo, pidiendo una señal del cielo. Cuando, en los días de Josué, Israel salió a pelear con los cananeos en Beth-orón, el sol se detuvo a la orden del caudillo hasta que se logró la victoria. Y muchos prodigios similares se habían manifestado en la historia de Israel. Exigieron a Jesús alguna señal parecida. Pero estas señales no eran lo que los judíos necesitaban. Ninguna simple evidencia externa podía beneficiarlos. Lo que necesitaban no era ilustración intelectual, sino renovación espiritual.
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“Hipócritas—dijo Jesús,—que sabéis hacer diferencia en la faz del cielo”—pues estudiando el cielo podían predecir el tiempo;—“¿y en las señales de los tiempos no podéis?” Las palabras que Cristo pronunciaba con el poder del Espíritu Santo que los convencía de pecado eran la señal que Dios había dado para su salvación. Y habían sido dadas señales directas del cielo para atestiguar la misión de Cristo. El canto de los ángeles a los pastores, la estrella que guió a los magos, la paloma y la voz del cielo en ocasión de su bautismo, eran testimonios en su favor.
“Y gimiendo en su espíritu, dice: ¿Por qué pide señal esta generación?” “Mas señal no le será dada, sino la señal de Jonás profeta.” Como Jonás había estado tres días y tres noches en el vientre de la ballena, Cristo había de pasar el mismo tiempo “en el corazón de la tierra.” Y como la predicación de Jonás era una señal para los habitantes de Nínive, la predicación de Cristo era una señal para su generación. Pero, ¡qué contraste en la manera de recibir la palabra! Los habitantes de la gran ciudad pagana temblaron al oír la amonestación de Dios. Reyes y nobles se humillaron; encumbrados y humildes juntos clamaron al Dios del cielo, y su misericordia les fué concedida. “Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación—había dicho Cristo,—y la condenarán; porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás; y he aquí más que Jonás en este lugar.”1
Cada milagro que Cristo realizaba era una señal de su divinidad. El estaba haciendo la obra que había sido predicha acerca del Mesías, pero para los fariseos estas obras de misericordia eran una ofensa positiva. Los dirigentes judíos miraban con despiadada indiferencia el sufrimiento humano. En muchos casos, su egoísmo y opresión habían causado la aflicción que Cristo aliviaba. Así que sus milagros les eran un reproche.
Lo que indujo a los judíos a rechazar la obra del Salvador era la más alta evidencia de su carácter divino. El mayor significado de sus milagros se ve en el hecho de que eran para bendición de la humanidad. La más alta evidencia de que él provenía de Dios estriba en que su vida revelaba el carácter de Dios. Hacía las obras y pronunciaba las palabras de Dios. Una vida tal es el mayor de todos los milagros.
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Cuando se presenta el mensaje de verdad en nuestra época, son muchos los que, como los judíos, claman: Muéstrenos una señal. Realice un milagro. Cristo no ejecutó milagro a pedido de los fariseos. No hizo milagro en el desierto en respuesta a las insinuaciones de Satanás. No nos imparte poder para justificarnos a nosotros mismos o satisfacer las demandas de la incredulidad y el orgullo. Pero el Evangelio no queda sin una señal de su origen divino. ¿No es acaso un milagro que podamos libertarnos de la servidumbre de Satanás? La enemistad contra Satanás no es natural para el corazón humano; es implantada por la gracia de Dios. Cuando el que ha estado dominado por una voluntad terca y extraviada queda libertado y se entrega de todo corazón a la atracción de los agentes celestiales de Dios, se ha realizado un milagro; así también ocurre cuando un hombre que ha estado bajo un engaño poderoso, llega a comprender la verdad moral. Cada vez que un alma se convierte y aprende a amar a Dios y a guardar sus mandamientos, se cumple la promesa de Dios: “Y os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros.”2 El cambio verificado en los corazones humanos, la transformación del carácter humano, es un milagro que revela a un Salvador que vive eternamente y obra para rescatar a las almas. Una vida consecuente en Cristo es un gran milagro. En la predicación de la Palabra de Dios, la señal que debe manifestarse ahora y siempre es la presencia del Espíritu Santo para hacer de la Palabra un poder regenerador para quienes la oyen. Tal es el testimonio que de la divina misión de su Hijo Dios da ante al mundo.
Los que deseaban obtener una señal de Jesús habían endurecido de tal manera su corazón en la incredulidad que no discernían en el carácter de él la semejanza de Dios. No querían ver que su misión cumplía las Escrituras. En la parábola del rico y Lázaro, Jesús dijo a los fariseos: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán, si alguno se levantare de los muertos.”3 Ninguna señal que se pudiese dar en el cielo o en la tierra los habría de beneficiar.
Jesús, “gimiendo en su espíritu,” y apartándose del grupo de caviladores, volvió al barco con sus discípulos. En silencio pesaroso, cruzaron de nuevo el lago. No regresaron, sin embargo, al lugar que habían dejado, sino que se dirigieron hacia Betsaida, cerca de donde habían sido alimentados los cinco mil. Al llegar a la orilla más alejada, Jesús dijo: “Mirad, y guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos.” Desde los tiempos de Moisés, los judíos habían tenido por costumbre apartar de sus casas toda levadura en ocasión de la Pascua, y así se les había enseñado a considerarla como una figura del pecado. Sin embargo, los discípulos no comprendieron a Jesús. En su repentina partida de Magdalá, se habían olvidado de llevar pan, y tenían sólo un pan consigo. Creyeron que Cristo se refería a esta circunstancia y les recomendaba no comprar pan a un fariseo o a un saduceo. Con frecuencia su falta de fe y de percepción espiritual les había hecho comprender así erróneamente sus palabras. En esa ocasión, Jesús los reprendió por pensar que el que había alimentado a miles de personas con algunos peces y panes de cebada, pudiese referirse en esta solemne amonestación simplemente al alimento temporal. Había peligro de que el astuto raciocinio de los fariseos y saduceos sumiese a sus discípulos en la incredulidad y les hiciese considerar livianamente las obras de Cristo.
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Los discípulos se inclinaban a pensar que su Maestro debiera haber otorgado una señal en los cielos cuando se la habían pedido. Creían que él era perfectamente capaz de realizarla, y que una señal tal habría acallado a sus enemigos. No discernían la hipocresía de esos caviladores.
Meses más tarde, “juntándose muchas gentes, tanto que unos a otros se hollaban,” Jesús repitió la misma enseñanza. “Comenzó a decir a sus discípulos, primeramente: Guardaos de la levadura de los fariseos, que es hipocresía.”4
La levadura puesta en la harina obra imperceptiblemente y cambia toda la masa de modo que comparta su propia naturaleza. Así también, si se la tolera en el corazón, la hipocresía impregna el carácter y la vida. Cristo había reprendido ya un notable ejemplo de la hipocresía farisaica al denunciar la práctica del “Corbán,” por medio de la cual se ocultaba una negligencia del deber filial bajo una afectación de generosidad hacia el templo. Los escribas y fariseos insinuaban principios engañosos. Ocultaban la verdadera tendencia de sus doctrinas y aprovechaban toda ocasión de inculcarlas arteramente en el ánimo de sus oyentes. Estos falsos principios, una vez aceptados, obraban como la levadura en la harina, impregnando y transformando el carácter. Esta enseñanza engañosa era lo que hacía tan difícil para la gente recibir las palabras de Cristo.
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Las mismas influencias obran hoy por medio de aquellos que tratan de explicar la ley de Dios de modo que la hagan conformar con sus prácticas. Esta clase no ataca abiertamente la ley, sino que presenta teorías especulativas que minan sus principios. La explican en forma que destruye su fuerza.
La hipocresía de los fariseos era resultado de su egoísmo. La glorificación propia era el objeto de su vida. Esto era lo que los inducía a pervertir y aplicar mal las Escrituras, y los cegaba en cuanto al propósito de la misión de Cristo. Aun los discípulos de Cristo estaban en peligro de albergar este mal sutil. Los que decían seguir a Cristo, pero no lo habían dejado todo para ser sus discípulos, sentían profundamente la influencia del raciocinio de los fariseos. Con frecuencia vacilaban entre la fe y la incredulidad, y no discernían los tesoros de sabiduría escondidos en Cristo. Los mismos discípulos, aunque exteriormente lo habían abandonado todo por amor a Jesús, no habían cesado en su corazón de desear grandes cosas para sí. Este espíritu era lo que motivaba la disputa acerca de quién sería el mayor. Era lo que se interponía entre ellos y Cristo, haciéndolos tan apáticos hacia su misión de sacrificio propio, tan lentos para comprender el misterio de la redención. Así como la levadura, si se la deja completar su obra, ocasionará corrupción y descomposición, el espíritu egoísta, si se lo alberga, produce la contaminación y la ruina del alma.
¡Cuán difundido está, hoy como antaño, este pecado sutil y engañoso entre los seguidores de nuestro Señor! ¡Cuán a menudo nuestro servicio por Cristo y nuestra comunión entre unos y otros quedan manchados por el secreto deseo de ensalzar al yo! ¡Cuán presto a manifestarse está el pensamiento de adulación propia y el anhelo de la aprobación humana! Es el amor al yo, el deseo de un camino más fácil que el señalado por Dios, lo que induce a substituir los preceptos divinos por las teorías y tradiciones humanas. A sus propios discípulos se dirigen las palabras amonestadoras de Cristo: “Mirad, y guardaos de la levadura de los fariseos.”
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La religión de Cristo es la sinceridad misma. El celo por la gloria de Dios es el motivo implantado por el Espíritu Santo; y únicamente la obra eficaz del Espíritu puede implantar este motivo. Únicamente el poder de Dios puede desterrar el egoísmo y la hipocresía. Este cambio es la señal de su obra. Cuando la fe que aceptamos destruye el egoísmo y la simulación, cuando nos induce a buscar la gloria de Dios y no la nuestra, podemos saber que es del debido carácter. “Padre, glorifica tu nombre,”5 fué el principio fundamental de la vida de Cristo; y si le seguimos, será el principio fundamental de nuestra vida. Nos ordena “andar como él anduvo;” “y en esto sabemos que nosotros le hemos conocido, si guardamos sus mandamientos.”