Este capítulo está basado en Mateo 17:1-8; Marcos 9:2-8; Lucas 9:28-36.
La noche se estaba acercando cuando Jesús llamó a su lado a tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan y los condujo, a través de los campos y por una senda escarpada, hasta una montaña solitaria. El Salvador y sus discípulos habían pasado el día viajando y enseñando, y la ascensión a la montaña aumentaba su cansancio. Cristo había aliviado a muchos dolientes de sus cargas mentales y corporales; había hecho pasar impulsos de vida por sus cuerpos debilitados; pero también él estaba vestido de humanidad y, juntamente con sus discípulos, se sentía cansado por la ascensión.
La luz del sol poniente se detenía en la cumbre y doraba con su gloria desvaneciente el sendero que recorrían. Pero pronto la luz desapareció tanto de las colinas como de los valles y el sol se hundió bajo el horizonte occidental, y los viajeros solitarios quedaron envueltos en la obscuridad de la noche. La lobreguez de cuanto los rodeaba parecía estar en armonía con sus vidas pesarosas, en derredor de las cuales se congregaban y espesaban las nubes.
Los discípulos no se atrevían a preguntarle a Cristo adónde iba ni con qué fin. Con frecuencia él había pasado noches enteras orando en las montañas. Aquel cuya mano había formado los montes y valles se encontraba en casa con la naturaleza, y disfrutaba su quietud. Los discípulos siguieron a Cristo adonde los llevaba, aunque preguntándose por qué su Maestro los conducía a esa penosa ascensión cuando ya estaban cansados y cuando él también necesitaba reposo.
Finalmente, Cristo les dice que no han de ir más lejos. Apartándose un poco de ellos, el Varón de dolores derrama sus súplicas con fuerte clamor y lágrimas. Implora fuerzas para soportar la prueba en favor de la humanidad. El mismo debe establecer nueva comunión con la Omnipotencia, porque únicamente así puede contemplar lo futuro. Y vuelca los anhelos de su corazón en favor de sus discípulos, para que en la hora del poder de las tinieblas no les falte la fe. El rocío cae abundantemente sobre su cuerpo postrado, pero él no le presta atención. Las espesas sombras de la noche le rodean, pero él no considera su lobreguez. Y así las horas pasan lentamente. Al principio, los discípulos unen sus oraciones a las suyas con sincera devoción; pero después de un tiempo los vence el cansancio y, a pesar de que procuran sostener su interés en la escena, se duermen. Jesús les ha hablado de sus sufrimientos; los trajo consigo esta noche para que pudiesen orar con él; aun ahora está orando por ellos. El Salvador ha visto la tristeza de sus discípulos, y ha deseado aliviar su pesar dándoles la seguridad de que su fe no ha sido inútil. No todos, aun entre los doce, pueden recibir la revelación que desea impartirles. Sólo los tres que han de presenciar su angustia en el Getsemaní han sido elegidos para estar con él en el monte. Ahora, su principal petición es que les sea dada una manifestación de la gloria que tuvo con el Padre antes que el mundo fuese, que su reino sea revelado a los ojos humanos, y que sus discípulos sean fortalecidos para contemplarlo. Ruega que ellos puedan presenciar una manifestación de su divinidad que los consuele en la hora de su agonía suprema, con el conocimiento de que él es seguramente el Hijo de Dios, y que su muerte ignominiosa es parte del plan de la redención.
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Su oración es oída. Mientras está postrado humildemente sobre el suelo pedregoso, los cielos se abren de repente, las áureas puertas de la ciudad de Dios quedan abiertas de par en par, y una irradiación santa desciende sobre el monte, rodeando la figura del Salvador. Su divinidad interna refulge a través de la humanidad, y va al encuentro de la gloria que viene de lo alto. Levantándose de su posición postrada, Cristo se destaca con majestad divina. Ha desaparecido la agonía de su alma. Su rostro brilla ahora “como el sol” y sus vestiduras son “blancas como la luz.”
Los discípulos, despertándose, contemplan los raudales de gloria que iluminan el monte. Con temor y asombro, miran el cuerpo radiante de su Maestro. Y al ser habilitados para soportar la luz maravillosa, ven que Jesús no está solo. Al lado de él, hay dos seres celestiales, que conversan íntimamente con él. Son Moisés, quien había hablado sobre el Sinaí con Dios, y Elías, a quien se concedió el alto privilegio—otorgado tan sólo a otro de los hijos de Adán—de no pasar bajo el poder de la muerte.
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Quince siglos antes, sobre el monte Pisga, Moisés había contemplado la tierra prometida. Pero a causa de su pecado en Meriba, no le fué dado entrar en ella. No le tocó el gozo de conducir a la hueste de Israel a la herencia de sus padres. Su ferviente súplica: “Pase yo, ruégote, y vea aquella tierra buena, que está a la parte allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano,”1 fué denegada. La esperanza que durante cuarenta años había iluminado las tinieblas de sus peregrinaciones por el desierto, debió frustrarse. Una tumba en el desierto fué el fin de aquellos años de trabajo y congoja pesada. Pero “Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos,”2 había contestado en esta medida la oración de su siervo. Moisés pasó bajo el dominio de la muerte, pero no permaneció en la tumba. Cristo mismo le devolvió la vida. Satanás, el tentador, había pretendido el cuerpo de Moisés por causa de su pecado; pero Cristo el Salvador lo sacó del sepulcro.3
En el monte de la transfiguración, Moisés atestiguaba la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Representaba a aquellos que saldrán del sepulcro en la resurrección de los justos. Elías, que había sido trasladado al cielo sin ver la muerte, representaba a aquellos que estarán viviendo en la tierra cuando venga Cristo por segunda vez, aquellos que serán “transformados, en un momento, en un abrir de ojo, a la final trompeta;” cuando “esto mortal sea vestido de inmortalidad,” y “esto corruptible fuere vestido de incorrupción.”4 Jesús estaba vestido por la luz del cielo, como aparecerá cuando venga “la segunda vez, sin pecado, … para salud.” Porque él vendrá “en la gloria de su Padre con los santos ángeles.”5 La promesa que hizo el Salvador a los discípulos quedó cumplida. Sobre el monte, el futuro reino de gloria fué representado en miniatura: Cristo el Rey, Moisés el representante de los santos resucitados, y Elías de los que serán trasladados.
Los discípulos no comprenden todavía la escena; pero se regocijan de que el paciente Maestro, el manso y humilde, que ha peregrinado de acá para allá como extranjero sin ayuda, ha sido honrado por los favorecidos del cielo. Creen que Elías ha venido para anunciar el reinado del Mesías, y que el reino de Cristo está por establecerse en la tierra. Quieren desterrar para siempre el recuerdo de su temor y desaliento. Desean permanecer allí donde la gloria de Dios se revela. Pedro exclama: “Maestro, bien será que nos quedemos aquí, y hagamos tres pabellones: para ti uno, y para Moisés otro, y para Elías otro.” Los discípulos confían en que Moisés y Elías han sido enviados para proteger a su Maestro y establecer su autoridad real.
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Pero antes de la corona debe venir la cruz; y el tema de la conferencia con Jesús no es su inauguración como rey, sino su fallecimiento, que ha de acontecer en Jerusalén. Llevando la debilidad de la humanidad y cargado con su tristeza y pecado, Cristo anduvo solo en medio de los hombres. Mientras las tinieblas de la prueba venidera le apremiaban, estuvo espiritualmente solo en un mundo que no le conocía. Aun sus amados discípulos, absortos en sus propias dudas, tristezas y esperanzas ambiciosas, no habían comprendido el misterio de su misión. El había morado entre el amor y la comunión del cielo; pero en el mundo que había creado, se hallaba en la soledad. Ahora el Cielo había enviado sus mensajeros a Jesús; no ángeles, sino hombres que habían soportado sufrimientos y tristezas y podían simpatizar con el Salvador en la prueba de su vida terrenal. Moisés y Elías habían sido colaboradores de Cristo. Habían compartido su anhelo de salvar a los hombres. Moisés había rogado por Israel: “Que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito.”6 Elías había conocido la soledad de espíritu mientras durante tres años y medio había llevado el peso del odio y la desgracia de la nación. Había estado solo de parte de Dios sobre el monte Carmelo. Solo, había huído al desierto con angustia y desesperación. Estos hombres, escogidos antes que cualquier ángel que rodease el trono, habían venido para conversar con Jesús acerca de las escenas de sus sufrimientos, y para consolarle con la seguridad de la simpatía del cielo. La esperanza del mundo, la salvación de todo ser humano, fué el tema de su entrevista.
Vencidos por el sueño, los discípulos oyeron poco de lo que sucedió entre Cristo y los mensajeros celestiales. Por haber dejado de velar y orar, no habían recibido lo que Dios deseaba darles: un conocimiento de los sufrimientos de Cristo y de la gloria que había de seguirlos. Perdieron la bendición que podrían haber obtenido compartiendo su abnegación. Estos discípulos eran lentos para creer y apreciaban poco el tesoro con que el Cielo trataba de enriquecerlos.
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Sin embargo, recibieron gran luz. Se les aseguró que todo el cielo conocía el pecado de la nación judía al rechazar a Cristo. Se les dió una percepción más clara de la obra del Redentor. Vieron con sus ojos y oyeron con sus oídos cosas que superaban la comprensión humana. Fueron “testigos oculares de su majestad,”7 y comprendieron que Jesús era de veras el Mesías, de quien los patriarcas y profetas habían dado testimonio, y que era reconocido como tal por el universo celestial.
Mientras estaban aún mirando la escena sobre el monte, “he aquí una nube de luz que los cubrió; y he aquí una voz de la nube, que dijo: Este es mi Hijo amado, en el cual tomo contentamiento: a él oíd.” Mientras contemplaban la nube de gloria, más resplandeciente que la que iba delante de las tribus de Israel en el desierto; mientras oían la voz de Dios que hablaba en la pavorosa majestad que hizo temblar la montaña, los discípulos cayeron abrumados al suelo. Permanecieron postrados, con los rostros ocultos, hasta que Jesús se les acercó, y tocándolos, disipó sus temores con su voz bien conocida: “Levantaos, y no temáis.” Aventurándose a alzar los ojos, vieron que la gloria celestial se había desvanecido y que Moisés y Elías habían desaparecido. Estaban sobre el monte, solos con Jesús.