El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 50 – Entre trampas y peligros

Este capítulo está basado en Juan 7:16-36, 40-53; 8:1-11.

Todo el tiempo que Jesús pasó en Jerusalén durante la fiesta, fué seguido por espías. Día tras día se probaban nuevas estratagemas para reducirle al silencio. Los sacerdotes y gobernantes estaban atentos para entramparle. Se proponían impedir por la violencia que obrase. Pero esto no era todo. Querían humillar a este rabino galileo delante de la gente.

El primer día de su presencia en la fiesta, los gobernantes habían acudido a él y le habían preguntado con qué autoridad enseñaba. Querían apartar de él la atención de la gente y atraerla a la cuestión de su derecho para enseñar y a su propia importancia y autoridad.

“Mi doctrina no es mía—dijo Jesús,—sino de aquel que me envió. El que quisiere hacer su voluntad, conocerá de la doctrina si viene de Dios, o si yo hablo de mí mismo.” Jesús hizo frente a la pregunta de estos sembradores de sospechas, no contestando la sospecha misma, sino presentando la verdad vital para la salvación del alma. La percepción y apreciación de la verdad, dijo, dependen menos de la mente que del corazón. La verdad debe ser recibida en el alma; exige el homenaje de la voluntad. Si la verdad pudiese ser sometida a la razón sola, el orgullo no impediría su recepción. Pero ha de ser recibida por la obra de gracia en el corazón; y su recepción depende de que se renuncie a todo pecado revelado por el Espíritu de Dios. Las ventajas del hombre para obtener el conocimiento de la verdad, por grandes que sean, no le beneficiarán a menos que el corazón esté abierto para recibir la verdad y renuncie concienzudamente a toda costumbre y práctica opuestas a sus principios. A los que así se entregan a Dios, con el honrado deseo de conocer y hacer su voluntad, se les revela la verdad como poder de Dios para su salvación. Estos podrán distinguir entre el que habla de parte de Dios y el que habla meramente de sí mismo. Los fariseos no habían puesto su voluntad de parte de la voluntad de Dios. No estaban tratando de conocer la verdad, sino de hallar alguna excusa para evadirla; Cristo demostró que ésta era la razón por la cual ellos no comprendían su enseñanza.

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Dió luego una prueba por la cual podía distinguirse al verdadero maestro del impostor: “El que habla de sí mismo, su propia gloria busca; mas el que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero, y no hay en él injusticia.” El que busca su propia gloria habla tan sólo de sí mismo. El espíritu de exaltación propia delata su origen. Pero Cristo estaba buscando la gloria de Dios. Pronunciaba las palabras de Dios. Tal era la evidencia de su autoridad como maestro de la verdad.

Jesús dió a los rabinos una evidencia de su divinidad, demostrándoles que leía su corazón. Desde que había curado al paralítico en Betesda, habían estado maquinando su muerte. Así violaban ellos mismos la ley que profesaban defender. “¿No os dió Moisés la ley—dijo él,—y ninguno de vosotros hace la ley? ¿Por qué me procuráis matar?”

Como raudo fulgor de luz, esas palabras revelaron a los rabinos el abismo de ruina al cual se estaban por lanzar. Por un instante quedaron llenos de terror. Vieron que estaban en conflicto con el poder infinito, pero no querían ser amonestados. A fin de mantener su influencia sobre la gente, querían ocultar sus designios homicidas. Eludiendo la pregunta de Jesús, exclamaron: “Demonio tienes: ¿quién te procura matar?” Insinuaban que las obras maravillosas de Jesús eran instigadas por un mal espíritu.

Cristo no prestó atención a esta insinuación. Continuó demostrando que su obra de curación en Betesda estaba en armonía con la ley sabática, que estaba justificada por la interpretación que los judíos mismos daban a la ley. Dijo: “Cierto, Moisés os dió la circuncisión, … y en sábado circuncidáis al hombre.” Según la ley, cada niño debía ser circuncidado el octavo día. Si ese día caía en sábado, el rito debía cumplirse entonces. ¿Cuánto más armonizaba con el espíritu de la ley el hacer “sano todo un hombre” en sábado? Y les aconsejó: “No juzguéis según lo que parece, mas juzgad justo juicio.”

Los príncipes quedaron callados; y muchos del pueblo exclamaron: “¿No es éste al que buscan para matarlo? Y he aquí, habla públicamente, y no le dicen nada; ¿si habrán entendido verdaderamente los príncipes, que éste es el Cristo?”

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Muchos de los que escuchaban a Cristo moraban en Jerusalén y, aun conociendo las maquinaciones de los príncipes contra él, se sentían atraídos hacia él por un poder irresistible. Se iban convenciendo de que era el Hijo de Dios. Pero Satanás estaba listo para sugerirles dudas, y a ello se prestaban sus ideas erróneas acerca del Mesías y de su venida. Se creía generalmente que Cristo iba a nacer en Belén, pero que después de un tiempo desaparecería y que en su segunda aparición nadie sabría de dónde venía. No eran pocos los que sostenían que el Mesías no tendría ninguna relación natural con la humanidad. Y debido a que el concepto popular de la gloria del Mesías no se cumplía en Jesús de Nazaret, muchos prestaron atención a la sugestión: “Mas éste, sabemos de dónde es: y cuando viniere el Cristo, nadie sabrá de dónde sea.”

Mientras que estaban así vacilando entre la duda y la fe, Jesús descubrió sus pensamientos y los contestó diciendo: “A mí me conocéis, y sabéis de dónde soy; y no he venido de mí mismo; mas el que me envió es verdadero, al cual vosotros no conocéis.” Aseveraban saber lo que debía ser el origen de Cristo, pero lo ignoraban completamente. Si hubiesen vivido de acuerdo con la voluntad de Dios, habrían conocido a su Hijo cuando se les manifestó.

Los oyentes no podían comprender las palabras de Cristo. Eran claramente una repetición del aserto que él había hecho en presencia del Sanedrín muchos meses antes, cuando se declaró Hijo de Dios. Y así como los gobernantes trataron entonces de hacerlo morir, también en esta ocasión trataron de apoderarse de él; pero fueron impedidos por un poder invisible, que puso término a su ira, diciéndoles: “Hasta aquí vendrás, y no pasarás adelante.”

Entre el pueblo, muchos creían en él y decían: “El Cristo, cuando viniere, ¿hará más señales que las que éste hace?” Los dirigentes de los fariseos, que estaban considerando ansiosamente el curso de los acontecimientos, notaron las expresiones de simpatía entre la muchedumbre. Apresurándose a dirigirse a los sumos sacerdotes, les presentaron sus planes de arrestarle. Convinieron, sin embargo, en tomarle cuando estuviese solo; porque no se atrevían a prenderlo en presencia del pueblo. Otra vez demostró Jesús que leía sus propósitos. “Aun un poco de tiempo estaré con vosotros—dijo él,—e iré al que me envió. Me buscaréis, y no me hallaréis; y donde yo estaré, vosotros no podréis venir.” Pronto hallaría un refugio fuera del alcance de su desprecio y odio. Ascendería al Padre, para ser de nuevo adorado por los ángeles; y nunca podrían sus homicidas llegar allí.

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Con desprecio dijeron los rabinos: “¿Adónde se ha de ir éste que no le hallemos? ¿Se ha de ir a los esparcidos entre los Griegos, y a enseñar a los Griegos?” Poco sospechaban estos caviladores que en sus palabras despectivas describían la misión de Cristo. Durante todo el día había extendido sus manos hacia un pueblo desobediente y contradictor; y, sin embargo, pronto sería hallado de aquellos que no le buscaron; y entre un pueblo que no había invocado su nombre sería hecho manifiesto.1

Muchos que estaban convencidos de que Jesús era el Hijo de Dios fueron extraviados por el falso raciocinio de los sacerdotes y rabinos. Estos maestros habían repetido con gran efecto las profecías concernientes al Mesías, que reinaría “en el monte de Sión, y en Jerusalem, y delante de sus ancianos” sería “glorioso;” que dominaría “de mar a mar, y desde el río hasta los cabos de la tierra.”2 Luego habían hecho comparaciones despectivas entre la gloria allí descrita y la humilde apariencia de Jesús. Pervertían las mismas palabras de la profecía para sancionar el error. Si el pueblo hubiese estudiado con sinceridad la Palabra por sí mismo, no habría sido extraviado. El capítulo 61 de Isaías testifica que Cristo había de hacer la misma obra que hacía. El capítulo 53 presenta su rechazamiento y sus sufrimientos en el mundo, y el capítulo 59 describe el carácter de los sacerdotes y rabinos.

Dios no obliga a los hombres a renunciar a su incredulidad. Delante de ellos están la luz y las tinieblas, la verdad y el error. A ellos les toca decidir lo que aceptarán. La mente humana está dotada de poder para discernir entre lo bueno y lo malo. Dios quiere que los hombres no decidan por impulso, sino por el peso de la evidencia, comparando cuidadosamente un pasaje de la Escritura con otro. Si los judíos hubiesen puesto a un lado sus prejuicios y comparado la profecía escrita con los hechos que caracterizaban la vida de Jesús, habrían percibido una hermosa armonía entre las profecías y su cumplimiento en la vida y el ministerio del humilde Galileo.

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Muchos son engañados hoy de la misma manera que los judíos. Hay maestros religiosos que leen la Biblia a la luz de su propio entendimiento y tradiciones; y las gentes no escudriñan las Escrituras por su cuenta, ni juzgan por sí mismas la verdad, sino que renuncian a su propio criterio y confían sus almas a sus dirigentes. La predicación y enseñanza de su Palabra es uno de los medios que Dios ordenó para difundir la luz; pero debemos someter la enseñanza de cada hombre a la prueba de la Escritura. Quienquiera que estudie con oración la Biblia, deseando conocer la verdad para obedecerla recibirá iluminación divina. Comprenderá las Escrituras. “El que quisiere hacer su voluntad, conocerá de la doctrina.”

El último día de la fiesta, los oficiales enviados por los sacerdotes y príncipes para arrestar a Jesús volvieron sin él. Los interrogaron airadamente: “¿Por qué no le trajisteis?” Con rostro solemne, contestaron: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.”

Aunque de corazón empedernido, fueron enternecidos por sus palabras. Mientras estaba hablando en el atrio del templo, se habían quedado cerca, a fin de oír algo que pudiese volverse contra él. Pero mientras escuchaban, se olvidaron del propósito con que habían venido. Estaban como arrobados. Cristo se reveló en sus almas. Vieron aquello que los sacerdotes y príncipes no querían ver: la humanidad inundada por la gloria de la divinidad. Volvieron tan llenos de este pensamiento, tan impresionados por sus palabras, que a la pregunta: “¿Por qué no le trajisteis?” pudieron tan sólo responder: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.”

Los sacerdotes y príncipes, al llegar por primera vez a la presencia de Cristo, habían sentido la misma convicción. Su corazón se había conmovido profundamente, se había grabado en ellos el pensamiento: “Nunca ha hablado hombre así como este hombre.” Pero habían ahogado la convicción del Espíritu Santo. Ahora, enfurecidos porque aun los instrumentos de la ley sentían la influencia del odiado Galileo, clamaron: “¿Estáis también vosotros engañados? ¿Ha creído en él alguno de los príncipes, o de los fariseos? Mas estos comunales que no saben la ley, malditos son.”

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Aquellos a quienes se anuncia el mensaje de verdad rara vez preguntan: “¿Es verdad?” sino “¿Quién lo propaga?” Las multitudes lo estiman por el número de los que lo aceptan; y se vuelve a hacer la pregunta: “¿Ha creído en él alguno de los hombres instruídos o de los dirigentes de la religión?” Los hombres no están hoy más en favor de la verdadera piedad que en los días de Cristo. Siguen buscando intensamente el beneficio terrenal, con descuido de las riquezas eternas; y no es un argumento contra la verdad el hecho de que muchos no estén dispuestos a aceptarla, o de que no sea recibida por los grandes de este mundo, ni siquiera por los dirigentes religiosos.

Otra vez los sacerdotes y príncipes procedieron a hacer planes para arrestar a Jesús. Insistían en que si se le dejase en libertad, apartaría al pueblo de los dirigentes establecidos, y que la única conducta segura consistía en acallarle sin dilación. En el apogeo de su disensión, fueron estorbados repentinamente. Nicodemo preguntó: “Juzga nuestra ley a hombre, si primero no oyere de él, y entendiere lo que ha hecho?” El silencio cayó sobre la asamblea. Las palabras de Nicodemo penetraron en las conciencias. No podían condenar a un hombre sin haberlo oído. No sólo por esta razón permanecieron silenciosos los altaneros gobernantes, mirando fijamente a aquel que se atrevía a hablar en favor de la justicia. Quedaron asombrados y enfadados de que uno de entre ellos mismos hubiese sido tan impresionado por el carácter de Jesús, que pronunciara una palabra en su defensa. Reponiéndose de su asombro, se dirigieron a Nicodemo con mordaz sarcasmo: “¿Eres tú también Galileo? Escudriña y ve que de Galilea nunca se levantó profeta.”

Sin embargo, la protesta detuvo el procedimiento del consejo. Los gobernantes no pudieron llevar a cabo su propósito de condenar a Jesús sin oírle. Derrotados por el momento, “fuése cada uno a su casa. Y Jesús se fué al monte de las Olivas.”

Jesús se apartó de la excitación y confusión de la ciudad, de las ávidas muchedumbres y de los traicioneros rabinos, para ir a la tranquilidad de los huertos de olivos, donde podía estar solo con Dios. Pero temprano por la mañana volvió al templo, y al ser rodeado por la gente, se sentó y les enseñó.

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Pronto fué interrumpido. Un grupo de fariseos y escribas se acercó a él, arrastrando a una mujer aterrorizada, a quien, con voces duras y ávidas, acusaron de haber violado el séptimo mandamiento. Habiéndola empujado hasta la presencia de Jesús, le dijeron, con hipócrita manifestación de respeto: “En la ley Moisés nos mandó apedrear a las tales: tú pues, ¿qué dices?”

La reverencia que ellos manifestaban ocultaba una profunda maquinación para arruinar a Jesús. Querían valerse de esta oportunidad para asegurar su condena, pensando que cualquiera que fuese la decisión hecha por él, hallarían ocasión para acusarle. Si indultaba a la mujer, se le acusaría de despreciar la ley de Moisés. Si la declaraba digna de muerte, se le podría acusar ante los romanos de asumir una autoridad que les pertenecía sólo a ellos.

Jesús miró un momento la escena: la temblorosa víctima avergonzada, los dignatarios de rostro duro, sin rastros de compasión humana. Su espíritu de pureza inmaculada sentía repugnancia por este espectáculo. Bien sabía él con qué propósito se le había traído este caso. Leía el corazón, y conocía el carácter y la vida de cada uno de los que estaban en su presencia. Aquellos hombres que se daban por guardianes de la justicia habían inducido ellos mismos a su víctima al pecado, a fin de poder entrampar a Jesús. No dando señal de haber oído la pregunta, se agachó y, fijos los ojos en el suelo, empezó a escribir en el polvo.

Impacientes por su dilación y su aparente indiferencia, los acusadores se acercaron, para imponer el asunto a su atención. Pero cuando sus ojos, siguiendo los de Jesús, cayeron sobre el pavimento a sus pies, cambió la expresión de su rostro. Allí, trazados delante de ellos, estaban los secretos culpables de su propia vida. El pueblo, que miraba, vió el cambio repentino de expresión, y se adelantó para descubrir lo que ellos estaban mirando con tanto asombro y vergüenza.

Al par que profesaban reverencia por la ley, los rabinos, al presentar la acusación contra la mujer, estaban violando lo que la ley establecía. Era el deber del esposo iniciar la acción contra ella. Y las partes culpables debían ser castigadas por igual. La acción de los acusadores no tenía ninguna autorización. Jesús, por lo tanto, les hizo frente en su propio terreno. La ley especificaba que al castigar por apedreamiento, los testigos del caso debían arrojar la primera piedra. Levantándose entonces, y fijando sus ojos en los ancianos maquinadores, Jesús dijo: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra el primero.” Y volviéndose a agachar, continuó escribiendo en el suelo.

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No había puesto de lado la ley dada por Moisés, ni había usurpado la autoridad de Roma. Los acusadores habían sido derrotados. Ahora, habiendo sido arrancado su manto de pretendida santidad, estaban, culpables y condenados, en la presencia de la pureza infinita. Temblaban de miedo de que la iniquidad oculta de sus vidas fuese revelada a la muchedumbre; y uno tras otro, con la cabeza y los ojos bajos, se fueron furtivamente, dejando a su víctima con el compasivo Salvador.

Jesús se enderezó y mirando a la mujer dijo: “¿Mujer, dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado? Y ella dijo: Señor, ninguno. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno: vete, y no peques más.”

La mujer había estado temblando de miedo delante de Jesús. Sus palabras: “El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra el primero,” habían sido para ella como una sentencia de muerte. No se atrevía a alzar sus ojos al rostro del Salvador, sino que esperaba silenciosamente su suerte. Con asombro vió a sus acusadores apartarse mudos y confundidos; luego cayeron en sus oídos estas palabras de esperanza: “Ni yo te condeno: vete, y no peques más.” Su corazón se enterneció, y se arrojó a los pies de Jesús, expresando con sollozos su amor agradecido, confesando sus pecados con amargas lágrimas.

Esto fué para ella el principio de una nueva vida, una vida de pureza y paz, consagrada al servicio de Dios. Al levantar a esta alma caída, Jesús hizo un milagro mayor que al sanar la más grave enfermedad física. Curó la enfermedad espiritual que es para muerte eterna. Esa mujer penitente llegó a ser uno de sus discípulos más fervientes. Con amor y devoción abnegados, retribuyó su misericordia perdonadora.

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En su acto de perdonar a esta mujer y estimularla a vivir una vida mejor, el carácter de Jesús resplandece con la belleza de la justicia perfecta. Aunque no toleró el pecado ni redujo el sentido de la culpabilidad, no trató de condenar sino de salvar. El mundo tenía para esta mujer pecadora solamente desprecio y escarnio; pero Jesús le dirigió palabras de consuelo y esperanza. El Ser sin pecado se compadece de las debilidades de la pecadora, y le tiende una mano ayudadora. Mientras los fariseos hipócritas la denuncian, Jesús le ordena: “Vete, y no peques más.”

No es seguidor de Cristo el que, desviando la mirada, se aparta de los que yerran, dejándolos proseguir sin estorbos su camino descendente. Los que se adelantan para acusar a otros y son celosos en llevarlos a la justicia, son con frecuencia en su propia vida más culpables que ellos. Los hombres aborrecen al pecador, mientras aman el pecado. Cristo aborrece el pecado, pero ama al pecador; tal ha de ser el espíritu de todos los que le sigan. El amor cristiano es lento en censurar, presto para discernir el arrepentimiento, listo para perdonar, para estimular, para afirmar al errante en la senda de la santidad, para corroborar sus pies en ella.

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