Este capítulo está basado en Juan 8:12-59; 9.
“Otra vez, pues, Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, mas tendrá la luz de la vida.” (V.M.)
Cuando pronunció estas palabras, Jesús estaba en el atrio del templo especialmente relacionado con los ejercicios de la fiesta de las cabañas. En el centro de este patio se levantaban dos majestuosas columnas que soportaban portalámparas de gran tamaño. Después del sacrificio de la tarde, se encendían todas las lámparas, que arrojaban su luz sobre Jerusalén. Esta ceremonia estaba destinada a conmemorar la columna de luz que guiaba a Israel en el desierto, y también a señalar la venida del Mesías. Por la noche, cuando las lámparas estaban encendidas, el atrio era teatro de gran regocijo. Los hombres canosos, los sacerdotes del templo y los dirigentes del pueblo, se unían en danzas festivas al sonido de la música instrumental y el canto de los levitas.
Por la iluminación de Jerusalén, el pueblo expresaba su esperanza en la venida del Mesías para derramar su luz sobre Israel. Pero para Jesús la escena tenía un significado más amplio. Como las lámparas radiantes del templo alumbraban cuanto las rodeaba, así Cristo, la fuente de luz espiritual, ilumina las tinieblas del mundo. Sin embargo, el símbolo era imperfecto. Aquella gran luz que su propia mano había puesto en los cielos era una representación más verdadera de la gloria de su misión.
Era de mañana; el sol acababa de levantarse sobre el monte de las Olivas, y sus rayos caían con deslumbrante brillo sobre los palacios de mármol, e iluminaban el oro de las paredes del templo, cuando Jesús, señalándolo, dijo: “Yo soy la luz del mundo.”
Mucho tiempo después estas palabras fueron repetidas, por uno que las escuchara, en aquel sublime pasaje: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no la comprendieron.” “Era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo.”1 Y mucho después de haber ascendido Jesús al cielo, Pedro también, escribiendo bajo la iluminación del Espíritu divino, recordó el símbolo que Cristo había usado: “Tenemos también la palabra profética más permanente, a la cual hacéis bien de estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar obscuro hasta que el día esclarezca, y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones.”2
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En la manifestación de Dios a su pueblo, la luz había sido siempre un símbolo de su presencia. A la orden de la palabra creadora, en el principio, la luz resplandeció de las tinieblas. La luz fué envuelta en la columna de nube de día y en la columna de fuego de noche, para guiar a las numerosas huestes de Israel. La luz brilló con tremenda majestad, alrededor del Señor, sobre el monte Sinaí. La luz descansaba sobre el propiciatorio en el tabernáculo. La luz llenó el templo de Salomón al ser dedicado. La luz brilló sobre las colinas de Belén cuando los ángeles trajeron a los pastores que velaban el mensaje de la redención.
Dios es luz; y en las palabras: “Yo soy la luz del mundo,” Cristo declaró su unidad con Dios, y su relación con toda la familia humana. Era él quien al principio había hecho “que de las tinieblas resplandeciese la luz.”3 El es la luz del sol, la luna y las estrellas. El era la luz espiritual que mediante símbolos, figuras y profecías, había resplandecido sobre Israel. Pero la luz no era dada solamente para los judíos. Como los rayos del sol penetran hasta los remotos rincones de la tierra, así la luz del Sol de justicia brilla sobre toda alma.
“Aquel era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo.” El mundo ha tenido sus grandes maestros, hombres de intelecto gigantesco y penetración maravillosa, hombres cuyas declaraciones han estimulado el pensamiento y abierto vastos campos de conocimiento; y esos hombres han sido honrados como guías y benefactores de su raza. Pero hay Uno que está por encima de ellos. “Mas a todos los que le recibieron, dióles potestad de ser hechos hijos de Dios.” “A Dios nadie le vió jamás: el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le declaró.”4 Podemos remontar la línea de los grandes maestros del mundo hasta donde se extienden los anales humanos; pero la Luz era anterior a ellos. Como la luna y los planetas del sistema solar brillan por la luz reflejada del sol, así, hasta donde su enseñanza es verdadera, los grandes pensadores del mundo reflejan los rayos del Sol de justicia. Toda gema del pensamiento, todo destello de la inteligencia, procede de la Luz del mundo. Hoy día oímos hablar mucho de la “educación superior.” La verdadera “educación superior” la imparte Aquel “en el cual están escondidos todos los tesoros de sabiduría y conocimiento.” “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.”5 “El que me sigue—dijo Jesús,—no andará en tinieblas, mas tendrá la luz de la vida.”
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Con las palabras: “Yo soy la luz del mundo,” Jesús declaró ser el Mesías. En el templo donde Cristo estaba enseñando, Simón el anciano lo había declarado “luz para ser revelada a los Gentiles, y la gloria de tu pueblo Israel.”6 En esas palabras, le había aplicado una profecía familiar para todo Israel. El Espíritu Santo había declarado por el profeta Isaías: “Poco es que tú me seas siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures los asolamientos de Israel: también te di por luz de las gentes, para que seas mi salud hasta lo postrero de la tierra.”7 Se entendía generalmente que esta profecía se refería al Mesías, y cuando Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo,” el pueblo no pudo dejar de reconocer su aserto de ser el Prometido.
Para los fariseos y gobernantes este aserto parecía una arrogante presunción. No podían tolerar que un hombre semejante a ellos tuviera tales pretensiones. Simulando ignorar sus palabras, preguntaron: “¿Tú quién eres?” Estaban empeñados en forzarle a declararse el Cristo. Su apariencia y su obra eran tan diferentes de las expectativas del pueblo que, como sus astutos enemigos creían, una proclama directa de sí mismo como el Mesías, hubiera provocado su rechazamiento como impostor.
Pero a su pregunta: “¿Tú quién eres?” él replicó: “El que al principio también os he dicho.” Lo que se había revelado por sus palabras se revelaba también por su carácter. El era la personificación de las verdades que enseñaba. “Nada hago de mí mismo—continuó diciendo,—mas como el Padre me enseñó, esto hablo. Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a él agrada, hago siempre.” No procuró probar su pretensión mesiánica, sino que mostró su unión con Dios. Si sus mentes hubiesen estado abiertas al amor de Dios, hubieran recibido a Jesús.
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Entre sus oyentes, muchos eran atraídos a él con fe, y a éstos les dijo: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os libertará.”
Estas palabras ofendieron a los fariseos. Pasando por alto la larga sujeción de la nación a un yugo extranjero, exclamaron coléricamente: “Simiente de Abraham somos, y jamás servimos a nadie: ¿cómo dices tú: Seréis libres?” Jesús miró a esos hombres esclavos de la malicia, cuyos pensamientos se concentraban en la venganza, y contestó con tristeza: “De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, es siervo de pecado.” Ellos estaban en la peor clase de servidumbre: regidos por el espíritu del maligno.
Todo aquel que rehusa entregarse a Dios está bajo el dominio de otro poder. No es su propio dueño. Puede hablar de libertad, pero está en la más abyecta esclavitud. No le es dado ver la belleza de la verdad, porque su mente está bajo el dominio de Satanás. Mientras se lisonjea de estar siguiendo los dictados de su propio juicio, obedece la voluntad del príncipe de las tinieblas. Cristo vino a romper las cadenas de la esclavitud del pecado para el alma. “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.” “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús—se nos dice—me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.”8
En la obra de la redención no hay compulsión. No se emplea ninguna fuerza exterior. Bajo la influencia del Espíritu de Dios, el hombre está libre para elegir a quien ha de servir. En el cambio que se produce cuando el alma se entrega a Cristo, hay la más completa sensación de libertad. La expulsión del pecado es obra del alma misma. Por cierto, no tenemos poder para librarnos a nosotros mismos del dominio de Satanás; pero cuando deseamos ser libertados del pecado, y en nuestra gran necesidad clamamos por un poder exterior y superior a nosotros, las facultades del alma quedan dotadas de la fuerza divina del Espíritu Santo y obedecen los dictados de la voluntad, en cumplimiento de la voluntad de Dios.
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La única condición bajo la cual es posible la libertad del hombre, es que éste llegue a ser uno con Cristo. “La verdad os libertará;” y Cristo es la verdad. El pecado puede triunfar solamente debilitando la mente y destruyendo la libertad del alma. La sujeción a Dios significa la rehabilitación de uno mismo, de la verdadera gloria y dignidad del hombre. La ley divina, a la cual somos inducidos a sujetarnos, es “la ley de libertad.”9
Los fariseos se habían declarado a sí mismos hijos de Abrahán. Jesús les dijo que solamente haciendo las obras de Abrahán podían justificar esta pretensión. Los verdaderos hijos de Abrahán vivirían como él una vida de obediencia a Dios. No procurarían matar a Aquel que hablaba la verdad que le había sido dada por Dios. Al conspirar contra Cristo, los rabinos no estaban haciendo las obras de Abrahán. La simple descendencia de Abrahán no tenía ningún valor. Sin una relación espiritual con él, la cual se hubiera manifestado poseyendo el mismo espíritu y haciendo las mismas obras, ellos no eran sus hijos.
Este principio se aplica con igual propiedad a una cuestión que ha agitado por mucho tiempo al mundo cristiano: la cuestión de la sucesión apostólica. La descendencia de Abrahán no se probaba por el nombre y el linaje, sino por la semejanza del carácter. La sucesión apostólica tampoco descansa en la transmisión de la autoridad eclesiástica, sino en la relación espiritual. Una vida movida por el espíritu de los apóstoles, el creer y enseñar las verdades que ellos enseñaron: ésta es la verdadera evidencia de la sucesión apostólica. Es lo que constituye a los hombres sucesores de los primeros maestros del Evangelio.
Jesús negó que los judíos fueran hijos de Abrahán. Dijo: “Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.” En mofa respondieron: “Nosotros no somos nacidos de fornicación; un padre tenemos, que es Dios.” Estas palabras, que aludían a las circunstancias del nacimiento de Cristo, estaban destinadas a ser una estocada contra Cristo en presencia de los que estaban comenzando a creer en él. Jesús no prestó oído a esta ruin insinuación, sino que dijo: “Si vuestro padre fuera Dios, ciertamente me amaríais: porque yo de Dios he salido, y he venido.”
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Sus obras testificaban del parentesco de ellos con el que era mentiroso y asesino. “Vosotros de vuestro padre el diablo sois—dijo Jesús,—y los deseos de vuestro padre queréis cumplir. El, homicida ha sido desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay verdad en él…. Y porque yo digo verdad, no me creéis.” Porque Jesús hablaba la verdad y la decía con certidumbre, no fué recibido por los dirigentes judíos. Era la verdad lo que ofendía a estos hombres que se creían justos. La verdad exponía la falacia del error; condenaba sus enseñanzas y prácticas, y fué mal acogida. Ellos preferían cerrar los ojos a la verdad, antes que humillarse para confesar que habían estado en el error. No amaban la verdad. No la deseaban aunque era la verdad.
“¿Quién de vosotros me convence de pecado? Y si digo la verdad, ¿por qué no me creéis?”10 Día tras día, durante tres años los enemigos de Cristo le habían seguido, procurando hallar alguna mancha en su carácter. Satanás y toda la confederación del maligno habían estado tratando de vencerle; pero nada habían hallado en él de lo cual sacar ventaja. Hasta los demonios estaban obligados a confesar: “Sé quién eres, el Santo de Dios.”11 Jesús vivió la ley a la vista del cielo, de los mundos no caídos y de los hombres pecadores. Delante de los ángeles, de los hombres y de los demonios, había pronunciado sin que nadie se las discutiese palabras que, si hubiesen procedido de cualesquiera otros labios, hubieran sido blasfemia: “Yo, lo que a él agrada, hago siempre.”
El hecho de que, a pesar de que no podían hallar pecado en él, los judíos no recibían a Cristo probaba que no estaban en comunión con Dios. No reconocían la voz de Dios en el mensaje de su Hijo. Pensaban que estaban condenando a Cristo; pero al rechazarlo estaban sentenciándose a sí mismos. “El que es de Dios—dijo Jesús,—las palabras de Dios oye: por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios.”
La lección es verdadera para todos los tiempos. Muchos hombres que se deleitan en sutilizar, criticar y buscar en la Palabra de Dios algo que poner en duda, piensan que de esa manera están dando muestras de independencia de pensamiento y agudeza mental. Suponen que están condenando la Biblia, cuando en verdad se están condenando a sí mismos. Ponen de manifiesto que son incapaces de apreciar las verdades de origen celestial y de alcance eterno. En presencia de la gran montaña de la justicia de Dios, su espíritu no siente temor reverencial. Se ocupan en buscar pajas y motas, con lo cual revelan una naturaleza estrecha y terrena, un corazón que pierde rápidamente su capacidad para comprender a Dios. Aquel cuyo corazón ha respondido al toque divino, buscará lo que aumente su conocimiento de Dios, y refine y eleve su carácter. Como una flor se torna al sol para que sus brillantes rayos le den bellos colores, así se tornará el alma al Sol de justicia, para que la luz del cielo embellezca el carácter con las gracias del carácter de Cristo.
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Jesús continuó, poniendo de manifiesto un pronunciado contraste entre la actitud de los judíos y la de Abrahán: “Abraham vuestro padre se gozó por ver mi día; y lo vió, y se gozó.”
Abrahán había deseado mucho ver al Salvador prometido. Elevó la más ferviente oración porque antes de su muerte pudiera contemplar al Mesías. Y vió a Cristo. Se le dió una comunicación sobrenatural, y reconoció el carácter divino de Cristo. Vió su día, y se gozó. Se le dió una visión del sacrificio divino por el pecado. Tuvo una ilustración de ese sacrificio en su propia vida. Recibió la orden: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, … y ofrécelo … en holocausto.”12 Sobre el altar del sacrificio, colocó al hijo de la promesa, el hijo en el cual se concentraban sus esperanzas. Entonces, mientras aguardaba junto al altar con el cuchillo levantado para obedecer a Dios, oyó una voz del cielo que le dijo: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; que ya conozco que temes a Dios, pues que no me rehusaste tu hijo, tu único.”13 Se le impuso esta terrible prueba a Abrahán para que pudiera ver el día de Cristo y comprender el gran amor de Dios hacia el mundo, tan grande que para levantarlo de la degradación dió a su Hijo unigénito para que sufriera la muerte más ignominiosa.
Abrahán aprendió de Dios la mayor lección que haya sido dada a los mortales. Su oración porque pudiera ver a Cristo antes de morir fué contestada. Vió a Cristo; vió todo lo que el mortal puede ver y vivir. Mediante una entrega completa, pudo comprender esa visión referente a Cristo. Se le mostró que al dar a su Hijo unigénito para salvar a los pecadores de la ruina eterna, Dios hacía un sacrificio mayor y más asombroso que el que jamás pudiera hacer el hombre.
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La experiencia de Abrahán contestó la pregunta: “¿Con qué prevendré a Jehová, y adoraré al alto Dios? ¿vendré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Agradaráse Jehová de millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mi vientre por el pecado de mi alma?”14 En las palabras de Abrahán: “Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío,”15 y en la provisión de Dios de un sacrificio en lugar de Isaac, se declaró que el hombre no puede hacer expiación por sí mismo. El sistema pagano de sacrificios era totalmente inaceptable para Dios. Ningún padre debe ofrecer su hijo o su hija como sacrificio propiciatorio. Solamente el Hijo de Dios puede cargar con la culpa del mundo.
Por su propio sufrimiento, Abrahán fué capacitado para contemplar la misión de sacrificio del Salvador. Pero los hijos de Israel no podían entender lo que era tan desagradable para su corazón orgulloso. Las palabras de Cristo concernientes a Abrahán no tuvieron para sus oyentes ningún significado profundo. Los fariseos vieron en ellas sólo un nuevo motivo para cavilar. Contestaron con desprecio, como si probaran que Jesús debía ser un loco: “Aun no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?”
Con solemne dignidad Jesús respondió: “De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, YO SOY.”
Cayó el silencio sobre la vasta concurrencia. El nombre de Dios, dado a Moisés para expresar la presencia eterna había sido reclamado como suyo por este Rabino galileo. Se había proclamado a sí mismo como el que tenía existencia propia, el que había sido prometido a Israel, “cuya procedencia es de antiguo tiempo, desde los días de la eternidad.”16
Otra vez los sacerdotes y rabinos clamaron contra Jesús acusándole de blasfemo. Su pretensión de ser uno con Dios los había incitado antes a quitarle la vida, y pocos meses más tarde declararon lisa y llanamente: “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces Dios.”17 Porque era y reconocía ser el Hijo de Dios, estaban resueltos a matarlo. Ahora muchos del pueblo, adhiriéndose a los sacerdotes y rabinos, tomaron piedras para arrojárselas. “Mas Jesús se encubrió, y salió del templo; y atravesando por medio de ellos, se fué.”
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La Luz estaba brillando en las tinieblas, “mas las tinieblas no la comprendieron.”18
“Y pasando Jesús, vió un hombre ciego desde su nacimiento. Y preguntáronle sus discípulos, diciendo: Rabbí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciese ciego? Respondió Jesús: ni éste pecó, ni sus padres: mas para que las obras de Dios se manifestasen en él…. Esto dicho, escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo sobre los ojos del ciego, y díjole: Ve, lávate en el estanque de Siloé (que significa, si lo interpretares, Enviado). Y fué entonces, y lavóse, y volvió viendo.”
Se creía generalmente entre los judíos que el pecado era castigado en esta vida. Se consideraba que cada aflicción era castigo de alguna falta cometida por el mismo que sufría o por sus padres. Es verdad que todo sufrimiento es resultado de la transgresión de la ley de Dios, pero esta verdad había sido falseada. Satanás, el autor del pecado y de todos sus resultados, había inducido a los hombres a considerar la enfermedad y la muerte como procedentes de Dios, como un castigo arbitrariamente infligido por causa del pecado. Por lo tanto, aquel a quien le sobrevenía una gran aflicción o calamidad debía soportar la carga adicional de ser considerado un gran pecador.
Así estaba preparado el camino para que los judíos rechazaran a Jesús. El que “llevó … nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores,” iba a ser tenido por los judíos “por azotado, por herido de Dios y abatido;” y de él escondieron “el rostro.”19
Dios había dado una lección destinada a prevenir esto. La historia de Job había mostrado que el sufrimiento es infligido por Satanás, pero que Dios predomina sobre él con fines de misericordia. Pero Israel no entendía la lección. Al rechazar a Cristo, los judíos repetían el mismo error por el cual Dios había reprobado a los amigos de Job.
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Los discípulos compartían la creencia de los judíos concerniente a la relación del pecado y el sufrimiento. Al corregir Jesús el error, no explicó la causa de la aflicción del hombre, sino que les dijo cuál sería el resultado. Por causa de ello se manifestarían las obras de Dios. “Entre tanto que estuviere en el mundo—dijo él,—luz soy del mundo.” Entonces, habiendo untado los ojos del ciego, lo envió a lavarse en el estanque de Siloé, y el hombre recibió la vista. Así Jesús contestó la pregunta de los discípulos de una manera práctica, como respondía él generalmente a las preguntas que se le dirigían nacidas de la curiosidad. Los discípulos no estaban llamados a discutir la cuestión de quién había pecado o no, sino a entender el poder y la misericordia de Dios al dar vista al ciego. Era evidente que no había virtud sanadora en el lodo, o en el estanque adonde el ciego fué enviado a lavarse, sino que la virtud estaba en Cristo.
Los fariseos no podían menos que quedar atónitos por esta curación. Sin embargo, se llenaron más que nunca de odio; porque el milagro había sido hecho en sábado.
Los vecinos del joven y los que le habían conocido ciego dijeron: “¿No es éste el que se sentaba y mendigaba?” Le miraban con duda; pues sus ojos estaban abiertos, su semblante cambiado y alegre, y parecía ser otro hombre. La pregunta pasaba de uno a otro. Algunos decían: “Este es;” otros: “A él se parece.” Pero el que había recibido la gran bendición decidió la cuestión diciendo: “Yo soy.” Entonces les habló de Jesús y de la manera en que él había sido sanado, y ellos le preguntaron: “¿Dónde está aquél? El dijo: No sé.”
Entonces le llevaron ante el concilio de los fariseos. Nuevamente se le preguntó al hombre cómo había recibido la vista. “Y él les dijo: Púsome lodo sobre los ojos, y me lavé, y veo. Entonces unos de los fariseos decían: Este hombre no es de Dios, que no guarda el sábado.” Los fariseos esperaban hacer aparecer a Jesús como pecador, y que por lo tanto no era el Mesías. No sabían que el que había sanado al ciego había hecho el sábado y conocía todas sus obligaciones. Aparentaban tener admirable celo por la observancia del día de reposo, pero en ese mismo día estaban planeando un homicidio. Sin embargo, al enterarse de este milagro muchos quedaron muy impresionados y convencidos de que Aquel que había abierto los ojos del ciego era más que un hombre común. En respuesta al cargo de que Jesús era pecador porque no guardaba el sábado, dijeron: “¿Cómo puede un hombre pecador hacer estas señales?”
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Los rabinos volvieron a dirigirse al ciego: “¿Tú, qué dices del que te abrió los ojos? Y él dijo: Que es profeta.” Los fariseos aseguraron entonces que no había nacido ciego ni recibido la vista. Llamaron a sus padres, y les preguntaron, diciendo: “¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego?”
Allí estaba el hombre mismo declarando que había sido ciego y que se le había dado la vista; pero los fariseos preferían negar la evidencia de sus propios sentidos antes que admitir que estaban en el error. Tan poderoso es el prejuicio, tan torcida es la justicia farisaica.
A los fariseos les quedaba una esperanza, la de intimidar a los padres del hombre. Con aparente sinceridad, preguntaron: “¿Cómo, pues, ve ahora?” Los padres temieron comprometerse, porque se había declarado que cualquiera que reconociese a Jesús como el Cristo, fuese echado “de la sinagoga;” es decir, excluído de la sinagoga por treinta días. Durante ese tiempo ningún hijo sería circuncidado o ningún muerto sería lamentado en el hogar ofensor. La sentencia era considerada como una gran calamidad; y si no mediaba arrepentimiento, era seguida por una pena mucho mayor. La obra realizada en favor de su hijo había convencido a los padres; sin embargo respondieron: “Sabemos que éste es nuestro hijo, y que nació ciego: mas cómo vea ahora, no sabemos; o quién le haya abierto los ojos, nosotros no lo sabemos; él tiene edad, preguntadle a él, él hablará de sí.” Así transfirieron toda la responsabilidad a su hijo; porque no se atrevían a confesar a Cristo.
El dilema en el cual fueron puestos los fariseos, sus dudas y prejuicios, su incredulidad en los hechos del caso, fueron revelados a la multitud, especialmente al pueblo común. Jesús había realizado frecuentemente sus milagros en plena calle, y sus obras servían siempre para aliviar el sufrimiento. La pregunta que estaba en muchas mentes era: ¿Haría Dios esas obras poderosas mediante un impostor como afirmaban los fariseos que era Jesús? La discusión se había vuelto encarnizada por ambas partes.
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Los fariseos veían que estaban dando publicidad a la obra hecha por Jesús. No podían negar el milagro. El ciego rebosaba gozo y gratitud; contemplaba las maravillas de la naturaleza y se llenaba de deleite ante la hermosura de la tierra y del cielo. Relataba libremente su caso y otra vez ellos trataron de imponerle silencio, diciendo: “Da gloria a Dios: nosotros sabemos que este hombre es pecador.” Es decir: No repitas que este hombre te dió la vista; es Dios quien lo ha hecho.
El ciego respondió: “Si es pecador, no lo sé: una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo.”
Entonces le preguntaron otra vez: “¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?” Procuraron confundirlo con muchas palabras, a fin de que él se juzgase engañado. Satanás y sus ángeles malos estaban de parte de los fariseos, y unían sus fuerzas y argucias al razonamiento de los hombres a fin de contrarrestar la influencia de Cristo. Embotaron las convicciones hondamente arraigadas en muchas mentes. Los ángeles de Dios también estaban presentes para fortalecer al hombre cuya vista había sido restaurada.
Los fariseos no comprendían que estaban tratando más que con un hombre inculto que había nacido ciego; no conocían a Aquel con quien estaban en controversia. La luz divina brillaba en las cámaras del alma del ciego. Mientras aquellos hipócritas procuraban hacerle descreído, Dios le ayudó a demostrar, por el vigor y la agudeza de sus respuestas, que no había de ser entrampado. Replicó: “Ya os lo he dicho, y no habéis atendido: ¿por qué lo queréis otra vez oír? ¿queréis también vosotros haceros sus discípulos? Y le ultrajaron, y dijeron: Tú eres su discípulo; pero nosotros discípulos de Moisés somos. Nosotros sabemos que a Moisés habló Dios: mas éste no sabemos de dónde es.”
El Señor Jesús conocía la prueba por la cual estaba pasando el hombre, y le dió gracia y palabras, de modo que llegó a ser un testigo por Cristo. Respondió a los fariseos con palabras que eran una hiriente censura a sus preguntas. Aseveraban ser los expositores de las Escrituras y los guías religiosos de la nación; sin embargo, había allí Uno que hacía milagros, y ellos confesaban ignorar tanto la fuente de su poder, como su carácter y pretensiones. “Por cierto, maravillosa cosa es ésta—dijo el hombre,—que vosotros no sabéis de dónde sea, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no oye a los pecadores: mas si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a éste oye. Desde el siglo no fué oído, que abriese alguno los ojos de uno que nació ciego. Si éste no fuera de Dios, no pudiera hacer nada.”
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El hombre había hecho frente a sus inquisidores en su propio terreno. Su razonamiento era incontestable. Los fariseos estaban atónitos y enmudecieron, hechizados ante sus palabras penetrantes y resueltas. Durante un breve momento guardaron silencio. Luego esos ceñudos sacerdotes y rabinos recogieron sus mantos, como si hubiesen temido contaminarse por el trato con él, sacudieron el polvo de sus pies, y lanzaron denuncias contra él: “En pecados eres nacido todo, ¿y tú nos enseñas?” Y le excomulgaron.
Jesús se enteró de lo hecho; y hallándolo poco después, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?”
Por primera vez el ciego miraba el rostro de Aquel que le sanara. Delante del concilio había visto a sus padres turbados y perplejos; había mirado los ceñudos rostros de los rabinos; ahora sus ojos descansaban en el amoroso y pacífico semblante de Jesús. Antes de eso, a gran costo para él, le había reconocido como delegado del poder divino; ahora se le concedió una revelación mayor.
A la pregunta del Salvador: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” el ciego respondió: “¿Quién es, Señor, para que crea en él?” Y Jesús dijo: “Y le has visto, y el que habla contigo, él es.” El hombre se arrojó a los pies del Salvador para adorarle. No solamente había recibido la vista natural, sino que habían sido abiertos los ojos de su entendimiento. Cristo había sido revelado a su alma, y le recibió como el Enviado de Dios.
Había un grupo de fariseos reunido cerca, y el verlos trajo a la mente de Jesús el contraste que siempre se manifestaba en el efecto de sus obras y palabras. Dijo: “Yo, para juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, sean cegados.” Cristo había venido para abrir los ojos ciegos, para dar luz a los que moran en tinieblas. Había declarado ser la luz del mundo, y el milagro que acababa de realizar era un testimonio de su misión. El pueblo que contempló al Salvador en su venida fué favorecido con una manifestación más abundante de la presencia divina que la que el mundo jamás había gozado antes. El conocimiento de Dios fué revelado más perfectamente. Pero por esta misma revelación, los hombres fueron juzgados. Su carácter fué probado, y determinado su destino.
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La manifestación del poder divino que le había dado al ciego vista natural tanto como espiritual, había sumido a los fariseos en tinieblas más profundas. Algunos de sus oyentes, al sentir que las palabras de Cristo se aplicaban a ellos, preguntaron; “¿Somos nosotros también ciegos?” Jesús respondió: “Si fuerais ciegos, no tuvierais pecado.” Si Dios hubiese hecho imposible para vosotros ver la verdad, vuestra ignorancia no implicaría culpa. “Mas ahora … decís, Vemos.” Os creéis capaces de ver, y rechazáis el único medio por el cual podríais recibir la vista. A todos los que percibían su necesidad, Jesús les proporcionaba ayuda infinita. Pero los fariseos no confesaban necesidad alguna; rehusaban venir a Cristo, y por lo tanto fueron dejados en una ceguedad de la cual ellos mismos eran culpables. Jesús dijo: “Vuestro pecado permanece.”