Este capítulo está basado en Lucas 9:51-56; 10:1-24.
Al acercarse el fin de su ministerio, cambió Jesús su manera de trabajar. Antes, había procurado rehuir la excitación y la publicidad. Había rehusado el homenaje del pueblo y pasado rápidamente de un lugar a otro cuando el entusiasmo popular en su favor parecía volverse ingobernable. Vez tras vez había ordenado que nadie declarase que él era el Cristo.
En ocasión de la fiesta de las cabañas, su viaje a Jerusalén fué hecho secreta y apresuradamente. Cuando sus hermanos le instaron a presentarse públicamente como el Mesías, contestó: “Mi tiempo aún no ha venido.”1 Hizo su viaje a Jerusalén sin ser notado, y entró en la ciudad sin ser anunciado ni honrado por la multitud. Pero no sucedió así en ocasión de su último viaje. Había abandonado a Jerusalén por una temporada a causa de la malicia de los sacerdotes y rabinos. Pero ahora regresó de la manera más pública, por una ruta tortuosa y precedido de un anunció de su venida, que no había permitido antes. Estaba marchando hacia el escenario de su gran sacrificio, hacia el cual la atención del pueblo debía dirigirse.
“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado.”2 Como los ojos de todo Israel se habían dirigido a la serpiente levantada, símbolo de su curación, así los ojos debían ser atraídos a Cristo, el sacrificio que traería salvación al mundo perdido.
Era un concepto falso de la obra del Mesías y una falta de fe en el carácter divino de Jesús, lo que había inducido a sus hermanos a instarle a presentarse públicamente al pueblo en ocasión de la fiesta de las cabañas. Ahora, con un espíritu análogo a éste, los discípulos quisieron impedirle hacer el viaje a Jerusalén. Recordaban sus palabras referentes a lo que había de sucederle allí, conocían la hostilidad implacable de los dirigentes religiosos, y de buena gana hubieran disuadido a su Maestro de ir allá.
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Para el corazón de Cristo, era una prueba amarga avanzar contra los temores, los desengaños y la incredulidad de sus amados discípulos. Era duro llevarlos adelante, a la angustia y desesperación que les aguardaban en Jerusalén. Y Satanás estaba listo para apremiar con sus tentaciones al Hijo del hombre. ¿Por qué iría ahora a Jerusalén, a una muerte segura? En todo su derredor había almas hambrientas del pan de vida. Por todas partes había dolientes que aguardaban su palabra sanadora. La obra que había de realizarse mediante el Evangelio de su gracia sólo había comenzado. Y él estaba lleno de vigor, en la flor de su virilidad. ¿Por qué no se dirigiría hacia los vastos campos del mundo con las palabras de su gracia, el toque de su poder curativo? ¿Por qué no tendría el gozo de impartir luz y alegría a aquellos entenebrecidos y apenados millones? ¿Por qué dejaría la siega de esas multitudes a sus discípulos, tan faltos de fe, tan embotados de entendimiento, tan lentos para obrar? ¿Por qué habría de arrostrar la muerte ahora y abandonar la obra en sus comienzos? El enemigo que había hecho frente a Cristo en el desierto le asaltó ahora con fieras y sutiles tentaciones. Si Jesús hubiese cedido por un momento, si hubiese cambiado su conducta en lo mínimo para salvarse, los agentes de Satanás hubieran triunfado y el mundo se hubiera perdido.
Pero Jesús “afirmó su rostro para ir a Jerusalén.” La única ley de su vida era la voluntad del Padre. Cuando visitó el templo en su niñez, le dijo a María: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me conviene estar?”3 En Caná, cuando María deseaba que él revelara su poder milagroso, su respuesta fué: “Aun no ha venido mi hora.”4 Con las mismas palabras respondió a sus hermanos cuando le instaban a ir a la fiesta. Pero en el gran plan de Dios había sido señalada la hora en que debía ofrecerse por los pecados de los hombres, y esa hora estaba por sonar. El no quería faltar ni vacilar. Sus pasos se dirigieron a Jerusalén, donde sus enemigos habían tramado desde hacía mucho tiempo quitarle la vida; ahora la depondría. Afirmó su rostro para ir hacia la persecución, la negación, el rechazamiento, la condenación y la muerte.
“Y envió mensajeros delante de sí, los cuales fueron y entraron en una ciudad de los samaritanos, para prevenirle.” Pero los habitantes rehusaron recibirle, porque estaba en camino a Jerusalén. Interpretaron que esto significaba que Cristo manifestaba preferencia por los judíos, a quienes ellos aborrecían con acerbo odio. Si él hubiese venido a restaurar el templo y el culto en el monte Gerizim, le hubieran recibido alegremente; pero iba en camino a Jerusalén, y no quisieron darle hospitalidad. ¡Cuán poco comprendieron que estaban cerrando sus puertas al mejor don del cielo! Jesús invitaba a los hombres a recibirle, les pedía favores, para poder acercarse a ellos y otorgarles las más ricas bendiciones. Por cada favor que se le hacía, devolvía una merced más valiosa. Pero aquellos samaritanos lo perdieron todo por su prejuicio y fanatismo.
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Santiago y Juan, los mensajeros de Cristo, se sintieron vejados por el insulto inferido a su Señor. Se llenaron de indignación porque él había sido tratado tan rudamente por los samaritanos a quienes estaba honrando con su presencia. Poco antes, habían estado con él en el monte de la transfiguración, y le habían visto glorificado por Dios y honrado por Moisés y Elías. Pensaban que esta manifiesta deshonra de parte de los samaritanos, no debía pasarse por alto sin un notable castigo.
Al volver a Cristo, le comunicaron las palabras de los habitantes del pueblo, diciéndole que habían rehusado darle siquiera albergue para la noche. Pensaban que se le había hecho un enorme agravio, y al ver en lontananza el monte Carmelo, donde Elías había matado a los falsos profetas, dijeron: “¿Quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, y los consuma, como hizo Elías?” Se sorprendieron cuando vieron que Jesús se apenaba por sus palabras, y se sorprendieron aun más cuando oyeron su reproche: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas.”
No es parte de la misión de Cristo obligar a los hombres a recibirle. Satanás, y los hombres impulsados por su espíritu son quienes procuran violentar las conciencias. Pretextando celo por la justicia, los hombres que están confederados con los ángeles malos acarrean sufrimientos a sus prójimos, a fin de convertirlos a sus ideas religiosas; pero Cristo está siempre manifestando misericordia, siempre procura conquistarlos por la revelación de su amor. El no puede admitir un rival en el alma ni aceptar un servicio parcial; pero desea solamente un servicio voluntario, la entrega voluntaria del corazón, bajo la compulsión del amor. No puede haber una evidencia más concluyente de que poseemos el espíritu de Satanás que el deseo de dañar y destruir a los que no aprecian nuestro trabajo u obran contrariamente a nuestras ideas.
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Todo ser humano pertenece a Dios en cuerpo, alma y espíritu. Cristo murió para redimir a todos. Nada puede ser más ofensivo para Dios que el hecho de que los hombres, por fanatismo religioso, ocasionen sufrimientos a quienes son adquisición de la sangre del Salvador.
“Y partiéndose de allí, vino a los términos de Judea y tras el Jordán: y volvió el pueblo a juntarse a él; y de nuevo les enseñaba como solía.”5
Gran parte de los meses finales del ministerio de Cristo se pasó en Perea, la provincia “tras el Jordán” con respecto a Judea. Allí la multitud se agolpaba a su paso, como en los primeros días de su ministerio en Galilea, y él repitió mucha de su enseñanza anterior.
Así como enviara a los doce, “designó el Señor aun otros setenta, los cuales envió de dos en dos delante de sí, a toda ciudad y lugar a donde él había de venir.” Estos discípulos habían estado algún tiempo con él, preparándose para su trabajo. Cuando los doce fueron enviados a su primera jira misionera, otros discípulos acompañaron a Jesús en su viaje por Galilea. Allí tuvieron ocasión de asociarse íntimamente con él y de recibir instrucción personal directa. Ahora este grupo mayor también había de partir en una misión por separado.
Las indicaciones hechas a los setenta fueron similares a las que habían sido dadas a los doce; pero la orden impartida a los doce de no entrar en ninguna ciudad de gentiles o samaritanos, no fué dada a los setenta. Aunque Cristo acababa de ser rechazado por los samaritanos, su amor hacia ellos era inalterable. Cuando los setenta partieron en su nombre, visitaron ante todo las ciudades de Samaria.
La visita del Salvador mismo a Samaria, y más tarde la alabanza al buen samaritano y el gozo agradecido del leproso samaritano, quien de entre diez fué el único que volvió para dar gracias a Cristo, fueron hechos de mucho significado para los discípulos. La lección penetró profundamente en el corazón de ellos. Al comisionarlos inmediatamente antes de su ascensión, Jesús mencionó a Samaria junto con Jerusalén y Judea como los lugares donde debían predicar primeramente el Evangelio. Su enseñanza los había preparado para cumplir esta comisión. Cuando en el nombre de su Señor fueron ellos a Samaria, hallaron a la gente lista para recibirlos. Los samaritanos se habían enterado de las palabras de alabanza de Cristo y de sus obras de misericordia en favor de hombres de su nación. Vieron que a pesar del trato rudo que le habían dado él tenía solamente pensamientos de amor hacia ellos, y sus corazones fueron ganados. Después de su ascensión, dieron la bienvenida a los mensajeros del Salvador, y los discípulos cosecharon una preciosa mies de entre aquellos que habían sido antes sus más acerbos enemigos. “No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare: sacará el juicio a verdad.” “Y en su nombre esperarán los gentiles.”6
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Al enviar a los setenta, Jesús les ordenó, como lo había ordenado a los doce, no insistir en estar donde no fueran bienvenidos. “En cualquier ciudad donde entrareis, y no os recibieren—les dijo,—saliendo por sus calles decid: Aun el polvo que se nos ha pegado de vuestra ciudad a nuestros pies, sacudimos en vosotros: esto empero sabed, que el reino de los cielos se ha llegado a vosotros.” No debían hacer esto por resentimiento o porque se hubiese herido su dignidad, sino para mostrar cuán grave es rechazar el mensaje del Señor o a sus mensajeros. Rechazar a los siervos del Señor es rechazar a Cristo mismo.
“Y os digo—añadió Jesús—que los de Sodoma tendrán más remisión aquel día, que aquella ciudad.” Y recordó los pueblos de Galilea donde había cumplido la mayor parte de su ministerio. Con acento de profunda tristeza exclamó: “¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! que si en Tiro y en Sidón hubieran sido hechas las maravillas que se han hecho en vosotras, ya días ha que, sentados en cilicio y ceniza, se habrían arrepentido. Por tanto, Tiro y Sidón tendrán más remisión que vosotras en el juicio. Y tú, Capernaúm, que hasta los cielos estás levantada, hasta los infiernos serás abajada.”
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Las más ricas bendiciones del cielo habían sido ofrecidas gratuitamente a aquellos activos pueblos próximos al mar de Galilea. Día tras día, el Príncipe de la vida había entrado y salido entre ellos. La gloria de Dios, que profetas y reyes habían anhelado ver, había brillado sobre las multitudes que se agolpaban en el camino del Salvador. Sin embargo, habían rechazado el Don celestial.
Con gran ostentación de prudencia, los rabinos habían amonestado al pueblo contra la aceptación de las nuevas doctrinas enseñadas por este nuevo maestro; porque sus teorías y prácticas contradecían las enseñanzas de los padres. El pueblo dió crédito a lo que enseñaban los sacerdotes y fariseos, en lugar de procurar entender por sí mismo la palabra de Dios. Honraba a los sacerdotes y gobernantes en vez de honrar a Dios, y rechazó la verdad a fin de conservar sus propias tradiciones. Muchos habían sido impresionados y casi persuadidos; pero no habían obrado de acuerdo con sus convicciones, y no eran contados entre los partidarios de Cristo. Satanás presentó sus tentaciones, hasta que la luz les pareció tinieblas. Así muchos rechazaron la verdad que hubiera tenido como resultado la salvación de su alma.
El Testigo verdadero dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo.”7 Toda amonestación, reprensión y súplica de la Palabra de Dios o de sus mensajeros es un llamamiento a la puerta del corazón. Es la voz de Jesús que procura entrada. Con cada llamamiento desoído se debilita la inclinación a abrir. Si hoy son despreciadas las impresiones del Espíritu Santo, mañana no serán tan fuertes. El corazón se vuelve menos sensible y cae en una peligrosa inconsciencia en cuanto a lo breve de la vida frente a la gran eternidad venidera. Nuestra condenación en el juicio no se deberá al hecho de que hayamos estado en el error, sino al hecho de haber descuidado las oportunidades enviadas por el cielo para que aprendiésemos lo que es la verdad.
A semejanza de los apóstoles, los setenta habían recibido dones sobrenaturales como sello de su misión. Cuando terminaron su obra, volvieron con gozo, diciendo: “Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre.” Jesús respondió: “Yo veía a Satanás, como un rayo, que caía del cielo.”
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Escenas pasadas y futuras se presentaron a la mente de Jesús. Vió a Lucifer cuando fué arrojado por primera vez de los lugares celestiales. Miró hacia adelante a las escenas de su propia agonía, cuando el carácter del engañador sería expuesto a todos los mundos. Oyó el clamor: “Consumado es,”8 el cual anunciaba que la redención de la raza caída quedaba asegurada para siempre, que el cielo estaba eternamente seguro contra las acusaciones, los engaños y las pretensiones de Satanás.
Más allá de la cruz del Calvario, con su agonía y vergüenza, Jesús miró hacia el gran día final, cuando el príncipe de las potestades del aire será destruído en la tierra durante tanto tiempo mancillada por su rebelión. Contempló la obra del mal terminada para siempre, y la paz de Dios llenando el cielo y la tierra.
En lo venidero, los seguidores de Cristo habían de mirar a Satanás como a un enemigo vencido. En la cruz, Cristo iba a ganar la victoria para ellos; deseaba que se apropiasen de esa victoria. “He aquí—dijo él—os doy potestad de hollar sobre las serpientes y sobre los escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada os dañará.”
El poder omnipotente del Espíritu Santo es la defensa de toda alma contrita. Cristo no permitirá que pase bajo el dominio del enemigo quien haya pedido su protección con fe y arrepentimiento. El Salvador está junto a los suyos que son tentados y probados. Con él no puede haber fracaso, pérdida, imposibilidad o derrota; podemos hacer todas las cosas mediante Aquel que nos fortalece. Cuando vengan las tentaciones y las pruebas, no esperéis arreglar todas las dificultades, sino mirad a Jesús, vuestro ayudador.
Hay cristianos que piensan y hablan demasiado del poder de Satanás. Piensan en su adversario, oran acerca de él, hablan de él y parece agrandarse más y más en su imaginación. Es verdad que Satanás es un ser fuerte; pero, gracias a Dios, tenemos un Salvador poderoso que arrojó del cielo al maligno. Satanás se goza cuando engrandecemos su poder. ¿Por qué no hablamos de Jesús? ¿Por qué no magnificamos su poder y su amor?
El arco iris de la promesa que circuye el trono de lo alto es un testimonio eterno de que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”9 Atestigua al universo que nunca abandonará Dios a su pueblo en la lucha contra el mal. Es una garantía para nosotros de que contaremos con fuerza y protección mientras dure el trono.
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Jesús añadió: “Mas no os gocéis de esto, que los espíritus se os sujetan; antes gozaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos.” No os gocéis por el hecho de que poseéis poder, no sea que perdáis de vista vuestra dependencia de Dios. Tened cuidado, no sea que os creáis suficientes y obréis por vuestra propia fuerza, en lugar de hacerlo por el espíritu y la fuerza de vuestro Señor. El yo está siempre listo para atribuirse el mérito por cualquier éxito alcanzado. Se lisonjea y exalta al yo, y no se graba en otras mentes la verdad de que Dios es todo y en todos. El apóstol Pablo dice: “Porque cuando soy flaco, entonces soy poderoso.”10 Cuando nos percatamos de nuestra debilidad, aprendemos a no depender de un poder inherente. Nada puede posesionarse tan fuertemente del corazón como el sentimiento permanente de nuestra responsabilidad ante Dios. Nada alcanza tan plenamente a los motivos más profundos de la conducta como la sensación del amor perdonador de Cristo. Debemos ponernos en comunión con Dios; entonces seremos dotados de su Espíritu Santo, el cual nos capacita para relacionarnos con nuestros semejantes. Por lo tanto, gozaos de que mediante Cristo habéis sido puestos en comunión con Dios, como miembros de la familia celestial. Mientras miréis más arriba que vosotros mismos, tendréis un sentimiento continuo de la flaqueza de la humanidad. Cuanto menos apreciéis el yo, más clara y plena será vuestra comprensión de la excelencia de vuestro Salvador. Cuanto más estrechamente os relacionéis con la fuente de luz y poder, mayor luz brillará sobre vosotros y mayor poder tendréis para trabajar por Dios. Gozaos porque sois uno con Dios, uno con Cristo y con toda la familia del cielo.
Mientras los setenta escuchaban las palabras de Cristo, el Espíritu Santo impresionaba sus mentes con las realidades vivientes y escribía la verdad en las tablas del alma. Aunque los cercaban multitudes, estaban como a solas con Dios.
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Conociendo que ellos habían sido dominados por la inspiración de la hora, “Jesús se alegró en espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, que escondiste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños: así, Padre, porque así te agradó. Todas las cosas me son entregadas de mi Padre: y nadie sabe quién sea el Hijo sino el Padre; ni quién sea el Padre, sino el Hijo, y a quien el Hijo lo quisiere revelar.”
Los hombres honrados por el mundo, los así llamados grandes y sabios, con su alardeada sabiduría, no podían comprender el carácter de Cristo. Le juzgaban por la apariencia exterior, por la humillación que le cupo como ser humano. Pero a los pescadores y publicanos les había sido dado ver al Invisible. Aun los discípulos no podían comprender todo lo que Jesús deseaba revelarles; pero a veces, cuando se entregaban al poder del Espíritu Santo, se iluminaban sus mentes. Comprendían que el Dios poderoso, revestido de humanidad, estaba entre ellos. Jesús se regocijó porque, aunque los sabios y prudentes no tenían este conocimiento, había sido revelado a aquellos hombres humildes. A menudo, mientras él había presentado las Escrituras del Antiguo Testamento, y les había mostrado como se aplicaban a él y a su obra de expiación, ellos habían sido despertados por su Espíritu y elevados a una atmósfera celestial. Tenían una comprensión más clara de las verdades espirituales habladas por los profetas que sus mismos autores. En adelante habrían de leer las Escrituras del Antiguo Testamento, no como las doctrinas de los escribas y fariseos, no como las declaraciones de sabios que habían muerto, sino como una nueva revelación de Dios. Veían a Aquel “al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce: mas vosotros le conocéis; porque está con vosotros, y será en vosotros.”11
Lo único que nos permite obtener una comprensión más perfecta de la verdad consiste en que mantengamos nuestro corazón enternecido y sojuzgado por el Espíritu de Cristo. El alma debe ser limpiada de la vanidad y el orgullo, y vaciada de todo lo que la domina; y Cristo debe ser entronizado en ella. La ciencia humana es demasiado limitada para comprender el sacrificio expiatorio. El plan de la redención es demasiado abarcante para que la filosofía pueda explicarlo. Será siempre un misterio insondable para el razonamiento más profundo. La ciencia de la salvación no puede ser explicada; pero puede ser conocida por experiencia. Solamente el que ve su propio carácter pecaminoso puede discernir la preciosidad del Salvador.
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Las lecciones que Jesús enseñaba mientras iba lentamente de Galilea a Jerusalén estaban llenas de instrucción. El pueblo escuchaba ansiosamente sus palabras. En Perea y Galilea, el pueblo no estaba tan dominado por el fanatismo de los judíos como en Judea, y las enseñanzas de Cristo hallaban cabida en los corazones.
Presentó muchas de sus parábolas durante estos últimos meses de su ministerio. Los sacerdotes y rabinos le perseguían cada vez más acerbamente, y las amonestaciones que les dirigiera iban veladas en símbolos. Ellos no podían dejar de entender lo que quería decir, aunque no podían hallar en qué fundar una acusación contra él. En la parábola del fariseo y el publicano, la suficiencia propia manifestada en la oración: “Dios, te doy gracias, que no soy como los otros hombres,” contrastaba vívidamente con la plegaria del penitente: “Dios, sé propicio a mí pecador.”12 Así censuró Cristo la hipocresía de los judíos. Y bajo las figuras de la higuera estéril y de la gran cena predijo la sentencia que estaba por caer sobre la nación impenitente. Los que habían rechazado desdeñosamente la invitación al banquete evangélico, oyeron sus palabras de amonestación: “Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados, gustará mi cena.”13
Muy preciosas eran las instrucciones impartidas a los discípulos. La parábola de la viuda importuna y del amigo que pedía pan a medianoche, dieron nueva fuerza a sus palabras: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y os será abierto.”14 Y a menudo la vacilante fe de ellos fué fortalecida recordando las palabras que Cristo había dicho: “¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche, aunque sea longánime acerca de ellos? Os digo que los defenderá presto.”15
Cristo repitió la hermosa parábola de la oveja perdida. Y dió aun mayor alcance a su lección cuando habló de la dracma perdida y del hijo pródigo. Los discípulos no podían apreciar entonces toda la fuerza de estas lecciones; pero después del derramamiento del Espíritu Santo, cuando vieron la conversión de numerosos gentiles y la ira envidiosa de los judíos, comprendieron mejor la lección del hijo pródigo, y pudieron participar del gozo de las palabras de Cristo: “Mas era menester hacer fiesta y holgarnos;” “porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado.”16 Y cuando salieron en el nombre de su Señor, arrostrando reproches, pobreza y persecución, confortaban a menudo sus corazones repitiendo su mandato: “No temáis, manada pequeña; porque al Padre ha placido daros el reino. Vended lo que poseéis, y dad limosna; haceos bolsas que no se envejecen, tesoro en los cielos que nunca falta; donde ladrón no llega, ni polilla corrompe. Porque donde está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón.”