El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 55 – Sin manifestación exterior

Este capítulo está basado en Lucas 17:20-22.

Algunos de los fariseos habían venido a Jesús y le habían preguntado “cuándo había de venir el reino de Dios.” Habían pasado más de tres años desde que Juan el Bautista diera el mensaje que a manera de toque de trompeta había repercutido por el país: “Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado.”1 Y sin embargo los fariseos no veían señal alguna del establecimiento del reino. Muchos de aquellos que habían rechazado a Juan y que a cada paso se habían opuesto a Jesús, estaban insinuando que su misión había fracasado.

Jesús contestó: “El reino de Dios no vendrá con advertencia [manifestación exterior, V.M.] ni dirán: Helo aquí, o helo allí: porque he aquí el reino de Dios entre vosotros está.” El reino de Dios principia en el corazón. No busquéis aquí o allí manifestaciones de poder terrenal que señalen su comienzo.

“Tiempo vendrá—dijo dirigiéndose a sus discípulos,—cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del hombre, y no lo veréis.” Por cuanto no va acompañada de pompa mundanal, estáis en peligro de no discernir la gloria de mi misión. No comprendéis cuán grande es vuestro presente privilegio de tener entre vosotros, aunque velado por la humanidad, al que es la vida y la luz de los hombres. Vendrán días en que miraréis retrospectivamente y con ansia las oportunidades que ahora disfrutáis, de andar y hablar con el Hijo de Dios.

Por causa de su egoísmo y mundanalidad, ni los discípulos de Jesús podían comprender la gloria espiritual que él procuraba revelarles. No fué sino hasta después de la ascensión de Cristo al Padre y del derramamiento del Espíritu Santo sobre los creyentes, cuando los discípulos apreciaron plenamente el carácter y la misión del Salvador. Después de recibir el bautismo del Espíritu, comenzaron a comprender que habían estado en la misma presencia del Señor de gloria. A medida que les eran recordados los dichos de Cristo, sus mentes se abrían para comprender las profecías y entender los milagros obrados por él. Las maravillas de su vida pasaban delante de ellos y parecían hombres que despertaban de un sueño. Comprendían que “aquel Verbo fué hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”2 En realidad, Cristo había venido de Dios a un mundo lleno de pecado para salvar a los caídos hijos e hijas de Adán. Los discípulos se consideraron entonces de mucho menor importancia que antes de haber comprendido esto. Nunca se cansaban de referir las palabras y obras del Señor. Sus lecciones, que sólo habían entendido obscuramente, pareciéronles una nueva revelación. Las Escrituras llegaron a ser para ellos un libro nuevo.

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Mientras los discípulos escudriñaban las profecías que testificaban de Cristo, llegaron a estar en comunión con la divinidad, y aprendieron de Aquel que había ascendido al cielo a terminar la obra que había empezado en la tierra. Reconocieron que había en él un conocimiento que ningún ser humano podía comprender sin ayuda de la intervención divina. Necesitaban la ayuda de Aquel que había sido predicho por reyes, profetas y justos. Con asombro leían y volvían a leer las profecías que delineaban su carácter y su obra. ¡Cuán vagamente habían comprendido las escrituras proféticas; cuán lentos habían sido para recibir las grandes verdades que testificaban de Cristo! Mirándole en su humillación, mientras andaba como hombre entre los hombres, no habían comprendido el misterio de su encarnación, el carácter dual de su naturaleza. Sus ojos estaban velados, de manera que no reconocían plenamente la divinidad en la humanidad. Pero después que fueron iluminados por el Espíritu Santo, ¡cuánto anhelaban volverle a ver y sentarse a sus pies! ¡Cuánto deseaban acercarse a él y que les explicase las Escrituras que no podían comprender! ¡Cuán atentamente escucharían sus palabras! ¿Qué había querido decir Cristo cuando dijo: “Aun tengo muchas cosas que deciros, mas ahora no las podéis llevar”?3 ¡Cuán ávidos estaban de saberlo todo! Les apenaba que su fe hubiese sido tan débil, que sus ideas se hubiesen apartado tanto de la verdad que habían dejado de comprender la realidad.

Había sido enviado por Dios un heraldo que proclamase la venida de Cristo para llamar la atención de la nación judía y del mundo a su misión, a fin de que los hombres pudiesen prepararse para recibirle. El admirable personaje a quien Juan había anunciado había estado entre ellos durante más de treinta años y no le habían conocido en realidad como el enviado de Dios. El remordimiento se apoderó de los discípulos porque habían dejado que la incredulidad prevaleciente impregnase sus opiniones y anublase su entendimiento. La Luz de este mundo sombrío había estado resplandeciendo entre su lobreguez, y no habían alcanzado a comprender de dónde provenían sus rayos. Se preguntaban por qué se habían conducido de modo que obligara a Cristo a reprenderlos. Con frecuencia repetían sus conversaciones y decían: ¿Por qué permitimos que las consideraciones terrenales y la oposición de sacerdotes y rabinos confundiesen nuestros sentidos, de manera que no comprendíamos que estaba entre nosotros uno mayor que Moisés, y que uno más sabio que Salomón nos instruía? ¡Cuán embotados estaban nuestros oídos, cuán débil era nuestro entendimiento!

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Tomás no quiso creer hasta que hubo puesto su dedo en la herida hecha por los soldados romanos. Pedro le había negado en su humillación y rechazamiento. Estos dolorosos recuerdos acudían claramente a sus mentes. Habían estado con él, pero no le habían conocido ni apreciado. ¡Mas cuánto conmovían esas cosas su corazón al reconocer ellos su incredulidad!

Mientras los sacerdotes y príncipes se combinaban contra ellos y eran llevados ante concilios y arrojados a la cárcel, los discípulos de Cristo se regocijaban de que “fuesen tenidos por dignos de padecer afrenta por el Nombre.”4 Les era grato probar, ante los hombres y los ángeles, que reconocían la gloria de Cristo, y querían seguirle aun perdiendo todo lo demás.

Hoy es tan cierto como en los días apostólicos que sin la iluminación del Espíritu divino, la humanidad no puede discernir la gloria de Cristo. La verdad y la obra de Dios no son apreciadas por un cristianismo que ama el mundo y transige con él. No es en la comodidad, ni en los honores terrenales o la conformidad con el mundo donde se encuentran los que siguen al Maestro. Han dejado muy atrás estas cosas y se hallan ahora en las sendas del trabajo, de la humillación y del oprobio, en el frente de batalla “contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los aires.”5 Como en los días de Cristo, no son comprendidos, sino vilipendiados y oprimidos por los sacerdotes y fariseos del tiempo actual.

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El reino de Dios viene sin manifestación exterior. El Evangelio de la gracia de Dios, con su espíritu de abnegación, no puede nunca estar en armonía con el espíritu del mundo. Los dos principios son antagónicos. “Mas el hombre animal no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura: y no las puede entender, porque se han de examinar espiritualmente.”6

Pero hoy hay en el mundo religioso multitudes que creen estar trabajando para el establecimiento del reino de Cristo como dominio temporal y terrenal. Desean hacer de nuestro Señor el Rey de los reinos de este mundo, el gobernante de sus tribunales y campamentos, de sus asambleas legislativas, sus palacios y plazas. Esperan que reine por medio de promulgaciones legales, impuestas por autoridad humana. Como Cristo no está aquí en persona, ellos mismos quieren obrar en su lugar ejecutando las leyes de su reino. El establecimiento de un reino tal es lo que los judíos deseaban en los días de Cristo. Habrían recibido a Jesús si él hubiese estado dispuesto a establecer un dominio temporal, a imponer lo que consideraban como leyes de Dios, y hacerlos los expositores de su voluntad y los agentes de su autoridad. Pero él dijo: “Mi reino no es de este mundo.”7 No quiso aceptar el trono terrenal.

El gobierno bajo el cual Jesús vivía era corrompido y opresivo; por todos lados había abusos clamorosos: extorsión, intolerancia y crueldad insultante. Sin embargo, el Salvador no intentó hacer reformas civiles, no atacó los abusos nacionales ni condenó a los enemigos nacionales. No intervino en la autoridad ni en la administración de los que estaban en el poder. El que era nuestro ejemplo se mantuvo alejado de los gobiernos terrenales. No porque fuese indiferente a los males de los hombres, sino porque el remedio no consistía en medidas simplemente humanas y externas. Para ser eficiente, la cura debía alcanzar a los hombres individualmente, y debía regenerar el corazón.

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No por las decisiones de los tribunales o los consejos o asambleas legislativas, ni por el patrocinio de los grandes del mundo, ha de establecerse el reino de Cristo, sino por la implantación de la naturaleza de Cristo en la humanidad por medio de la obra del Espíritu Santo. “Mas a todos los que le recibieron, dióles potestad de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre: los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, mas de Dios.”8 En esto consiste el único poder capaz de elevar a la humanidad. Y el agente humano que ha de cumplir esta obra es la enseñanza y la práctica de la Palabra de Dios.

Cuando el apóstol Pablo empezó su ministerio en Corinto, ciudad populosa, rica y perversa, contaminada por los infames vicios del paganismo, dijo: “Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado.”9 Escribiendo más tarde a algunos de los que habían sido corrompidos por los pecados más viles, pudo decir: “Y esto erais algunos: mas ya sois lavados, mas ya sois santificados, mas ya sois justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios.” “Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os es dada en Cristo Jesús.”10

Ahora, como en los días de Cristo, la obra del reino de Dios no incumbe a los que están reclamando el reconocimiento y apoyo de los gobernantes terrenales y de las leyes humanas, sino a aquellos que están declarando al pueblo en su nombre aquellas verdades espirituales que obrarán, en quienes las reciban, la experiencia de Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí.”11 Entonces trabajarán como Pablo para beneficio de los hombres. El dijo: “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio nuestro; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.”

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