El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 63 – Tu rey viene

Este capítulo está basado en Mateo 21:1-11; Marcos 11:1-10; Lucas 19:29-44; Juan 12:12-19.

“Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalem: he aquí, tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, así sobre un pollino hijo de asna.”1

Quinientos años antes del nacimiento de Cristo, el profeta Zacarías predijo así la venida del Rey de Israel. Esta profecía se iba a cumplir ahora. El que siempre había rechazado los honores reales iba a entrar en Jerusalén como el prometido heredero del trono de David.

Fué en el primer día de la semana cuando Cristo hizo su entrada triunfal en Jerusalén. Las multitudes que se habían congregado para verle en Betania le acompañaban ansiosas de presenciar su recepción. Mucha gente que iba en camino a la ciudad para observar la Pascua se unió a la multitud que acompañaba a Jesús. Toda la naturaleza parecía regocijarse. Los árboles estaban vestidos de verdor y sus flores comunicaban delicada fragancia al aire. Nueva vida y gozo animaban al pueblo. La esperanza del nuevo reino estaba resurgiendo.

Como quería entrar cabalgando en Jerusalén, Jesús había enviado a dos de sus discípulos para que le trajesen una asna y su pollino. Al tiempo de su nacimiento, el Salvador dependió de la hospitalidad de los extraños. El pesebre en el cual yaciera era un lugar de descanso prestado. Y ahora, aunque le pertenecían los millares de animales en los collados, dependía de la bondad de un extraño para conseguir un animal en el cual entrar en Jerusalén como su Rey. Pero de nuevo su divinidad se reveló, aun en las detalladas indicaciones dadas a sus discípulos respecto a su diligencia. Según lo predijo, la súplica: “El Señor los ha menester” fué atendida de buena gana. Jesús escogió para su uso un pollino sobre el cual nunca se había sentado nadie. Con alegre entusiasmo, los discípulos extendieron sus vestidos sobre la bestia y sentaron encima a su Maestro. En ocasiones anteriores, Jesús había viajado siempre a pie, y los discípulos se extrañaban al principio de que decidiese ahora ir cabalgando. Pero la esperanza nació en sus corazones al pensar gozosos que estaba por entrar en la capital para proclamarse rey y hacer valer su autoridad real. Mientras cumplían su diligencia, comunicaron sus brillantes esperanzas a los amigos de Jesús y, despertando hasta lo sumo la expectativa del pueblo, la excitación se extendió lejos y cerca.

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Cristo seguía la costumbre de los judíos en cuanto a una entrada real. El animal en el cual cabalgaba era el que montaban los reyes de Israel, y la profecía había predicho que así vendría el Mesías a su reino. No bien se hubo sentado sobre el pollino cuando una algazara de triunfo hendió el aire. La multitud le aclamó como Mesías, como su Rey. Jesús aceptaba ahora el homenaje que nunca antes había permitido que se le rindiera, y los discípulos recibieron esto como una prueba de que se realizarían sus gozosas esperanzas y le verían establecerse en el trono. La multitud estaba convencida de que la hora de su emancipación estaba cerca. En su imaginación, veía a los ejércitos romanos expulsados de Jerusalén, y a Israel convertido una vez más en nación independiente. Todos estaban felices y alborozados; competían unos con otros por rendirle homenaje. No podían exhibir pompa y esplendor exteriores, pero le tributaban la adoración de corazones felices. Eran incapaces de presentarle dones costosos, pero extendían sus mantos como alfombra en su camino, y esparcían también en él ramas de oliva y palmas. No podían encabezar la procesión triunfal con estandartes reales, pero esparcían palmas, emblema natural de victoria, y las agitaban en alto con sonoras aclamaciones y hosannas.

A medida que avanzaba, la multitud aumentaba continuamente con aquellos que habían oído de la venida de Jesús y se apresuraban a unirse a la procesión. Los espectadores se mezclaban continuamente con la muchedumbre, y preguntaban: ¿Quién es éste? ¿Qué significa toda esta conmoción? Todos habían oído hablar de Jesús y esperaban que fuese a Jerusalén; pero sabían que había desalentado hasta entonces todo esfuerzo que se hiciera para colocarle en el trono, y se asombraban grandemente al saber que realmente era él. Se maravillaban de que se hubiese producido este cambio en Aquel que había declarado que su reino no era de este mundo.

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Esas voces son acalladas por un clamor de triunfo. Es muchas veces repetido por la ansiosa muchedumbre; es recogido por el pueblo a gran distancia, y repercute en las colinas y los valles circunvecinos. Y ahora la procesión es engrosada por las muchedumbres de Jerusalén. De las multitudes reunidas para asistir a la Pascua, miles salen para dar la bienvenida a Jesús. Le saludan agitando palmas y prorrumpiendo en cantos sagrados. Los sacerdotes hacen sonar en el templo la trompeta para el servicio de la tarde, pero pocos responden, y los gobernantes se dicen el uno al otro con alarma: “He aquí, el mundo se va tras de él.”

Nunca antes en su vida terrenal había permitido Jesús una demostración semejante. Previó claramente el resultado. Le llevaría a la cruz. Pero era su propósito presentarse públicamente de esta manera como el Redentor. Deseaba llamar la atención al sacrificio que había de coronar su misión en favor de un mundo caído. Mientras el pueblo estaba reunido en Jerusalén para celebrar la Pascua, él, el verdadero Cordero de Dios representado por los sacrificios simbólicos, se puso aparte como una oblación. Iba a ser necesario que su iglesia, en todos los siglos subsiguientes, hiciese de su muerte por los pecados del mundo un asunto de profunda meditación y estudio. Cada hecho relacionado con ella debía comprobarse fuera de toda duda. Era necesario, entonces, que los ojos de todo el pueblo se dirigieran ahora a él; los sucesos precedentes a su gran sacrificio debían ser tales que llamasen la atención al sacrificio mismo. Después de una demostración como la que acompañó a su entrada triunfal en Jerusalén, todos los ojos seguirían su rápido avance hacia la escena final.

Los sucesos relacionados con la cabalgata triunfal iban a ser el tema de cada lengua, y pondrían a Jesús en todo pensamiento. Después de su crucifixión, muchos recordarían estos sucesos en relación con su proceso y muerte. Serían inducidos a escudriñar las profecías y se convencerían de que Jesús era el Mesías; y en todos los países los conversos a la fe se multiplicarían.

En esta escena de triunfo de su vida terrenal, el Salvador pudiera haber aparecido escoltado por ángeles celestiales y anunciado por la trompeta de Dios; pero una demostración tal hubiera sido contraria al propósito de su misión, contraria a la ley que había gobernado su vida. El permaneció fiel a la humilde suerte que había aceptado. Debía llevar la carga de la humanidad hasta el momento de dar su vida por la del mundo.

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Este día, que parecía a los discípulos el día culminante de su propia existencia, habría sido obscurecido con nubes muy tenebrosas si ellos hubiesen sabido que esta escena de regocijo no era sino un preludio de los sufrimientos y la muerte de su Señor. Aunque repetidas veces les había hablado de su seguro sacrificio, sin embargo, en el alegre triunfo presente, olvidaron sus tristes palabras, y miraron adelante a su próspero reinado sobre el trono de David.

Continuamente se unía más gente a la procesión y, con pocas excepciones, todos se contagiaban del entusiasmo de la hora, para acrecentar los hosannas que repercutían de colina en colina y de valle en valle. El clamor subía continuamente: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!”

Nunca antes había visto el mundo tal escena de triunfo. No se parecía en nada a la de los famosos conquistadores de la tierra. Ningún séquito de afligidos cautivos la caracterizaba como trofeo del valor real. Pero alrededor del Salvador estaban los gloriosos trofeos de sus obras de amor por los pecadores. Los cautivos que él había rescatado del poder de Satanás alababan a Dios por su liberación. Los ciegos a quienes había restaurado la vista abrían la marcha. Los mudos cuya lengua él había desatado voceaban las más sonoras alabanzas. Los cojos a quienes había sanado saltaban de gozo y eran los más activos en arrancar palmas para hacerlas ondear delante del Salvador. Las viudas y los huérfanos ensalzaban el nombre de Jesús por sus misericordiosas obras para con ellos. Los leprosos a quienes había limpiado extendían a su paso sus inmaculados vestidos y le saludaban Rey de gloria. Aquellos a quienes su voz había despertado del sueño de la muerte estaban en la multitud. Lázaro, cuyo cuerpo se había corrompido en el sepulcro, pero que ahora se gozaba en la fuerza de una gloriosa virilidad, guiaba a la bestia en la cual cabalgaba el Salvador.

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Muchos fariseos eran testigos de la escena y, ardiendo de envidia y malicia, procuraron cambiar la corriente del sentimiento popular. Con toda su autoridad trataron de imponer silencio al pueblo; pero sus exhortaciones y amenazas no hacían sino acrecentar el entusiasmo. Temían que esa multitud, por la fuerza del número, hiciera rey a Jesús. Como último recurso, se abrieron paso a través del gentío hasta donde estaba el Salvador, y se dirigieron a él con palabras de reprobación y amenazas: “Maestro, reprende a tus discípulos.” Declararon que tan ruidosa demostración era contraria a la ley, y que no sería permitida por las autoridades. Pero fueron reducidos al silencio por la respuesta de Jesús: “Os digo que si éstos callaren, las piedras clamarán.” Tal escena de triunfo estaba determinada por Dios mismo. Había sido predicha por el profeta, y el hombre era incapaz de desviar el propósito de Dios. Si los hombres no hubiesen cumplido el plan de Dios, él habría dado voz a las piedras inanimadas y ellas habrían saludado a su Hijo con aclamaciones de alabanza. Cuando los fariseos, reducidos al silencio, se apartaron, miles de voces repitieron las palabras de Zacarías: “Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalem: he aquí, tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, así sobre un pollino hijo de asna.”

Cuando la procesión llegó a la cresta de la colina y estaba por descender a la ciudad, Jesús se detuvo, y con él toda la multitud. Delante de él yacía Jerusalén en su gloria, bañada por la luz del sol poniente. El templo atraía todas las miradas. Al destacarse entre todo con majestuosa grandeza, parecía señalar hacia el cielo como si indicara al pueblo quién era el único Dios verdadero y viviente. El templo había sido durante mucho tiempo el orgullo y la gloria de la nación judía. Los romanos también se enorgullecían de su magnificencia. Un rey nombrado por los romanos había unido sus esfuerzos a los de los judíos para reedificarlo y embellecerlo, y el emperador de Roma lo había enriquecido con sus dones. Su solidez, riqueza y magnificencia lo habían convertido en una de las maravillas del mundo.

Mientras el sol poniente teñía de oro los cielos, iluminaba gloriosa y esplendentemente los mármoles de blancura inmaculada de las paredes del templo y hacía fulgurar los dorados capiteles de sus columnas. Desde la colina en que andaban Jesús y sus seguidores, el templo ofrecía la apariencia de una maciza estructura de nieve, con pináculos de oro. A la entrada, había una vid de oro y plata, con hojas verdes y macizos racimos de uvas, ejecutada por los más hábiles artífices. Esta estructura representaba a Israel como una próspera vid. El oro, la plata y el verde vivo estaban combinados con raro gusto y exquisita hechura; al enroscarse graciosamente alrededor de las blancas y refulgentes columnas, adhiriéndose con brillantes zarcillos a sus dorados ornamentos, capturaba el esplendor del sol poniente y refulgía como con gloria prestada por el cielo.

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Jesús contempla la escena y la vasta muchedumbre acalla sus gritos, encantada por la repentina visión de belleza. Todas las miradas se dirigen al Salvador, esperando ver en su rostro la admiración que sentían. Pero en vez de esto, observan una nube de tristeza. Se sorprenden y chasquean al ver sus ojos llenos de lágrimas, y su cuerpo estremeciéndose de la cabeza a los pies como un árbol ante la tempestad, mientras sus temblorosos labios prorrumpen en gemidos de angustia, como nacidos de las profundidades de un corazón quebrantado. ¡Qué cuadro ofrecía esto a los ángeles que observaban! ¡Su amado Jefe angustiado hasta las lágrimas! ¡Qué cuadro era para la alegre multitud que con aclamaciones de triunfo y agitando palmas le escoltaba a la gloriosa ciudad, donde esperaba con anhelo que iba a reinar! Jesús había llorado junto a la tumba de Lázaro, pero era con tristeza divina por simpatía con el dolor humano. Pero esta súbita tristeza era como una nota de lamentación en un gran coro triunfal. En medio de una escena de regocijo, cuando todos estaban rindiéndole homenaje, el Rey de Israel lloraba; no silenciosas lágrimas de alegría, sino lágrimas acompañadas de gemidos de irreprimible agonía. La multitud fué herida de repentina lobreguez. Sus aclamaciones fueron acalladas. Muchos lloraban por simpatía con un pesar que no comprendían.

Las lágrimas de Jesús no fueron derramadas porque presintiera su sufrimiento. Delante de él estaba el Getsemaní, donde pronto le envolvería el horror de una grande obscuridad. También estaba a la vista la puerta de las ovejas, por la cual habían sido llevados durante siglos los animales destinados a los sacrificios. Esta puerta pronto habría de abrirse para él, el gran Cordero de Dios, hacia cuyo sacrificio por los pecados del mundo habían señalado todas aquellas ofrendas. Estaba cerca el Calvario, el lugar de su inminente agonía. Sin embargo, no era por causa de estas señales de su muerte cruel por lo que el Redentor lloraba y gemía con espíritu angustiado. Su tristeza no era egoísta. El pensamiento de su propia agonía no intimidaba a aquella alma noble y abnegada. Era la visión de Jerusalén la que traspasaba el corazón de Jesús: Jerusalén, que había rechazado al Hijo de Dios y desdeñado su amor, que rehusaba ser convencida por sus poderosos milagros y que estaba por quitarle la vida. El vió lo que era ella bajo la culpabilidad de haber rechazado a su Redentor, y lo que hubiera podido ser si hubiese aceptado a Aquel que era el único que podía curar su herida. Había venido a salvarla; ¿cómo podía abandonarla?

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Israel había sido un pueblo favorecido; Dios había hecho del templo su habitación; era “de hermosa perspectiva, el gozo de toda la tierra.” Allí estaba la crónica de más de mil años de custodia protectora y tierno amor de Cristo, como de un padre que soporta a su hijo único. En aquel templo, los profetas habían proferido sus solemnes admoniciones. Allí se habían mecido los incensarios encendidos, de los que el incienso, mezclado con las oraciones de los adoradores, había ascendido a Dios. Allí había fluído la sangre de los animales, símbolo de la sangre de Cristo. Allí Jehová había manifestado su gloria sobre el propiciatorio. Allí los sacerdotes habían oficiado, y había continuado la pompa de los símbolos y las ceremonias durante siglos. Pero todo esto debía terminar.

Jesús levantó la mano—la mano que a menudo bendecía a los enfermos y dolientes,—y extendiéndola hacia la ciudad condenada, con palabras entrecortadas de pena exclamó: “¡Oh si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que toca a tu paz!” Aquí el Salvador se detuvo, y no expresó lo que hubiera podido ser la condición de Jerusalén si hubiese aceptado la ayuda que Dios deseaba darle: el don de su amado Hijo. Si Jerusalén hubiese conocido lo que era su privilegio conocer, y hecho caso de la luz que el Cielo le había enviado, podría haberse destacado en la gloria de la prosperidad, como reina de los reinos, libre en la fuerza del poder dado por su Dios. No habría habido soldados armados a sus puertas, ni banderas romanas flameando en sus muros. El glorioso destino que podría haber exaltado a Jerusalén si hubiese aceptado a su Redentor se presentó ante el Hijo de Dios. Vió que hubiera podido ser sanada por él de su grave enfermedad, librada de la servidumbre y establecida como poderosa metrópoli de la tierra. La paloma de la paz hubiera salido de sus muros rumbo a todas las naciones. Hubiera sido la gloriosa diadema del mundo.

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Pero el brillante cuadro de lo que Jerusalén podría haber sido se desvanece de la vista del Salvador. El se da cuenta de que ahora está ella bajo el yugo romano, soportando el ceño de Dios, condenada a su juicio retributivo. Reanuda el hilo interrumpido de su lamentación: “Mas ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, que tus enemigos te cercarán con baluarte, y te pondrán cerco, y de todas partes te pondrán en estrecho, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti; y no dejarán sobre ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.”

Cristo vino a salvar a Jerusalén con sus hijos; pero el orgullo, la hipocresía, la malicia y el celo farisaico le habían impedido cumplir su propósito. Jesús conocía la terrible retribución que caería sobre la ciudad condenada. Vió a Jerusalén cercada de ejércitos, a sus sitiados habitantes arrastrados al hambre y la muerte, a las madres alimentándose con los cuerpos muertos de sus propios hijos, y a los padres e hijos arrebatándose unos a otros el último bocado; vió los afectos naturales destruídos por las angustias desgarradoras del hambre. Vió que la testarudez de los judíos, evidenciada por el rechazamiento de la salvación que él les ofrecía, los induciría también a rehusar someterse a los ejércitos invasores. Contempló el Calvario, sobre el cual él había de ser levantado, cuajado de cruces como un bosque de árboles. Vió a sus desventurados habitantes sufriendo torturas sobre el potro y crucificados, los hermosos palacios destruídos, el templo en ruinas, y de sus macizas murallas ni una piedra sobre otra, mientras la ciudad era arada como un campo. Bien podía el Salvador llorar de agonía con esa espantosa escena a la vista.

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Jerusalén había sido la hija de su cuidado, y como un padre tierno se lamenta sobre un hijo descarriado, así Jesús lloró sobre la ciudad amada. ¿Cómo puedo abandonarte? ¿Cómo puedo verte condenada a la destrucción? ¿Puedo permitirte colmar la copa de tu iniquidad? Un alma es de tanto valor que, en comparación con ella, los mundos se reducen a la insignificancia; pero ahí estaba por perderse una nación entera. Cuando el sol ya en su ocaso desapareciera de la vista, el día de gracia de Jerusalén habría terminado. Mientras la procesión estaba detenida sobre la cresta del monte de las Olivas, no era todavía demasiado tarde para que Jerusalén se arrepintiese. El ángel de la misericordia estaba entonces plegando sus alas para descender por los escalones del trono de oro a fin de dar lugar a la justicia y al juicio inminentes. Pero el gran corazón de amor de Cristo todavía intercedía por Jerusalén, que había despreciado sus misericordias y amonestaciones, y que estaba por empapar sus manos en su sangre. Si quisiera solamente arrepentirse, no era aún demasiado tarde. Mientras los últimos rayos del sol poniente se demoraban sobre el templo, las torres y cúpulas, ¿no la guiaría algún ángel bueno al amor del Salvador y conjuraría su sentencia? ¡Hermosa e impía ciudad, que había apedreado a los profetas, que había rechazado al Hijo de Dios, que se sujetaba ella misma por su impenitencia en grillos de servidumbre: su día de misericordia casi había pasado!

Sin embargo, el Espíritu de Dios habla otra vez a Jerusalén. Antes de pasar el día, recibe Cristo otro testimonio cuya voz se levanta en respuesta al llamamiento de un pasado profético. Si Jerusalén quiere oír el llamamiento, si quiere recibir al Salvador que está entrando por sus puertas, puede salvarse todavía.

Los gobernantes de Jerusalén han recibido informes de que Jesús se aproxima a la ciudad con un gran concurso de gente. Pero no dan la bienvenida al Hijo de Dios. Salen con temor a su encuentro, esperando dispersar la multitud. Cuando la procesión está por descender del monte de las Olivas, los gobernantes la interceptan. Inquieren la causa del tumultuoso regocijo. Cuando preguntan: “¿Quién es éste?” los discípulos, llenos de inspiración, contestan. En elocuentes acordes repiten las profecías concernientes a Cristo:

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Adán os dirá: Esta es la simiente de la mujer, que herirá la cabeza de la serpiente.

Preguntadle a Abrahán, quien os dirá: Es “Melquisedec, rey de Salem,” rey de paz.

Jacob os dirá: Es Shiloh, de la tribu de Judá.

Isaías os dirá: “Emmanuel,” “Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz.”

Jeremías os dirá: La rama de David, “Jehová, justicia nuestra.”

Daniel os dirá: Es el Mesías.

Oseas os dirá: Es “Jehová” “Dios de los ejércitos: Jehová es su memorial.”

Juan el Bautista os dirá: Es “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”

El gran Jehová ha proclamado desde su trono: “Este es mi Hijo amado.”

Nosotros, sus discípulos, declaramos: Este es Jesús, el Mesías, el Príncipe de la vida, el Redentor del mundo.

Y el príncipe de los poderes de las tinieblas lo reconoce, diciendo: “Sé quien eres, el Santo de Dios.”

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