El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 68 – En el atrio exterior

Este capítulo está basado en Juan 12:20-43.

“Y había ciertos griegos de los que habían subido a adorar en la fiesta: éstos pues, se llegaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea, y rogáronle, diciendo: Señor, querríamos ver a Jesús. Vino Felipe, y díjolo a Andrés: Andrés entonces, y Felipe, lo dicen a Jesús.”

En esos momentos, la obra de Cristo parecía haber sufrido una cruel derrota. El había salido vencedor en la controversia con los sacerdotes y fariseos, pero era evidente que nunca le recibirían como el Mesías. Había llegado el momento de la separación final. Para sus discípulos, el caso parecía sin esperanzas. Pero Cristo estaba acercándose a la consumación de su obra. El gran suceso que concernía no sólo a la nación judía, sino al mundo entero, estaba por acontecer. Cuando Cristo oyó la ferviente petición: “Querríamos ver a Jesús,” repercutió para él como un eco del clamor del mundo hambriento, su rostro se iluminó y dijo: “La hora viene en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado.” En la petición de los griegos vió una prenda de los resultados de su gran sacrificio.

Estos hombres vinieron del Occidente para hallar al Salvador al final de su vida, como los magos habían venido del Oriente al principio. Cuando nació Cristo, los judíos estaban tan engolfados en sus propios planes ambiciosos que no conocieron su advenimiento. Los magos de una tierra pagana vinieron al pesebre con sus donativos para adorar al Salvador. Así también estos griegos, representando a las naciones, a las tribus y a los pueblos del mundo, vinieron a ver a Jesús. Así también la gente de todas las tierras y de todas las edades iba a ser atraída por la cruz del Salvador. Y así “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham, e Isaac, y Jacob, en el reino de los cielos.”1

Los griegos habían oído hablar de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. Algunos suponían que había echado a los sacerdotes y gobernantes del templo, y que iba a tomar posesión del trono de David y reinar como rey de Israel, y habían hecho circular ese rumor. Los griegos anhelaban conocer la verdad acerca de su misión. “Querríamos ver a Jesús,” dijeron. Lo que deseaban les fué concedido. Cuando la petición fué presentada a Jesús, estaba en aquella parte del templo de la cual todos estaban excluídos menos los judíos, pero salió al atrio exterior donde estaban los griegos, y tuvo una entrevista con ellos.

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Había llegado la hora de la glorificación de Cristo. Estaba en la sombra de la cruz, y la pregunta de los griegos le mostró que el sacrificio que estaba por hacer traería muchos hijos e hijas a Dios. El sabía que los griegos le verían pronto en una situación que no podían soñar. Le verían colocado al lado del ladrón y homicida Barrabás, al que se decidiría dar libertad antes que al Hijo de Dios. Oirían al pueblo, inspirado por los sacerdotes y gobernantes, hacer su elección. Y a la pregunta: “¿Qué pués haré de Jesús que se dice el Cristo?” se daría la respuesta: “Sea crucificado.”2 Cristo sabía que su reino sería perfeccionado al hacer él esta propiciación por los pecados de los hombres, y que se extendería por todo el mundo. El iba a obrar como Restaurador y su espíritu prevalecería. Por un momento, miró lo futuro y oyó las voces que proclamaban en todas partes de la tierra: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”3 En estos extranjeros, vió la garantía de una gran siega, para cuando el muro de separación entre judíos y gentiles fuese derribado, y todas las naciones, lenguas y pueblos oyesen el mensaje de salvación. Expresó esta expectativa de la consumación de sus esperanzas en las palabras: “La hora viene en que el Hijo del hombre ha de ser glorificado.” Pero la manera en que debía realizarse esta glorificación no se apartaba nunca del pensar de Cristo. La reunión de los gentiles había de seguir a su muerte que se acercaba. Únicamente por su muerte podía salvarse el mundo. Como el grano de trigo, el Hijo de Dios debía ser arrojado en tierra y morir y ser sepultado; pero volvería a vivir.

Cristo presentó lo que le esperaba y lo ilustró por las cosas de la naturaleza, a fin de que los discípulos pudiesen comprenderlo. El verdadero resultado de su misión iba a ser alcanzado por su muerte. “De cierto, de cierto os digo—dijo,—que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, él solo queda; mas si muriere, mucho fruto lleva.” Cuando el grano de trigo cae en el suelo y muere, brota y lleva fruto. Así también la muerte de Cristo iba a resultar en frutos para el reino de Dios. De acuerdo con la ley del reino vegetal, la vida iba a ser el resultado de su muerte.

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Los que cultivan el suelo tienen siempre presente esta ilustración. Año tras año, el hombre conserva su provisión de grano, y arroja aparentemente la mejor parte. Durante un tiempo, debe quedar oculta en el surco, para que la cuide el Señor. Primero aparece la hoja, luego la espiga y finalmente el grano en la espiga. Pero este desarrollo no puede realizarse a menos que el grano esté sepultado, oculto y, según toda apariencia, perdido.

La semilla enterrada en el suelo produce fruto, y a su vez éste es puesto en tierra. Así la cosecha se multiplica. Igualmente, la muerte de Cristo en la cruz del Calvario producirá fruto para la vida eterna. La contemplación de este sacrificio será la gloria de aquellos que, como fruto de él, vivirán por los siglos eternos.

El grano de trigo que conserva su propia vida no puede producir fruto. Permanece solo. Cristo podía, si quería, salvarse de la muerte. Pero si lo hubiese hecho, habría tenido que permanecer solo. No podría haber conducido hijos e hijas a Dios. Únicamente por la entrega de su vida podía impartir vida a la humanidad. Únicamente cayendo al suelo para morir, podía llegar a ser la simiente de una vasta mies: la gran multitud que de toda nación, tribu, lengua y pueblo será redimida para Dios.

Con esta verdad, Cristo relaciona la lección de sacrificio propio que todos deben aprender: “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará.” Todos los que quieran producir frutos como colaboradores de Cristo deben caer primero en el suelo y morir. La vida debe ser echada en el surco de la necesidad del mundo. El amor y el interés propios deben perecer. La ley del sacrificio propio es la ley de la conservación. El labrador conserva su grano arrojándolo lejos. Así sucede en la vida humana. Dar es vivir. La vida que será preservada es la que se haya dado libremente en servicio a Dios y al hombre. Los que por amor a Cristo sacrifican su vida en este mundo, la conservarán para la eternidad.

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La vida dedicada al yo es como el grano que se come. Desaparece, pero no hay aumento. Un hombre puede juntar para sí todo lo posible; puede vivir, pensar y hacer planes para sí; pero su vida pasa y no le queda nada. La ley del servicio propio es la ley de la destrucción propia.

“Si alguno me sirve—dijo Jesús,—sígame: y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará.” Todos los que han llevado con Jesús la cruz del sacrificio, compartirán con él su gloria. El gozo de Cristo, en su humillación y dolor, consistía en saber que sus discípulos serían glorificados con él. Son el fruto de su sacrificio propio. El desarrollo de su propio carácter y espíritu en ellos es su recompensa, y será su gozo por toda la eternidad. Este gozo lo comparten ellos con él a medida que el fruto de su trabajo y sacrificio se ve en otros corazones y vidas. Son colaboradores con Cristo, y el Padre los honrará como honra a su Hijo.

El mensaje dirigido a los griegos, al predecir la reunión de los gentiles, hizo recordar a Jesús toda su misión. La obra de la redención pasó delante de él, abarcando desde el tiempo en que el plan fué trazado en el cielo hasta su muerte, ahora tan cercana. Una nube misteriosa pareció rodear al Hijo de Dios. Su lobreguez fué sentida por los que estaban cerca de él. Quedó él arrobado en sus pensamientos. Por fin, rompió el silencio su voz entristecida que decía: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora.” Cristo estaba bebiendo anticipadamente la copa de amargura. Su humanidad rehuía la hora del desamparo cuando, según todas las apariencias, sería abandonado por Dios mismo, cuando todos le verían azotado, herido de Dios y abatido. Rehuía la exposición en público, el ser tratado como el peor de los criminales y una muerte ignominiosa. Un presentimiento de su conflicto con las potestades de las tinieblas, el peso de la espantosa carga de la transgresión humana y de la ira del Padre a causa del pecado, hicieron desmayar a Jesús, y la palidez de la muerte cubrió su rostro.

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Luego vino la sumisión divina a la voluntad de su Padre. “Por esto—dijo,—he venido en esta hora. Padre, glorifica tu nombre.” Únicamente por la muerte de Cristo podía ser derribado el reino de Satanás. Únicamente así podía ser redimido el hombre y Dios glorificado. Jesús consintió en la agonía, aceptó el sacrificio. El Rey del cielo consintió en sufrir como portador del pecado. “Padre, glorifica tu nombre,” dijo. Mientras Cristo decía estas palabras, vino una respuesta de la nube que se cernía sobre su cabeza: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez.” Toda la vida de Cristo, desde el pesebre hasta el tiempo en que fueron dichas estas palabras, había glorificado a Dios. Y en la prueba que se acercaba sus sufrimientos divino-humanos iban a glorificar en verdad el nombre de su Padre.

Al oírse la voz, una luz brotó de la nube y rodeó a Cristo, como si los brazos del poder infinito se cerniesen alrededor de él como una muralla de fuego. La gente contempló esta escena con terror y asombro.

Nadie se atrevió a hablar. Con labios silenciosos y aliento suspenso, permanecieron todos con los ojos fijos en Jesús. Habiéndose dado el testimonio del Padre, la nube se alzó y se dispersó en el cielo. Por el momento, terminó la comunión visible entre el Padre y el Hijo.

“Y la gente que estaba presente, y había oído, decía que había sido trueno. Otros decían: Angel le ha hablado.” Pero los griegos investigadores vieron la nube, oyeron la voz, comprendieron su significado y discernieron verdaderamente a Cristo; les fué revelado como el Enviado de Dios.

La voz de Dios había sido oída en ocasión del bautismo de Jesús al principio de su ministerio, y nuevamente en ocasión de su transfiguración sobre el monte. Ahora, al final de su ministerio, fué oída por tercera vez, por un número mayor de personas y en circunstancias peculiares. Jesús acababa de pronunciar la verdad más solemne concerniente a la condición de los judíos. Había hecho su última súplica, y pronunciado la condenación de ellos. Dios puso de nuevo su sello sobre la misión de su Hijo. Reconoció a Aquel a quien Israel había rechazado. “No ha venido esta voz por mi causa—dijo Jesús,—mas por causa de vosotros.” Era la evidencia culminante de su carácter de Mesías, la señal del Padre de que Jesús había dicho la verdad y era el Hijo de Dios.

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“Ahora es el juicio de este mundo—continuó Cristo;—ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo. Y esto decía dando a entender de qué muerte había de morir.” Esta es la crisis del mundo. Si soy hecho propiciación por los pecados de los hombres, el mundo será iluminado. El dominio de Satanás sobre las almas de los hombres será quebrantado. La imagen de Dios que fué borrada será restaurada en la humanidad, y una familia de santos creyentes heredará finalmente la patria celestial. Tal es el resultado de la muerte de Cristo. El Salvador se pierde en la contemplación de la escena de triunfo evocada delante de él. Ve la cruz, la cruel e ignominiosa cruz, con todos sus horrores, esplendorosa de gloria.

Pero la obra de la redención humana no es todo lo que ha de lograrse por la cruz. El amor de Dios se manifiesta al universo. El príncipe de este mundo es echado fuera. Las acusaciones que Satanás había presentado contra Dios son refutadas. El oprobio que había arrojado contra el Cielo queda para siempre eliminado. Los ángeles tanto como los hombres son atraídos al Redentor. “Yo, si fuere levantado de la tierra—dijo él,—a todos traeré a mí mismo.”

Muchas personas había en derredor de Cristo mientras pronunció estas palabras, y una dijo: “Nosotros hemos oído de la ley, que el Cristo permanece para siempre: ¿cómo pues dices tú: Conviene que el Hijo del hombre sea levantado? ¿Quién es este Hijo del hombre? Entonces Jesús les dice: Aun por un poco estará la luz entre vosotros: andad entre tanto que tenéis luz, porque no os sorprendan las tinieblas; porque el que anda en tinieblas, no sabe dónde va. Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz.”

“Empero habiendo hecho delante de ellos tantas señales, no creían en él.” Habían preguntado una vez al Salvador: “¿Qué señal pues haces tú, para que veamos, y te creamos?”4 Innumerables señales habían sido dadas; pero habían cerrado los ojos y endurecido su corazón. Ahora que el Padre mismo había hablado, y no podían ya pedir otra señal, seguían negándose a creer.

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“Con todo eso, aun de los príncipes, muchos creyeron en él; mas por causa de los Fariseos, no lo confesaban, por no ser echados de la sinagoga.” Amaban la alabanza de los hombres más que la aprobación de Dios. A fin de ahorrarse oprobio y vergüenza, negaron a Cristo y rechazaron el ofrecimiento de la vida eterna. ¡Y cuántos, a través de todos los siglos transcurridos desde entonces, han hecho la misma cosa! A todos ellos se aplican las palabras de amonestación del Señor: “El que ama su vida, la perderá.” “El que me desecha—dijo Jesús,—y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero.”5

¡Ay de aquellos que no conocieron el tiempo de su visitación! Lentamente y con pesar, Cristo dejó para siempre las dependencias del templo.

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