Este capítulo está basado en Lucas 22:7-18, 24; Juan 13:1-17.
EN EL aposento alto de una morada de Jerusalén, Cristo estaba sentado a la mesa con sus discípulos. Se habían reunido para celebrar la Pascua. El Salvador deseaba observar esta fiesta a solas con los doce. Sabía que había llegado su hora; él mismo era el verdadero cordero pascual, y en el día en que se comiera la pascua, iba a ser sacrificado. Estaba por beber la copa de la ira; pronto iba a recibir el bautismo final de sufrimiento. Pero le quedaban todavía algunas horas de tranquilidad, y quería emplearlas para beneficio de sus amados discípulos.
Toda la vida de Cristo había sido una vida de servicio abnegado. La lección de cada uno de sus actos enseñaba que había venido “no … para ser servido, sino para servir.”1 Pero los discípulos no habían aprendido todavía la lección. En esta última cena de Pascua, Jesús repitió su enseñanza mediante una ilustración que la grabó para siempre en su mente y corazón.
Las entrevistas de Jesús con sus discípulos eran generalmente momentos de gozo sereno, muy apreciados por todos ellos. Las cenas de Pascua habían sido momentos de especial interés, pero en esta ocasión Jesús estaba afligido. Su corazón estaba apesadumbrado, y una sombra descansaba sobre su semblante. Al reunirse con los discípulos en el aposento alto, percibieron que algo le apenaba en gran manera, y aunque no sabían la causa, simpatizaban con su pesar.
Mientras estaban reunidos en derredor de la mesa, dijo en tono de conmovedora tristeza: “En gran manera he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca; porque os digo que no comeré más de ella, hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y tomando el vaso, habiendo dado gracias, dijo: Tomad esto, y partidlo entre vosotros; porque os digo, que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga.”
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Cristo sabía que para él había llegado el tiempo de partir del mundo e ir a su Padre. Y habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Estaba ahora en la misma sombra de la cruz, y el dolor torturaba su corazón. Sabía que sería abandonado en la hora de su entrega. Sabía que se le daría muerte por el más humillante procedimiento aplicado a los criminales. Conocía la ingratitud y crueldad de aquellos a quienes había venido a salvar. Sabía cuán grande era el sacrificio que debía hacer, y para cuántos sería en vano. Sabiendo todo lo que le esperaba, habría sido natural que estuviese abrumado por el pensamiento de su propia humillación y sufrimiento. Pero miraba como suyos a los doce que habían estado con él y que, pasados el oprobio, el pesar y los malos tratos que iba a soportar, habían de quedar a luchar en el mundo. Sus pensamientos acerca de lo que él mismo debía sufrir estaban siempre relacionados con sus discípulos. No pensaba en sí mismo. Su cuidado por ellos era lo que predominaba en su ánimo.
En esta última noche con sus discípulos, Jesús tenía mucho que decirles. Si hubiesen estado preparados para recibir lo que anhelaba impartirles, se habrían ahorrado una angustia desgarradora, desaliento e incredulidad. Pero Jesús vió que no podían soportar lo que él tenía que decirles. Al mirar sus rostros, las palabras de amonestación y consuelo se detuvieron en sus labios. Transcurrieron algunos momentos en silencio. Jesús parecía estar aguardando. Los discípulos se sentían incómodos. La simpatía y ternura despertadas por el pesar de Cristo parecían haberse desvanecido. Sus entristecidas palabras, que señalaban su propio sufrimiento, habían hecho poca impresión. Las miradas que se dirigían unos a otros hablaban de celos y rencillas.
“Hubo entre ellos una contienda, quién de ellos parecía ser el mayor.” Esta contienda, continuada en presencia de Cristo, le apenaba y hería. Los discípulos se aferraban a su idea favorita de que Cristo iba a hacer valer su poder y ocupar su puesto en el trono de David. Y en su corazón, cada uno anhelaba tener el más alto puesto en el reino. Se habían avalorado a sí mismos y unos a otros, y en vez de considerar más dignos a sus hermanos, cada uno se había puesto en primer lugar. La petición de Juan y Santiago de sentarse a la derecha y a la izquierda del trono de Cristo, había excitado la indignación de los demás. El que los dos hermanos se atreviesen a pedir el puesto más alto, airaba tanto a los diez que el enajenamiento amenazaba penetrar entre ellos. Consideraban que se los había juzgado mal, y que su fidelidad y talentos no eran apreciados. Judas era el más severo con Santiago y Juan.
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Cuando los discípulos entraron en el aposento alto, sus corazones estaban llenos de resentimiento. Judas se mantenía al lado de Cristo, a la izquierda; Juan estaba a la derecha. Si había un puesto más alto que los otros, Judas estaba resuelto a obtenerlo, y se pensaba que este puesto era al lado de Cristo. Y Judas era traidor.
Se había levantado otra causa de disensión. Era costumbre, en ocasión de una fiesta, que un criado lavase los pies de los huéspedes, y en esa ocasión se habían hecho preparativos para este servicio. La jarra, el lebrillo y la toalla estaban allí, listos para el lavamiento de los pies; pero no había siervo presente, y les tocaba a los discípulos cumplirlo. Pero cada uno de los discípulos, cediendo al orgullo herido, resolvió no desempeñar el papel de siervo. Todos manifestaban una despreocupación estoica, al parecer inconscientes de que les tocaba hacer algo. Por su silencio, se negaban a humillarse.
¿Cómo iba Cristo a llevar a estas pobres almas adonde Satanás no pudiese ganar sobre ellas una victoria decisiva? ¿Cómo podría mostrarles que el mero profesar ser discípulos no los hacía discípulos, ni les aseguraba un lugar en su reino? ¿Cómo podría mostrarles que es el servicio amante y la verdadera humildad lo que constituye la verdadera grandeza? ¿Cómo habría de encender el amor en su corazón y habilitarlos para entender lo que anhelaba explicarles?
Los discípulos no hacían ningún ademán de servirse unos a otros. Jesús aguardó un rato para ver lo que iban a hacer. Luego él, el Maestro divino, se levantó de la mesa. Poniendo a un lado el manto exterior que habría impedido sus movimientos, tomó una toalla y se ciñó. Con sorprendido interés, los discípulos miraban, y en silencio esperaban para ver lo que iba a seguir. “Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a limpiarlos con la toalla con que estaba ceñido.” Esta acción abrió los ojos de los discípulos. Amarga vergüenza y humillación llenaron su corazón. Comprendieron el mudo reproche, y se vieron desde un punto de vista completamente nuevo.
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Así expresó Cristo su amor por sus discípulos. El espíritu egoísta de ellos le llenó de tristeza, pero no entró en controversia con ellos acerca de la dificultad. En vez de eso, les dió un ejemplo que nunca olvidarían. Su amor hacia ellos no se perturbaba ni se apagaba fácilmente. Sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que él provenía de Dios e iba a Dios. Tenía plena conciencia de su divinidad; pero había puesto a un lado su corona y vestiduras reales, y había tomado forma de siervo. Uno de los últimos actos de su vida en la tierra consistió en ceñirse como siervo y cumplir la tarea de un siervo.
Antes de la Pascua, Judas se había encontrado por segunda vez con los sacerdotes y escribas, y había cerrado el contrato de entregar a Jesús en sus manos. Sin embargo, más tarde se mezcló con los discípulos como si fuese inocente de todo mal, y se interesó en la ejecución de los preparativos para la fiesta. Los discípulos no sabían nada del propósito de Judas. Sólo Jesús podía leer su secreto. Sin embargo, no le desenmascaró. Jesús sentía anhelo por su alma. Sentía por él tanta preocupación como por Jerusalén cuando lloró sobre la ciudad condenada. Su corazón clamaba: “¿Cómo tengo de dejarte?” El poder constrictivo de aquel amor fué sentido por Judas. Mientras las manos del Salvador estaban bañando aquellos pies contaminados y secándolos con la toalla, el impulso de confesar entonces y allí mismo su pecado conmovió intensamente el corazón de Judas. Pero no quiso humillarse. Endureció su corazón contra el arrepentimiento; y los antiguos impulsos, puestos a un lado por el momento, volvieron a dominarle. Judas se ofendió entonces por el acto de Cristo de lavar los pies de sus discípulos. Si Jesús podía humillarse de tal manera, pensaba, no podía ser el rey de Israel. Eso destruía toda esperanza de honores mundanales en un reino temporal. Judas quedó convencido de que no había nada que ganar siguiendo a Cristo. Después de verle degradarse a sí mismo, como pensaba, se confirmó en su propósito de negarle y de confesarse engañado. Fué poseído por un demonio, y resolvió completar la obra que había convenido hacer: entregar a su Señor.
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Judas, al elegir su puesto en la mesa, había tratado de colocarse en primer lugar, y Cristo, como siervo, le sirvió a él primero. Juan, hacia quien Judas había tenido tan amargos sentimientos, fué dejado hasta lo último. Pero Juan no lo consideró como una reprensión o desprecio. Mientras los discípulos observaban la acción de Cristo, se sentían muy conmovidos. Cuando llegó el turno de Pedro, éste exclamó con asombro: “¿Señor, tú me lavas los pies?” La condescendencia de Cristo quebrantó su corazón. Se sintió lleno de vergüenza al pensar que ninguno de los discípulos cumplía este servicio. “Lo que yo hago—dijo Cristo,—tú no entiendes ahora; mas lo entenderás después.” Pedro no podía soportar el ver a su Señor, a quien creía ser Hijo de Dios, desempeñar un papel de siervo. Toda su alma se rebelaba contra esta humillación. No comprendía que para esto había venido Cristo al mundo. Con gran énfasis, exclamó: “¡No me lavarás los pies jamás!”
Solemnemente, Cristo dijo a Pedro: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo.” El servicio que Pedro rechazaba era figura de una purificación superior. Cristo había venido para lavar el corazón de la mancha del pecado. Al negarse a permitir a Cristo que le lavase los pies, Pedro rehusaba la purificación superior incluída en la inferior. Estaba realmente rechazando a su Señor. No es humillante para el Maestro que le dejemos obrar nuestra purificación. La verdadera humildad consiste en recibir con corazón agradecido cualquier provisión hecha en nuestro favor, y en prestar servicio para Cristo con fervor.
Al oír las palabras, “si no te lavare, no tendrás parte conmigo,” Pedro renunció a su orgullo y voluntad propia. No podía soportar el pensamiento de estar separado de Cristo; habría significado la muerte para él. “No sólo mis pies—dijo,—mas aun las manos y la cabeza. Dícele Jesús: El que está lavado, no necesita sino que lave los pies, mas está todo limpio.”
Estas palabras significaban más que la limpieza corporal. Cristo estaba hablando todavía de la purificación superior ilustrada por la inferior. El que salía del baño, estaba limpio, pero los pies calzados de sandalias se cubrían pronto de polvo, y volvían a necesitar que se los lavase. Así también Pedro y sus hermanos habían sido lavados en la gran fuente abierta para el pecado y la impureza. Cristo los reconocía como suyos. Pero la tentación los había inducido al mal, y necesitaban todavía su gracia purificadora. Cuando Jesús se ciñó con una toalla para lavar el polvo de sus pies, deseó por este mismo acto lavar el enajenamiento, los celos y el orgullo de sus corazones. Esto era mucho más importante que lavar sus polvorientos pies. Con el espíritu que entonces manifestaban, ninguno de ellos estaba preparado para tener comunión con Cristo. Hasta que fuesen puestos en un estado de humildad y amor, no estaban preparados para participar en la cena pascual, o del servicio recordativo que Cristo estaba por instituir. Sus corazones debían ser limpiados. El orgullo y el egoísmo crean disensión y odio, pero Jesús se los quitó al lavarles los pies. Se realizó un cambio en sus sentimientos. Mirándolos, Jesús pudo decir: “Vosotros limpios estáis.” Ahora sus corazones estaban unidos por el amor mutuo. Habían llegado a ser humildes y a estar dispuestos a ser enseñados. Excepto Judas, cada uno estaba listo para conceder a otro el lugar más elevado. Ahora, con corazones subyugados y agradecidos, podían recibir las palabras de Cristo.
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Como Pedro y sus hermanos, nosotros también hemos sido lavados en la sangre de Cristo, y sin embargo la pureza del corazón queda con frecuencia contaminada por el contacto con el mal. Debemos ir a Cristo para obtener su gracia purificadora. Pedro rehuía el poner sus pies contaminados en contacto con las manos de su Señor y Maestro; pero ¡con cuánta frecuencia ponemos en contacto con el corazón de Cristo nuestros corazones pecaminosos y contaminados! ¡Cuán penosos le resultan nuestro mal genio, nuestra vanidad y nuestro orgullo! Sin embargo, debemos llevarle todas nuestras flaquezas y contaminación. El es el único que puede lavarnos. No estamos preparados para la comunión con él a menos que seamos limpiados por su eficacia.
Jesús dijo a los discípulos: “Vosotros limpios estáis, aunque no todos.” El había lavado los pies de Judas, pero éste no le había entregado su corazón. Este no fué purificado. Judas no se había sometido a Cristo.
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Después que Cristo hubo lavado los pies de los discípulos, se puso la ropa que se había sacado, se sentó de nuevo y les dijo: “¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis, Maestro, y, Señor: y decís bien; porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su Señor, ni el apóstol es mayor que el que le envió.”
Cristo quería que sus discípulos comprendiesen que aunque les había lavado los pies, esto no le restaba dignidad. “Vosotros me llamáis, Maestro, y, Señor; y decís bien; porque lo soy.” Y siendo tan infinitamente superior, impartió gracia y significado al servicio. Nadie ocupaba un puesto tan exaltado como el de Cristo, y sin embargo él se rebajó a cumplir el más humilde deber. A fin de que los suyos no fuesen engañados por el egoísmo que habita en el corazón natural y se fortalece por el servicio propio, Cristo les dió su ejemplo de humildad. No quería dejar a cargo del hombre este gran asunto. De tanta importancia lo consideró, que él mismo, que era igual a Dios, actuó como siervo de sus discípulos. Mientras estaban contendiendo por el puesto más elevado, Aquel ante quien toda rodilla ha de doblarse, Aquel a quien los ángeles de gloria se honran en servir, se inclinó para lavar los pies de quienes le llamaban Señor. Lavó los pies de su traidor.
En su vida y sus lecciones, Cristo dió un ejemplo perfecto del ministerio abnegado que tiene su origen en Dios. Dios no vive para sí. Al crear el mundo y al sostener todas las cosas, está sirviendo constantemente a otros. El “hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos.”2 Este ideal de ministerio fué confiado por Dios a su Hijo. Jesús fué dado para que estuviese a la cabeza de la humanidad, a fin de que por su ejemplo pudiese enseñar lo que significa servir. Toda su vida fué regida por una ley de servicio. Sirvió y ministró a todos. Así vivió la ley de Dios, y por su ejemplo nos mostró cómo debemos obedecerla nosotros.
Vez tras vez, Jesús había tratado de establecer este principio entre sus discípulos. Cuando Santiago y Juan hicieron su pedido de preeminencia, él dijo: “El que quisiere entre vosotros hacerse grande, será vuestro servidor.”3 En mi reino, el principio de preferencia y supremacía no tiene cabida. La única grandeza es la grandeza de la humildad. La única distinción se halla en la devoción al servicio de los demás.
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Ahora, habiendo lavado los pies de los discípulos, dijo: “Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.” En estas palabras Cristo no sólo ordenaba la práctica de la hospitalidad. Quería enseñar algo más que el lavamiento de los pies de los huéspedes para quitar el polvo del viaje. Cristo instituía un servicio religioso. Por el acto de nuestro Señor, esta ceremonia humillante fué transformada en rito consagrado, que debía ser observado por los discípulos, a fin de que recordasen siempre sus lecciones de humildad y servicio.
Este rito es la preparación indicada por Cristo para el servicio sacramental. Mientras se alberga orgullo y divergencia y se contiende por la supremacía, el corazón no puede entrar en comunión con Cristo. No estamos preparados para recibir la comunión de su cuerpo y su sangre. Por esto, Jesús indicó que se observase primeramente la ceremonia conmemorativa de su humillación.
Al llegar a este rito, los hijos de Dios deben recordar las palabras del Señor de vida y gloria: “¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis, Maestro, y, Señor: y decís bien; porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el apóstol es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis.” Hay en el hombre una disposición a estimarse más que a su hermano, a trabajar para sí, a buscar el puesto más alto; y con frecuencia esto produce malas sospechas y amargura de espíritu. El rito que precede a la cena del Señor, está destinado a aclarar estos malentendidos, a sacar al hombre de su egoísmo, a bajarle de sus zancos de exaltación propia y darle la humildad de corazón que le inducirá a servir a su hermano.
El santo Vigilante del cielo está presente en estos momentos para hacer de ellos momentos de escrutinio del alma, de convicción del pecado y de bienaventurada seguridad de que los pecados están perdonados. Cristo, en la plenitud de su gracia, está allí para cambiar la corriente de los pensamientos que han estado dirigidos por cauces egoístas. El Espíritu Santo despierta las sensibilidades de aquellos que siguen el ejemplo de su Señor. Al ser recordada así la humillación del Salvador por nosotros, los pensamientos se vinculan con los pensamientos; se evoca una cadena de recuerdos de la gran bondad de Dios y del favor y ternura de los amigos terrenales. Se recuerdan las bendiciones olvidadas, las mercedes de las cuales se abusó, las bondades despreciadas. Quedan puestas de manifiesto las raíces de amargura que habían ahogado la preciosa planta del amor. Los defectos del carácter, el descuido de los deberes, la ingratitud hacia Dios, la frialdad hacia nuestros hermanos, son tenidos en cuenta. Se ve el pecado como Dios lo ve. Nuestros pensamientos no son pensamientos de complacencia propia, sino de severa censura propia y humillación. La mente queda vivificada para quebrantar toda barrera que causó enajenamiento. Se ponen a un lado las palabras y los pensamientos malos. Se confiesan y perdonan los pecados. La subyugadora gracia de Cristo entra en el alma, y el amor de Cristo acerca los corazones unos a otros en bienaventurada unidad.
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A medida que se aprende así la lección del servicio preparatorio, se enciende el deseo de vivir una vida espiritual más elevada. El divino Testigo responderá a este deseo. El alma será elevada. Podemos participar de la comunión con el sentimiento consciente de que nuestros pecados están perdonados. El sol de la justicia de Cristo llenará las cámaras de la mente y el templo del alma. Contemplaremos al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”4
Para los que reciben el espíritu de este servicio, no puede nunca llegar a ser una mera ceremonia. Su constante lección será: “Servíos por amor los unos a los otros.”5 Al lavar los pies a sus discípulos, Cristo dió evidencia de que haría, por humilde que fuera, cualquier servicio que los hiciese herederos con él de la eterna riqueza del tesoro del cielo. Sus discípulos, al cumplir el mismo rito, se comprometen asimismo a servir a sus hermanos. Dondequiera que este rito se celebra debidamente, los hijos de Dios se ponen en santa relación, para ayudarse y bendecirse unos a otros. Se comprometen a entregar su vida a un ministerio abnegado. Y esto no sólo unos por otros. Su campo de labor es tan vasto como lo era el de su Maestro. El mundo está lleno de personas que necesitan nuestro ministerio. Por todos lados, hay pobres desamparados e ignorantes. Los que hayan tenido comunión con Cristo en el aposento alto, saldrán a servir como él sirvió.
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Jesús, que era servido por todos, vino a ser siervo de todos. Y porque ministró a todos, volverá a ser servido y honrado por todos. Y los que quieren participar de sus atributos, y con él compartir el gozo de ver almas redimidas, deben seguir su ejemplo de ministerio abnegado.
Todo esto abarcaban las palabras de Cristo: “Ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis.” Tal era el propósito del rito que él estableció. Y dice: “Si sabéis estas cosas,” si conocéis el propósito de sus lecciones, “bienaventurados seréis, si las hiciereis.”