Este capítulo está basado en Mateo 26:20-29; Marcos 14:17-25; Lucas 22:14-23; Juan 13:18-30.
“El Señor Jesús, la noche que fué entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed: esto es mi cuerpo que por vosotros es partido: haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre: haced esto todas las veces que bebiereis, en memoria de mí. Porque todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga.”1
Cristo se hallaba en el punto de transición entre dos sistemas y sus dos grandes fiestas respectivas. El, el Cordero inmaculado de Dios, estaba por presentarse como ofrenda por el pecado, y así acabaría con el sistema de figuras y ceremonias que durante cuatro mil años había anunciado su muerte. Mientras comía la pascua con sus discípulos, instituyó en su lugar el rito que había de conmemorar su gran sacrificio. La fiesta nacional de los judíos iba a desaparecer para siempre. El servicio que Cristo establecía había de ser observado por sus discípulos en todos los países y a través de todos los siglos.
La Pascua fué ordenada como conmemoración del libramiento de Israel de la servidumbre egipcia. Dios había indicado que, año tras año, cuando los hijos preguntasen el significado de este rito, se les repitiese la historia. Así había de mantenerse fresca en la memoria de todos aquella maravillosa liberación. El rito de la cena del Señor fué dado para conmemorar la gran liberación obrada como resultado de la muerte de Cristo. Este rito ha de celebrarse hasta que él venga por segunda vez con poder y gloria. Es el medio por el cual ha de mantenerse fresco en nuestra mente el recuerdo de su gran obra en favor nuestro.
En ocasión de su liberación de Egipto, los hijos de Israel comieron la cena de Pascua de pie, con los lomos ceñidos, con el bordón en la mano, listos para el viaje. La manera en que celebraban este rito armonizaba con su condición; porque estaban por ser arrojados del país de Egipto, e iban a empezar un viaje penoso y difícil a través del desierto. Pero en el tiempo de Cristo, las condiciones habían cambiado. Ya no estaban por ser arrojados de un país extraño, sino que moraban en su propia tierra. En armonía con el reposo que les había sido dado, el pueblo tomaba entonces la cena pascual en posición recostada. Se colocaban canapés en derredor de la mesa, y los huéspedes descansaban en ellos, apoyándose en el brazo izquierdo, y teniendo la mano derecha libre para manejar la comida. En esta posición, un huésped podía poner la cabeza sobre el pecho del que seguía en orden hacia arriba. Y los pies, hallándose al extremo exterior del canapé, podían ser lavados por uno que pasase en derredor de la parte exterior del círculo.
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Cristo estaba todavía a la mesa en la cual se había servido la cena pascual. Delante de él estaban los panes sin levadura que se usaban en ocasión de la Pascua. El vino de la Pascua, exento de toda fermentación, estaba sobre la mesa. Estos emblemas empleó Cristo para representar su propio sacrificio sin mácula. Nada que fuese corrompido por la fermentación, símbolo de pecado y muerte, podía representar al “Cordero sin mancha y sin contaminación.”2
“Y comiendo ellos, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dió a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed, esto es mi cuerpo. Y tomando el vaso, y hechas gracias, les dió, diciendo: Bebed de él todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, la cual es derramada por muchos para remisión de los pecados. Y os digo, que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día, cuando lo tengo de beber nuevo con vosotros en el reino de mi Padre.”
El traidor Judas estaba presente en el servicio sacramental. Recibió de Jesús los emblemas de su cuerpo quebrantado y su sangre derramada. Oyó las palabras: “Haced esto en memoria de mí.” Y sentado allí en la misma presencia del Cordero de Dios, el traidor reflexionaba en sus sombríos propósitos y albergaba pensamientos de resentimiento y venganza.
Mientras les lavaba los pies, Cristo había dado pruebas convincentes de que conocía el carácter de Judas. “No estáis limpios todos,”3 había dicho. Estas palabras convencieron al falso discípulo de que Cristo leía su propósito secreto. Pero ahora Jesús habló más claramente. Sentado a la mesa con los discípulos, dijo, mirándolos: “No hablo de todos vosotros: y sé los que he elegido: mas para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar.”
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Aun entonces los discípulos no sospecharon de Judas. Pero vieron que Cristo parecía muy afligido. Una nube se posó sobre todos ellos, un presentimiento de alguna terrible calamidad cuya naturaleza no comprendían. Mientras comían en silencio, Jesús dijo: “De cierto os digo, que uno de vosotros me ha de entregar.” Al oír estas palabras, el asombro y la consternación se apoderaron de ellos. No podían comprender cómo cualquiera de ellos pudiese traicionar a su divino Maestro. ¿Por qué causa podría traicionarle? ¿Y ante quién? ¿En el corazón de quién podría nacer tal designio? ¡Por cierto que no sería en el de ninguno de los doce favorecidos, que, sobre todos los demás, habían tenido el privilegio de oír sus enseñanzas, que habían compartido su admirable amor, y hacia quienes había manifestado tan grande consideración al ponerlos en íntima comunión con él!
Al darse cuenta del significado de sus palabras y recordar cuán ciertos eran sus dichos, el temor y la desconfianza propia se apoderaron de ellos. Comenzaron a escudriñar su propio corazón para ver si albergaba algún pensamiento contra su Maestro. Con la más dolorosa emoción, uno tras otro preguntó: “¿Soy yo, Señor?” Pero Judas guardaba silencio. Al fin, Juan, con profunda angustia, preguntó: “Señor, ¿quién es?” Y Jesús contestó: “El que mete la mano conmigo en el plato, ése me ha de entregar. A la verdad el Hijo del hombre va, como está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre es entregado! bueno le fuera al tal hombre no haber nacido.” Los discípulos se habían escrutado mutuamente los rostros al preguntar: “¿Soy yo, Señor?” Y ahora el silencio de Judas atraía todos los ojos hacia él. En medio de la confusión de preguntas y expresiones de asombro, Judas no había oído las palabras de Jesús en respuesta a la pregunta de Juan. Pero ahora, para escapar al escrutinio de los discípulos, preguntó como ellos: “¿Soy yo, Maestro?” Jesús replicó solemnemente: “Tú lo has dicho.”
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Sorprendido y confundido al ver expuesto su propósito, Judas se levantó apresuradamente para salir del aposento. “Entonces Jesús le dice: Lo que haces, hazlo más presto…. Como él pues hubo tomado el bocado, luego salió: y era ya noche.” Era verdaderamente noche para el traidor cuando, apartándose de Cristo, penetró en las tinieblas de afuera.
Hasta que hubo dado este paso, Judas no había traspasado la posibilidad de arrepentirse. Pero cuando abandonó la presencia de su Señor y de sus condiscípulos, había hecho la decisión final. Había cruzado el límite.
Admirable había sido la longanimidad de Jesús en su trato con esta alma tentada. Nada que pudiera hacerse para salvar a Judas se había dejado de lado. Después que se hubo comprometido dos veces a entregar a su Señor, Jesús le dió todavía oportunidad de arrepentirse. Leyendo el propósito secreto del corazón del traidor, Cristo dió a Judas la evidencia final y convincente de su divinidad. Esto fué para el falso discípulo el último llamamiento al arrepentimiento. El corazón divinohumano de Cristo no escatimó súplica alguna que pudiera hacer. Las olas de la misericordia, rechazadas por el orgullo obstinado, volvían en mayor reflujo de amor subyugador. Pero aunque sorprendido y alarmado al ver descubierta su culpabilidad, Judas se hizo tan sólo más resuelto en ella. Desde la cena sacramental, salió para completar la traición.
Al pronunciar el ay sobre Judas, Cristo tenía también un propósito de misericordia para con sus discípulos. Les dió así la evidencia culminante de su carácter de Mesías. “Os lo digo antes que se haga—dijo,—para que cuando se hiciere, creáis que yo soy.” Si Jesús hubiese guardado silencio, en aparente ignorancia de lo que iba a sobrevenirle, los discípulos podrían haber pensado que su Maestro no tenía previsión divina, y que había sido sorprendido y entregado en las manos de la turba homicida. Un año antes, Jesús había dicho a los discípulos que había escogido a doce, y que uno de ellos era diablo. Ahora las palabras que había dirigido a Judas demostraban que su Maestro conocía plenamente su traición e iban a fortalecer la fe de los discípulos fieles durante su humillación. Y cuando Judas hubiese llegado a su horrendo fin, recordarían el ay pronunciado por Jesús sobre el traidor.
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El Salvador tenía otro propósito aún. No había privado de su ministerio a aquel que sabía era el traidor. Los discípulos no comprendieron sus palabras cuando dijo, mientras les lavaba los pies: “No estáis limpios todos,” ni tampoco cuando declaró en la mesa: “El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar.”4 Pero más tarde, cuando su significado quedó aclarado, vieron allí pruebas de la paciencia y misericordia de Dios hacia el que más gravemente pecara.
Aunque Jesús conocía a Judas desde el principio, le lavó los pies. Y el traidor tuvo ocasión de unirse con Cristo en la participación del sacramento. Un Salvador longánime ofreció al pecador todo incentivo para recibirle, para arrepentirse y ser limpiado de la contaminación del pecado. Este ejemplo es para nosotros. Cuando suponemos que alguno está en error y pecado, no debemos separarnos de él. No debemos dejarle presa de la tentación por algún apartamiento negligente, ni impulsarle al terreno de batalla de Satanás. Tal no es el método de Cristo. Porque los discípulos estaban sujetos a yerros y defectos, Cristo lavó sus pies, y todos menos uno de los doce fueron traídos al arrepentimiento.
El ejemplo de Cristo prohibe la exclusividad en la cena del Señor. Es verdad que el pecado abierto excluye a los culpables. Esto lo enseña claramente el Espíritu Santo.5 Pero, fuera de esto, nadie ha de pronunciar juicio. Dios no ha dejado a los hombres el decir quiénes se han de presentar en estas ocasiones. Porque ¿quién puede leer el corazón? ¿Quién puede distinguir la cizaña del trigo? “Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así de aquel pan, y beba de aquella copa.” Porque “cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.” “El que come y bebe indignamente, juicio come y bebe para sí, no discerniendo el cuerpo del Señor.”6
Cuando los creyentes se congregan para celebrar los ritos, están presentes mensajeros invisibles para los ojos humanos. Puede haber un Judas en el grupo, y en tal caso hay allí mensajeros del príncipe de las tinieblas, porque ellos acompañan a todos los que se niegan a ser dirigidos por el Espíritu Santo. Los ángeles celestiales están también presentes. Estos visitantes invisibles están presentes en toda ocasión tal. Pueden entrar en el grupo personas que no son de todo corazón siervos de la verdad y la santidad, pero que desean tomar parte en el rito. No debe prohibírseles. Hay testigos que estuvieron presentes cuando Jesús lavó los pies de los discípulos y de Judas. Hay ojos más que humanos que contemplan la escena.
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Por el Espíritu Santo, Cristo está allí para poner el sello a su propio rito. Está allí para convencer y enternecer el corazón. Ni una mirada, ni un pensamiento de contrición escapa a su atención. El aguarda al arrepentido y contrito de corazón. Todas las cosas están listas para la recepción de aquella alma. El que lavó los pies de Judas anhela lavar de cada corazón la mancha del pecado.
Nadie debe excluirse de la comunión porque esté presente alguna persona indigna. Cada discípulo está llamado a participar públicamente de ella y dar así testimonio de que acepta a Cristo como Salvador personal. Es en estas ocasiones designadas por él mismo cuando Cristo se encuentra con los suyos y los fortalece por su presencia. Corazones y manos indignos pueden administrar el rito; sin embargo Cristo está allí para ministrar a sus hijos. Todos los que vienen con su fe fija en él serán grandemente bendecidos. Todos los que descuidan estos momentos de privilegio divino sufrirán una pérdida. Acerca de ellos se puede decir con acierto: “No estáis limpios todos.”
Al participar con sus discípulos del pan y del vino, Cristo se comprometió como su Redentor. Les confió el nuevo pacto, por medio del cual todos los que le reciben llegan a ser hijos de Dios, coherederos con Cristo. Por este pacto, venía a ser suya toda bendición que el cielo podía conceder para esta vida y la venidera. Este pacto había de ser ratificado por la sangre de Cristo. La administración del sacramento había de recordar a los discípulos el sacrificio infinito hecho por cada uno de ellos como parte del gran conjunto de la humanidad caída.
Pero el servicio de la comunión no había de ser una ocasión de tristeza. Tal no era su propósito. Mientras los discípulos del Señor se reunen alrededor de su mesa, no han de recordar y lamentar sus faltas. No han de espaciarse en su experiencia religiosa pasada, haya sido ésta elevadora o deprimente. No han de recordar las divergencias existentes entre ellos y sus hermanos. El rito preparatorio ha abarcado todo esto. El examen propio, la confesión del pecado, la reconciliación de las divergencias, todo esto se ha hecho. Ahora han venido para encontrarse con Cristo. No han de permanecer en la sombra de la cruz, sino en su luz salvadora. Han de abrir el alma a los brillantes rayos del Sol de justicia. Con corazones purificados por la preciosísima sangre de Cristo, en plena conciencia de su presencia, aunque invisible, han de oír sus palabras: “La paz os dejo, mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la doy.”7
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Nuestro Señor dice: Bajo la convicción del pecado, recordad que yo morí por vosotros. Cuando seáis oprimidos, perseguidos y afligidos por mi causa y la del Evangelio, recordad mi amor, el cual fué tan grande que dí mi vida por vosotros. Cuando vuestros deberes parezcan austeros y severos, y vuestras cargas demasiado pesadas, recordad que por vuestra causa soporté la cruz, menospreciando la vergüenza. Cuando vuestro corazón se atemoriza ante la penosa prueba, recordad que vuestro Redentor vive para interceder por vosotros.
El rito de la comunión señala la segunda venida de Cristo. Estaba destinado a mantener esta esperanza viva en la mente de los discípulos. En cualquier oportunidad en que se reuniesen para conmemorar su muerte, relataban cómo él “tomando el vaso, y hechas gracias, les dió, diciendo: Bebed de él todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, la cual es derramada por muchos para remisión de los pecados. Y os digo, que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día, cuando lo tengo de beber nuevo con vosotros en el reino de mi Padre.” En su tribulación, hallaban consuelo en la esperanza del regreso de su Señor. Les era indeciblemente precioso el pensamiento: “Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga.”8
Estas son las cosas que nunca hemos de olvidar. El amor de Jesús, con su poder constrictivo, ha de mantenerse fresco en nuestra memoria. Cristo instituyó este rito para que hablase a nuestros sentidos del amor de Dios expresado en nuestro favor. No puede haber unión entre nuestras almas y Dios excepto por Cristo. La unión y el amor entre hermanos deben ser cimentados y hechos eternos por el amor de Jesús. Y nada menos que la muerte de Cristo podía hacer eficaz para nosotros este amor. Es únicamente por causa de su muerte por lo que nosotros podemos considerar con gozo su segunda venida. Su sacrificio es el centro de nuestra esperanza. En él debemos fijar nuestra fe.
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Demasiado a menudo los ritos que señalan la humillación y los padecimientos de nuestro Señor son considerados como una forma. Fueron instituídos con un propósito. Nuestros sentidos necesitan ser vivificados para comprender el misterio de la piedad. Es patrimonio de todos comprender mucho mejor de lo que los comprendemos los sufrimientos expiatorios de Cristo. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto,” así el Hijo de Dios fué levantado, “para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna.”9 Debemos mirar la cruz del Calvario, que sostiene a su Salvador moribundo. Nuestros intereses eternos exigen que manifestemos fe en Cristo.
Nuestro Salvador dijo: “Si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. … Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.”10 Esto es verdad acerca de nuestra naturaleza física. A la muerte de Cristo debemos aun esta vida terrenal. El pan que comemos ha sido comprado por su cuerpo quebrantado. El agua que bebemos ha sido comprada por su sangre derramada. Nadie, santo, o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo. La cruz del Calvario está estampada en cada pan. Está reflejada en cada manantial. Todo esto enseñó Cristo al designar los emblemas de su gran sacrificio. La luz que resplandece del rito de la comunión realizado en el aposento alto hace sagradas las provisiones de nuestra vida diaria. La despensa familiar viene a ser como la mesa del Señor, y cada comida un sacramento.
¡Y cuánto más ciertas son las palabras de Cristo en cuanto a nuestra naturaleza espiritual! El declara: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna.” Es recibiendo la vida derramada por nosotros en la cruz del Calvario como podemos vivir la vida santa. Y esta vida la recibimos recibiendo su Palabra, haciendo aquellas cosas que él ordenó. Así llegamos a ser uno con él. “El que come mi carne—dice él,—y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí.”11 Este pasaje se aplica en un sentido especial a la santa comunión. Mientras la fe contempla el gran sacrificio de nuestro Señor, el alma asimila la vida espiritual de Cristo. Y esa alma recibirá fuerza espiritual de cada comunión. El rito forma un eslabón viviente por el cual el creyente está ligado con Cristo, y así con el Padre. En un sentido especial, forma un vínculo entre Dios y los seres humanos que dependen de él.
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Al recibir el pan y el vino que simbolizan el cuerpo quebrantado de Cristo y su sangre derramada, nos unimos imaginariamente a la escena de comunión del aposento alto. Parecemos pasar por el huerto consagrado por la agonía de Aquel que llevó los pecados del mundo. Presenciamos la lucha por la cual se obtuvo nuestra reconciliación con Dios. El Cristo crucificado es levantado entre nosotros.
Contemplando al Redentor crucificado, comprendemos más plenamente la magnitud y el significado del sacrificio hecho por la Majestad del cielo. El plan de salvación queda glorificado delante de nosotros, y el pensamiento del Calvario despierta emociones vivas y sagradas en nuestro corazón. Habrá alabanza a Dios y al Cordero en nuestro corazón y en nuestros labios; porque el orgullo y la adoración del yo no pueden florecer en el alma que mantiene frescas en su memoria las escenas del Calvario.
Los pensamientos del que contempla el amor sin par del Salvador, se elevarán, su corazón se purificará, su carácter se transformará. Saldrá a ser una luz para el mundo, a reflejar en cierto grado ese misterioso amor. Cuanto más contemplemos la cruz de Cristo, más plenamente adoptaremos el lenguaje del apóstol cuando dijo: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.”