El Deseado de Todas las Gentes: Capítulo 80 – En la tumba de José

POR fin Jesús descansaba. El largo día de oprobio y tortura había terminado. Al llegar el sábado con los últimos rayos del sol poniente, el Hijo de Dios yacía en quietud en la tumba de José. Terminada su obra, con las manos cruzadas en paz, descansó durante las horas sagradas del sábado.

Al principio, el Padre y el Hijo habían descansado el sábado después de su obra de creación. Cuando “fueron acabados los cielos y la tierra, y todo su ornamento,”1 el Creador y todos los seres celestiales se regocijaron en la contemplación de la gloriosa escena. “Las estrellas todas del alba alababan, y se regocijaban todos los hijos de Dios.”2 Ahora Jesús descansaba de la obra de la redención; y aunque había pesar entre aquellos que le amaban en la tierra, había gozo en el cielo. La promesa de lo futuro era gloriosa a los ojos de los seres celestiales. Una creación restaurada, una raza redimida, que por haber vencido el pecado, nunca más podría caer, era lo que Dios y los ángeles veían como resultado de la obra concluída por Cristo. Con esta escena está para siempre vinculado el día en que Cristo descansó. Porque su “obra es perfecta;” y “todo lo que Dios hace, eso será perpetuo.”3 Cuando se produzca “la restauración de todas las cosas, de la cual habló Dios por boca de sus santos profetas, que ha habido desde la antigüedad,”4 el sábado de la creación, el día en que Cristo descansó en la tumba de José, será todavía un día de reposo y regocijo. El cielo y la tierra se unirán en alabanza mientras que “de sábado en sábado,”5 las naciones de los salvos adorarán con gozo a Dios y al Cordero.

En los acontecimientos finales del día de la crucifixión, se dieron nuevas pruebas del cumplimiento de la profecía y nuevos testimonios de la divinidad de Cristo. Cuando las tinieblas se alzaron de la cruz, y el Salvador hubo exhalado su clamor moribundo, inmediatamente se oyó otra voz que decía: “Verdaderamente Hijo de Dios era éste.”

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Estas palabras no fueron pronunciadas en un murmullo. Todos los ojos se volvieron para ver de dónde venían. ¿Quién había hablado? Era el centurión, el soldado romano. La divina paciencia del Salvador y su muerte repentina, con el clamor de victoria en los labios, habían impresionado a ese pagano. En el cuerpo magullado y quebrantado que pendía de la cruz, el centurión reconoció la figura del Hijo de Dios. No pudo menos que confesar su fe. Así se dió nueva evidencia de que nuestro Redentor iba a ver del trabajo de su alma. En el mismo día de su muerte, tres hombres, que diferían ampliamente el uno del otro, habían declarado su fe: el que comandaba la guardia romana, el que llevó la cruz del Salvador, y el que murió en la cruz a su lado.

Al acercarse la noche, una quietud sorprendente se asentó sobre el Calvario. La muchedumbre se dispersó, y muchos volvieron a Jerusalén muy cambiados en espíritu de lo que habían sido por la mañana. Muchos habían acudido a la crucifixión por curiosidad y no por odio hacia Cristo. Sin embargo, creían las acusaciones de los sacerdotes y consideraban a Jesús como malhechor. Bajo una excitación sobrenatural se habían unido con la muchedumbre en sus burlas contra él. Pero cuando la tierra fué envuelta en negrura y se sintieron acusados por su propia conciencia, se vieron culpables de un gran mal. Ninguna broma ni risa burlona se oyó en medio de aquella temible lobreguez; cuando se alzó, regresaron a sus casas en solemne silencio. Estaban convencidos de que las acusaciones de los sacerdotes eran falsas, que Jesús no era un impostor; y algunas semanas más tarde, cuando Pedro predicó en el día de Pentecostés, se encontraban entre los miles que se convirtieron a Cristo.

Pero los dirigentes judíos no fueron cambiados por los acontecimientos que habían presenciado. Su odio hacia Jesús no disminuyó. Las tinieblas que habían descendido sobre la tierra en ocasión de la crucifixión no eran más densas que las que rodeaban todavía el espíritu de los sacerdotes y príncipes. En ocasión de su nacimiento, la estrella había conocido a Cristo, y había guiado a los magos hasta el pesebre donde yacía. Las huestes celestiales le habían conocido y habían cantado su alabanza sobre las llanuras de Belén. El mar había conocido su voz y acatado su orden. La enfermedad y la muerte habían reconocido su autoridad y le habían cedido su presa. El sol le había conocido, y a la vista de su angustia de moribundo había ocultado su rostro de luz. Las rocas le habían conocido y se habían desmenuzado en fragmentos a su clamor. La naturaleza inanimada había conocido a Cristo y había atestiguado su divinidad. Pero los sacerdotes y príncipes de Israel no conocieron al Hijo de Dios.

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Sin embargo, no descansaban. Habían llevado a cabo su propósito de dar muerte a Cristo; pero no tenían el sentimiento de victoria que habían esperado. Aun en la hora de su triunfo aparente, estaban acosados por dudas en cuanto a lo que iba a suceder luego. Habían oído el clamor: “Consumado es.” “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”6 Habían visto partirse las rocas, habían sentido el poderoso terremoto, y estaban agitados e intranquilos.

Habían tenido celos de la influencia de Cristo sobre el pueblo cuando vivía; tenían celos de él aun en la muerte. Temían más, mucho más, al Cristo muerto de lo que habían temido jamás al Cristo vivo. Temían que la atención del pueblo fuese dirigida aun más a los acontecimientos que acompañaron su crucifixión. Temían los resultados de la obra de ese día. Por ningún pretexto querían que su cuerpo permaneciese en la cruz durante el sábado. El sábado se estaba acercando y su santidad quedaría violada si los cuerpos permanecían en la cruz. Así que, usando esto como pretexto, los dirigentes judíos pidieron a Pilato que hiciese apresurar la muerte de las víctimas y quitar sus cuerpos antes de la puesta del sol.

Pilato tenía tan poco deseo como ellos de que el cuerpo de Jesús permaneciese en la cruz. Habiendo obtenido su consentimiento, hicieron romper las piernas de los dos ladrones para apresurar su muerte; pero se descubrió que Jesús ya había muerto. Los rudos soldados habían sido enternecidos por lo que habían oído y visto de Cristo, y esto les impidió quebrarle los miembros. Así en la ofrenda del Cordero de Dios se cumplió la ley de la Pascua: “No dejarán de él para la mañana, ni quebrarán hueso en él: conforme a todos los ritos de la pascua la harán.”7

Los sacerdotes y príncipes se asombraron al hallar que Cristo había muerto. La muerte de cruz era un proceso lento; era difícil determinar cuándo cesaba la vida. Era algo inaudito que un hombre muriese seis horas después de la crucifixión. Los sacerdotes querían estar seguros de la muerte de Jesús, y a sugestión suya un soldado dió un lanzazo al costado del Salvador. De la herida así hecha, fluyeron dos copiosos y distintos raudales: uno de sangre, el otro de agua. Esto fué notado por todos los espectadores, y Juan anota el suceso muy definidamente. Dice: “Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y luego salió sangre y agua. Y el que lo vió, da testimonio, y su testimonio es verdadero: y él sabe que dice verdad, para que vosotros también creáis. Porque estas cosas fueron hechas para que se cumpliese la Escritura: Hueso no quebrantaréis de él. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.”8

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Después de la resurrección, los sacerdotes y príncipes hicieron circular el rumor de que Cristo no murió en la cruz, que simplemente se había desmayado, y que más tarde revivió. Otro rumor afirmaba que no era un cuerpo real de carne y hueso, sino la semejanza de un cuerpo, lo que había sido puesto en la tumba. La acción de los soldados romanos desmiente estas falsedades. No le rompieron las piernas, porque ya estaba muerto. Para satisfacer a los sacerdotes, le atravesaron el costado. Si la vida no hubiese estado ya extinta, esta herida le habría causado una muerte instantánea.

Pero no fué el lanzazo, no fué el padecimiento de la cruz, lo que causó la muerte de Jesús. Ese clamor, pronunciado “con grande voz,”9 en el momento de la muerte, el raudal de sangre y agua que fluyó de su costado, declaran que murió por quebrantamiento del corazón. Su corazón fué quebrantado por la angustia mental. Fué muerto por el pecado del mundo.

Con la muerte de Cristo, perecieron las esperanzas de sus discípulos. Miraban sus párpados cerrados y su cabeza caída, su cabello apelmazado con sangre, sus manos y pies horadados, y su angustia era indescriptible. Hasta el final no habían creído que muriese; apenas si podían creer que estaba realmente muerto. Abrumados por el pesar, no recordaban sus palabras que habían predicho esa misma escena. Nada de lo que él había dicho los consolaba ahora. Veían solamente la cruz y su víctima ensangrentada. El futuro parecía sombrío y desesperado. Su fe en Jesús se había desvanecido; pero nunca habían amado tanto a su Salvador como ahora. Nunca antes habían sentido tanto su valor y la necesidad de su presencia.

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Aun en la muerte, el cuerpo de Cristo era precioso para sus discípulos. Anhelaban darle una sepultura honrosa, pero no sabían cómo lograrlo. La traición contra el gobierno romano era el crimen por el cual Jesús había sido condenado, y las personas ajusticiadas por esta ofensa eran remitidas a un lugar de sepultura especialmente provisto para tales criminales. El discípulo Juan y las mujeres de Galilea habían permanecido al pie de la cruz. No podían abandonar el cuerpo de su Señor en manos de los soldados insensibles para que lo sepultasen en una tumba deshonrosa. Sin embargo, eran impotentes para impedirlo. No podían obtener favores de las autoridades judías, y no tenían influencia ante Pilato.

En esta emergencia, José de Arimatea y Nicodemo vinieron en auxilio de los discípulos. Ambos hombres eran miembros del Sanedrín y conocían a Pilato. Ambos eran hombres de recursos e influencia. Estaban resueltos a que el cuerpo de Jesús recibiese sepultura honrosa.

José fué osadamente a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Por primera vez, supo Pilato que Jesús estaba realmente muerto. Informes contradictorios le habían llegado acerca de los acontecimientos que habían acompañado la crucifixión, pero el conocimiento de la muerte de Cristo le había sido ocultado a propósito. Pilato había sido advertido por los sacerdotes y príncipes contra el engaño de los discípulos de Cristo respecto de su cuerpo. Al oír la petición de José, mandó llamar al centurión que había estado encargado de la cruz, y supo con certeza la muerte de Jesús. También oyó de él un relato de las escenas del Calvario que confirmaba el testimonio de José.

Fué concedido a José lo que pedía. Mientras Juan se preocupaba por la sepultura de su Maestro, José volvió con la orden de Pilato de que le entregasen el cuerpo de Cristo; y Nicodemo vino trayendo una costosa mezcla de mirra y áloes, que pesaría alrededor de unos cuarenta kilos, para embalsamarle. Imposible habría sido tributar mayor respeto en la muerte a los hombres más honrados de toda Jerusalén. Los discípulos se quedaron asombrados al ver a estos ricos príncipes tan interesados como ellos en la sepultura de su Señor.

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Ni José ni Nicodemo habían aceptado abiertamente al Salvador mientras vivía. Sabían que un paso tal los habría excluído del Sanedrín, y esperaban protegerle por su influencia en los concilios. Durante un tiempo, pareció que tenían éxito; pero los astutos sacerdotes, viendo cómo favorecían a Cristo, habían estorbado sus planes. En su ausencia, Jesús había sido condenado y entregado para ser crucificado. Ahora que había muerto, ya no ocultaron su adhesión a él. Mientras los discípulos temían manifestarse abiertamente como adeptos suyos, José y Nicodemo acudieron osadamente en su auxilio. La ayuda de estos hombres ricos y honrados era muy necesaria en ese momento. Podían hacer por su Maestro muerto lo que era imposible para los pobres discípulos; su riqueza e influencia los protegían mucho contra la malicia de los sacerdotes y príncipes.

Con suavidad y reverencia, bajaron con sus propias manos el cuerpo de Jesús. Sus lágrimas de simpatía caían en abundancia mientras miraban su cuerpo magullado y lacerado. José poseía una tumba nueva, tallada en una roca. Se la estaba reservando para sí mismo, pero estaba cerca del Calvario, y ahora la preparó para Jesús. El cuerpo, juntamente con las especias traídas por Nicodemo, fué envuelto cuidadosamente en un sudario, y el Redentor fué llevado a la tumba. Allí, los tres discípulos enderezaron los miembros heridos y cruzaron las manos magulladas sobre el pecho sin vida. Las mujeres galileas vinieron para ver si se había hecho todo lo que podía hacerse por el cuerpo muerto de su amado Maestro. Luego vieron cómo se hacía rodar la pesada piedra contra la entrada de la tumba, y el Salvador fué dejado en el descanso. Las mujeres fueron las últimas que quedaron al lado de la cruz, y las últimas que quedaron al lado de la tumba de Cristo. Mientras las sombras vespertinas iban cayendo, María Magdalena y las otras Marías permanecían al lado del lugar donde descansaba su Señor derramando lágrimas de pesar por la suerte de Aquel a quien amaban. “Y vueltas, … reposaron el sábado, conforme al mandamiento.”10

Para los entristecidos discípulos ése fué un sábado que nunca olvidarían, y también lo fué para los sacerdotes, los príncipes, los escribas y el pueblo. A la puesta del sol, en la tarde del día de preparación, sonaban las trompetas para indicar que el sábado había empezado. La Pascua fué observada como lo había sido durante siglos, mientras que Aquel a quien señalaba, ultimado por manos perversas, yacía en la tumba de José. El sábado, los atrios del templo estuvieron llenos de adoradores. El sumo sacerdote que había estado en el Gólgota estaba allí, magníficamente ataviado en sus vestiduras sacerdotales. Sacerdotes de turbante blanco, llenos de actividad, cumplían sus deberes. Pero algunos de los presentes no estaban tranquilos mientras se ofrecía por el pecado la sangre de becerros y machos cabríos. No tenían conciencia de que las figuras hubiesen encontrado la realidad que prefiguraban, de que un sacrificio infinito había sido hecho por los pecados del mundo. No sabían que no tenía ya más valor el cumplimiento de los ritos ceremoniales. Pero nunca antes había sido presenciado este ceremonial con sentimientos tan contradictorios. Las trompetas y los instrumentos de música y las voces de los cantores resonaban tan fuerte y claramente como de costumbre. Pero un sentimiento de extrañeza lo compenetraba todo. Uno tras otro preguntaba acerca del extraño suceso que había acontecido. Hasta entonces, el lugar santísimo había sido guardado en forma sagrada de todo intruso. Pero ahora estaba abierto a todos los ojos. El pesado velo de tapicería, hecho de lino puro y hermosamente adornado de oro, escarlata y púrpura, estaba rasgado de arriba abajo. El lugar donde Jehová se encontraba con el sumo sacerdote, para comunicar su gloria, el lugar que había sido la cámara de audiencia sagrada de Dios, estaba abierto a todo ojo; ya no era reconocido por el Señor. Con lóbregos presentimientos, los sacerdotes ministraban ante el altar. La exposición del misterio sagrado del lugar santísimo les hacía temer que sobreviniera alguna calamidad.

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Muchos espíritus repasaban activamente los pensamientos iniciados por las escenas del Calvario. De la crucifixión hasta la resurrección, muchos ojos insomnes escudriñaron constantemente las profecías, algunos para aprender el pleno significado de la fiesta que estaban celebrando, otros para hallar evidencia de que Jesús no era lo que aseveraba ser; y otros, con corazón entristecido, buscando pruebas de que era el verdadero Mesías. Aunque escudriñando con diferentes objetos en vista, todos fueron convencidos de la misma verdad, a saber que la profecía había sido cumplida en los sucesos de los últimos días y que el Crucificado era el Redentor del mundo. Muchos de los que en esa ocasión participaron del ceremonial no volvieron nunca a tomar parte en los ritos pascuales. Muchos, aun entre los sacerdotes, se convencieron del verdadero carácter de Jesús. Su escrutinio de las profecías no había sido inútil, y después de su resurrección le reconocieron como el Hijo de Dios.

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Cuando Nicodemo vió a Jesús alzado en la cruz, recordó las palabras que le dijera de noche en el monte de las Olivas: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna.”11 En aquel sábado, mientras Cristo yacía en la tumba, Nicodemo tuvo oportunidad de reflexionar. Una luz más clara iluminaba ahora su mente, y las palabras que Jesús le había dicho no eran ya misteriosas. Comprendía que había perdido mucho por no relacionarse con el Salvador durante su vida. Ahora recordaba los acontecimientos del Calvario. La oración de Cristo por sus homicidas y su respuesta a la petición del ladrón moribundo hablaban al corazón del sabio consejero. Volvía a ver al Salvador en su agonía; volvía a oír ese último clamor: “Consumado es,” emitido como palabras de un vencedor. Volvía a contemplar la tierra que se sacudía, los cielos obscurecidos, el velo desgarrado, las rocas desmenuzadas, y su fe quedó establecida para siempre. El mismo acontecimiento que destruyó las esperanzas de los discípulos convenció a José y a Nicodemo de la divinidad de Jesús. Sus temores fueron vencidos por el valor de una fe firme e inquebrantable.

Nunca había atraído Cristo la atención de la multitud como ahora que estaba en la tumba. Según su costumbre, la gente traía sus enfermos y dolientes a los atrios del templo preguntando: ¿Quién nos puede decir dónde está Jesús de Nazaret? Muchos habían venido de lejos para hallar a Aquel que había sanado a los enfermos y resucitado a los muertos. Por todos lados, se oía el clamor: Queremos a Cristo el Sanador. En esta ocasión, los sacerdotes examinaron a aquellos que se creía daban indicio de lepra. Muchos tuvieron que oírlos declarar leprosos a sus esposos, esposas, o hijos, y condenarlos a apartarse del refugio de sus hogares y del cuidado de sus deudos, para advertir a los extraños con el lúgubre clamor: “¡Inmundo, inmundo!” Las manos amistosas de Jesús de Nazaret, que nunca negaron el toque sanador al asqueroso leproso, estaban cruzadas sobre su pecho. Los labios que habían contestado sus peticiones con las consoladoras palabras: “Quiero; sé limpio,”12 estaban callados. Muchos apelaban a los sumos sacerdotes y príncipes en busca de simpatía y alivio, pero en vano. Aparentemente estaban resueltos a tener de nuevo en su medio al Cristo vivo. Con perseverante fervor preguntaban por él. No querían que se les despachase. Pero fueron ahuyentados de los atrios del templo, y se colocaron soldados a las puertas para impedir la entrada a la multitud que venía con sus enfermos y moribundos demandando entrada.

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Los que sufrían y habían venido para ser sanados por el Salvador quedaron abatidos por el chasco. Las calles estaban llenas de lamentos. Los enfermos morían por falta del toque sanador de Jesús. Se consultaba en vano a los médicos; no había habilidad como la de Aquel que yacía en la tumba de José.

Los lamentos de los dolientes infundieron a millares de espíritus la convicción de que se había apagado una gran luz en el mundo. Sin Cristo, la tierra era tinieblas y obscuridad. Muchos cuyas voces habían reforzado el clamor de “¡Crucifícale! ¡crucifícale!” comprendían ahora la calamidad que había caído sobre ellos, y con tanta avidez habrían clamado: Dadnos a Jesús, si hubiese estado vivo.

Cuando la gente supo que Jesús había sido ejecutado por los sacerdotes, empezó a preguntar acerca de su muerte. Los detalles de su juicio fueron mantenidos tan en secreto como fué posible; pero durante el tiempo que estuvo en la tumba, su nombre estuvo en millares de labios; y los informes referentes al simulacro de juicio a que había sido sometido y a la inhumanidad de los sacerdotes y príncipes circularon por doquiera. Hombres de intelecto pidieron a estos sacerdotes y príncipes que explicasen las profecías del Antiguo Testamento concernientes al Mesías, y éstos, mientras procuraban fraguar alguna mentira en respuesta, parecieron enloquecer. No podían explicar las profecías que señalaban los sufrimientos y la muerte de Cristo, y muchos de los indagadores se convencieron de que las Escrituras se habían cumplido.

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La venganza que los sacerdotes habían pensado sería tan dulce era ya amargura para ellos. Sabían que el pueblo los censuraba severamente y que los mismos en quienes habían influído contra Jesús estaban ahora horrorizados por su vergonzosa obra. Estos sacerdotes habían procurado creer que Jesús era un impostor; pero era en vano. Algunos de ellos habían estado al lado de la tumba de Lázaro y habían visto al muerto resucitar. Temblaron temiendo que Cristo mismo resucitase de los muertos y volviese a aparecer delante de ellos. Le habían oído declarar que él tenía poder para deponer su vida y volverla a tomar. Recordaron que había dicho: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.”13 Judas les había repetido las palabras dichas por Jesús a los discípulos durante el último viaje a Jerusalén: “He aquí subimos a Jerusalem, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte; y le entregarán a los Gentiles para que le escarnezcan, y azoten, y crucifiquen; mas al tercer día resucitará.”14

Cuando oyeron estas palabras, se burlaron de ellas y las ridiculizaron. Pero ahora recordaban que hasta aquí las predicciones de Cristo se habían cumplido. Había dicho que resucitaría al tercer día, ¿y quién podía decir si esto también no acontecería? Anhelaban apartar estos pensamientos, pero no podían. Como su padre, el diablo, creían y temblaban.

Ahora que había pasado el frenesí de la excitación, la imagen de Cristo se presentaba a sus espíritus. Le contemplaban de pie, sereno y sin quejarse delante de sus enemigos, sufriendo sin un murmullo sus vilipendios y ultrajes. Recordaban todos los acontecimientos de su juicio y crucifixión con una abrumadora convicción de que era el Hijo de Dios. Sentían que podía presentarse delante de ellos en cualquier momento, pasando el acusado a ser acusador, el condenado a condenar, el muerto a exigir justicia en la muerte de sus homicidas.

Poco pudieron descansar el sábado. Aunque no querían cruzar el umbral de un gentil por temor a la contaminación, celebraron un concilio acerca del cuerpo de Cristo. La muerte y el sepulcro debían retener a Aquel a quien habían crucificado. “Se juntaron los príncipes de los sacerdotes y los fariseos a Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el día tercero; porque no vengan sus discípulos de noche, y le hurten, y digan al pueblo: Resucitó de los muertos. Y será el postrer error peor que el primero. Y Pilato les dijo: Tenéis una guardia: id, aseguradlo como sabéis.”15

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Los sacerdotes dieron instrucciones para asegurar el sepulcro. Una gran piedra había sido colocada delante de la abertura. A través de esta piedra pusieron sogas, sujetando los extremos a la roca sólida y sellándolos con el sello romano. La piedra no podía ser movida sin romper el sello. Una guardia de cien soldados fué entonces colocada en derredor del sepulcro a fin de evitar que se le tocase. Los sacerdotes hicieron todo lo que podían para conservar el cuerpo de Cristo donde había sido puesto. Fué sellado tan seguramente en su tumba como si hubiese de permanecer allí para siempre.

Así realizaron los débiles hombres sus consejos y sus planes. Poco comprendían estos homicidas la inutilidad de sus esfuerzos. Pero por su acción Dios fué glorificado. Los mismos esfuerzos hechos para impedir la resurrección de Cristo resultan los argumentos más convincentes para probarla. Cuanto mayor fuese el número de soldados colocados en derredor de la tumba, tanto más categórico sería el testimonio de que había resucitado. Centenares de años antes de la muerte de Cristo, el Espíritu Santo había declarado por el salmista: “¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan vanidad? Estarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová, y contra su ungido…. El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos.”16 Las armas y los guardias romanos fueron impotentes para retener al Señor de la vida en la tumba. Se acercaba la hora de su liberación.

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