Este capítulo está basado en Juan 21:1-22.
Jesús había citado a sus discípulos a una reunión con él en Galilea; y poco después que terminara la semana de Pascua, ellos dirigieron sus pasos hacia allá. Su ausencia de Jerusalén durante la fiesta habría sido interpretada como desafecto y herejía, por lo cual permanecieron hasta el fin; pero una vez terminada esa fiesta, se dirigieron gozosamente hacia su casa para encontrarse con el Salvador, según él se lo había indicado.
Siete de los discípulos estaban juntos. Iban vestidos con el humilde atavío de los pescadores; eran pobres en bienes de este mundo, pero ricos en el conocimiento y la práctica de la verdad, lo cual a la vista del Cielo les daba el más alto puesto como maestros. No habían estudiado en las escuelas de los profetas, pero durante tres años habían sido enseñados por el mayor educador que el mundo hubiese conocido. Bajo su instrucción habían llegado a ser agentes elevados, inteligentes y refinados, capaces de conducir a los hombres al conocimiento de la verdad.
Gran parte del ministerio de Cristo había transcurrido cerca del mar de Galilea. Al reunirse los discípulos en un lugar donde no era probable que se los perturbase, se encontraron rodeados por los recuerdos de Jesús y de sus obras poderosas. Sobre este mar, donde su corazón se había llenado una vez de terror y la fiera tempestad parecía a punto de lanzarlos a la muerte, Jesús había caminado sobre las ondas para ir a rescatarlos. Allí la tempestad había sido calmada por su palabra. A su vista estaba la playa donde más de diez mil personas habían sido alimentadas con algunos pocos panes y pececillos. No lejos de allí estaba Capernaúm, escenario de tantos milagros. Mientras los discípulos miraban la escena, embargaban su espíritu los recuerdos de las palabras y acciones de su Salvador.
La noche era agradable, y Pedro, que todavía amaba mucho sus botes y la pesca, propuso salir al mar y echar sus redes. Todos acordaron participar en este plan; necesitaban el alimento y las ropas que la pesca de una noche de éxito podría proporcionarles. Así que salieron en su barco, pero no prendieron nada. Trabajaron toda la noche sin éxito. Durante las largas horas, hablaron de su Señor ausente y recordaron las escenas maravillosas que habían presenciado durante su ministerio a orillas del mar. Se hacían preguntas en cuanto a su propio futuro, y se entristecían al contemplar la perspectiva que se les presentaba.
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Mientras tanto un observador solitario, invisible, los seguía con los ojos desde la orilla. Al fin, amaneció. El barco estaba cerca de la orilla, y los discípulos vieron de pie sobre la playa a un extraño que los recibió con la pregunta: “Mozos, ¿tenéis algo de comer?” Cuando contestaron: “No,” “él les dice: Echad la red a la mano derecha del barco, y hallaréis. Entonces la echaron, y no la podían en ninguna manera sacar, por la multitud de peces.”
Juan reconoció al extraño, y le dijo a Pedro: “El Señor es.” Pedro se regocijó de tal manera que en su apresuramiento se echó al agua y pronto estuvo al lado de su Maestro. Los otros discípulos vinieron en el barco arrastrando la red llena de peces. “Y como descendieron a tierra, vieron ascuas puestas, y un pez encima de ellas, y pan.”
Estaban demasiado asombrados para preguntar de dónde venían el fuego y la comida. “Díceles Jesús: Traed de los peces que cogisteis ahora.” Pedro corrió hacia la red, que él había echado y ayudado a sus hermanos a arrastrar hacia la orilla. Después de terminado el trabajo y hechos los preparativos, Jesús invitó a los discípulos a venir y comer. Partió el alimento y lo dividió entre ellos, y fué conocido y reconocido por los siete. Recordaron entonces el milagro de cómo habían sido alimentadas las cinco mil personas en la ladera del monte; pero los dominaba una misteriosa reverencia, y en silencio miraban al Salvador resucitado.
Vívidamente recordaban la escena ocurrida al lado del mar cuando Jesús les había ordenado que le siguieran. Recordaban cómo, a su orden, se habían dirigido mar adentro, habían echado la red y habían prendido tantos peces que la llenaban hasta el punto de romperla. Entonces Jesús los había invitado a dejar sus barcos y había prometido hacerlos pescadores de hombres. Con el fin de hacerles recordar esta escena y profundizar su impresión, había realizado de nuevo este milagro. Su acto era una renovación del encargo hecho a los discípulos. Demostraba que la muerte de su Maestro no había disminuído su obligación de hacer la obra que les había asignado. Aunque habían de quedar privados de su compañía personal y de los medios de sostén que les proporcionara su empleo anterior, el Salvador resucitado seguiría cuidando de ellos. Mientras estuviesen haciendo su obra, proveería a sus necesidades. Y Jesús tenía un propósito al invitarlos a echar la red hacia la derecha del barco. De ese lado estaba él, en la orilla. Era el lado de la fe. Si ellos trabajaban en relación con él y se combinaba su poder divino con el esfuerzo humano, no podrían fracasar.
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Cristo tenía otra lección que dar, especialmente relacionada con Pedro. La forma en que Pedro había negado a su Maestro había ofrecido un vergonzoso contraste con sus anteriores profesiones de lealtad. Había deshonrado a Cristo e incurrido en la desconfianza de sus hermanos. Ellos pensaban que no se le debía permitir asumir su posición anterior entre ellos, y él mismo sentía que había perdido su confianza. Antes de ser llamado a asumir de nuevo su obra apostólica, debía dar delante de todos ellos pruebas de su arrepentimiento. Sin esto, su pecado, aunque se hubiese arrepentido de él, podría destruir su influencia como ministro de Cristo. El Salvador le dió oportunidad de recobrar la confianza de sus hermanos y, en la medida de lo posible, eliminar el oprobio que había atraído sobre el Evangelio.
En esto es dada una lección para todos los que siguen a Cristo. El Evangelio no transige con el mal. No puede disculpar el pecado. Los pecados secretos han de ser confesados en secreto a Dios. Pero el pecado abierto requiere una confesión abierta. El oprobio que ocasiona el pecado del discípulo recae sobre Cristo. Hace triunfar a Satanás, y tropezar a las almas vacilantes. El discípulo debe, hasta donde esté a su alcance, eliminar ese oprobio dando prueba de su arrepentimiento.
Mientras Cristo y los discípulos estaban comiendo juntos a orillas del mar, el Salvador dijo a Pedro, refiriéndose a sus hermanos: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?” Pedro había declarado una vez: “Aunque todos sean escandalizados en ti, yo nunca seré escandalizado.”1 Pero ahora supo estimarse con más verdad. “Sí, Señor—dijo:—tú sabes que te amo.” No aseguró vehementemente que su amor fuese mayor que el de sus hermanos. No expresó su propia opinión acerca de su devoción. Apeló a Aquel que puede leer todos los motivos del corazón, para que juzgase de su sinceridad: “Tú sabes que te amo.” Y Jesús le ordenó: “Apacienta mis corderos.”
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Nuevamente Jesús probó a Pedro, repitiendo sus palabras anteriores: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” Esta vez no preguntó a Pedro si le amaba más que sus hermanos. La segunda respuesta fué como la primera, libre de seguridad extravagante: “Sí, Señor: tú sabes que te amo.” Y Jesús le dijo: “Apacienta mis ovejas.” Una vez más el Salvador le dirige la pregunta escrutadora: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” Pedro se entristeció; pensó que Jesús dudaba de su amor. Sabía que su Maestro tenía motivos para desconfiar de él, y con corazón dolorido contestó: “Señor, tú sabes todas las cosas; tú sabes que te amo.” Y Jesús volvió a decirle: “Apacienta mis ovejas.”
Tres veces había negado Pedro abiertamente a su Señor, y tres veces Jesús obtuvo de él la seguridad de su amor y lealtad, haciendo penetrar en su corazón esta aguda pregunta, como una saeta armada de púas que penetrase en su herido corazón. Delante de los discípulos congregados, Jesús reveló la profundidad del arrepentimiento de Pedro, y demostró cuán cabalmente humillado se hallaba el discípulo una vez jactancioso.
Pedro era naturalmente audaz e impulsivo, y Satanás se había valido de estas características para vencerle. Precisamente antes de la caída de Pedro, Jesús le había dicho: “Satanás os ha pedido para zarandaros como a trigo; mas yo he rogado por ti que tu fe no falte: y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos.”2 Había llegado ese momento, y era evidente la transformación realizada en Pedro. Las preguntas tan apremiantes por las cuales el Señor le había probado, no habían arrancado una sola respuesta impetuosa o vanidosa; y a causa de su humillación y arrepentimiento, Pedro estaba mejor preparado que nunca antes para actuar como pastor del rebaño.
La primera obra que Cristo confió a Pedro al restaurarle en su ministerio consistía en apacentar a los corderos. Era una obra en la cual Pedro tenía poca experiencia. Iba a requerir gran cuidado y ternura, mucha paciencia y perseverancia. Le llamaba a ministrar a aquellos que fuesen jóvenes en la fe, a enseñar a los ignorantes, a presentarles las Escrituras y educarlos para ser útiles en el servicio de Cristo. Hasta entonces Pedro no había sido apto para hacer esto, ni siquiera para comprender su importancia. Pero ésta era la obra que Jesús le ordenaba hacer ahora. Había sido preparado para ella por el sufrimiento y el arrepentimiento que había experimentado.
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Antes de su caída, Pedro había tenido la costumbre de hablar inadvertidamente, bajo el impulso del momento. Siempre estaba listo para corregir a los demás, para expresar su opinión, antes de tener una comprensión clara de sí mismo o de lo que tenía que decir. Pero el Pedro convertido era muy diferente. Conservaba su fervor anterior, pero la gracia de Cristo regía su celo. Ya no era impetuoso, confiado en sí mismo, ni vanidoso, sino sereno, dueño de sí y dócil. Podía entonces alimentar tanto a los corderos como a las ovejas del rebaño de Cristo.
La manera en que el Salvador trató a Pedro encerraba una lección para él y sus hermanos. Les enseñó a tratar al transgresor con paciencia, simpatía y amor perdonador. Aunque Pedro había negado a su Señor, el amor de Jesús hacia él no vaciló nunca. Un amor tal debía sentir el subpastor por las ovejas y los corderos confiados a su cuidado. Recordando su propia debilidad y fracaso, Pedro debía tratar con su rebaño tan tiernamente como Cristo le había tratado a él.
La pregunta que Cristo había dirigido a Pedro era significativa. Mencionó sólo una condición para ser discípulo y servir. “¿Me amas?” dijo. Esta es la cualidad esencial. Aunque Pedro poseyese todas las demás, sin el amor de Cristo no podía ser pastor fiel sobre el rebaño del Señor. El conocimiento, la benevolencia, la elocuencia, la gratitud y el celo son todos valiosos auxiliares en la buena obra; pero sin el amor de Jesús en el corazón, la obra del ministro cristiano fracasará seguramente.
Jesús anduvo a solas con Pedro un rato, porque había algo que deseaba comunicarle a él solo. Antes de su muerte, Jesús le había dicho: “Donde yo voy, no me puedes ahora seguir; mas me seguirás después.” A esto Pedro había contestado: “Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? mi alma pondré por ti.”3 Cuando dijo esto, no tenía noción de las alturas y profundidades a las cuales le iban a conducir los pies de Cristo. Pedro había fracasado cuando vino la prueba, pero volvía a tener oportunidad de probar su amor hacia Cristo. A fin de que quedase fortalecido para la prueba final de su fe, el Salvador le reveló lo que le esperaba. Le dijo que después de vivir una vida útil, cuando la vejez le restase fuerzas, habría de seguir de veras a su Señor. Jesús dijo: “Cuando eras más mozo, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya fueres viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Y esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios.”
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Jesús dió entonces a conocer a Pedro la manera en que habría de morir. Hasta predijo que serían extendidas sus manos sobre la cruz. Volvió a ordenar a su discípulo: “Sígueme.” Pedro no quedó desalentado por la revelación. Estaba dispuesto a sufrir cualquier muerte por su Señor.
Hasta entonces Pedro había conocido a Cristo según la carne, como muchos le conocen ahora; pero ya no había de quedar así limitado. Ya no le conocía como le había conocido en su trato con él en forma humana. Le había amado como hombre, como maestro enviado del cielo; ahora le amaba como Dios. Había estado aprendiendo la lección de que para él Cristo era todo en todo. Ahora estaba preparado para participar de la misión de sacrificio de su Señor. Cuando por fin fué llevado a la cruz, fué, a petición suya, crucificado con la cabeza hacia abajo. Pensó que era un honor demasiado grande sufrir de la misma manera en que su Maestro había sufrido.
Para Pedro la orden “Sígueme” estaba llena de instrucción. No sólo para su muerte fué dada esta lección, sino para todo paso de su vida. Hasta entonces Pedro había estado inclinado a obrar independientemente. Había procurado hacer planes para la obra de Dios en vez de esperar y seguir el plan de Dios. Pero él no podía ganar nada apresurándose delante del Señor. Jesús le ordena: “Sígueme.” No corras delante de mí. Así no tendrás que arrostrar solo las huestes de Satanás. Déjame ir delante de ti, y entonces no serás vencido por el enemigo.
Mientras Pedro andaba al lado de Jesús, vió que Juan los estaba siguiendo. Le dominó el deseo de conocer su futuro, y “dice a Jesús: Señor, ¿y éste, qué? Dícele Jesús: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.” Pedro debiera haber considerado que su Señor quería revelarle todo lo que le convenía saber. Es deber de cada uno seguir a Cristo sin preocuparse por la tarea asignada a otros. Al decir acerca de Juan: “Si quiero que él quede hasta que yo venga,” Jesús no aseguró que este discípulo habría de vivir hasta la segunda venida del Señor. Aseveró meramente su poder supremo, y que si él quisiera que fuese así, ello no habría de afectar en manera alguna la obra de Pedro. El futuro de Juan, tanto como el de Pedro, estaba en las manos de su Señor. El deber requerido de cada uno de ellos era que le obedeciesen siguiéndole.
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¡Cuántos son hoy semejantes a Pedro! Se interesan en los asuntos de los demás, y anhelan conocer su deber mientras que están en peligro de descuidar el propio. Nos incumbe mirar a Cristo y seguirle. Veremos errores en la vida de los demás y defectos en su carácter. La humanidad está llena de flaquezas. Pero en Cristo hallaremos perfección. Contemplándole, seremos transformados.
Juan vivió hasta ser muy anciano. Presenció la destrucción de Jerusalén y la ruina del majestuoso templo, símbolo de la ruina final del mundo. Hasta sus últimos días, Juan siguió de cerca a su Señor. El pensamiento central de su testimonio a las iglesias era: “Carísimos, amémonos unos a otros;” “el que vive en amor, vive en Dios, y Dios en él.”4
Pedro había sido restaurado a su apostolado, pero la honra y la autoridad que recibió de Cristo no le dieron supremacía sobre sus hermanos. Cristo dejó bien sentado esto cuando en contestación a la pregunta de Pedro: “¿Y éste, qué?” había dicho: “¿Qué a ti? Sígueme tú.” Pedro no había de ser honrado como cabeza de la iglesia. El favor que Cristo le había manifestado al perdonarle su apostasía y al confiarle la obra de apacentar el rebaño, y la propia fidelidad de Pedro al seguir a Cristo, le granjearon la confianza de sus hermanos. Tuvo mucha influencia en la iglesia. Pero la lección que Cristo le había enseñado a orillas del mar de Galilea, la conservó Pedro toda su vida. Escribiendo por el Espíritu Santo a las iglesias, dijo:
“Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de las aflicciones de Cristo, que soy también participante de la gloria que ha de ser revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, teniendo cuidado de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino de un ánimo pronto; y no como teniendo señorío sobre las heredades del Señor, sino siendo dechados de la grey. Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria.”